Después de haber oído todo, el maestro Palaemon fue hasta el pequeño montón de mis posesiones y tomó la empuñadura, el pomo y la guarda de plata que eran todo lo que quedaba de Terminus Est.
—Era una buena espada —dijo—. Por poco os doy la muerte, pero era una buena espada.
—Siempre nos enorgullecimos de llevarla y nunca nos dio motivos de queja.
Él suspiró, y el aliento pareció atascársele en la garganta. —Se ha ido. Es la hoja lo que hace la espada, no las guarniciones. El gremio las preservará en algún lugar, junto con la capa y la alforja, porque han sido tuyas. Muchos siglos después de nuestra muerte, viejos como yo se las mostrarán a los aprendices. Es una pena que no tengamos también la hoja. Yo la usé mucho, años antes de que tú llegaras al gremio; nunca pensé que iba a quedar destruida combatiendo con un arma diabólica. —Dejó el pomo de ópalo y me miró frunciendo el ceño.— ¿Qué os inquieta? He visto a algunos sobresaltarse menos cuando les arrancaban los ojos.
—Hay muchas clases de armas diabólicas, como las llamas, que el acero no puede resistir. Algo de ellas vimos en Orithya. Y hay decenas de miles de soldados nuestros rechazándolas con lanzas y jabalinas de fuego artificial y espadas no tan bien forjadas como TerminusEst. Dentro de todo tienen éxito porque las armas de energía ascias no son numerosas, y los ascios no tienen con qué producirlas. ¿Qué pasará si a Urth se le concede un Sol Nuevo? ¿No serán capaces los ascios de usar esa energía mejor que nosotros? —Puede que sí —reconoció el maestro Palaemon. —Hemos estado pensando con los autarcas que nos han precedido; nuestros hermanos, por así decir, en un nuevo gremio. El maestro Malrubius dijo que en los tiempos modernos sólo nuestro antecesor se atrevió a enfrentar la prueba. Cuando indagamos a los otros, a menudo descubrimos que se negaron porque pensaban que el enemigo tendría aún más ventaja siendo más versado que nosotros en ciencias antiguas. ¿No es posible que tuvieran razón?
El maestro Palaemon pensó mucho tiempo antes de responder.
—No lo sé. Me consideráis sabio porque en un tiempo os enseñé, pero no he estado en el norte como vos. Vos habéis visto ejércitos ascios y yo nunca. Me halaga que me pidáis mi opinión. Con todo… por lo que decís parecen rígidos, esquemáticos. Diría que no son muchos los que piensan.
Me encogí de hombros. —Eso es cierto en cualquier multitud, Maestro. Pero, como dices, posiblemente sea más cierto entre ellos. Y lo que llamas rigidez es terrible, un inverosímil estado de muerte. Individualmente parecen hombres y mujeres, pero juntos son como una máquina de madera y piedra.
El maestro Palaemon se levantó, fue hasta la tronera y miró el tropel de torres. —Aquí somos demasiado rígidos —dijo—. Demasiado rígidos en el gremio, demasiado en la Ciudadela. Para mí es revelador que los hayáis visto de ese modo, vos, que os educasteis aquí; realmente tienen que ser inflexibles. Pienso que pese a esa ciencia, que a lo mejor no es como creéis, la gente de la Mancomunidad quizá sea más capaz de aprovechar las nuevas circunstancias.
—Nosotros no somos flexibles o inflexibles —dije—. Aparte de una memoria excepcional, somos apenas un hombre común.
—¡No, no! —El maestro Palaemon dio un golpe en la mesa y las lentes relampaguearon de nuevo.— Sois un hombre fuera de lo común en tiempos comunes. Cuando erais aprendiz y pequeño, una o dos veces os pegué; sé que lo recordáis. Pero aunque os pegara, yo sabía que llegaríais a ser un personaje extraordinario, el maestro más grande que ha tenido nuestro gremio. Yseréis maestro. ¡Os elegiremos aunque destruyáis el gremio!
