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—¿Tengo recto el cuello?

Los fríos dedos de Ekaterin trabajaron con profesionalidad el cuello de la camisa de Miles; él reprimió el escalofrío que le recorrió la espalda.

—Ahora sí.

—El hábito hace al Auditor —murmuró él.

El pequeño camarote carecía de comodidades como un espejo de cuerpo entero; tenía que usar a cambio los ojos de su esposa. Pero no lo consideraba una desventaja. Ella se apartó todo lo que pudo, medio paso hasta la pared, y lo miró de arriba abajo para comprobar el efecto de su uniforme de la Casa Vorkosigan: túnica marrón con el blasón de la familia bordado en plata en el alto cuello, puños bordados de plata, pantalones marrones con una tira de plata, altas botas de montar. En su tiempo, la clase Vor había estado formada por soldados de caballería. Ahora no había caballos en Dios sabía cuántos años luz, eso estaba claro.

Él tocó su comunicador de muñeca, para sincronizarlo con el que ella llevaba, aunque el de Ekaterin era más típico de una dama Vor, con un brazalete ornamental de plata.

—Te haré una señal cuando esté preparado para volver y cambiarme. —Indicó con la cabeza el sencillo traje gris que ella había colocado ya sobre la cama. Un uniforme para las mentes militares, ropa civil para los civiles. Y que el peso de la historia de Barrayar, once generaciones de condes Vorkosigan a su espalda, compensaran su baja estatura, su pose levemente encorvada. No necesitaba mencionar sus defectos menos visibles.

—¿Qué debo ponerme yo?

—Como tendrás que tragarte todo el paseo, algo práctico. —Sonrió perversamente—. Ese vestido rojo de seda será lo bastante atractivo para nuestros anfitriones de la Estación.

—Sólo para la mitad masculina, amor —señaló ella—. ¿Y si el jefe de seguridad es una cuadrúmana? ¿Se sienten los cuadrúmanos atraídos por los planetarios?

—Una sí, al menos —suspiró él—. De ahí el problema… Partes de la Estación Graf están a cero-ge, así que querrás llevar pantalones o calzas en vez de las faldas al estilo barrayarés. Algo con lo que puedas moverte.

—Oh. Sí, ya veo.

Llamaron a la puerta del camarote, y oyeron la tímida voz del soldado Roic.

—¿Milord?

—Ya voy, Roic.

Miles y Ekaterin intercambiaron sus sitios (al encontrarse a la altura del pecho de ella, Miles le robó al pasar un abrazo agradablemente animado), y él salió al estrecho pasillo de la nave correo.

Roic vestía una versión ligeramente más sencilla del uniforme de la Casa Vorkosigan de Miles, como correspondía a su estatus de vasallo y hombre de armas.

—¿Quiere que empaquete sus cosas para trasladarles a la nave insignia barrayaresa, milord? —preguntó.

—No. Vamos a quedarnos en el correo.

Roic casi consiguió ocultar un respingo. Era un joven de impresionante estatura e intimidante anchura de hombros, y había descrito su camastro encima de la sala de máquinas del correo como más o menos igual que dormir en un ataúd, milord, si no fuera por los ronquidos.

—No quiero entregar el control de mis movimientos —añadió Miles—, por no mencionar mi suministro de aire, a ninguno de los bandos de esta disputa. Los camastros de la nave insignia no son mucho más grandes de todas formas, te lo aseguro, soldado.

Roic sonrió con pesar, y se encogió de hombros.

—Me temo que tendría que haber traído a Jankowski, señor.

—¿Por qué? ¿Porque es más bajito?

—¡No, señor! —Roic parecía levemente indignado—. Porque es un auténtico veterano.

La ley restringía a veinte el número de hombres que formaban el cuerpo de guardia de un conde de Barrayar. Los Vorkosigan, por tradición, reclutaban a la mayoría de sus hombres de armas entre los veteranos retirados tras veinte años en el Servicio Imperial. Por necesidad política, durante las últimas décadas habían sido principalmente antiguos hombres de SegImp. Formaban un grupo eficaz pero maduro. Roic era una interesante excepción nueva.

—¿Desde cuándo es eso un problema?

Los soldados del padre de Miles trataban a Roic como un novato porque lo era, pero si lo hubiesen tratado como a un ciudadano de segunda…

—Eh… —Roic indicó de manera un tanto inarticulada la nave correo, por lo que Miles dedujo que el problema estribaba en encuentros más recientes.

