Gene Wolfe La Ciudadela del Autarca

A las dos de la mañana si abres la ventana y escuchas

Oirás los pies del viento que va a llamar al sol.

Y susurran los árboles en sombras y relucen los que alumbra la luna.

Y aunque sea noche profunda y cerrada, te parece.

Que la noche se ha acabado.

RUDYARD KIPLING

I — El soldado muerto

Yo nunca había visto la guerra, ni siquiera había hablado largamente de ella con alguien que la hubiera visto, pero era joven y sabía algo de la violencia, y por eso creía que la guerra sólo sería una experiencia nueva para mí, como muchas otras cosas: mi autoridad en Thrax, digamos, o mi huida de la Casa Absoluta.

La guerra no es una experiencia nueva; es un nuevo mundo. Sus habitantes son más diferentes de los seres humanos que Famulimus y sus amigos. Sus leyes son nuevas y hasta su geografía es nueva, porque es una geografía en la cual colinas y hondonadas se elevan a la importancia de ciudades. Así como nuestra familiar Urth contiene monstruosidades como Erebus, Abaia y Arioc, en el mundo de la guerra acechan esos monstruos llamados batallas, cuyas células son individuos pero tienen vida e inteligencia propias, y a los cuales uno se aproxima por entre un cada vez más denso despliegue de portentos.

Una noche me desperté mucho antes del amanecer. Todo parecía en calma y yo temí que se hubiera acercado algún enemigo, como si su malignidad me hubiera agitado la mente. Me incorporé y miré alrededor. Las colinas se perdían en la oscuridad. Yo estaba en un nido de hierba alta, un nido que había apisonado para dormir. Cantaban los grillos.

Lejos, al norte, mi ojo captó algo: un relámpago violeta, pensé, justo en el horizonte. Miré el punto de donde parecía haber venido. Acababa de convencerme de que lo que creía haber visto no era sino una deficiencia de la visión, quizás un efecto tardío de la droga que me habían dado en la casa del atamán, cuando un poco a la izquierda del punto que había estado mirando hubo un fulgor magenta.

Seguí allí de pie durante una guardia o más, recompensado de vez en cuando con esos misterios de luz. Al fin, convencido de que estaban a mucha distancia y no se acercaban, y de que no parecían cambiar de frecuencia, cuyo promedio era de uno por cada quinientos latidos de mi corazón, me eché de nuevo. Y porque a esas alturas estaba despierto del todo, advertí que la tierra temblaba muy ligeramente debajo de mí.

Cuando por la mañana volví a despertarme el temblor había cesado. Mientras andaba, estuve un rato observando diligentemente el horizonte pero no vi nada perturbador.

Hacía dos días que no comía y se me había pasado el hambre, pero era consciente de que no tenía mi fuerza de costumbre. En esa jornada encontré dos casitas en ruinas, y entré en cada una en busca de comida. Si algo había quedado, se lo habían llevado largo tiempo atrás; hasta las ratas se habían ido. En la segunda casa había un poso, pero hacía mucho que habían tirado allí algo muerto, y de todos modos no había forma de llegar al agua hedionda. Seguí mi camino, deseando beber algo y también un bastón mejor que la serie de varas podridas que había estado usando. En las montañas, valiéndome de Terminus Est, había descubierto cuánto más fácil es caminar con un bastón.

Hacia el mediodía encontré un sendero y lo seguí, y poco después oí ruido de cascos. Me oculté en un lugar desde donde podía mirar el camino; un momento después un jinete repechó la colina próxima y pasó frente a mí como un rayo. Por lo que vislumbré, llevaba una armadura semejante a la de los dimarchi de Abdiesus, pero la capa rígida al viento no era roja sino verde y el yelmo parecía tener una visera como las de las gorras. Quienquiera que fuese, iba magníficamente montado: aunque su destriero tenía la boca barbada de espuma y los flancos relucientes, volaba como si la señal de partir hubiera sonado hacía sólo un instante.

Habiendo encontrado un jinete en el sendero, esperé otros. No hubo ninguno. Caminé largo rato en calma, oyendo los cantos de los pájaros y viendo muchos rastros de caza. Luego (para mi inexpresable placer) el sendero vadeó un joven arroyo. Di una docena de pasos hasta un paraje donde la corriente era más profunda y serena sobre un lecho de grava blanca. Unos pececillos huyeron de mis botas casi en la superficie del agua (signo de que era buena), que aún guardaba el frío de los picos y el recuerdo dulce de la nieve. Bebí una y otra vez, y una vez más, hasta que ya no pude, y luego me quité la ropa y por muy fría que estuviese me lavé. Una vez que hube terminado de bañarme y vestirme, y vuelto al sendero que cruzaba el arroyo, vi al otro lado dos marcas de arcilla donde un animal se había agachado a beber. Se superponían a las de los cascos de la montura del oficial, y cada una era grande como una fuente de mesa, sin rastros de garras más allá de las suaves huellas de los dedos. Una vez el viejo Midan, que había sido cazador de mi tío cuando yo era la niña-muchacho Thecla, me había contado que los esmilodontes sólo bebían después de haberse atiborrado, y que una vez atiborrados y bebidos no eran peligrosos si no los molestaban. Seguí adelante.

