XXV — La piedad de Agia

Al principio pensé que no había nada más raro que ver un ejército estirándose por la superficie de Urth hasta tenderse ante nosotros como una guirnalda, coruscante de armas y armaduras, multicolor; con los alados anpiels planeando arriba, casi tan alto como nosotros, trazando círculos y elevándose en el viento del amanecer.

Luego divisé algo aún más curioso. Era el ejército de los ascios, un ejército de sombras grisáceas y blancos acuosos, tan rígido como fluido era el nuestro, desplegado hacia el horizonte del norte. Me adelanté a contemplarlo.

—Podría mostrártelos más de cerca —dijo el Autarca—. Sin embargo sólo verías caras humanas. Comprendí que me estaba probando, aunque no sabía cómo.

—Dejadme verlos —dije.

Combatiendo junto a los eschiavoni, viendo a nuestras tropas entrar en acción, me había impresionado lo débiles que parecían, el flujo y reflujo de los jinetes, como una ola que rompe con gran fuerza y luego se retira como una superficie de agua, demasiado débil para soportar el peso de un ratón, pálida materia que un niño podría recoger con las manos. Incluso los peltastas, de hileras dentadas y escudos de cristal, habían parecido apenas más formidables que juguetes sobre una mesa. Ahora yo veía qué rígidas se presentaban las formaciones del enemigo, rectángulos que contenían máquinas grandes como fortalezas y cien mil soldados hombro con hombro.

Pero una pantalla que había en medio del panel de mandos me dejó ver bajo las viseras, y toda esa rigidez y toda esa fuerza se fundían en una especie de horror. En las líneas de infantería había viejos y niños, y algunos que parecían idiotas. Casi todos tenían esos rostros enloquecidos, famélicos que yo había observado el día antes, y recordé al hombre que había salido de su cuadro y había arrojado la lanza al aire al morir. Volví la cara.

El Autarca rió. Ya no había alegría en la risa; era un sonido seco, como el chasquido de una bandera en un viento fuerte.

—¿Viste a soldados que se mataban?

—No —dije.

—Tuviste suerte. Yo los veo a menudo, cuando los miro. No les permiten llevar armas hasta que están a punto de enfrentarnos, y muchos aprovechan la oportunidad. Los lanceros apoyan las culatas en suelo blando, por lo general, y se vuelan la cabeza. Una vez vi dos espadachines, un hombre y una mujer, que habían hecho un pacto. Se apuñalaron el vientre uno a otro, y los observé primero contar, moviendo las manos… uno… dos… tres, y morir.

—¿Quiénes son? —pregunté.

Me echó una mirada que no pude interpretar. —¿Qué has dicho?

—Pregunté quiénes son, sieur. Sé que son enemigos nuestros, que viven al norte en países calientes, y se dice que Erebus los tiene esclavizados. Pero ¿quiénes son?

—Dudo de que ahora supieras que no sabías. ¿Sabías?

Sentí la garganta reseca, aunque no hubiera podido decir por qué.

—Supongo que no. Nunca había visto ninguno hasta que llegué al lazareto de las Peregrinas. En el sur la guerra parece muy lejana.

Asintió. —Los hemos empujado hacia el norte tanto como ellos nos han empujado hacia el sur, a nosotros, los autarcas. Quiénes son lo descubrirás en el momento oportuno… Lo que importa es que deseas saberlo. —Hizo una pausa.—Los dos podrían ser nuestros. Los dos ejércitos, no sólo el del sur… ¿Me aconsejarías tomarlos a ambos? —Mientras hablaba manipuló uno de los mandos y la nave se escoró hacia adelante, la popa apuntando al cielo y la proa a la tierra verde, como si quisiera derramarnos en el suelo en disputa.

—No entiendo qué queréis decir —le dije.

—La mitad de lo que has dicho de ellos es incorrecto. No vienen de los países calientes del norte, sino del continente que está al otro lado del ecuador. Pero tienes razón en llamarlos esclavos de Erebus. Se consideran aliados de los que esperan en las profundidades. En realidad, Erebus y sus aliados me los darían si yo les diera nuestro sur. Si te diera a ti y todos los demás.

Tuve que aferrarme al respaldo del asiento para no caer hacia él.

—¿Por qué me contáis esto?