Miles, a punto de echar a andar por el estrecho pasillo, se apoyó en cambio contra la pared y se cruzó de brazos.

—Mira, Roic…, apenas hay un hombre en el Servicio Imperial de tu edad o más joven que se haya enfrentado a más acción al servicio del Emperador que tú en la Guardia Municipal de Hassadar. No dejes que los malditos uniformes verdes te asusten. Es una lucha inútil. La mitad de ellos se caerían desmayados si se les pidiera que se enfrentaran a alguien como ese lunático asesino que disparaba en la plaza de Hassadar.

—Yo ya había cruzado media plaza, milord. Es como terminar de cruzar a nado la mitad de un río, pensando que no lo conseguirás, o nadar de vuelta hasta la orilla. Era más seguro saltar sobre él que dar media vuelta y correr. Habría tenido el mismo tiempo para apuntarme hiciera lo que hiciese.

—Pero no para abatir a otra docena de peatones. Las agujas automáticas son un arma sucia. —Miles se enfurruñó.

—Es verdad, milord.

A pesar de su estatura, Roic tendía a ser tímido cuando se consideraba en inferioridad social, cosa que desgraciadamente parecía ser la mayor parte del tiempo al servicio de los Vorkosigan. Como la timidez aparecía en su rostro principalmente como una especie de sombría estolidez, tendía a pasar desapercibida.

—Eres un soldado Vorkosigan —dijo Miles firmemente—. El fantasma del general Piotr está entretejido en ese marrón y plata. Acabarán por tenerte miedo, te lo prometo.

La breve sonrisa de Roic mostró más gratitud que convicción.

—Ojalá hubiera conocido a su abuelo, señor. A pesar de todo lo que cuentan de él en el Distrito, era un gran tipo. Mi bisabuelo sirvió con él en las montañas durante la Ocupación Cetagandesa, según cuenta mi madre.

—¡Ah! ¿Contaba buenas historias sobre él?

Roic se encogió de hombros.

—Murió de radiación después de que destruyeran Vorkosigan Vashnoi. Mi abuela nunca hablaba mucho de él, así que no lo sé.

—Lástima.

El teniente Smolyani asomó la cabeza en la esquina.

—Hemos abarloado junto a la Príncipe Xav, lord Auditor Vorkosigan. El tubo de transferencia está sellado y están esperando que suba usted a bordo.

—Muy bien, teniente.

Miles siguió a Roic, que tuvo que agachar la cabeza para pasar por el óvalo de la puerta, hasta la abarrotada bahía de atraque del correo. Smolyani se colocó junto a la compuerta. La placa de control chispeó y trinó; la puerta se abrió a la cámara estanca y el flexotubo situado más allá. Miles le hizo un gesto a Roic, quien tomó aire y avanzó. Smolyani se preparó para saludar; Miles le contestó con un ademán:

—Gracias, teniente. —Y siguió a Roic.

Un metro de mareante cero-ge en el flexotubo terminó en una compuerta similar. Miles se agarró a los asideros y entró rápida y firmemente de pie por la compuerta abierta. Desembocó en una zona de atraque mucho más espaciosa. A su izquierda, Roic le esperaba, en posición de firmes. La puerta de la nave insignia se cerró deslizándose tras ellos.

Los esperaban tres hombres uniformados de verde y un civil incómodamente envarados. Ninguno cambió de expresión al ver el poco barrayarés físico de Miles. Presumiblemente Vorpatril, a quien Miles recordaba de pasada de algún que otro encuentro en Vorbarr Sultana, lo recordaba a él más vivamente y había avisado prudentemente a su personal de la apariencia mutoide de la Voz más bajita, por no mencionar más joven y nueva, del Emperador.

El almirante Eugin Vorpatril era de mediana estatura, fornido, de pelo blanco, y sombrío. Avanzó un paso y dirigió a Miles un saludo cortante y adecuado.

—Milord Auditor. Bienvenido a bordo de la Príncipe Xav.

—Gracias, almirante.

No añadió «me alegro de estar aquí»; ninguno de aquel grupo parecía contento de verlo, dadas las circunstancias.

—Le presento al comandante de Seguridad de la Flota, el capitán Brun —continuó Vorpatril.

El hombre, esbelto y tenso, posiblemente aún más sombrío que su almirante, asintió cortante. Brun estaba a cargo de la aciaga patrulla cuya facilidad para el gatillo había hecho pasar la situación de altercado legal menor a incidente diplomático de importancia. No, no estaba nada contento.

