16

«¿Ahora qué?»

Dilaciones, supuso Miles, mientras los cuadris de la Estación Graf preparaban a un piloto o corrían el riesgo de perder el tiempo discutiendo si enviar a uno a un peligro semejante, y nadie se ofrecía voluntario. Mientras Vorpatril preparaba su equipo de asalto, mientras los tres cargos cuadris estaban atrapados en la cabina de carga (bueno, no estaban cruzados de manos, apostó Miles). «Mientras esta infección se apodera de mí.» Mientras el ba hacía… ¿qué?

«Las dilaciones no son de mi gusto.»

Pero eran su fuerte. ¿Qué hora era, por cierto? Por la tarde… ¿todavía del mismo día que había empezado tan temprano con la noticia de la desaparición de Bel?

Sí, aunque parecía casi imposible. Sin duda había entrado en alguna distorsión temporal. Miles miró su comunicador de muñeca, inspiró profundamente, aterrado, y marcó el código de Ekaterin. ¿Le había contado Vorpatril algo de lo que estaba pasando, o la había mantenido cómodamente ignorante?

—¡Miles! —respondió ella de inmediato.

—Ekaterin, amor. ¿Dónde, hum… estás?

—En la sala de tácticas, con el almirante Vorpatril.

Ah. Eso respondía a la pregunta. En cierto modo, se sintió aliviado por no tener que contar toda la letanía de malas noticias.

—Has estado siguiendo todo esto, entonces.

—Más o menos. Ha sido muy confuso.

—Apuesto a que sí. Yo… —No podía decirlo, no de aquella forma. Se fue por las ramas, mientras hacía acopio de valor—. Prometí llamar a Nicol cuando tuviera noticias de Bel, y no he tenido oportunidad. Las noticias, como ya sabes, no son buenas; encontramos a Bel, pero lo han infectado deliberadamente con un parásito de fabricación cetagandesa que puede… que puede resultar fatal.

—Sí, eso tengo entendido. Lo he estado escuchando todo, aquí en la sala de tácticas.

—Bien. Los médicos están haciendo todo lo posible, pero es una carrera contra el tiempo y ahora hay otras complicaciones. ¿Quieres llamar a Nicol y cumplir mi promesa por mí? No es que no haya ninguna esperanza, pero… tiene que saber que ahora mismo las cosas no tienen buen aspecto. Usa tu sentido común para suavizar cuanto puedas el golpe.

—Mi sentido común me indica que habría que decirle la pura verdad. La Estación Graf es un clamor ahora mismo, con la cuarentena y la alerta por biocontaminación. Ella necesita saber exactamente lo que está pasando, tiene derecho a saberlo. La llamaré ahora mismo.

—Oh. Bien. Gracias. Yo, hum… sabes que te quiero.

—Sí. Dime algo que no sepa.

Miles parpadeó. Las cosas no se le ponían fáciles. Lo soltó de sopetón:

—Bueno. Cabe la posibilidad de que las cosas estén muy feas para mí aquí. Puede que no salga de ésta. La situación es bastante inquietante y, hum… me temo que los guantes de mi traje bioprotector fueron saboteados por una desagradable trampa cetagandesa que disparé. Por lo visto yo también me he infectado con el mismo bioelemento que ha atacado a Bel, pero parece que no actúa muy rápido.

Al fondo, oyó la voz del almirante Vorpatril maldiciendo con un lenguaje de barracón que no estaba en demasiada consonancia con el debido respeto a uno de los auditores imperiales de Su Majestad Gregor Vorbarra. Por parte de Ekaterin, silencio: él se esforzó por oír su respiración. La reproducción del sonido en aquellos enlaces de alto nivel era tan nítida, que pudo oírla cuando volvió a soltar el aire a través de aquellos exquisitos y cálidos labios que no podía ver ni tocar.

Empezó de nuevo.

—Yo… lamento que… quería darte… esto no era lo que… nunca quise causarte…

—Miles. Deja de farfullar de inmediato.

—Oh… ¿eh?

La voz de Ekaterin se volvió más dura.

—Si te mueres ahí, no me sentiré dolida, me sentiré jodida. Todo esto está muy bien, amor, pero déjame recordarte que no tienes tiempo para regodearte en la angustia ahora mismo. Eres el hombre que solía ganarse la vida rescatando rehenes. No te está permitido no salir de ésta. Así que deja de preocuparte por mí y empieza a prestar atención a lo que estás haciendo. ¿Me estás escuchando, Miles Vorkosigan? ¡No te atrevas a morirte! ¡No lo consentiré!