La nave se enderezó como un barco infantil en un charco, cabeceando.

—Porque pronto necesitarás saber que otros han sentido lo que tú sentirás.

Yo no lograba articular una pregunta que deseaba hacer. Por fin aventuré: —Dijisteis que ibais a decirme por qué matasteis a Thecla.

—¿No vive ella en Severian?

Un muro sin ventanas se hizo escombros en mi mente. Grité: —¡Yo morí! —Y sólo me di cuenta de lo que había dicho cuando las palabras ya se alejaban de mis labios.

El Autarca sacó una pistola de debajo del panel de mandos y se la puso sobre los muslos mientras se volvía a mirarme.

—No la necesitaréis, sieur —dije—. Estoy demasiado débil.

—Tienes un notable poder de recuperación… Ya lo he comprobado. Si, la chatelaine Thecla ya no está, salvo tal como perdura en ti, y aunque los dos estáis siempre juntos, también estáis solos. ¿Todavía buscas a Dorcas? ¿Recuerdas?, me hablaste de ella cuando nos encontramos en la Casa Secreta.

—¿Por qué matasteis a Thecla?

—Yo no la maté. Tu error estriba en pensar que en el fondo de todo estoy yo. No está nadie… Ni yo, ni Erebus ni ningún otro. En cuanto a la chatelaine, tú eres ella. ¿Te arrestaron abiertamente?

El recuerdo me llegó más vívido de lo que hubiera creído posible. Andaba por un pasillo en cuyas paredes se alineaban tristes máscaras de plata y entraba en uno de los cuartos abandonados, de techo alto y mohoso de colgaduras viejas. El mensajero con quien debía encontrarme aún no había llegado. Como sabía que los polvorientos divanes me ensuciarían el vestido, tomé una silla, un mueble espigado de marfil y oropel. De la pared que había a mis espaldas se desprendió un tapiz; recuerdo que levanté la vista y vi al Destino coronado en cadenas y a la Insatisfacción con su vara y su vaso, todo urdido en lana de colores, cayendo sobre mí.

El Autarca dijo: —Te apresaron ciertos oficiales, enterados de que le pasabas información al amante de tu hermanastra. Te apresaron en secreto, porque en el norte tu familia es muy influyente, y te transportaron a una cárcel casi olvidada. Cuando llegué a saber lo que había ocurrido, habías muerto. ¿Debería haber castigado a los oficiales por actuar en mi ausencia? Son patriotas, y tú eras una traidora.

—Yo, Severian, también soy un traidor —dije, y le conté, por primera vez con detalle, que una vez ha bía salvado a Vodalus, y le hablé del banquete que más tarde había compartido con él.

Cuando concluí, él asintió con lentos movimientos de cabeza. —Buena parte de la lealtad que sentiste hacia Vodalus viene de la chatelaine, no hay duda. Algo te impartió cuando aún vivía, más después de morir. Ingenuo como has sido, estoy seguro de que no eres tan ingenuo como para pensar que si los comedores de cadáveres te sirvieron justamente la carne de ella fue una mera coincidencia.

Protesté: —Aunque hubieran estado al tanto de nuestra relación, no hubo tiempo de llevar su cadáver desde Nessus.

El Autarca sonrió. —¿Has olvidado que hace un momento me dijiste que cuando lo salvaste huyó en un aparato como éste? De ese bosque, que a lo sumo está a doce leguas del Muro de la Ciudad, pudo haber volado al centro de Nessus, desenterrado un cadáver que se conservaba en el suelo frío de comienzos de primavera, y luego volver en menos de una guardia. En realidad no hace falta que supiera tanto ni se moviera con tanta rapidez. Quizá, mientras tú estabas preso en tu gremio, se haya enterado de que la chatelaine Thecla, que le había sido fiel hasta la muerte, ya no vivía. Sirviendo a sus seguidores la carne de ella ratificaría la lealtad de todos ellos. No necesitaba ningún motivo adicional para robar el cadáver, y sin duda volvió a sepultarla en la nieve acumulada en alguna bodega o en cualquiera de las minas abandonadas que abundan en la región. Llegaste tú, y deseando tenerte atado, él mandó que la sacaran.

Algo pasó demasiado rápido para ser visto; un instante después la nave se bamboleó con violencia. Unas chispas se movieron en la pantalla.