—El jefe consignatario Molino, del consorcio de la flota komarresa.

Molino era también de mediana edad, y con el mismo aspecto dispéptico de los barrayareses, aunque vestido con una elegante túnica y pantalones oscuros al estilo de Komarr. Un jefe consignatario era el oficial ejecutivo y financiero de la entidad corporativa por tiempo limitado que era un convoy comercial y, como tal, tenía la mayoría de las responsabilidades de un almirante de la flota con una fracción de los poderes de éste. También tenía la poco envidiable misión de ser la conexión entre un puñado de intereses comerciales potencialmente muy dispersos y sus protectores militares barrayareses, lo cual era más que suficiente para provocar dispepsia incluso sin una crisis. Murmuró un educado:

—Milord Vorkosigan.

El tono de Vorpatril pareció ligeramente irritado.

—El oficial jurídico de mi flota, el alférez Deslaurier.

El alto Deslaurier, pálido y descolorido bajo un leve rastro de acné adolescente, consiguió asentir.

Miles parpadeó sorprendido. Cuando, bajo su antigua identidad dedicada a operaciones encubiertas, comandaba una flota mercenaria supuestamente independiente para las operaciones galácticas de SegImp, llevaba los asuntos jurídicos todo un departamento: negociar el tránsito pacífico de naves armadas era un trabajo a tiempo completo de complejidad diabólica.

—Alférez —Miles devolvió el ademán y eligió sus palabras con cuidado—. Usted, ah… parece que tiene una responsabilidad considerable, dados su rango y edad.

Deslaurier se aclaró la garganta y, con voz casi inaudible, dijo:

—Nuestro jefe de departamento fue enviado a casa, milord Auditor. Permiso por luto. Su madre murió.

«Creo que empiezo a comprender qué pasa aquí.»

—¿Es éste su primer viaje galáctico, por casualidad?

—Sí, milord.

Vorpatril intervino, posiblemente con intención compasiva.

—Mi personal y yo estamos enteramente a su disposición, milord Auditor, y tenemos nuestros informes preparados. ¿Quiere seguirme a nuestra sala de reuniones?

—Sí, gracias, almirante.

Después de dar vueltas y agacharse por los pasillos, el grupo llegó a la típica sala de reuniones militar: sillas y equipo de holovid atornillados al suelo, alfombra de fricción ocultando el leve olor mustio de una habitación sellada y poco iluminada que nunca disfrutaba de la luz del sol ni del aire fresco. El lugar olía a militar. Miles reprimió el deseo de inhalar nostálgicamente, recordando los viejos tiempos. A un gesto suyo, Roic montó guardia junto a la puerta, impasible. Los demás esperaron a que Miles se sentara y luego se repartieron por la mesa, Vorpatril a su izquierda, Deslaurier lo más lejos posible.

Vorpatril, con un claro dominio de la etiqueta que requería la situación, o al menos con un poco de sentido de la autoconservación, empezó a hablar.

—Bien. ¿En qué podemos servirle, milord Auditor?

Miles apoyó las manos sobre la mesa.

—Soy Auditor: mi primera tarea es escuchar. Por favor, almirante Vorpatril, descríbame el curso de los acontecimientos desde su punto de vista. ¿Cómo llegaron a esta situación?

—¿Desde mi punto de vista? —Vorpatril hizo una mueca—. Empezó como una simple y común metedura de pata tras otra. Se suponía que debíamos atracar en la Estación Graf durante cinco días, esperando el traslado del cargamento contratado y los pasajeros. Como entonces no había motivos para pensar que los cuadris fueran hostiles, di todos los permisos posibles, ya que es el procedimiento estándar.

Miles asintió. Los propósitos de las escoltas militares barrayaresas a las naves de Komarr oscilaban desde lo explícito pasando por lo sutil hasta lo nunca dicho. Declaradamente, las escoltas disuadían a los piratas de las naves de carga y suministraban a la parte militar de la flota una experiencia que era apenas más valiosa que los juegos de guerra. Más sutilmente, proporcionaban oportunidades para todo tipo de recopilación de inteligencia: económica, política y social, además de militar. Y proporcionaban a montones de jóvenes barrayareses, futuros oficiales y futuros civiles, los contactos necesarios con la amplia cultura galáctica. En la parte que nunca se mencionaba estaban las constantes tensiones entre barrayareses y komarreses, legado de, según el punto de vista de Miles, la conquista plenamente justificada de los segundos por parte de los primeros hacía una generación. Era política expresa del Emperador pasar de una situación de ocupación a otra de plena asimilación política y social entre los dos planetas. Ese proceso era lento y pedregoso.

