XXI — Despliegue

Antes de la batalla hubo otras patrullas y días de ocio. La mayoría de las veces no veíamos ascios, o sólo veíamos sus muertos. Nuestro supuesto deber era arrestar desertores y expulsar de la zona a los buhoneros y vagabundos que suelen vivir a costas de un ejército; pero si nos parecía que eran como la turba que había rodeado el coche, los matábamos, no en ejecuciones formales sino abatiéndolos desde la silla.

La luna, que había vuelto a crecer, colgaba del cielo como una manzana verde. Coraceros experimentados me contaron que los peores combates ocurrían siempre con la luna llena, que alimenta la locura, dicen. Supongo que en realidad es porque el fulgor permite a los generales traer refuerzos de noche.

El día de la batalla, el rebuzno del cuerno nos sacó de las mantas al amanecer. Marchábamos en la niebla en una doble columna despareja, con Guasacht a la cabeza y Erblon siguiándolo con el estandarte. Yo había supuesto que las mujeres se quedarían atrás —como la mayor parte cuando íbamos de patrulla—, pero más de la mitad sacaron unos conti y vinieron con nosotros. Las que tenían casco, noté, escondían la cabellera, y muchas llevaban corseletes que les achataban los pechos. Se lo mencioné a Mesrop, que cabalgaba a mi costado.

—Podría haber problemas con la paga dijo—. Quizás algún avispado esté contándonos, y por lo general los contratos exigen hombres.

—Guasacht dijo que hoy habría más dinero —le recordé.

Se aclaró la garganta y escupió; la flema blanca desapareció en el aire viscoso como si se la hubiera tragado la misma Urth.

—No, no pagarán hasta que se termine. Nunca lo hacen.

Guasacht dio un grito y agitó el brazo; Erblon hizo una señal con la bandera y partimos; los cascos sonaron como el repique de cien tambores con sordina.

—Supongo que así no tienen que pagar por los que mueren.

—Pagan el triple; una paga porque el hombre luchó, otra por el seguro de sangre y otra por despido. —O luchó la mujer, supongo.

Mesrop volvió a escupir.

Cabalgamos cierto tiempo y luego paramos en un lugar que no parecía diferente de otros. Mientras la columna callaba, oí un siseo o murmullo en las colinas de alrededor. Un ejército disperso, esparcido sin duda por razones sanitarias y para privar al enemigo ascio de un blanco concentrado se juntaba ahora como las partículas de polvo de la ciudad de piedra en los cuerpos de los bailarines resucitados.

No inadvertidos. Así como antes de llegar a aquella ciudad nos habían seguido aves rapaces, ahora nos perseguían formas de cinco brazos, girando como ruedas sobre las nubes dispersas que se atenuaban y fundían en la lisa luz roja del amanecer. Al principio, cuando se mantuvieron en las alturas, nos parecieron meramente grises; pero mientras mirábamos empezaron a bajar hacia nosotros, y vi que eran de un matiz para el que no encuentro nombre, pero que es al ácromo como el dorado al amarillo, o el plateado al blanco. El aire rugía con sus vueltas.

Otra que no habíamos visto surgió en nuestro camino, apenas más alto que las copas de los árboles.

Cada rayo era del largo de una torre, horadado de ventanillas y troneras. Aunque se mantenía plano en el aire, parecía avanzar dando zancadas. El viento sibilante que nos lanzaba era como para arrancar árboles. Mi pío relinchó y corcoveó, lo mismo que muchos otros destrieros, y algunos cayeron bajo aquel viento extraño.

En el lapso de un latido se acabó. Las hojas que se habían arremolinado como nieve cayeron al suelo. Guasacht dio un grito y Erblon hizo sonar el cuerno y agitó la bandera. Serené al pío y galopé de un destriero a otro, sujetándolos por los ollares hasta que los jinetes volvieron a dominarlos.

Del mismo modo rescaté a Daria, de quien ignoraba que estuviera en la columna. Estaba muy bonita y varonil vestida de coracero, con un contus y un sable fino a cada lado del borrén. Mirándola, me fue imposible no preguntarme qué les habría ocurrido en la misma situación a otras mujeres que yo había conocido: Thea una teatral doncella guerrera, hermosa y dramática pero esencialmente una figura de mascarón; Thecla — ahora parte de mí—, una vengadora burlesca blandiendo armas envenenadas; Agia a horcajadas de un alazán de patas finas, de coraza ajustada, y con el pelo ondeando al viento; Jolenta una reina florida con una armadura de púas, los grandes pechos y los muslos carnosos sacudiéndose de un modo absurdo no bien aceleraba un poco el paso, sonriendo con aire soñador en cada alto e intentando reclinarse en la silla; Dorcas una náyade montada, pasajeramente elevada como una fuente destellante de sol; Valeria, tal vez, una Daria aristocrática.

Cuando vi dispersarse a nuestra gente pensé que sería imposible reagrupar la columna; pero poco después de que el pentadáctilo que andaba por el aire hubiera pasado sobre nosotros, volvíamos a reunirnos. Galopamos una legua o más —sobre todo, sospecho, para disipar parte de la energía nerviosa de los destrieros—, y luego hicimos alto junto a un arroyo y permitimos que se mojaran las bocas. Cuando pude apartar al pío de la orilla, fui hasta un claro desde donde podía observar el cielo. Pronto Guasacht se me acercó trotando y preguntó jocoso: —¿Buscando otro?