Sin que el Autarca tuviera tiempo de retomar los mandos, salimos impulsados hacia atrás. Hubo una detonación tan fuerte que me creí paralizado, y el cielo reverberante se abrió en una flor de fuego amarillo. He visto golondrinas, alcanzadas por piedras de la honda de Eata, vacilar en el aire y caer, como nosotros, aleteando de costado.

Desperté a la oscuridad, a un humo picante y un olor a tierra fresca. Por un momento o una guardia olvidé el rescate y creí yacer en el campo donde Daría y yo habíamos combatido a los ascios junto con Guasacht, Erblon y los otros.

Había alguien cerca, oía el silbido de su respiración y los roces y crujidos que delatan movimientopero al principio no les hice caso, y más tarde llegué a creer que eran ruidos de animales carroñeros y me asusté; más tarde aún, recordé lo que había pasado, y supe que seguramente los hacía el Autarca, que debía haber sobrevivido conmigo al choque, y lo llamé.

—Así que todavía estás vivo. —Hablaba con voz muy débil.—Temí que hubieras muerto… aunque habría podido figurármelo. No conseguía reanimarte, y tenías el pulso muy débil.

—¡Lo he olvidado! ¿Os acordáis de cuando volamos sobre los ejércitos? ¡Por un momento lo olvidé! Ahora sé lo que es olvidar.

Hubo en su voz una pálida risa. —De lo cual ahora te acordarás siempre.

—Eso espero, pero incluso mientras hablamos se va apagando. Se desvanece como niebla, que en sí misma debe de ser un olvido. ¿Qué era esa arma que nos derribó?

—No lo sé. Pero escucha. Estas palabras son las más importantes de mi vida. Escucha. Has servido a Vodalus y a su sueño de un imperio renovado. Todavía deseas que la humanidad regrese a las estrellas, ¿no?

Recordé algo que Vodalus me había dicho en el bosque y dije: —Hombres de Urth, que navegan entre las estrellas, que saltan de galaxia en galaxia, señores de las hijas del sol.

—Eso fueron una vez… y llevaron con ellos todas las viejas guerras de Urth, y en los soles jóvenes encendieron guerras nuevas. Hasta ellos han de comprender que no puede volver a pasar. —Yo no alcanzaba a ver al Autarca, pero por el tono supe que se refería a los ascios.— Ellos quieren que la raza sea un solo individuo… el mismo, duplicado hasta el fin de los números. Nosotros queremos que cada uno lleve en sí mismo toda la raza y sus añoranzas. ¿Has reparado en la redoma que me cuelga del cuello?

—Sí, muchas veces.

—Contiene un fármaco como el alzabo, ya mezclado y en suspensión. Yo ya estoy frío por debajo de la cintura. Moriré pronto. Antes de que muera… debes usarlo.

—No os veo —dije—. Yapenas puedo moverme. —De todos modos encontrarás cómo. Tú lo recuerdas todo, y recuerdas sin duda la noche en que viniste a la Casa Azur. Aquella noche vino a mí alguien más. En un tiempo yo fui sirviente, en la Casa Absoluta… Por eso me odian. Como te odiarán a ti por lo que fuiste una vez. Paeón, el que me instruyó a mí, fue cincuenta años libador de miel. Yo sabía qué era en realidad, porque lo había conocido antes. Él me dijo que eras tú… el próximo. No pensé que iba a ser tan pronto…

La voz se apagó, y arrastrándome, empecé a buscarlo a tientas. Mi mano encontró la suya, y él susurró: —Usa el cuchillo. Estamos detrás de las líneas ascias pero he llamado a Vodalus para que te rescate… Oigo los cascos de los destruurls.

Las palabras eran tan débiles que apenas se oían, aunque yo tenía la oreja a un palmo de su boca. —Descansad —dije. Sabiendo que Vodalus lo odiaba y quería destruirlo, creí que deliraba.

—Soy espía suyo. Es otro de mis oficios. El atrae a los traidores… Yo averiguo quiénes son y qué hacen, qué piensan. Ése es uno de los suyos. Ahora le he di— el Autarca está atrapado en esta nave y le he dado nuestra posición. Antes de esto… El me ha servido… como guardaespaldas.