—La nave Idris de la Corporación Toscane atracó para efectuar unos cuantos ajustes en la impulsión de salto y se encontró con complicaciones cuando desmontó el equipo —continuó Vorpatril—. Las partes reparadas no pasaron las pruebas de calibración cuando fueron reinstaladas y se enviaron a los talleres de la Estación para que volvieran a fabricarlas. Los cinco días se convirtieron en diez, mientras se iban pasando la pelota de unos a otros. Entonces el teniente Solian desapareció.

—¿Entiendo correctamente que el teniente era el oficial de relaciones de seguridad barrayarés a bordo de la Idris? —dijo Miles. El poli de la flota era el encargado de mantener la paz y el orden entre tripulación y pasajeros, echar un ojo a cualquier actividad ilegal o amenazadora o a cualquier persona sospechosa (bastantes actos de piratería se cometían desde dentro) y ser la primera línea de defensa de la contrainteligencia. En segundo plano, tenía que mantener los oídos abiertos en busca de desafectos potenciales entre los súbditos komarreses del Emperador. Estaba obligado a prestar toda la ayuda posible a la nave en emergencias físicas y a coordinar las evacuaciones o rescates con la escolta militar. El trabajo del oficial de enlace podía pasar de ser mortalmente aburrido a letalmente exigente en un abrir y cerrar de ojos.

El capitán Brun habló por primera vez.

—Sí, milord.

Miles se volvió hacia él.

—Uno de los suyos, ¿no? ¿Cómo describiría al teniente Solian?

—Acababan de asignarlo —respondió Brun, luego vaciló—. No tenía una relación personal estrecha con él, pero en todas las evaluaciones previas que se le hicieron le dieron notas altas.

Miles miró al consignatario.

—¿Lo conocía usted, señor?

—Nos vimos unas cuantas veces —dijo Molino—. Estuve casi todo el tiempo a bordo de la Rudra, pero mi impresión es que era amistoso y competente. Parecía llevarse bien con la tripulación y los pasajeros. El anuncio ambulante de la asimilación.

—¿Cómo dice? —Vorpatril se aclaró la garganta.

—Solian era komarrés, señor.

—Ah.

Ah. Los informes no mencionaban este detallito. A los komarreses se les había permitido hacía muy poco acceder al Servicio Imperial de Barrayar; la primera generación de esos oficiales era elegida con sumo cuidado, y hasta la fecha habían demostrado su lealtad y competencia. Los mimados del Emperador, había escuchado Miles decir a un compañero oficial, con claro disgusto. El éxito de esta integración era una prioridad personal de Gregor. El almirante Vorpatril sin duda lo sabía también. Miles subió el misterioso destino de Solian unos cuantos peldaños en su lista mental de prioridades más urgentes.

—¿Cuáles fueron las circunstancias de su desaparición?

—No hubo nada raro, señor —respondió Brun—. Firmó la salida del turno de la manera habitual y nunca volvió a aparecer para la siguiente guardia. Cuando se registró su camarote, faltaban sus efectos personales y su equipaje, aunque quedaban la mayor parte de sus uniformes. No había ningún registro de que hubiera abandonado la nave, pero claro… él sabría mejor que nadie cómo salir sin que nadie lo viera. Por eso lo considero deserción. Registramos la nave a conciencia después de eso. Ha tenido que alterar los registros, o ha escapado con la carga, o algo.

—¿Algún indicio de que no estuviera contento con su trabajo o su puesto?

—No… no, milord. Nada especial.

—¿Algo no especial?

—Bueno, estaban los comentarios habituales de ser komarrés y llevar este uniforme —Brun se señaló a sí mismo—. Supongo que, por su puesto, recibía críticas de ambos bandos.

«Ahora todos intentamos ser un solo bando.»

Miles decidió que aquél no era el momento ni el lugar adecuado para comentar las inconscientes deducciones que implicaban las palabras de Brun.

—Consignatario Molino…, ¿tiene más información al respecto? ¿Estaba Solian sometido a, hum, reproches por parte de sus camaradas komarreses?

Molino negó con la cabeza.

—Por lo que sé, el hombre parecía gozar del aprecio de la tripulación de la Idris. Se dedicaba al trabajo y no se metía en discusiones.

—Sin embargo, ¿deduzco que su primera… impresión, fue que había desertado?

