XVII — Ragnarok: el invierno final

Parecía extraño despertarse sin un arma aunque, por alguna razón que no sé explicar, aquélla era la primera mañana que lo sentía. Tras la destrucción de Terminus Est yo había dormido sin miedo en las ruinas del castillo de Calveros, y sin miedo había viajado después hacia el norte. La noche anterior había dormido inerme y sobre roca desnuda en la cima del risco, y —quizá sólo porque estaba tan cansado— no había tenido miedo. Ahora pienso que todos esos días, y de hecho todos los días desde que abandonara Thrax, había estado dejando el gremio atrás y persuadiéndome de que era aquello por lo que me tomaban quienes se cruzaban conmigo: la especie de aspirante a aventurero que la noche anterior le había mencionado al maestro Ash. Como torturador, no había considerado la espada tanto un arma como una herramienta y una insignia de mi oficio. Ahora, retrospectivamente, se me había convertido en arma, y estaba desarmado.

Pensé en esto mientras yacía de espaldas en el cómodo colchón del maestro Ash, con las manos debajo de la cabeza. Si me quedaba en las tierras arrasadas por la guerra tendría que conseguir otra espada, y lo más sensato era tener una, aunque regresase al sur. La cuestión era: regresar al sur o no. Si permanecía donde estaba, corría el riesgo de ser arrastrado al combate, donde bien podían matarme. Sin duda Abdiesus, el arconte de Thrax, había puesto precio a mi cabeza, y era casi seguro que el.

gremio procuraría asesinarme si se enteraba de que me había acercado a Nessus.

Después de vacilar un rato ante la decisión, como hace uno cuando sólo está medio despierto, recordé a Winnoc y lo que me había dicho de los esclavos de las Peregrinas. Porque es una desgracia que un cliente se nos muera tras el tormento, en el gremio nos enseñan muchas artes de curanderos; a mí me parecía saber ya por lo menos tanto como ellas. Haber curado a la chica aquella de la choza, me había reanimado de inmediato. La chatelaine Mannea ya tenía de mí buena opinión, y la tendría mejor cuando volviera con el maestro Ash.

Unos momentos antes, me había inquietado no tener un arma. Ahora ya la tenía: una decisión y un plan son mejores que una espada, porque en ellos el hombre templa sus propios filos. Aparté las mantas, notando por primera vez, creo, lo suaves que eran. La gran estancia estaba fría pero colmada de luz; era casi como si hubiera soles en los cuatro costados, como si todas las paredes dieran al este. Fui desnudo hasta la ventana más próxima y vi el ondulante campo de blancura que vagamente había advertido la noche anterior.

No era una masa de nubes sino un llano de hielo. La ventana no se abría, o en todo caso yo no sabía resolver el acertijo del mecanismo; pero apoyé la cabeza en el vidrio y atisbé hacia abajo lo mejor posible. La última Casa se alzaba, como yo había visto, en una alta colina de piedra. Ahora sólo esa cumbre permanecía por encima del hielo. Recorrí todas las ventanas, y desde todas se veía lo mismo. Volviendo a la cama que había sido mía, me puse pantalones y botas y me eché la capa a los hombros sin saber casi qué hacía.

Justo cuando acababa de vestirme apareció el maestro Ash.

—Espero no entrometerme —dijo~. Lo oí caminar.

Negué con la cabeza.

—No quiero que se sienta molesto.

Sin que yo lo quisiera, las manos se me habían subido a las mejillas. Alguna parte tonta de mí había tomado conciencia de las cerdas de mi barba.

—Pensaba afeitarme antes de ponerme la capa —dije—. Fue una estupidez. No me he afeitado desde que salí del lazareto. —Era como si mi mente anduviera penosamente por el hielo, dejando que la lengua y los labios se las arreglaran como pudiesen. —Aquí hay agua caliente, y jabón.

—Qué bien —dije. Y luego—: Si voy abajo…

De nuevo la sonrisa: —¿Si será lo mismo? ¿El hielo? No. Usted es el primero que lo adivina. ¿Puedo preguntarle cómo lo hizo?

