XVIII — El pedido de Foila

Durante otras cien zancadas o más el maestro Ash no desapareció del todo. Yo sentía que estaba allí, a mi lado y medio paso atrás, y a veces incluso lo veía cuando no intentaba mirarlo directamente. Cómo era posible que en un sentido estuviese presente y en otro ausente, no lo sé. Enjambres de partículas, como un billón, como billones de soles nos lanzan a los ojos una lluvia de fotones sin masa ni carga: esto me había enseñado el maestro Palaemon, que era casi ciego. Por el impacto de esos fotones creemos ver a un hombre. A veces el hombre que creemos ver puede ser tan ilusorio como el maestro Ash, o aún más.

También sentía conmigo su sabiduría. Había sido una sabiduría melancólica pero real. Me encontré deseando que hubiera podido acompañarme, aunque eso habría significado, me di cuenta, que la llegada del hielo era cierta.

—Estoy solo, maestro Ash —dije, sin atreverme a mirar atrás—. Hasta ahora no había comprendido lo solo que yo estaba. También usted estaba solo, me parece. ¿Quién era la mujer que llamó Vine?

Puede que únicamente haya imaginado la voz: —La primera mujer.

—¿Mesquiana? Sí, la conozco, y era muy hermosa. Mi Mesquiana era Dorcas, y siento que me falta, pero también los demás. Cuando Thecla se volvió parte de mí pensé que ya nunca volvería a estar solo. Pero se ha fundido tanto conmigo que somos una sola persona, y puedo sentir la falta de otros. De Dorcas, de Pía la muchacha isleña, de Drotte y de Roche. Si estuviera aquí Eata, podría abrazarlo.

»Más que a nadie me gustaría ver a Valeria. jolenta era la mujer más bella que conocí, pero la cara de Valeria tenía algo que me partía el corazón. Yo era apenas un niño, supongo, aunque pensaba que no. Salí a gatas de la oscuridad y me encontré en un lugar que llamaban Atrio del Tiempo. Por todos lados se alzaban torres, las torres de la familia de Valeria. En el centro había un obelisco cubierto de cuadrantes de sol, y aunque recuerdo su sombra en la nieve, allí el sol no habría podido brillar durante más de dos o tres guardias por día; la mayor parte del tiempo lo tapaban las torres. El entendimiento de usted, maestro Ash, es más hondo que el mío: ¿puede decirme por qué lo habrán construido así?

Un viento que jugaba entre las rocas atrapó mi capa y me la hinchó en los hombros. La aseguré de nuevo y me subí la capucha.

—Yo iba siguiendo un perro. Lo llamaba Triskele e incluso me decía a mí mismo que era mío, aunque no me permitían tener perros. Lo encontré un día de invierno. Habíamos estado en la lavandería —lavando las sábanas de los clientes— y el tubo de desagúe se taponaba con harapos y gasas. Yo estaba esquivando el trabajo y Drotte me dijo que saliera y lo desatascara con una vara del tendedero. Soplaba un viento terriblemente frío. Supongo que era el hielo que ya se acercaba, maestro, aunque entonces yo no lo supiera; los inviernos eran cada vez peores. Y, por supuesto, cuando desatasqué el tubo, un chorro de agua mugrienta me mojó las manos.

»Yo me enfadé porque era el mayor, aparte de Drotte y Roche, y pensaba que ese trabajo les correspondía a los aprendices más jóvenes. Estaba atizando el caño con mi palo cuando lo vi al otro lado del Patio Viejo. Supongo que la noche anterior los vigías de la Torre del Oso habían tenido una pelea privada, y las bestias muertas estaban junto al portón esperando al deshollador. Había un arsinoite y un esmilodonte, y varios lobos malos. Encima de la pila estaba el perro. Calculo que había sido el último en morir, y por las heridas pienso que lo había matado un lobo. Por supuesto, no estaba muerto de veras; sólo parecía muerto.

»Me acerqué a mirarlo; era una excusa para interrumpir lo que estaba haciendo y echarme aliento en los dedos. Era… bueno, la cosa más dura y fría que he visto. Una vez maté un toro con la espada, y muerto y ensangrentado aún parecía un poco más vivo que Triskele aquel día. De todos modos alargué la mano y le acaricié la cabeza. Era grande como la de un oso, y le habían cortado las orejas de modo que sólo le quedaban dos puntas pequeñas. Cuando lo toqué, abrió los ojos. Crucé el patio corriendo y hundí el palo con tal fuerza que casi lo rompo, porque temía que Drotte enviara a Roche a ver qué estaba haciendo.