—Parecía posible —admitió Brun—. No es que quiera calumniar a nadie, pero era komarrés. Tal vez le resultó más duro de lo que había pensado. El almirante Vorpatril no estuvo de acuerdo —añadió escrupulosamente.

Vorpatril agitó una mano en gesto de juicioso equilibrio.

—Tanto más motivo para no pensar en deserción. El alto mando ha tenido mucho cuidado con los komarreses que admite en el Servicio. No quiere fracasos públicos.

—En cualquier caso —dijo Brun—, todos pusimos en alerta a nuestra gente de seguridad y empezamos a buscarlo, y pedimos ayuda a las autoridades de la Estación Graf. Cosa que no ofrecieron con demasiado entusiasmo. No dejaron de repetir que no lo habían visto en las secciones de gravedad ni en las de cero-ge, y que no había ningún registro de nadie que escapara con su descripción que hubiera salido de la estación en sus transportes locales.

—¿Y qué sucedió luego?

—Se acabó el tiempo —respondió el almirante Vorpatril—. Las reparaciones de la Idris concluyeron. Hubo presiones —miró a Molino sin afecto—, para que dejáramos la Estación Graf y continuáramos con la ruta planeada. Yo… yo no dejo a mis hombres abandonados si puedo evitarlo.

—Económicamente, no tenía sentido supeditar toda la flota a un solo hombre —dijo Molino, entre dientes—. Podría haber dejado una nave ligera o incluso un pequeño grupo de investigadores para estudiar el asunto, que nos siguieran cuando terminaran, y dejar que el resto continuara.

—También tengo órdenes estrictas de no dividir la flota —dijo Vorpatril, la mandíbula tensa.

—Pero no hemos sufrido ningún intento de piratería en este sector desde hace décadas —argumentó Molino. Miles advirtió que estaba siendo testigo de la enésima ronda de un debate interminable.

—No desde que Barrayar les proporcionó escolta militar gratis —dijo Vorpatril con falsa cordialidad—. Extraña coincidencia, ésa —su voz se hizo más firme—. Yo no abandono a mis hombres. Lo juré en la debacle de Escobar, cuando era un alférez barbilampiño —miró a Miles—. A las órdenes de su padre, por cierto.

Uf… Aquello podía significar problemas… Miles dejó que sus cejas se alzaran, mostrando curiosidad.

—¿Cuál fue su experiencia allí, señor?

Vorpatril hizo una mueca al recordarlo.

—Yo era un piloto inexperto en una lanzadera de combate que quedó huérfana cuando los escobarianos enviaron al infierno a nuestra nave madre en la órbita. Supongo que si hubiéramos conseguido llegar durante la retirada nos habrían volado con ella, pero qué más da. Sin ningún sitio donde atracar, sin ningún sitio al que huir, ni siquiera las pocas naves supervivientes que tenían un punto de atraque abierto se detuvieron por nosotros, con un par de centenares de hombres a bordo incluyendo a los heridos… Fue una auténtica pesadilla, déjeme que se lo diga.

A Miles le pareció que el almirante había estado a punto de añadir un «hijo» al final de la última frase.

—No estoy seguro de que al almirante Vorkosigan le quedaran muchas posibilidades cuando heredó el mando de la invasión tras la muerte del príncipe Serg —dijo Miles con cautela.

—Oh, claro que no —reconoció Vorpatril, haciendo otro gesto con la mano—. No estoy diciendo que el hombre no hiciera todo lo que pudo con lo que tenía. Pero no pudo hacerlo todo, y yo estuve entre los sacrificados. Pasé casi un año en un campamento de prisioneros escobariano antes de que las negociaciones pudieran devolverme por fin a casa. Los escobarianos no hicieron que fueran unas vacaciones, se lo aseguro.

«Podría haber sido peor. Podrías haber sido una prisionera de guerra escobariana en uno de nuestros campamentos.» Miles decidió no sugerirle al almirante este ejercicio de imaginación por ahora.

—Imagino que no.

—Lo único que estoy diciendo es que sé lo que es verte abandonado, y no permitiré que eso les ocurra a mis hombres por cualquier motivo trivial.

Su mirada al consignatario dejó claro que no consideraba que la pérdida de los beneficios corporativos komarreses tuviera el peso suficiente para violar este principio.

—Los acontecimientos demostraron… —vaciló, y volvió a formular la frase—. Durante un tiempo, pensé que los acontecimientos me daban la razón.

—Durante un tiempo —repitió Miles—. ¿Ya no?