El sendero serpeaba por un valle boscoso y luego subía a un paso entre las colinas. Cuando estaba cerca del punto más alto, descubrí un árbol de dos palmos de diámetro que (parecía) alguien había partido por el medio más o menos a la altura de mis ojos.

Tanto el extremo del tocón como el del tronco caído estaban mellados, no como los hubiera dejado el trabajo parejo de un hacha. A lo largo de las dos a tres leguas siguientes vi varias docenas así. A juzgar por la falta de hojas en las partes caídas, y en ciertos casos de corteza, y los brotes nuevos que habían generado los tocones, el daño había sido hecho al menos hacía un año, tal vez más.

Por fin el sendero desembocó en un verdadero camino, del cual yo algo había oído hablar muchas veces, pero que nunca había encontrado excepto entre ruinas. Se parecía mucho al viejo camino que bloqueaban los ulanos cuando al salir de Nessus yo me había visto separado del doctor Talos, Calveros, Jolenta y Dorcas, pero me sorprendió la nube de polvo que colgaba encima. No crecía en él ninguna hierba, pero era más ancho que la mayoría de las calles de ciudad.

No tenía alternativa; decidí seguirlo. Los árboles del borde eran achaparrados, y la maleza asfixiaba los espacios entre ellos. Al principio tuve miedo, porque me acordé de las lanzas ardientes de los ulanos; sin embargo era probable que allí ya no rigiera la ley que prohibía usar los caminos, o que en éste ya no hubiera tanto tránsito como en otro tiempo; y cuando poco después oí detrás voces y un ruido de muchos pies en marcha, lo único que hice fue apartarme uno o dos pasos hacia los árboles y observar abiertamente cómo pasaba la columna.

Delante iba un oficial montado en una hermosa bestia azulenca que tascaba el freno, y en cuyos colmillos sin limar se habían engarzado piedras de color turquesa, como en las bardas y la empuñadura del estoque del dueño. Los hombres que lo seguían eran antepilanos de la infantería pesada, de hombros anchos y cintura angosta, con caras bronceadas e inexpresivas. Llevaban korsekes de tres puntas, escarcinas y alabardas de pesada cabeza. Esta mezcla de armamentos, así como ciertas discrepancias entre las insignias y equipos, me indujo a creer que en sus filas había restos de formaciones anteriores. Si ése era el caso, los combates que debían haber visto los habían dejado flemáticos. Avanzaban balanceándose, unos cuatro mil en total, sin entusiasmo, reticencia ni muestra alguna de fatiga, con barbas descuidadas, pero no desaseados, y parecían mantener el paso sin pensar ni esforzarse.

Los seguían carretas tiradas por trilofodontes que gruñían y trompeteaban. Al verlos me arrimé al borde del camino, pues gran parte de la carga que llevaban era claramente comida; pero hombres montados flanqueaban las carretas, y uno me llamó, me preguntó a qué unidad pertenecía y luego me ordenó que me acercara. En vez de hacerlo huí, y aunque estaba bien seguro de que él no podía cabalgar entre los árboles ni abandonaría el destriero para perseguirme a pie, corrí hasta perder el aliento.

Cuando por fin me detuve, fue en un claro en calma donde una luz verdosa se filtraba entre las hojas de árboles altos y flacos. El musgo que cubría el suelo era tan espeso que tuve la impresión de que caminaba sobre la densa alfombra de la oculta sala de pinturas, donde había encontrado al Señor de la Casa Absoluta. Por un momento apoyé la espalda en uno de los troncos delgados, escuchando. No se oía ningún ruido salvo el jadeo de mi respiración y el rugido de marea de la sangre en mis oídos.

Con el tiempo advertí un tercer sonido: el zumbido de una mosca. Me enjugué la cara empapada con el borde de la capa de mi gremio. La capa estaba tristemente gastada y descolorida, y de pronto recordé que era la misma que el maestro Gurloes me había puesto sobre los hombros cuando yo emprendí mi viaje, y que era probable que muriera envuelto en ella. El sudor que había absorbido estaba frío como el rocío, y un olor de tierra húmeda colmaba el aire.

El zumbido de la mosca cesó y luego volvió a empezar: acaso fuera más insistente, acaso sólo lo pareciese porque yo había recobrado el aliento. Distraído, la busqué con la mirada y la vi perforar un haz de luz que había a unos pasos, y luego posarse en un objeto marrón que asomaba por detrás de uno de los árboles.

Una bota.