»Cuando vuelvo a pensarlo, veo que fue como si hubiera tenido la Garra un año antes de encontrarla. No puedo describir la expresión del perro cuando alzó un ojo para mirarme. Me tocó el corazón. Con la Garra nunca reviví animales, pero tampoco lo intenté. Estando entre ellos, por lo general deseé matar a alguno, porque necesitaba comer. Ahora ya no sé si matar animales para comer es o no inevitable. Me he fijado que no había carne entre sus provisiones; sólo pan y queso, vino y frutos secos. Sea cual sea el mundo en que vive, ¿la gente de usted piensa lo mismo?

Hice una pausa esperando una respuesta. Todas las cumbres habían caído ahora bajo el sol; yo ya no estaba seguro de si me seguía alguna tenue presencia del maestro Ash o sólo mi sombra. Al fin dije: —Con la Garra en mi poder descubrí que no revivía a quienes habían muerto por obra de los hombres, aunque pareció curar al hombre-mono a quien yo había cortado la mano. Dorcas creía que fue porque lo había hecho yo. No sé: nunca pensé que la Garra supiera quién la tenía, pero a lo mejor sí.

Una voz, no la del maestro Ash sino una voz que yo no había oído nunca, exclamó: — ¡Feliz año nuevo!

Levanté los ojos y vi, a unos cuarenta pasos, un ulano igual al que las nótulas de Hethor habían matado en el camino verde a la Casa Absoluta. Sin saber qué hacer, agité la mano y grité: —¿O sea que es Año Nuevo?

El ulano espoleó su destriero y fue acercándose al galope.

—Hoy es solsticio de verano, comienzo de un nuevo año. Un año glorioso para el Autarca.

Intenté recordar alguna de esas frases que tanto gustaban a Jolenta.

—Cuyo corazón es el altar de sus súbditos.

—¡Bien dicho! Soy Ibar, de la septuagésima octava xenagia, con la mala suerte de patrullar el camino hasta la noche.

—Imagino que está permitido usarlo. —Totalmente. Siempre y cuando, claro, esté dispuesto a identificarse.

—Sí —dije—. Por supuesto. —Casi había olvidado el salvoconducto de Mannea. Lo saqué y se lo di. Cuando me habían detenido en el camino a la Última Casa, yo no había estado seguro de que los soldados que me interrogaban supieran leer. Todos habían mirado el pergamino con un aire sapiente, pero era muy posible que sólo hubiesen identificado el sello de la orden y la escritura de Mannea, regular y vigorosa, aunque ligeramente excéntrica. Era incuestionable que el ulano sabía. Yo veía cómo sus ojos recorrían las líneas, e incluso imaginé, creo, que se detenían un instante en «sepelio honorable».

Volvió a doblar cuidadosamente el pergamino, pero lo retuvo.

—De modo que sirve usted a las Peregrinas. —Tengo el honor, sí.

—Entonces estaba rezando. Cuando lo vi pensé que hablaba solo. No soy amigo de tonterías religiosas. Nosotros tenemos a mano el estandarte de la xenagia y el del Autarca a cierta distancia, y con eso hay suficiente de reverencia y misterio; pero he oído que son buenas mujeres.

Asentí. —Creo que sí; quizás algo más que ustedes. Pero sin duda son buenas.

—Y lo han enviado a hacer algo. ¿Hace cuántos días?

—Tres.

—¿Vuelve ahora al lazareto de Media Pars?

Asentí de nuevo. —Espero llegar antes del anochecer.

Meneó la cabeza. —No llegará. Le aconsejo que se lo tome con calma. —Me tendió el pergamino.

Lo tomé y volví a guardarlo en el talego.

—Viajaba con un compañero, pero nos hemos separado. Me pregunto si no lo habrá visto. —Le describí al maestro Ash.

El ulano negó con la cabeza. —Estaré alerta y si lo veo le diré por dónde ha ido. Y ahora… ¿quiere contestarme algo? No es oficial, así que puede decirme que no me entrometa.