Ahora oía incluso un ruido de pasos fuera, en el suelo. Me incorporé, buscando alguna manera de hacer señas; mi mano tocó una piel y comprendí que la nave había volcado, dejándonos debajo como sapos escondidos.

Hubo un chasquido y el grito del metal rasgado. Una cascada de luz de luna, clara al parecer como el día pero verde como hojas de sauce, se derramó por una rajadura en el casco que se abrió ante mis ojos. Vi al Autarca, el fino pelo blanco oscurecido de sangre seca.

Y por encima de él, siluetas, sombras verdes que nos miraban desde arriba. Las caras eran invisibles; pero yo sabía que esos ojos relucientes y esas cabezas angostas no pertenecían a ningún seguidor de Vodalus. Frenéticamente busqué la pistola del Autarca. Me aferraron las manos. Me alzaron, y mientras emergía no pude dejar de pensar en la mujer muerta que habían arrancado de su tumba en la necrópolis, pues la nave había caído en suelo blando y estaba medio enterrada. El rayo ascio había destrozado un flanco, dejando una maraña de cables en ruinas. El metal estaba quemado y retorcido.

No tuve mucho tiempo de mirar. Mis captores me hicieron dar vueltas y vueltas a medida que uno tras otro me tomaban la cara entre las manos. Señalaban mi capa como si nunca hubieran visto una tela. De grandes ojos y mejillas hundidas, esos evzonos me recordaron la infantería contra la cual habíamos luchado pero, aunque había mujeres entre ellos, no vi niños ni viejos. Vestían capas plateadas y camisas en vez de armaduras, y llevaban unos jezeles de forma extraña, de cañón tan largo que cuando apoyaban la culata en el suelo, la boca quedaba por encima de la cabeza del dueño. Al ver que sacaban al Autarca de la nave, dije: —Creo que interceptaron vuestro mensaje, sieur.

—De todos modos llegó. —Estaba demasiado débil como para señalar, pero me volví hacia donde miraba y al cabo de un momento vi formas volantes contra la luna.

Casi pareció que se deslizaban por los rayos hacia nosotros, tan rápida y directamente llegaron. Tenían cabezas como cráneos de mujer, redondas y blancas, tocadas con mitras de hueso, y las mandíbulas como picos curvos con hileras de dientes puntiagudos. Las alas eran tan grandes, de una envergadura de veinte codos, que parecía que ellos no tuviesen cuerpo. Las batían sin hacer ruido, pero muy abajo yo sentía el aire agitado.

(Una vez yo había imaginado criaturas así azotando los bosques de Urth y arrasando las ciudades. ¿Había ayudado mi pensamiento a traerlas?) Pareció que los evzonos ascios tardaban mucho en verlas. Luego dos o tres dispararon al mismo tiempo y los rayos convergentes la hicieron trizas, y después a otra, y a otra más. Por un instante no hubo luz, y algo frío y fláccido me golpeó en la cara y me derribó.

Cuando pude ver de nuevo, media docena de ascios habían huido y el resto disparaba al aire a unas figuras para mí casi imperceptibles. De esas figuras caía algo blancuzco. Pensé que iba a estallar y bajé la cabeza, pero en cambio el casco de la nave en ruinas sonó como un címbalo. Había caído un cuerpo —un cuerpo humano quebrado como un muñeco—, pero no había sangre.

Uno de los evzonos me puso el arma en la espalda y me obligó a caminar. Otros dos sostenían al Autarca como las mujeres-gato me habían sostenido a mí. Descubrí que había perdido todo sentido de orientación. Aunque todavía brillaba la luna, masas de nubes velaban la mayoría de las estrellas. Busqué en vano la cruz y esas tres estrellas que por razones que nadie comprende se llaman Las ocho, y penden eternamente sobre los hielos del sur. Varios evzonos disparaban aún cuando cayó entre nosotros una flecha o una lanza fulgurante que estalló en una masa de cegadoras chispas blancas.

—Eso bastará —murmuró el Autarca.

Yo me frotaba los ojos mientras seguía trastabillando, pero me las arreglé para preguntarle qué quería decir.