—Hace mucho tiempo… No, en realidad hace sólo unos meses, aunque parece que ha pasado mucho, fui al Jardín Botánico de Nessus. Había un lugar llamado Lago de los Pájaros, donde los cuerpos de los muertos parecían conservarse intactos. Me dijeron que era una propiedad del agua, pero incluso entonces me extrañó que hubiera en un agua semejante poder. También había otro lugar que llamaban Jardín de la jungla, donde las hojas eran del verde más intenso que he conocido: un verde no brillante sino oscuro de verdor, como si las plantas no pudieran usar nunca toda la energía solar. La gente de allí no parecía de nuestro tiempo, aunque no sabría decir si eran del pasado, del futuro o de una tercera cosa que no es ninguna de las dos. Había una casita. Era mucho más pequeña, pero ésta me la ha recordado. entonces he pensado a menudo en el jardín Botánico, y a veces me pregunto si el secreto no era que en el Lago de los Pájaros el tiempo no cambiaba nunca, y que recorriendo el sendero del Jardín de la jungla uno avanzaba o retrocedía. ¿Estoy hablando demasiado, quizás?

El maestro Ash negó con la cabeza.

—Después, cuando venía hacia aquí vi su casa en la cumbre. Pero cuando llegué arriba, había desaparecido, y el valle de abajo no era como lo recordaba. No sabía qué mas decir, y me callé.

—Tiene razón —me dijo el maestro Ash—. He sido puesto aquí para observar lo que ahora ve a su alrededor. Los pisos inferiores de mi casa, con todo, llegan a períodos anteriores, el más antiguo de los cuales es el de ustedes.

—Parece un gran prodigio.

Sacudió la cabeza. —Más prodigioso es que los glaciares hayan respetado este espolón de piedra. Cumbres de pisos mucho más altos han quedado sumergidas. Está protegido por una estructura geográfica tan sutil que sólo podría conseguirse por accidente. —¿Pero al final quedará cubierto? —Sí.

—¿Y entonces qué?

—Me iré. O más bien me iré un tiempo antes de que ocurra.

Sentí un arranque de cólera irracional, la misma emoción que experimentaba de niño cuando no conseguía que el maestro Malrubius entendiera mis preguntas.

—Quería decir qué será de Urth.

Se encogió de hombros. —Nada. Lo que usted ve es la última glaciación. Ahora la superficie del sol está opaca; pronto se volverá brillante de calor, pero el sol en sí se encogerá, dando menos energía a sus mundos. Al fin, si alguien viene a pararse sobre el hielo, sólo lo verá como una estrella centelleante. El hielo que usted pise no será el que ve ahora sino la atmósfera de este mundo. Y lo seguirá siendo por largo tiempo. Tal vez hasta la llegada del día universal.

Fui hasta otra ventana y volví a mirar la extensión de hielo.

—¿Sucederá pronto?

—La escena que ve está a muchos miles de años en elfuturo.

—Pero antes el hielo tendrá que haber venido del sur.

El maestro Ash asintió. —Ybajado de las cumbres. Venga conmigo.

Descendimos al segundo nivel de la casa, que la noche anterior yo apenas había notado. Había muchas menos ventanas, pero el maestro Ash puso unas sillas delante de una e indicó que nos sentáramos a mirar. Era como él decía: el hielo, hermoso en su pureza, se arrastraba montañas abajo para guerrear con los pinos. Le pregunté si también eso era en un futuro lejano, y una vez más asintió: —No vivirá para verlo de nuevo.

—¿Pero tan cercano que la vida de un hombre llegará casi a él?

Se encogió de hombros y sonrió por debajo de la barba.

—Digamos que es cuestión de grados. Usted no lo verá. Tampoco sus hijos, ni los hijos de ellos. Pero el proceso ya ha comenzado. Comenzó mucho antes de que usted naciera.

