No queda mucho por contar. Como sabía que en pocos días iba a tener que irme de la ciudad, lo que esperaba hacer aquí tenía que hacerlo rápido. El gremio no tenía amigos de confianza aparte del maestro Palaemon, y para lo que yo planeaba él no me serviría. Mandé llamar a Roche, sabiendo que si lo tenía delante no iba a engaitarme mucho tiempo. (Esperaba ver un hombre mayor que yo, pero el aspirante pelirrojo que acudió a mi orden era poco más que un muchacho; cuando se fue, estuve un rato estudiándome la cara en el espejo, algo que no había hecho antes.) Me contó que él y algunos otros que habían sido amigos míos más o menos íntimos, habían objetado mi ejecución cuando la mayoría del gremio se inclinaba por matarme, y le creí. También admitió con toda soltura que él había propuesto que me mutilaran y expulsaran, pues pensaba que era la única manera de salvarme la vida. Creo que esperaba que de algún modo lo castigase: tenía las mejillas y la frente, por lo general rubicundas, tan blancas que las pecas resaltaban como manchas de pintura. La voz era firme, sin embargo, y no dijo nada que pareciera destinado a excusarse echándole la culpa a otro.
La verdad era, por supuesto, que yo tenía intención de castigarlo junto con el resto del gremio. No porque les tuviera inquina, sino porque sentía que una temporada de encierro bajo la torre les despertaría cierta sensibilidad a ese principio de justicia del que había hablado el maestro Palaemon, y porque sería la mejor manera de asegurar que se cumpliese la orden que pensaba impartir, prohibiendo la tortura. Es improbable que a quien haya pasado unos meses en el pavor de ese arte le moleste dejarlo.
Pero sin decirle nada a Roche, le pedí que más tarde me trajera un hábito de aspirante y con Drotte y Eata se prepararan para ayudarme a la mañana siguiente.
Poco después de vísperas volvió con la ropa. Quitarme el rígido traje que había estado usando yvestirme de nuevo de £ulígeno fue un placer indescriptible. De noche, ese oscuro abrazo es lo más parecido que conozco a la invisibilidad, y después de escabullirme por una de las salidas secretas, me moví entre las torres como una sombra que llegué al sector derrumbado del muro.
El día había sido cálido; pero la noche era fresca, y había niebla en la necrópolis, como cuando yo había salvado a Vodalus saliendo de detrás de un monumento. El mausoleo donde había jugado de niño estaba como lo había dejado, con la puerta atascada un cuarto antes de cerrarse.
Llevaba una vela, y una vez dentro la encendí. Los bronces funerarios cuyo lustre yo había mantenido en otro tiempo, estaban de nuevo verdes; por todas partes el viento había repartido hojas, que nadie había pisado. Un árbol había metido una rama delgada por entre los barrotes del ventanuco.
Quédate donde te pongo,
que ningún extraño espíe.
Sé como hierba a de otros,
pero no a los míos.
Quédate aquí a salvo,
no te vayas, si viene una mano,
engáñala, que extraños
no lo crean hasta que yo te vea.
La piedra era más pequeña y ligera de lo que yo recordaba. Debajo, la humedad había deslucido la moneda; pero todavía estaba allí, y un momento después la tenía en la mano y recordaba al niño que yo había sido, mientras a través de la niebla volvía conmovido al muro roto.
Ahora he de pedirles, a ustedes que tantos desvíos y disgresiones me han perdonado, que excusen una más. Es la última.
Hace unos días (es decir, mucho tiempo después de la conclusión real de los hechos que me he puesto a narrar) me dijeron que un vagabundo se había presentado aquí, en la Casa Absoluta, diciendo que me debía dinero y se negaba a pagárselo a cualquier otra persona. Sospechando que iba a ver a algún viejo conocido, le dije al chambelán que me lo trajera.
Era el doctor Talos. Tenía aspecto de hombre rico, y se había vestido para la ocasión con un capote de terciopelo rojo y un chaleco de la misma tela. Seguía teniendo cara de zorro embalsamado; pero por momentos me daba la impresión de que se le había filtrado un atisbo de vida, de que algo o alguien oteaba a través de las gafas.
—Os habéis superado —dijo, y me saludó inclinándose hasta que la borla de la gorra barrió la alfombra—. Quizá recordéis que yo afirmé invariablemente que sería así. La honradez, la integridad y la inteligencia no se pueden mantener sometidas.
—Los dos sabemos que no hay nada más fácil de someter —dije yo—. Mi antiguo gremio se encargaba de someterlas todos los días. Pero me alegra volver a verte, aun si vienes como emisario de tu amo.
Por un momento pareció que no entendía. —Ah, os referís a Calveros. No, me temo que me ha despedido. Después de la batalla. Después de bucear en el lago.