Asentí y le dije que nunca había visto un aparato semejante.

—Imposible que lo vieras salvo cerca del frente. Si intentaran ir al sur no volverían nunca.

—Eso no lo pueden parar soldados como nosotros. De pronto se puso serio, los ojitos meros tajos en la carne curtida.

—No. Pero unos muchachos con coraje pueden rechazar sus incursiones. Los cañones y aerogaleras no.

El pío se agitó y piafó de impaciencia.

—Soy de una parte de la ciudad —dije— de la que probablemente no hayas oído hablar, la Ciudadela. Allí hay cañones que dominan todo el sector, pero nunca supe que los dispararan salvo en alguna ceremonia. —Mirando aún el cielo, imaginé a los pentadáctilos rodantes sobre Nessus, y un millar de explosiones partiendo no sólo de la Barbacana y el Torreón Grande sino de todas las torres; y me pregunté con qué armas responderían los pentadáctilos.

—Vamos —dijo Guasacht—. Sé que es una tentación echarles otro vistazo, pero no sirve de nada.

Lo seguí de vuelta al arroyo, donde Erblon alineaba la columna.

—Ni siquiera nos dispararon. Seguro que llevan cañones.

—Somos pesca muy menuda. —Guasacht, comprendí, quería que me reincorporase a la columna, aunque se resistía a ordenármelo directamente.

Por mi parte, sentía que el miedo me aferraba como un espectro, más fuerte alrededor de las pier— nas, pero hundiéndome unos fríos tentáculos en las tripas, tocándome el corazón. Quería callarme pero no podía parar de hablar.

—Cuando entremos en el campo de batalla… (Creo que yo imaginaba ese campo como la afeitada extensión de hierba del Campo Sanguinario, donde había peleado con Agilus.) Guasacht rió. —Cuando entremos en combate, a nuestros artilleros les encantará ver que esos aparatos nos persiguen. —Sin darme tiempo a adivinar lo que iba a hacer, golpeó al pío con la espada de plano y me lanzó al galope.

El miedo es como esas enfermedades que desfiguran la cara con regueros de llagas. Uno tiene casi más miedo de que alguien las vea que de su origen, y llega a sentirse no sólo desgraciado sino sucio. Cuando el pío dejó de correr, le clavé los talones y me puse en línea al final de la columna.

Apenas un rato antes había estado a punto de reemplazar a Erblon; ahora me veía relegado, no por Guasacht sino por mí mismo, a la última posición. Y sin embargo, cuando había ayudado a reagrupar los coraceros dispersos, aquello que yo temía ya había pasado; de modo que el drama entero de mi elevación se había representado después de culminar en el envilecimiento. Era como ver que un joven que haraganeaba en un parque público recibía una puñalada, y luego, sin saberlo, entablaba una relación con la voluptuosa mujer de su asesino, y por fin, habiéndose cerciorado, según creía, de que el marido estaba en otra parte de la ciudad, la apretaba contra él hasta que el mango del puñal que le sobresalía del pecho la hacía gritar de dolor.

Cuando la bamboleante columna se puso en marcha, Daría se despegó y esperó hasta quedar a mi lado.

—Tienes miedo —dijo. No era una pregunta sino una afirmación, y no un reproche sino casi una con trasena, como las ridículas frases que yo había aprendido en el banquete de Vodalus.

—Sí. Vas a recordarme el alarde que hice en el bosque. Sólo puedo decir que cuando lo hice no sabía que no era nada. Una vez cierto hombre sabio intentó enseñarme que aun después de que un cliente ha dominado un tormento, de modo que se lo puede quitar de la mente aunque grite y se retuerza, otro tormento muy diferente puede quebrarle la voluntad tan eficazmente como a un niño. Aprendí a explicar todo esto cuando él me lo pedía, pero hasta hoy nunca supe aplicarlo, como debiera, a mi propia existencia. Claro que si yo soy el cliente, ¿quién es el torturador?

—Quien más, quien menos, todos tenemos miedo —dijo ella—. Por eso Guasacht te alejó: sí, lo vi. Fue para impedir que aumentaras el miedo de él. Si le creciera, no podría dirigir. Cuando llegue el momento harás lo que te corresponda, y eso es lo que hace cualquiera de ellos.

—¿No es mejor que vayamos? —pregunté. El final se movía ondulando como la cola de todas las líneas largas.

—Si vamos ahora, varios se darán cuenta de que estamos al final porque tenemos miedo. Si esperamos sólo un poco más, muchos de los que te vieron hablar con Guasacht pensarán que te mandó atrás a apresurar a los rezagados, y que yo vine contigo.

—De acuerdo —dije.

Deslizó sobre la mía una mano húmeda de sudor y Hasta ese momento yo había estado seguro de que no era su primera batalla. Ahora le pregunté: —¿Tú tampoco has luchado antes?

—Puedo hacerlo mejor que la mayoría —declaró—, que me llamen ramera.

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