Yo no sabía nada del sur, pero me encontré pensando en los isleños de la historia de Hallvard, en esos preciosos, pequeños lugares abrigados, en la caza de la foca. Esas islas no albergarían hombres y sus familias mucho tiempo más. Los botes rasparían por última vez las playas de guijarros. «Mi mujer, mis hijos, mis hijos, mi mujer.» —En esta época muchos de los suyos ya se han ido —continuó el maestro Ash—. Los que ustedes llaman cacógenos los han trasladado compasivamente a mundos más benévolos. Muchos más partirán antes de la victoria final del hielo. Yo mismo, ¿ve?, desciendo de esos refugiados.

Le pregunté si podrían escapar todos. Sacudió la cabeza.

—No, no todos. Algunos se negarán a irse, a otros no se los podrá encontrar. Para otros más no se conseguirá casa.

Durante un rato estuve mirando el valle sitiado e intentando ordenar los pensamientos. Finalmente dije: —Siempre me ha parecido que los hombres de religión dicen cosas consoladoras que no son ciertas, mientras que los hombres de ciencia dicen verdades odiosas. La chatelaine Mannea dijo que usted era un santo, pero parece que fuera un hombre de ciencia, y dijo que su gente lo había enviado a nuestra Urth muerta a estudiar el hielo.

—La distinción que menciona ha perdido vigencia. Religión y ciencia siempre han sido cuestiones de fe. Es la misma cosa. Usted, por su parte, es un hombre de ciencia, así que de ciencia le hablo. Si aquí estuviera Mannea con sus sacerdotisas, les hablaría de otro modo.

Tengo tantos recuerdos que a menudo me pierdo entre ellos. En ese momento, mirando cómo se balanceaban los pinos en un viento que yo no sentía, me pareció oír el redoble de un tambor.

—Una vez conocí otro hombre que decía venir del futuro dije—. Era verde, casi tan verde como esos árboles, y me contó que su tiempo era un tiempo de sol más reluciente.

El maestro Ash asintió. —Sin duda decía la verdad. —Pero usted me dice que lo que veo ocurrirá dentro de pocas vidas, que es parte de un proceso ya iniciado, y que ésta será la última glaciación. O es un falso profeta o lo era él.

—Yo no soy profeta —respondió el maestro Ash— y él tampoco. Nadie puede conocer el futuro. Estamos hablando del pasado.

Volví a enojarme. —Me dijo que esto ocurriría dentro de pocas vidas.

—Eso dije. Pero para mí usted y esta escena son eventos del pasado.

—¡Yo no soy una cosa del pasado! Pertenezco al presente.

—Desde su punto de vista tiene razón. Pero olvida que yo no puedo ver desde su punto de vista. Ésta es mi casa. Es por sus ventanas que usted ha mirado. Mi casa hunde sus raíces en otros tiempos. Si no, aquí me volvería loco. El caso es que leo estos viejos siglos como si fueran libros. Oigo las voces de los que murieron hace mucho, entre ellas la suya. Usted piensa que el tiempo es un solo hilo. Es un tejido, un tapiz que se extiende por siempre en todas direcciones. Yo sigo un hilo hacia atrás. Usted trazará un color hacia adelante, qué color yo no puedo saberlo. Acaso el blanco lo lleve hasta mí, el verde a su hombre verde.

No sabiendo qué decir, sólo pude balbucear que yo había concebido el tiempo como un río.

—Sí… Usted vino de Nessus, ¿no es cierto? Y esa ciudad está construida en torno a un río. Pero una vez fue una ciudad junto al mar, y más le valdría pensar en el tiempo como un mar. Las olas fluyen y refluyen, y por debajo de ellas hay corrientes.

—Me gustaría ir abajo —dije—. Regresar a mi tiempo. —Lo comprendo —dijo el maestro Ash.

—No estoy seguro. Su tiempo, si lo he oído bien, es el del piso más alto de la casa, y allí tiene una cama y otras cosas necesarias. Pero, según lo que me ha dicho, cuando sus tareas no lo abruman duerme aquí. Sin embargo dice que esto está más cerca de mi tiempo que del suyo.

Se puso en pie. —Quería decir que yo también huyo del hielo. ¿Vamos? Necesitará alimento antes de emprender el largo viaje de regreso a Mannea.