Eso parecía definitivo. A pesar de todo, Miles sonrió.

—Sí, querida —repuso mansamente, aliviado. Las antepasadas Vor de aquella mujer habían defendido bastiones en la guerra, oh, sí.

—Así que deja de hablar conmigo y vuelve al trabajo. ¿De acuerdo?

Casi consiguió que el estremecido sollozo no se notara en la última palabra.

—Defiende el fuerte, amor —susurró él, con toda la ternura de que fue capaz.

—Siempre. —Miles pudo oírla tragar saliva—. Siempre.

Ekaterin cortó la comunicación. Él lo tomó como una sugerencia.

Rescate de rehenes, ¿eh? «Si quieres hacer algo bien, hazlo tú mismo.» Ahora que lo pensaba, ¿tenía ese ba idea de cuál había sido el antiguo trabajo de Miles? ¿O suponía que no era más que un diplomático, un burócrata, otro civil asustado? El ba no podía saber tampoco qué miembro del grupo había disparado la trampa de los controles remotos del traje de reparaciones. Aquel traje de bioprotección no servía para un asalto en el espacio ni siquiera antes de que lo hubieran hecho papilla. Pero, ¿qué herramientas había en la enfermería que pudieran aplicarse a usos que sus fabricantes nunca hubieran imaginado? ¿Y qué personal?

El equipo médico tenía formación militar, cierto, y disciplina. También estaban metidos hasta las orejas en otras tareas de prioridad superior. Lo último que deseaba Miles era apartarlos de su atestada mesa de laboratorio y del cuidado de su paciente en estado crítico para ponerlos a jugar con él a los comandos. «Aunque puede que tengamos que llegar a eso.» Pensativo, empezó a recorrer la cámara exterior de la enfermería, abriendo cajones y armarios y contemplando sus contenidos. Empezaba a sentir los efectos de la fatiga, y un dolor de cabeza iba en aumento tras sus ojos. Premeditadamente, ignoró el terror que aquello implicaba.

Miró al pabellón a través de las barras de luces azules. El técnico corrió hacia el cuarto de baño con algo en las manos que arrastraba unos tubos.

—¡Capitán Clogston! —llamó Miles.

La segunda figura se volvió.

—¿Sí, milord?

—Voy a cerrar su puerta interior. Se supone que debe cerrarse sola si hay un cambio de presión, pero no me fío de ningún equipo controlado por sistema remoto en este momento. ¿Está preparado para trasladar a su paciente a una unicápsula si es necesario?

Clogston le hizo un ligero gesto de asentimiento con una mano enguantada.

—Casi, milord. Estamos empezando a construir el segundo filtro sanguíneo. Si el primero funciona como esperamos, deberíamos estar listos para tratarlo a usted muy pronto.

Lo cual lo ataría a una cama en el pabellón. No estaba dispuesto a perder la movilidad todavía. No mientras aún pudiera moverse y pensar por su cuenta. «No tienes mucho tiempo entonces. No importa lo que haga el ba.»

—Gracias, capitán. Hágamelo saber.

Miles cerró la puerta con el mando manual.

¿Qué podía saber el ba, desde el puente? Más importante aún, ¿cuáles eran sus puntos ciegos? Miles reflexionó sobre el trazado de la cabina central: un largo cilindro dividido en tres cubiertas. La enfermería se encontraba a popa, en la cubierta superior. El puente estaba delante, en el otro lado de la cubierta central. Las compuertas internas de todos los niveles se encontraban en tres intersecciones equidistantes de las cabinas de carga, dividiendo cada cubierta longitudinalmente.

El puente tenía monitores vid de seguridad en todas las compuertas externas, naturalmente, y monitores de control en todas las puertas internas que sellaban la nave en compartimentos estancos. Destruir un monitor cegaría al ba, pero también le avisaría de que sus supuestos prisioneros se habían puesto en marcha. Destruirlos todos, o todos los que pudieran ser alcanzados, sería más confuso…, pero seguía quedando el problema de la alarma. ¿Hasta qué punto era probable que el ba llevara a cabo su apresurada, quizá loca amenaza de embestir la estación?

«Maldición, hacer algo así es muy poco profesional…» Miles se detuvo, sorprendido por su propio pensamiento.