—Ya te hemos dicho que nuestra intención es reformar el gremio, no destruirlo. Ni siquiera tenemos la seguridad de poder conseguirlo. Tú nos respetas porque hemos llegado al puesto más alto. Pero hemos llegado por azar, y lo sabes. También nuestro antecesor llegó por azar, y salvo una o dos excepciones, las mentes que nos entregó, y a las que apenas llegamos ahora, no son mentes geniales. La mayoría son hombres y mujeres corrientes, marinos y artesanos, granjeras y libertinos. En el resto hay una mayoría de esos excéntricos eruditos de segunda de los que siempre se reía Thecla.
—Vos no acabáis de llegar al puesto más alto —dijo el maestro Palaemon—: os habéis convertido en él. Vos sois el Estado.
—No. El Estado son los demás: tú, el castellano, los oficiales que hay fuera. Nosotros somos el pueblo, la Mancomunidad. —Ni yo mismo lo había sabido hasta que lo dije. Tomé el libro marrón.— Lo guardaremos. Era una de las cosas buenas, como tu espada. Se alentará otra vez la escritura de libros. No hay bolsillos en estas ropas, pero a lo mejor es útil que nos vean llevarlo cuando salgamos.
—¿Llevarlo adónde? —El maestro Palaemon alzó la cabeza como un cuervo viejo.
—A la Casa Absoluta. Hace más de un mes que perdimos el contacto, o si prefieres lo perdió el Autarca. Tenemos que averiguar qué ocurre en el frente, y tal vez despachar refuerzos. —Pensé en Lomer y Nicara— te y los demás prisioneros de la antecámara.— También tenemos allí otros deberes —dije.
El maestro Palaemon se acarició la barbilla. —Antes de que os vayáis, Severian… Autarca… ¿os gustaría dar una vuelta por las celdas, en honor a los viejos tiempos? Dudo que esos mozos de fuera sepan de la puerta que se abre a la escalera oeste.
Es la escalera menos usada de la torre y acaso la más antigua. Sin duda es la que mejor se conserva. Los escalones son empinados y angostos, y bajan rodeando una columna central, negra de corrosión. La puerta de la cámara en donde, como Thecla, me habían sometido al dispositivo llamado el Revolucionario estaba entreabierta, y aunque no entramos, vi los viejos mecanismos: terroríficos, sí, aunque para mí menos espantosos que las cosas relucientes pero mucho más viejas del castillo de Calveros.
Entrar en la mazmorra fue regresar a algo que desde mi huida de Thrax creía haber perdido para siempre. Sin embargo los pasillos de metal con sus largas filas de puertas no habían cambiado, y cuando espié por uno de los ventanucos, vi rostros familiares, rostros de hombres y mujeres que yo había alimentado y custodiado como aspirante.
—Estáis pálido, Autarca —dijo el maestro Palaemon—. Siento que tembláis.
Yo lo sostenía, tomándolo por el brazo.
—Sabes que los recuerdos nunca se nos borran —dije—. Para nosotros la chatelaine Thecla sigue ahí y el aspirante Severian en otra celda.
—Me había olvidado. Sí, tiene que ser terrible. Iba a llevarte a la que ocupó la chatelaine, pero tal vez prefieres no verla.
Insistí en que la visitáramos; pero cuando llegamos había dentro un cliente nuevo y estaba cerrada. Hice que el maestro Palaemon llamara al hermano de servicio, y cuando éste nos abrió me quedé un momento mirando la cama angosta y la mesita. Por último me volví hacia el cliente, que estaba sentado en la única silla con los ojos dilatados y una expresión indescriptible, mezcla de esperanza y asombro. Le pregunté si me conocía.
—No, exultante.
—No somos un exultante. Somos tu Autarca. ¿Por qué estás aquí?
Se incorporó y cayó de rodillas. —¡Soy inocente! ¡Creedme!
—Muy bien —dije—. Te creemos. Pero queremos que nos cuentes de qué te acusaron y de cómo llegaste a convicto.