—Le contestaré si puedo.

—¿Qué hará cuando deje a las Peregrinas?

Me sorprendí un poco. —Vaya, no tenía planeado dejarlas. Tal vez algún día.

—Bien, tenga en cuenta la caballería ligera. Parece usted tener buenas manos, y eso nunca nos viene mal. Vivirá la mitad de tiempo que en la infantería, y el doble.

Lanzó adelante la montura, y yo me quedé sopesando lo que había dicho. No dudaba de que me ha— bía dicho en serio que durmiera en el camino; pero esa misma seriedad hizo que me apresurara todavía más. Como he sido bendecido con un par de piernas largas, si es necesario puedo caminar tan rápido como otros al trote. En aquel momento las usé, desprendiéndome de todo pensamiento sobre el maestro Ash y mi revuelto pasado. Quizá todavía me acompañara una débil presencia del maestro; tal vez hoy me siga acompañando. Pero si era así, nunca lo supe, ni lo sé tampoco ahora.

Urth no había apartado aún su rostro del sol cuando llegué al camino angosto que apenas una semana atrás había tomado con el soldado muerto. Seguía habiendo sangre en el polvo, mucha más que la que había visto antes. Las palabras del ulano me habían hecho temer que las Peregrinas estuviesen acusadas de algún crimen; ahora entendía: un gran flujo de heridos había llegado al lazareto, y el ulano pensaba que me merecía una noche de descanso, antes de ponerme a trabajar. Me sentí muy aliviado. La superabundancia de pacientes me daría oportunidad de mostrar mis habilidades y hacer más probable que Mannea me aceptara cuando ofreciera venderme a la orden, si conseguía fraguar alguna historia que explicase mi fracaso en la Ultima Casa.

Cuando enfilé el último recodo del camino, sin embargo, lo que vi fue totalmente diferente.

Donde había estado el lazareto, el suelo parecía arado por una hueste de locos; arado y excavado: el fondo ya era una laguna de aguas bajas. Arboles destrozados bordeaban el círculo.

Hasta que cayó la noche anduve por allí de un lado hacia otro. Buscaba algún signo de mis amigos, y también algún rastro del altar que guardaba la Garra. Encontré una mano humana, una mano de hombre cortada por la muñeca. Habría podido ser de Melito, de Hallvard, del ascio, de Winnoc. No supe decirlo.

Esa noche dormí junto al camino. Cuando amaneció empecé mis investigaciones, y antes del anochecer había localizado a los supervivientes, a media docena de leguas del lugar original. Anduve de catre en catre, pero muchos estaban inconscientes y con las cabezas tan vendadas que no los habría reconocido. Es posible que entre ellos estuvieran Ava, Mannea y la Peregrina, que había acercado un taburete a mi catre, aunque yo no las descubrí.

La única mujer que reconocí fue Foila, y sólo porque ella me reconoció a mí y exclamó «¡Severian!» mientras yo me movía entre heridos y moribundos. Me acerqué e intenté interrogarla, pero estaba muy débily poco me pudo contar. El ataque había llegado de improviso y había destrozado el lazareto como un rayo; todos sus recuerdos eran de las secuelas: gritos que por mucho tiempo no habían atraído salvadores, y unos soldados que la arrastraban y que sabían poco de medicina. La besé lo mejor que pude y le prometí que volvería a verla; promesa, creo, que ambos sabíamos que yo no podría mantener.

—¿Te acuerdas de cuando todos contamos historias?—me dijo—. Pensé en eso.

Le dije que lo sabía.

—Cuando nos traían aquí, quiero decir. Melito y Hallvard y los demás han muerto, creo. El único que recuerde serás tú, Severian.

Le dije que recordaría siempre.

—Quiero que le cuentes a otros. En días de invierno, o una noche que no haya nada que hacer. ¿Recuerdas las historias?

—«Mi tierra es la tierra de los horizontes lejanos, del cielo ancho.”

—Sí —dijo ella, y pareció que se dormía.

La segunda promesa la he cumplido, primero copiando todas las historias en las páginas en blanco del final del libro marrón, luego dándolas aquí tal como las oí en los largos y cálidos mediodías.

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