¿Cuáles eran los procedimientos estándar de un agente cetagandés, de cualquier agente, en realidad, cuya misión encubierta se iba al garete? Destruir todas las pruebas: intentar llegar a una zona segura, una embajada o un territorio neutral. Si eso no era posible, destruir las pruebas y luego sentarse y esperar ser detenido por las autoridades locales, fueran quienes fuesen, y esperar a que tu propio bando pagara por ti o te rescatara a lo grande, dependiendo del caso. Para las misiones críticas de verdad, destruir las pruebas y suicidarte. Esto rara vez se ordenaba, porque en contadísimas ocasiones se cumplía. Pero el ba cetagandés estaba tan condicionado a ser leal a sus amos (y amas) haut que Miles se vio obligado a considerar que en este caso era una posibilidad más realista.

Pero tomar rehenes de manera chapucera entre neutrales o vecinos, transmitir la misión por todos los noticiarios y, sobre todo, el uso público del arsenal más privado del Nido Estelar… Aquél no era el modus operandi de un agente entrenado. Eso era un maldito trabajo de aficionado. Y los superiores de Miles solían acusarlo de ser un bala perdida… ¡ja! Ninguna de sus más inspiradas meteduras de pata había sido tan llamativa como ésa… para ambos bandos, ¡ay! Esta gratificante deducción, desgraciadamente, no hacía que la siguiente acción del ba fuera más predecible.

—¿Milord? —La voz de Roic sonó inesperadamente en el comunicador de muñeca.

—¡Roic! —exclamó Miles encantado—. Espera. ¿Qué demonios estás haciendo por este canal? No tendrías que haberte quitado el traje.

—Podría hacerle la misma pregunta, milord —respondió Roic con cierto descaro—. Si tuviera tiempo. Pero hubiese tenido que quitarme el traje de presión de todos modos para meterme en este traje de trabajo. Creo… sí. Puedo colgarme el comunicador del casco. Ahí. —Un leve chasquido, como el de un visor cerrándose—. ¿Puede oírme todavía?

—Oh, sí. ¿Estás todavía en ingeniería?

—Por ahora. Le he encontrado un traje de presión, milord. Y un montón de herramientas. La cuestión es cómo llevárselo todo.

—Mantente apartado de todas las puertas estancas: están monitorizadas. ¿Has encontrado por casualidad alguna herramienta para cortar?

—Yo, hum… estoy seguro de que es lo que son, sí.

—Entonces dirígete hacia la popa con toda la rapidez que puedas, y abre un agujero en el techo de la cubierta central. Intenta no dañar los conductos de aire y los de control de gravedad y fluidos, por ahora. O a cualquier otra cosa que pueda encender los monitores del puente. Luego hablaremos de por dónde seguir.

—Bien, milord. Estaba pensando en otra cosa que podría hacer.

Pasaron unos minutos en los que sólo se oyó el sonido de la respiración de Roic, interrumpida por algunas obscenidades en voz baja mientras, por el método de prueba y error, descubría cómo manejar el equipo desconocido. Un gruñido, un siseo, un chasquido brusco.

El rudo procedimiento iba a causar un caos en la integridad atmosférica de las secciones, ¿pero empeoraría necesariamente las cosas, desde el punto de vista de los rehenes? ¡Y un traje de presión, qué maravilla! Miles se preguntó si alguno de los trajes de trabajo sería de tamaño extrapequeño. Casi tan bueno como una armadura espacial, desde luego.

—Muy bien, milord —dijo la voz de Roic por el comunicador de muñeca—. He llegado a la cubierta central. Estoy retrocediendo ahora… No estoy seguro de lo cerca que estoy de usted.

—¿Puedes extender las manos para dar un golpecito en el techo? Suavemente. No queremos que reverbere por todos los mamparos y llegue al puente de mando.

Miles se tumbó, abrió el visor, ladeó la cabeza y escuchó. Un leve golpecito, aparentemente en el pasillo.

—¿Puedes moverte más hacia popa?

—Lo intentaré, milord. Es cuestión de apartar estos paneles… —Más jadeos—. Ya. Lo intentaré de nuevo.

Esta vez, el golpe pareció producirse debajo de la mano extendida de Miles.

—Creo que ya está, Roic.

—Bien, milord. Asegúrese de apartarse mientras corto. Creo que lady Vorkosigan se enfadaría conmigo si por accidente le rebano alguna parte del cuerpo.

—Eso creo yo también.