Entre temblores, empezó a verter uno de los relatos más complejos y confusos que he oído en mi vida. La madre y una cuñada habían conspirado contra él. Dijeron que pegaba a su mujer, que la descuidaba aunque estaba enferma, que le había robado un dinero que ella guardaba para fines con los que él no estaba de acuerdo. Explicó todo esto (y mucho más) alabando su propia inteligencia mientras censuraba los fraudes, argucias y mentiras ajenas que lo habían mandado a la mazmorra. Dijo que el oro en cuestión no había existido nunca, y que su suegra había usado una parte para sobornar al juez. Dijo que no había sabido que su esposa estaba enferma y que le había buscado el mejor de los médicos.
Después de dejarlo entré en la celda de al lado y escuché al cliente, y luego a la otra y la otra, y así hasta visitar catorce. Once clientes alegaron inocencia, algunos mejor que el primero, otros incluso peor; pero no encontré ninguno cuyas protestas me convencieran. Tres admitieron que eran culpables (si bien uno juró —sinceramente, creo— que, aunque había cometido la mayoría de los delitos que le adjudicaban, le habían adjudicado también varios que no había cometido). Dos de los hombres prometieron de corazón que, si los liberaba, no iban a hacer nada que los llevara de nuevo a la mazmorra; y los dejé en libertad. La tercera —una mujer que después de robar niños los había forzado a hacer de muebles en una habitación, en un caso clavando las manos de una niña al dorso de un tablero de mesa, como para que sirviera de pedestal— me dijo, en apariencia con igual franqueza, que estaba segura de que volvería a lo que llamaba su pasatiempo porque era la única actividad que le interesaba. No pedía que la liberasen, sólo que le cambiaran la sentencia por encarcelamiento simple. Yo tenía la certeza de que estaba loca; y sin embargo, ni en la conversación ni en los claros ojos azules había nada que lo indicara, y me dijo que antes del juicio la habían examinado y declarado cuerda. Le toqué la frente con la Garra Nueva, pero permaneció tan inerte como la anterior, cuando intenté usarla para ayudar a Jolenta y Calveros.
No logro rehuirme a la idea de que el poder de las Garras mana de mí, y que por eso el resplandor que ellas emiten, y que otros declaran cálido, siempre me ha parecido frío. La idea es el equivalente psicológico de aquel doloroso abismo del cielo en el que temía caer cuando dormía en las montañas. La rechazo y la temo porque deseo fervientemente que sea cierta; y siento que aunque no fuera más que un eco de la verdad, la detectaría dentro de mí. No la detecto.
Por lo demás, aparte de esta falta de resonancia hay objeciones profundas, la más importante, convincente y al parecer insalvable es que incuestionablemente la Garra reanimó a Dorcas después de muchas décadas de muerte; y lo hizo antes de que yo supiese que la tenía.
Este argumento parece concluyente; y con todo no estoy seguro de que sea así. ¿Lo sabía yo en realidad? ¿Qué significa saber, en sentido propio? He asu mido que cuando Agia me deslizó la Garra en la alforja yo estaba inconsciente; pero puede que estuviera simplemente aturdido, y en cualquier caso, muchos creen desde hace tiempo que las personas inconscientes perciben lo que las rodea y responden internamente a las palabras y la música. ¿Cómo explicar si no los sueños dictados por sonidos externos? A £m de cuentas, ¿qué porción del cerebro está inconsciente? No todas, porque de lo contrario el corazón no latiría, ni respirarían los pulmones. Gran parte de la memoria es química. Fundamentalmente, todo lo que tengo de Thecla y del Autarca anterior es eso; las drogas sólo sirven para permitir que los complejos compuestos de información entren en el cerebro. ¿No será que cierta información derivada de fenómenos externos se nos imprime químicamente en el cerebro aunque haya cesado la actividad química de la que depende el pensamiento consciente?