—Lo necesitaremos los dos —dije.

Se volvió a mirarme desde el borde de la escalera. —Ya le dije que no podría ir. Usted mismo ha descubierto lo bien escondida que está la casa. Para todo el que no sigue el sendero correctamente, hasta el piso más bajo está en el futuro.

Con una llave le apresé los dos brazos a la espalda y usé la mano libre para tocarlo y buscar un arma. No llevaba ninguna, y aunque parecía un hombre fuerte, no lo era tanto como yo había temido.

—Piensa llevarme hasta Mannea. ¿Correcto?

Sí, maestro, y tendremos muchos menos problemas si viene voluntariamente. Dígame dónde encontrar una cuerda; no quiero tener que usar el cinturón de su túnica.

—No hay ninguna —me contestó.

Como había planeado en el primer momento, le até las manos con el cinturón.

—Si me da su palabra de portarse bien —dije— lo soltaré cuando estemos a cierta distancia.

—Le di la bienvenida a mi casa. ¿Qué daño le he hecho?

—No poco, pero no importa. Usted me gusta, maestro, y lo respeto. Espero que no esgrima contra mí esto que hago, más de lo que yo esgrimo contra lo que usted me hizo. Pero las Peregrinas me enviaron a buscarlo y pienso que soy cierta clase de hombre, si entiende lo que quiero decir. Bien, no baje demasiado rápido. Si se cae no podrá parar.

Lo llevé hasta la sala en donde me había recibido y tomé un poco de pan duro y un paquete de frutos secos.

—Aunque considero que ya no lo soy —continué—, fui educado como… —en mis labios estaba decir torturador, pero comprendí (por primera vez, creo) que el término no era del todo correcto para las actividades del gremio, y en vez de él utilicé el oficial—:… como Buscador de la Verdad y la Penitencia. Hacemos lo que nos dicen que hagamos.

—Tengo tareas que cumplir. En el nivel superior, donde usted durmió.

—Me temo que quedarán incumplidas.

En silencio, cruzó la puerta hacia la cima rocosa. Luego dijo: —Iré con usted, si puedo. He deseado muchas veces salir por esta puerta y no detenerme.

Le dije que si juraba por su honor lo desataría en seguida.

Sacudió la cabeza. —Podría usted creer que lo iraiciono.

No entendí qué quería decir.

—Tal vez esté por ahí la mujer que he llamado Vina. Pero el mundo de ustedes es de ustedes. Allí yo sólo puedo existir si la probabilidad de que exista es alta.

—Yo existí en su casa, ¿no? —dije.

—Sí, pero porque su probabilidad era completa. Usted es parte del pasado del cual mi casa y yo hemos venido. La cuestión es si yo soy el futuro hacia el que usted se dirige.

Me acordé del hombre verde de Saltus, que era bastante sólido.

—¿Entonces estallará como una burbuja? —pregunté—. ¿O se perderá como el humo?

—No lo sé —dijo—. No sé qué me pasará. Ni adónde iré cuando suceda. Quizá deje de existir en todos los tiempos. Por eso no he partido hasta ahora.

Lo tomé de un brazo, pensando —supongo— que así podía impedir que escapase, y echamos a andar. Seguí la ruta que me había trazado Mannea, y la Ultima Casa quedó atrás tan sólida como cualquiera. Yo tenía la mente ocupada con todo lo que él me había dicho y mostrado, así que por espacio de unos veinte o treinta zancadas no lo miré. Por fin la observación sobre el tapiz me hizo pensar en Valeria. La sala donde habíamos comido pasteles estaba cubierta de tapices, y lo que el maestro Ash había dicho sobre los hilos de la trama me sugería el laberinto de túneles que yo había recorrido antes de encontrarme con ella. Empecé a contárselo, pero había desaparecido. Mi mano aferró un puñado de aire. Por un momento me pareció que la última Casa flotaba como un barco sobre un océano de hielo. Luego se fundió en la cumbre oscura donde se había alzado; el hielo no era más que aquello con lo que yo una vez lo había confundido: un banco de nubes.

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