—Entonces crees que sobrevivió —dije.
—Vaya, estoy seguro de que sobrevivió. Vos no lo conocisteis como yo, Severian. Para él respirar agua no habrá sido nada. ¡Nada! Tenía una mente maravillosa. Era un genio supremo de una especie única: todo se le volvía hacia dentro. Combinaba la objetividad del estudioso con el arrobamiento del místico.
—Con lo cual —interrumpí— queréis decir que experimentaba consigo mismo.
—Oh, no, en absoluto. ¡Él invirtió la cosa! Hay quienes experimentan con ellos mismos para deducir alguna norma aplicable al mundo. Calveros experimentaba con el mundo, y si puedo decirlo groseramente, gastaba los resultados en su persona. Dicen… —aquí miró nerviosamente en torno para asegurarse de que sólo yo lo oía—… dicen que soy un monstruo, y es cierto. Pero Calveros era más monstruoso que yo. En cierto sentido era mi padre, pero se había construido a sí mismo. Es ley de la naturaleza, y de aquello más alto que la naturaleza, que cada criatura tenga un creador. Pero Calveros era su propio creador; detrás de él estaba él, y así se separó de la línea que nos une a los demás con el Increado. Pero me estoy desviando de mi asunto.—El doctor llevaba en el cinto un saquito de cuero escarlata. Aflojó las cuerdas y se puso a hurgar. Oí un tintineo metálico.
—¿Ahora llevas dinero? —pregunté—. Antes se lo dabas todo a él.
La voz bajó hasta hacerse casi inaudible.
—¿Vos no haríais lo mismo en mi situación actual? Ahora dejo monedas cerca del agua, pequeñas pilas de aes y oricletas. —Alzó la voz:— No hace daño, y me recuerda los grandes días. ¡Pero soy honrado!, ¿comprendéis? El siempre me lo exigió. Ytambién él era honrado, a su manera. De cualquier modo, ¿os acordáis de aquella mañana, antes de que cruzáramos la puerta? Yo estaba repartiendo los beneficios de la noche anterior cuando nos interrumpieron. Quedaba una moneda, y te correspondía a ti. La guardé con la idea de dártela después, pero me olvi dé, y cuando llegaste al castillo… —Me miró de soslayo.— Pero a buenos negocios cuentas claras, como dicen, y aquí la tenéis.
La moneda era precisamente como la que yo había sacado de debajo de la piedra.
—Ahora veis por qué no se la podía dar a vuestro hombre: seguro que me tomaría por un loco.
Tiré la moneda al aire y la atrapé. Daba la sensación de que la habían engrasado levemente. —A decir verdad, doctor, nosotros no.
—Porque es falsa, claro. Ya os lo dije aquella mañana. Pero ¿cómo iba a decirle a él que había venido a pagarle al Autarca y luego darle una moneda mala? ¡Os tienen pánico, y me habrían abierto las entrañas buscando una auténtica! ¿Es cierto que aquí tienen un explosivo que tarda días en abrirse, de modo que pueden hacer trizas a la gente poco a poco?
Yo miraba las dos monedas. Tenían el mismo brillo de latón y parecían hechas en el mismo cuño. Pero, como he dicho, esa breve entrevista tuvo lugar mucho después del verdadero fin de mi relato. Volví por el mismo camino a mis habitaciones en la Torre de la Bandera, y una vez allí, me quité la capa chorreante y la colgué. El maestro Gurloes solía decir que lo peor de pertenecer al gremio era no llevar camisa. Aunque lo decía irónicamente, en cierto sentido tenía razón. Después de haber atravesado las montañas con el pecho desnudo, unos pocos días con atuendo de autarca me ablandaban tanto como para temblar en una noche brumosa de otoño.
En todos los cuartos había hogares, y junto a cada uno una pila de leña tan vieja y seca que sospeché que de sólo golpearla contra un morillo se pulverizaría. Yo nunca había encendido una chimenea; pero ahora decidí hacerlo, calentarme y poner a secar en una silla la ropa que había traído Roche. Cuando busqué el yesquero, sin embargo, descubrí que en el entusiasmo me lo había dejado con la vela en el mausoleo. Pensando vagamente que el Autarca que había habitado esos cuartos antes que yo (un gobernante muy fuera del alcance de mi memoria) debía haber tenido algún medio de encender a mano los numerosos fuegos, me puse a buscar en los cajones de los armarios.
En gran parte estaban llenos de los papeles que tanto me habían fascinado antes; pero en vez de pararme a leerlos, como hiciera durante la primera inspección de los cuartos, los levantaba de cada cajón para ver si no había debajo algún eslabón, encendedor, jeringa o amadú.