Además, si las energías se originan en mí, ¿por qué tenía que ser consciente de la presencia de la Garra? Lo mismo podría decirse si la energía proviniese de la Garra. Sin duda nuestra zozobrante invasión del recinto sagrado de las Peregrinas y el modo en que Agia yyo salimos indemnes del accidente que mató a los animales podrían sustentar una hipótesis semejante. De la catedral fuimos al Jardín Botánico y allí, antes de entrar en el Jardín del Sueño Infinito, vi un arbusto cubierto de garras. Entonces yo creía que la Garra era una gema, pero ¿no es posible que me lo hubieran sugerido? La mente suele jugarnos estos trucos. En la casa amarilla encontramos tres personas que nos creían presencias sobrenaturales.
Si el poder sobrenatural es mío (y sin embargo está claro que no), ¿cómo llegué a tenerlo? He encontrado dos explicaciones, ambas muy improbables. Una vez hablamos con Dorcas del significado simbólico de las cosas reales, que en las enseñanzas de los filósofos representan cosas superiores, y en un nivel inferior son verdaderos símbolos. Por tomar un ejemplo absurdamente simple, supongamos a un artista en una buhardilla dibujando un melocotón. Si ponemos al pobre artista en el lugar del Increado, diremos que el dibujo simboliza el melocotón, y por tanto los frutos de la tierra, mientras que la reluciente curva del melocotón mismo simboliza la belleza madura de la femineidad. Si una mujer tal entrara en la buhardilla del artista (improbabilidad que mantendremos en pro de la explicación), sin duda no advertiría que la plenitud de sus caderas y la dureza de su corazón están representadas también en esa cesta que hay en la mesa, junto a la ventana, aunque quizás el artista no pueda pensar en otra cosa.
Pero si realmente el Increado está en el lugar del artista, ¿no es posible que conexiones como éstas, muchas de las cuales los seres humanos no imaginan nunca, tengan profundos efectos en la estructura del mundo, así como la obsesión del artista colorea el dibujo? Si es a mí a quien toca renovar la juventud del sol con la Fuente Blanca de que me han hablado, ¿no habré recibido casi inconscientemente (si la expresión corresponde) los atributos de vida y luz que pertenecerán al sol nuevo?
La otra explicación que mencionaré es apenas más que una especulación. Pero sí, como dijo el maestro Mahubius, aquellos que me juzguen en las estrellas me quitarán la virilidad si yo fracaso, ¿no es posible también que me confirmen en un don de igual valor si, como representante de la Humanidad, cumplo mi misión? Me parece que sería lo justo. Si éste es el caso, ese don ¿no trascenderá el tiempo como lo trascienden ellos mismos? Los hieródulos que conocí en el castillo de Calveros dijeron que yo les interesaba porque obtendría el trono, pero ¿habrían mostrado tanto interés si yo hubiera sido un mero señor de castillo, en una parte de este conti nente, uno de los tantos señores de castillo de la larga historia de Urth?
En conjunto, pienso que la primera explicación es la más probable; pero la segunda no es del todo inverosímil. Ambas parecen indicar que la misión que voy a emprender tendrá éxito. Iré con buen ánimo.
Yno obstante hay una tercera explicación. No hay ser humano o casi humano capaz de concebir mentes como las de Abaia, Erebus y los demás. Tienen un poder que excede la posibilidad de comprensión, y sé que ellos nos aplastarían en un día si no fuera porque la única victoria que toman en cuenta no es la aniquilación del otro, sino su esclavitud. La gran ondina que vi era criatura suya, y menos que una esclava: un juguete. Es posible que el poder de la Garra, la Garra tomada de algo que crecía tan cerca del mar, provenga de ellos en última instancia. Ellos conocían mi destino tan bien como Ossipago, Barbatus y Famulimus, y para que lo cumpliera me salvaron de niño. Cuando partí de la Ciudadela me encontraron de nuevo, y en adelante la Garra torció mi trayecto. Tal vez esperen triunfar elevando un torturador al autarcado, o a ese puesto más alto que el del Autarca. Ahora pienso que es tiempo de referir lo que me explicó el maestro Malrubius. No puedo avalar su veracidad pero creo que es cierto. No sé más que lo que consigno aquí.