—Ahora… bueno… lo que sucedió a continuación fue bastante… bastante preocupante. Hubo un movimiento no autorizado de una compuerta de personal en la bodega de carga de la Estación Graf que está junto al lugar donde estaba atracada la Idris. Sin embargo, no se avistó ninguna nave ni cápsula personal… Los sellos del tubo no estaban activados. Para cuando el guardia de seguridad de la Estación llegó allí, la bodega estaba vacía. Pero había bastante sangre en el suelo y signos de que habían arrastrado algo hasta la compuerta. La sangre, en las pruebas, resultó ser de Solian. Parecía que estaba intentando regresar a la Idris y alguien lo empujó.

—Alguien que no dejó huellas de pisadas —añadió Brun ominosamente.

Ante la mirada inquisitiva de Miles, Vorpatril se explicó:

—En las zonas de gravedad donde viven los planetarios, los cuadrúmanos se trasladan en pequeños flotadores personales. Los manejan con las manos inferiores, dejando libres sus brazos superiores. No hay huellas de pisadas. No tienen pies, tampoco.

—Ah, sí. Comprendo —dijo Miles—. Sangre, pero ningún cuerpo… ¿Se ha encontrado algún cadáver?

—Todavía no —respondió Brun.

—¿Se ha buscado?

—Oh, sí. En todas las trayectorias posibles.

—Supongo que se les habrá ocurrido que un desertor podría intentar simular su propio asesinato o suicidio, para librarse de ser perseguido.

—Podría haber pensado eso —dijo Brun—, pero vi el suelo de la bodega de carga. Nadie podría perder tanta sangre y vivir. Debía de haber tres o cuatro litros como mínimo.

Miles se encogió de hombros.

—El primer paso en una preparación criónica de emergencia es quitarle la sangre al paciente y sustituirla por criofluido. Eso puede dejar fácilmente varios litros de sangre en el suelo, y la víctima…, bueno, vivir potencialmente.

Había tenido una experiencia personal del proceso, o eso le habían dicho Elli Quinn y Bel Thorne después, en aquella misión de la Flota de los Dendarii Libres que salió desastrosamente mal. Cierto, no recordaba esa parte, a pesar de la vívida descripción de Bel.

Brun alzó las cejas.

—No había pensado en eso.

—Se me acaba de ocurrir —dijo Miles, como pidiendo disculpas. «Podría enseñarte las cicatrices.»

Brun frunció el ceño, y luego negó con la cabeza.

—No creo que hubiera habido tiempo antes de que los miembros de seguridad de la Estación llegaran al lugar.

—¿Aunque hubiera una criocámara portátil preparada?

Brun abrió la boca y luego la volvió a cerrar. Finalmente, dijo:

—Es un planteamiento complicado, señor.

—No insisto —dijo Miles tranquilamente. Consideró el otro extremo del proceso de criorresurrección—. Pero me gustaría señalar que hay otras explicaciones para varios litros de sangre fresca de una persona, además del cadáver de la víctima. Como un laboratorio de resurrección o un sintetizador hospitalario. El producto sin duda aparecería en un estudio de ADN. Ni siquiera se podría considerar un falso positivo, exactamente. Pero un laboratorio de bioforenses detectaría la diferencia. Los rastros de biofluido también serían obvios, si a alguien se le ocurriera buscarlos. Odio las pruebas circunstanciales —añadió con tristeza—. ¿Quién hizo la comprobación de la sangre?

Brun se agitó, incómodo.

—Los cuadrúmanos. Les entregamos el escáner del ADN de Solian en cuanto desapareció. Pero el oficial de relaciones de seguridad de la Rudra ya había llegado entonces: estaba allí en la bodega, observando a sus técnicos. Me informó en cuanto el analizador avisó de que la sangre encajaba. Por eso me acerqué a verlo con mis propios ojos.

—¿Recogió otra muestra para hacer una segunda comprobación?

—Yo… creo que sí. Puedo preguntarle al cirujano de la flota si recibió una muestra antes de que, hum, los acontecimientos nos desbordaran.

El almirante Vorpatril parecía desagradablemente sorprendido.

—Pensé que el pobre Solian había sido asesinado. Por algún… —guardó silencio.

—No me parece que esa hipótesis pueda descartarse todavía —lo consoló Miles—. En cualquier caso, usted lo pensó sinceramente en ese momento. Que su cirujano examine las muestras más concienzudamente, por favor, y que me informe.

—¿Y a Seguridad de la Estación Graf también?