—¿No ves? Ya no pueden. Nuestros amigos de arriba… los de Vodalus, creo… no sabían que nuestros captores estuviesen tan bien armados. Ahora ya no habrá más tiroteos, y no bien esa nube se aparte del disco de la luna…

Tuve frío, como si un helado viento de montaña hubiera cortado el aire tibio de alrededor. Un momento antes me había desesperado encontrarme entre esa soldadesca macilenta. Ahora habría dado lo que fuera por alguna garantía de quedarme con ellos.

El Autarca estaba a mi izquierda, colgando flojamente entre dos evzonos que se habían terciado los jezeles a la espalda. Lo estaba mirando cuando la cabeza le cayó a un lado y comprendí que estaba inconsciente o muerto. «Legión», lo habían llamado las mujeres- gato, y no hacía falta mucha inteligencia para combinar el nombre con lo que él me había dicho en la nave. Así como en mí se habían unido Thecla y Severian, sin duda en él se unían muchas personas. Desde la noche en que lo había visto por primera vez, cuando Roche me había llevado a la Casa Azur (cuyo extraño nombre quizás ahora empezaba a entender), había percibido la complejidad de su pensamiento como percibimos, incluso con mala luz, la complejidad de un mosaico, la miríada de astillas infinitesimales que se combinan para prodecir el rostro iluminado y los ojos observadores del Sol Nuevo.

Había dicho que yo estaba destinado a sucederlo, pero por un reinado ¿de qué duración? Ridículo como era en un prisionero, y en un hombre tan herido y tan débil que una guardia de descanso en la hierba tosca le hubiera parecido el paraíso, la ambición me consumía. Me había dicho que comiera de su carne ybebiera la droga mientras él aún estuviese vivo; y, amándolo, yo me habría librado de mis captores, si hubiera podido, para reclamar lujo y pompa y poder. Yo era ahora Severian y Thecla unidos, y acaso el harapiento aprendiz de torturador, sin saberlo del todo, hubiese anhelado esas cosas más que la joven exultante cautiva en la corte. Entonces conocí lo que la pobre Cyriaca había sentido en los jardines del arconte; pero si ella hubiese sentido todo lo que yo sentía en ese momento, le habría estallado el corazón.

Un instante después había perdido las ganas. Una parte de mí apreciaba la intimidad en la que ni siquiera Dorcas había entrado. Muy en el fondo de los repliegues de mi mente, en el abrazo de las moléculas, estábamos enlazados Thecla y yo. Para otros — una docena o un millar, tal vez, si al absorber la personalidad del Autarca yo absorbería también a los que él había incorporado—, entrar en donde estábamos sería como si la multitud de un bazar entrase en un cenador. Abracé el corazón de mi compañera, y me sentí abrazado. Me sentí abrazado, y abracé el corazón de mi compañera.

La luna se apagaba como una lámpara oscura cuando se cierra el iris de la placa hasta que no queda sino un punto de luz y luego nada. Los evzonos ascios disparaban los jezeles en una trama de lilas y heliotropos, rayos que se separaban en lo alto de la atmósfera y al fin pinchaban las nubes como alfileres de colores; pero sin efecto. Hubo un viento, tórrido y repentino, y lo que sólo puedo llamar relámpago oscuro. Luego el Autarca desapareció y algo enorme se me lanzó encima. Me tiré al suelo boca abajo.

Es posible que golpeara el suelo, pero no puedo acordarme. En un instante, pareció, estaba precipitándome en el vacío, girando, sin duda subiendo, y el mundo de abajo era sólo una noche más oscura. Una mano escuálida, dura como piedra y tres veces más grande que una mano humana, me aferraba por la cintura.

Nos zambullimos, dimos vueltas y bandazos, resbalamos de lado por una pendiente de aire, y luego, tomados por un viento ascendente, trepamos hasta que el frío me aguijoneó y endureció la piel. Cuando estiré el cuello para mirar hacia arriba, vi las blancas fauces inhumanas de la criatura que me llevaba consigo. Era la pesadilla que había tenido meses antes al compartir la cama con Calveros, aunque en mi sueño iba montado a horcajadas en el lomo. Desconozco el porqué de esa diferencia entre sueño y realidad. Grité (no sé qué) y arriba de mí, la cosa abrió en un siseo el pico de cimitarra.

Desde arriba, también, oí que una voz de mujer decía: —Ya te he pagado lo de la mina… Todavía estás vivo.

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