Así como una flor se abre, deja caer su semilla, muere y se alza de la semilla para florecer otra vez, así el universo que conocemos se difunde hasta la nulidad en el espacio infinito, junta sus fragmentos (que a causa de la curvatura del espacio acaban por encontrarse en el punto de partida) y de esa semilla florece de nuevo. Cada uno de estos ciclos de florecimiento y declinación marca un año divino.
Tal como la flor que llega es igual a la flor de don— de viene, el universo que llega repite a aquel cuya ruina le dio origen; y esto es tan cierto para los rasgos más delicados como para los más groseros. Los mundos que surgen no son diferentes de los que perecieron, y están poblados por razas similares, aunque, lo mismo que de un verano a otro la flor evoluciona, todas las cosas avanzan un paso diminuto.
En cierto año divino (un tiempo francamente inconcebible para nosotros, aunque ese ciclo del universo no fue más que uno en una serie infinita), nació una raza tan parecida a la nuestra que el maestro Malrubius no tuvo escrúpulos en llamarla humana. Se expandió entre las galaxias del universo como se dice que hicimos nosotros en el pasado remoto, cuando Urth fue por un tiempo el centro, o al menos el hogar y el símbolo, de un imperio.
Estos hombres encontraron en otros mundos muchos seres inteligentes, o al menos de una inteligencia potencial, y a partir de esos seres —para tener camaradas en la soledad de las galaxias, y aliados en los enjambres de mundos— hicieron seres como ellos.
El trabajo no fue rápido ni fácil. Incontables millones sufrieron y murieron, dejando recuerdos indelebles de dolor y de sangre. Cuando el universo envejeció, y las galaxias se separaron tanto unas de otras que ya nadie veía a la más cercana ni como una débil estrella, y las naves tuvieron que guiarse por viejos recuerdos, el trabajo quedó concluido. La obra superaba lo que se había imaginado. No se había hecho una raza nueva parecida a la Humanidad, sino una raza que la Humanidad deseaba como propia: unida, compasiva, justa.
No me contaron qué se hizo de la Humanidad de aquel ciclo. Tal vez sobrevivió hasta la implosión del universo y pereció con él. Tal vez evolucionó hasta un estado irreconocible para nosotros. Pero los seres que la Humanidad modelara de acuerdo con lo que quería ser, huyeron abriendo un pasaje a Yesod, el universo superior al nuestro, donde crearon mundosadecuados.
Desde ese punto privilegiado miraron atrás y adelante, y mirando así nos descubrieron a nosotros. Tal vez no seamos sino una raza como la que los modeló a ellos. Tal vez los modelamos nosotros; o nuestros hijos, o nuestros padres. Malrubius dijo que no lo sabía, y creo que dijo la verdad. Como sea, ahora nos modelan como fueron modelados ellos; es al mismo tiempo una recompensa y una ventaja.
También han encontrado a los hieródulos, y los cambiaron con rapidez para que los sirvan en este universo. Bajo sus instrucciones, los hieródulos construyen naves, como la que me llevó de la jungla al mar, para que acuástores como Malrubius y Triskele también los sirvan. Con estas tenazas nos mantienen en la forja.
El martillo que empuñan amenaza con hacernos retroceder por los corredores del tiempo o precipitarnos al futuro. (En esencia, este poder es el mismo que les permitió escapar a la muerte del universo: entrar en los corredores del tiempo es dejar el universo.) En Urth al menos, el yunque es el imperativo de vida: la necesidad de luchar contra un mundo cada vez más hostil con los recursos de unos continentes agotados. El método es tan cruel como el que usaron para forjarlos a ellos, y así hay cierta justicia; pero la aparición del Sol Nuevo significará que al menos las primeras operaciones de la forja están ya terminadas.