Yo no tenía ningún tipo de arma. Por lo común no habría temido enfrentarme a un solo hombre sin nada más que las manos, sobre todo en un lugar así, donde manejar una espada habría sido imposible; pero sabía que me faltaba buena parte de las fuerzas, y estaba descubriendo que el ayuno también destruye parte del coraje; o acaso sólo consume una parte, dejando el resto para otras exigencias.

Como fuera, avancé con cautela, de lado y sin hacer ruido, hasta que lo vi. Estaba tumbado con una pierna doblada bajo el cuerpo y la otra extendida. junto a la mano derecha había una cimitarra, y la atadura de cuero le ceñía aún la muñeca. El sencillo barbote había rodado a un paso de la cabeza. La mosca trepó por la bota hasta llegar a la carne desnuda, justo antes de la rodilla, y luego echó de nuevo a volar con un ruido de sierra pequeña.

Supe que estaba muerto, por supuesto, y pese al alivio sentí que la impresión de aislamiento volvía como una tromba, aunque no había advertido que se alejara. Lo tomé por el hombro y lo di vuelta. El cuerpo aún no se había hinchado pero, aunque débil, el olor de la muerte ya estaba allí. La cara se había ablandado como una máscara de cera al calor de las llamas; era imposible saber con qué expresión había muerto. Había sido joven y rubio, con una de esas caras agradables y cuadradas. Busqué una herida pero no la encontré.

Las correas de la mochila estaban tan ajustadas que no pude quitársela ni aflojar siquiera las ataduras. Al fin le saqué el cuchillo que llevaba en el cinturón y las corté; luego clavé la punta en un árbol. Una manta, un trozo de papel, una sartén ennegrecida, dos pares de toscos calcetines (muy bien recibidos) y, lo mejor de todo, una cebolla y media hogaza de pan negro envueltos en un trapo limpio, y cinco lonjas de carne y un pedazo de queso envueltos en otro.

Primero comí el pan y el queso, obligándome, cuando advertí que no podía comer despacio, a levantarme cada tres bocados y caminar. El pan ayudaba porque había que masticarlo mucho tiempo; sabía precisamente como el pan duro que solíamos dar a nuestros clientes en la Torre Matachina, pan que, mas por travesura que por hambre, yo había robado una o dos veces. El queso era fuerte, seco y salado, pero de todos modos me pareció excelente; pensé que nunca había probado un queso semejante, y sé que desde entonces no he vuelto a probarlo. Era como si estuviera comiendo vida. Me dio sed, y aprendí que la cebolla la apacigua estimulando las glándulas salivales.

Cuando llegué a la carne, que también estaba muy salada, empecé a preguntarme si debía reservarla para la noche, y decidí comer una lonja y guardar las otras cuatro.

Desde el amanecer el aire había estado quieto, pero ahora soplaba una brisa débil que me refrescaba las mejillas, agitaba las hojas, y castañeteando por el musgo, envió contra un árbol el papel que yo había sacado de la mochila del soldado muerto. Masticando todavía y tragando, lo fui a buscar y lo levanté. Era una carta; supongo que no había tenido tiempo de enviarla, o quizá de completarla. La escritura era sesgada, y más pequeña de lo que yo habría imaginado, aunque tal vez sólo se debiera al deseo de acumular muchas palabras en la pequeña hoja, que parecía haber sido la última que él tenía.

Ah, mi amor, estamos cientos de leguas al norte del lugar de donde te escribí la última vez, ya que hemos avanzado a marchas forzadas. Tenemos suficiente comida y de día está cálido, aunque por la noche a veces pasamos frío. Makar, de quien te hablé, se ha enfermado y le han permitido quedarse atrás. Entonces muchísimos otros alegaron que estaban enfermos y fueron obligados a marchar delante de nosotros sin armas y llevando doble peso y vigilados. En todo este tiempo no hemos visto ninguna huella de los ascios, y los rastreadores nos han dicho que todavía están a varios días de camino. Durante tres noches los sediciosos mataron centinelas, hasta que pusimos tres hombres en cada puesto y unas patrullas que vigilaban nuestro perímetro. La primera noche me asignaron a una de esas patrullas y me resultó muy inquietante, porque temía que alguno de mis camaradas me degollara en la oscuridad. Me pasé el tiempo apurando el paso sobre raíces y escuchando cómo cantaban junto al fuego:

«El sueño que mañana tengamos será sobre tierra manchada.

Bebamos hoy a placer, que corra la capa amiga.

Amigo, ojalá cuando disparen los tiros pasen lejos;

te deseo un buen botín, pero conmigo a tu lado.

Bebamos hoy a placer, que corra la copa amiga;

el sueño que mañana tengamos será sobre tierra manchada.”

Naturalmente no vimos a nadie. Los sediciosos se llaman a sí mismos vodalarios, por el nombre deljefe, y se dice que son combatientes escogidos. Ybien pagos, porque tienen el apoyo de los ascios…

Загрузка...