—Ah… mejor que no.

Aunque los resultados fueran negativos, la investigación sólo serviría para levantar más sospechas de los cuadrúmanos respecto a los de Barrayar. Y si eran positivos… Miles quería pensárselo primero.

—En cualquier caso, ¿qué pasó luego?

—El hecho de que Solian fuera el encargado de seguridad de la Flota hace que su asesinato… su aparente asesinato, resulte especialmente siniestro —admitió Vorpatril—. ¿Intentaba regresar a la nave con algún tipo de advertencia? No podíamos saberlo. Así que cancelé todos los permisos, pasé a estado de alerta, y ordené que todas las naves se alejaran de los puntos de atraque.

—Sin ninguna explicación del porqué —intervino Molino.

Vorpatril se lo quedó mirando.

—Durante una alerta, un comandante no se para a explicar sus órdenes. Espera que sean obedecidas al instante. Además, por la manera en que ustedes se habían estado comportando, quejándose por los retrasos, no me pareció que tuviera necesidad de repetirme. —Un músculo dio un tirón en su mejilla; inspiró, y regresó a su narración—. En este punto, sufrimos una especie de ruptura de comunicaciones.

«Aquí viene la pantalla de humo, por fin.»

—Teníamos entendido que una patrulla de seguridad compuesta por dos hombres y enviada a reemplazar a un oficial que se retrasaba en presentarse…

—¿El alférez Corbeau?

—Sí. Corbeau. Teníamos entendido, en ese momento, que la patrulla y el alférez fueron atacados, desarmados y detenidos por los cuadris. La verdadera historia, tal como se vio más tarde, fue más compleja, pero eso fue lo que tuve que dilucidar mientras trataba de sacar a nuestro personal de la Estación Graf y prepararme para cualquier contingencia hasta la evacuación inmediata del espacio local.

Miles se inclinó hacia delante.

—¿Creyó que eran unos cuadris cualesquiera los que atraparon a sus hombres o entendió que eran de Seguridad de la Estación?

A Vorpatril no llegaron a rechinarle los dientes, pero casi. A pesar de todo, respondió:

—Sí, sabíamos que eran de seguridad.

—¿Le pidió consejo a su oficial jurídico?

—No.

—¿Ofreció voluntariamente su consejo el alférez Deslaurier?

—No, milord —consiguió susurrar Deslaurier.

—Ya veo. Continúe.

—Le ordené al capitán Brun que enviara una patrulla de asalto en represalia; tres hombres para controlar una situación que consideré letalmente peligrosa para el personal de Barrayar.

—Armados con algo más que aturdidores, tengo entendido.

—No podía pedir a mis hombres que se enfrentaran a tantos sólo con aturdidores, milord —dijo Brun—. ¡Hay un millón de mutantes de esos ahí fuera!

Miles enarcó las cejas.

—¿En la Estación Graf? Creí que la población residente estaba en torno a los cincuenta mil. Civiles.

Brun hizo un gesto impaciente.

—Un millón contra doce, cincuenta mil contra doce… No importa, necesitaban armas de disuasión. Mi patrulla de rescate necesitaba entrar y salir lo más rápidamente posible tras tratar con la mínima resistencia o los mínimos argumentos posibles. Los aturdidores son inútiles como armas de intimidación.

—Un argumento con el que estoy familiarizado. —Miles se echó hacia atrás y se frotó los labios—. Adelante.

—Mi patrulla llegó al lugar donde nuestros hombres estaban siendo retenidos…

—El Puesto de Seguridad Número Tres de la Estación Graf, ¿no es así? —interrumpió Miles.

—¿Sí?

—Dígame… En todo el tiempo que la flota lleva aquí, ¿ninguno de sus hombres de permiso ha tenido ningún encontronazo con los de seguridad de la Estación? ¿Ningún borracho, ningún desorden, ninguna violación de seguridad, nada?

Brun, con cara de que le estuvieran sacando las palabras de la boca con tenazas dentales, dijo:

—Tres hombres fueron arrestados por los agentes de seguridad de la Estación la semana pasada por hacer carreras de sillas flotantes de manera peligrosa mientras estaban borrachos.

—¿Y qué les sucedió? ¿Cómo resolvió el asunto el consejero legal de su flota?

—Se pasaron unas cuantas horas encerrados —murmuró el alférez Deslaurier—, luego me encargué de que pagaran sus multas y me comprometí ante el magistrado de la Estación a que serían confinados a sus habitaciones durante el resto de nuestra estancia.