No encontré ninguno; pero en cambio, en el cajón más grande del armario más grande, escondida bajo un estuche de plumas filigranado, descubrí una pequeña pistola.
Había visto antes armas como ésa: la primera, cuando Vodalus me había dado la moneda falsa que acababa de recuperar. Pero nunca había tenido una en la mano, y ahora descubría que era muy diferente que verla en manos de otros. Una vez, viajando con Dorcas hacia Thrax, habíamos caído en una caravana de vendedores ambulantes y caldereros. Aún teníamos casi todo el dinero que el doctor Talos había dividido en el encuentro del bosque al norte de la Casa Absoluta; pero dudábamos de hasta dónde podría llevarnos y cuánto tendríamos que viajar, de modo que yo ofrecía mi oficio, preguntando en cada pueblo si no había algún malhechor que mutilar o decapitar. Para los vagabundos éramos como ellos, y aunque algunos nos adjudicaban un rango más o menos saliente porque yo sólo trabajaba para las autoridades, otros presumían de despreciarnos como instrumentos de la tiranía.
Una noche, un amolador que había sido más amistoso que la mayoría, y nos había hecho varios favores insignificantes, se ofreció para afilar a Terminus Est. Le dije que yo la mantenía lo suficientemente afilada para el trabajo y lo invité a probarla con un dedo. Después de cortarse levemente (como yo había anticipado) se aficionó mucho a ella, admirando no sólo la hoja sino la suave vaina, la guarda labrada y lo demás. Una vez que le hube respondido a innumerables preguntas respecto a la forja, la historia y los usos de Terminus Est, me preguntó si le permitía empuñarla. Lo previne sobre el peso de la hoja y el peligro de descargar el filo más fino contra algo que pudiera dañarlo; luego se la pasé. Sonriendo, aferró la empuñadura como yo le había dicho; pero no bien empezó a alzar la larga y brillante herramienta de muerte, se puso muy pálido y los brazos se le echaron a temblar tanto que se la arrebaté antes de que la dejara caer. Después de aquello, lo único que decía una y otra vez era Yo he afilado la espada de muchos soldados.
Ahora yo comprendía lo que el hombre había sentido. Dejé la pistola en la mesa tan rápido que casi se me cae, y di vueltas y vueltas alrededor como si fuera una serpiente preparada para atacar.
Era más corta que mi mano, y de una factura tan delicada que parecía una joya; pero cada una de sus líneas hablaba de un lejano origen, de más allá de las estrellas cercanas. El tiempo no había amarilleado la plata, que bien podría haber acabado de salir de la pulidora. Estaba cubierta de ornamentos que acaso fueran escritura: realmente no podía decirlo, y para ojos como los míos, habituados a motivos de líneas rectas y curvas, a veces parecían sólo reflejos complicados y brillantes, pero reflejos de algo que no estaba presente. Incrustadas en el mango había piedras negras cuyo nombre yo ignoraba, gemas como turmalinas pero más luminosas. Al cabo de un rato noté que una, la más pequeña, parecía desvanecerse a menos que yo la mirara con fijeza, y entonces destellaba con un fulgor de cuatro rayos. Examinándola más de cerca, descubrí que no era una gema sino una lente diminuta a través de la cual brillaba un fuego interior. La pistola, pues, conservaba su carga después de tantos siglos.
Por ilógico que fuera, saberlo me tranquilizó. Hay dos maneras en que un arma puede ser peligrosa para quien la usa: hiriéndolo por accidente o fallándole. La primera era aún posible; pero cuando vi el resplandor de ese punto luminoso supe que la segunda podía descartarse.
Debajo del cañón había un botón corredizo que al parecer controlaba la intensidad de la descarga. Mi primera idea fue que quienquiera la hubiese manejado la última vez probablemente la había puesto al máximo, y que invirtiendo la posición podría probarla con cierta seguridad. Pero no era así: el botón estaba en el centro de la guía. Por fin decidí, por analogía con un arco, que probablemente la pistola fuera menos peligrosa cuando el botón estaba lo más adelante posible. Alcé la pistola, apunté el arma al hogar y apreté el gatillo.
El ruido de un disparo es lo más horrible del mundo. Es el grito de la materia misma. Ahora el estampido no fue fuerte sino amenazador, como un trueno lejano. Por un instante —tan breve que casi pude haber creído que lo soñaba— un angosto cono violeta relampagueó entre la boca de la pistola y la leña apilada y desapareció. La madera ardía y láminas de metal quemado y retorcido caían del fondo del hogar con un ruido de campanas rotas. Un riachuelo de plata se derramó hasta la alfombrilla chamuscándola y alzándose en un humo nauseabundo.
Guardé la pistola en la alforja de mi nuevo traje de aspirante.