—¿Entonces estaban familiarizados con los procedimientos estándar para recuperar a los hombres de cualquier contratiempo que pudieran haber tenido con las autoridades de la Estación?

—Esta vez no estaban borrachos ni hubo desórdenes. Se trataba de nuestras propias fuerzas de seguridad cumpliendo con su deber —dijo Vorpatril.

—Continúe —suspiró Miles—. ¿Qué sucedió con su patrulla?

—Sigo sin tener informes de primera mano, milord —dijo Brun, envarado—. Los cuadris sólo han dejado que un oficial médico desarmado los visitara en el lugar donde están confinados. Hubo un intercambio de disparos, fuego de plasma y de aturdidores, dentro del Puesto de Seguridad Número Tres. Los cuadris asaltaron a montones el lugar, y nuestros hombres, superados, fueron hechos prisioneros.

Los «montones» de cuadris incluían, cosa bastante lógica desde el punto de vista de Miles, a la mayoría de las brigadas de bomberos profesionales y voluntarios de la Estación Graf. «Fuego de plasma. En una estación espacial civil. Oh, me duele la cabeza.»

—Bien —dijo Miles en voz baja—, después de disparar contra la central de policía y prender fuego al lugar, ¿qué nos faltaba para rematar la faena?

El almirante Vorpatril apretó los dientes brevemente.

—Me temo que, cuando las naves komarresas atracadas no obedecieron mis órdenes de urgencia para desamarrar y permitieron en cambio quedarse atrapadas, perdí la iniciativa de la situación. A esas alturas ya había demasiados rehenes en manos de los cuadris, los capitanes-propietarios independientes komarreses pasaron por completo de obedecer mis órdenes, y la propia milicia de los cuadrúmanos, tal como suena, consiguió rodearnos. Permanecimos en una situación de equilibrio durante dos días enteros. Luego se nos ordenó que nos retiráramos y esperásemos su llegada.

«Gracias a los dioses.» La inteligencia militar no andaba muy lejos de la estupidez militar. Pero ser medio estúpidos y saber parar era algo realmente raro. Vorpatril merecía algo de crédito por eso, al menos.

—No teníamos muchas opciones a esas alturas —intervino Brun, sombrío—. No podíamos amenazar con volar la estación con nuestras propias naves atracadas.

—No podrían haber volado la estación en ningún caso —señaló Miles con suavidad—. Habría sido un asesinato en masa. Una orden criminal. El Emperador lo habría mandado fusilar.

Brun dio un respingo, y se calló.

Vorpatril apretó los labios.

—¿El Emperador, o usted?

—Gregor y yo habríamos lanzado una moneda al aire para ver quién lo hacía primero. —Se hizo el silencio—. Afortunadamente —continuó Miles—, parece que los ánimos se han enfriado por aquí. Le doy las gracias por eso, almirante Vorpatril. Podría añadir que los destinos de sus respectivas carreras son asunto de ustedes y de su mando de operaciones.

«A menos que consigan que llegue tarde al nacimiento de mis primeros hijos, en cuyo caso será mejor que empiecen a buscar un agujero bien profundo.»

—Mi trabajo es librar de los cuadris a tantos súbditos del Emperador como sea posible, al precio más bajo que pueda. Si tengo suerte, cuando haya acabado, nuestras flotas comerciales podrán atracar de nuevo aquí algún día. Por desgracia, me han dado ustedes una mano de cartas especialmente difícil en esta partida. Sin embargo, veré qué puedo hacer. Quiero copias de todas las transcripciones relacionadas con estos últimos acontecimientos para revisarlas, por favor.

—Sí, milord —gruñó Vorpatril—. Pero —su voz se volvió casi angustiada—, ¡seguimos sin saber qué ha sido del teniente Solian!

—Dedicaré a esa cuestión toda mi atención también, almirante. —Miles lo miró a los ojos—. Se lo prometo.

Vorpatril asintió brevemente.

—¡Pero, lord Auditor Vorkosigan! —intervino con apremio el consignatario Molino—. Las autoridades de la Estación Graf intentan multar a nuestras naves komarresas por los daños causados por las tropas de Barrayar. Tiene que quedarles claro que sólo los militares son responsables de esta… actividad criminal.

Miles vaciló un largo instante.

—Qué suerte para usted, consignatario —dijo por fin—, que en el caso de un ataque auténtico, lo contrario no fuera cierto.

Dio un golpecito a la mesa y se puso en pie.

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