Miles se puso en pie, desgarró una sección de la alfombra de fricción, se apartó a un lado de la cámara externa de la enfermería y contuvo la respiración.

Un brillo rojo en la placa pelada de la cubierta se volvió amarillo, y luego blanco. El punto se convirtió en una línea, que creció, oscilando en un círculo irregular hasta llegar a su principio. Un golpe, mientras la zarpa enguantada de Roic, impulsada por la energía de su traje, atravesaba el suelo, arrancando de su matriz el círculo debilitado.

Miles se acercó y se asomó, y sonrió al ver la preocupada cara de Roic a través del visor de otro traje de reparaciones. El agujero era demasiado pequeño para que él pudiera pasar, pero no lo suficientemente estrecho para el traje de presión que le tendió.

—Buen trabajo —dijo Miles—. Aguanta. Ahora mismo estoy contigo.

—¿Milord?

Miles se quitó el inútil traje de bioprotección y se metió en el de presión en un tiempo récord. El sistema de evacuación era femenino, y lo dejó sin conectar. De un modo u otro, no creía que tuviera puesto el traje demasiado tiempo. Estaba colorado y sudoroso, un momento demasiado acalorado, el siguiente demasiado frío, aunque no sabía si por la infección incipiente o por la tensión nerviosa.

En el casco no había sitio para colgar su comunicador de muñeca, pero un poco de cinta médica resolvió aquel problema en un periquete. Se colocó el casco y lo aseguró, y respiró profundamente un aire que no controlaba nadie más que él. Reacio, bajó la temperatura de su traje.

Luego se deslizó hasta el agujero y asomó las piernas.

—Agárrame. No aprietes demasiado. Recuerda: tu traje está cargado de energía.

—Bien, milord.

—Lord Auditor Vorkosigan —dijo la voz inquieta de Vorpatril—. ¿Qué está haciendo?

—Explorar.

Roic lo asió por las caderas, bajándolo con cuidado exagerado hasta la cubierta inferior. Miles miró pasillo arriba, más allá del gran agujero en el suelo, a las puertas estancas situadas al fondo de aquel sector.

—La oficina de Seguridad de Solian está en esta sección. Si hay algún panel de control en esta maldita nave que pueda monitorizarlo todo sin ser monitorizado a su vez, estará allí.

Recorrió de puntillas el pasillo, seguido de Roic. La cubierta crujía bajo los pies del soldado. Miles marcó el código, ahora familiar, en la puerta de la oficina; Roic apenas cupo tras él. Miles se sentó en el puesto de control del difunto teniente Solian y flexionó los dedos, contemplando la consola. Tomó aire y se inclinó hacia delante.

Sí, podía robar imágenes de todos los monitores vid de todas las compuertas de la nave… simultáneamente, si lo deseaba. Sí, podría conectar con los sensores de seguridad de las puertas estancas. Estaban diseñadas para tomar una buena visual de todo aquel que estuviera cerca (por ejemplo, golpeando frenéticamente) de esas puertas. Nervioso, comprobó una de la sección trasera. La imagen, si el ba estaba siquiera mirando con tantas cosas en marcha, no se extendía hasta la puerta de Solian. ¡Guau! ¿Podría conseguir una imagen del puente de mando, tal vez, y espiar en secreto a su actual ocupante?

—¿Qué está pensando hacer, milord? —preguntó Roic, aprensivo.

—Estoy pensando que un ataque sorpresa que requiera detenerse para abrir agujeros en seis o siete mamparos para llegar al objetivo no va a ser muy sorprendente. Aunque puede que tengamos que llegar a eso. Me estoy quedando sin tiempo.

Parpadeó con fuerza, entonces pensó que al infierno con todo y abrió el visor para frotarse los ojos. La imagen vid se aclaró en su visión, pero aún parecía temblequear por los bordes. Miles no creía que el problema estuviera en la placa vid. Su dolor de cabeza, que había comenzado como un latido sordo entre los ojos, parecía estar extendiéndose a sus sienes, que pulsaban. Estaba temblando. Suspiró y volvió a cerrar el visor.

—Esa biomierda… El almirante dijo que tenía usted la misma biomierda que el herm. La mierda que fundió a los amigos de Gupta.

—¿Cuándo has hablado con Vorpatril?

—Justo antes de hablar con usted.

—Ah.

—Tendría que haber sido yo quien manejara esos controles remotos —dijo Roic lentamente—. No usted.

—Tenía que ser yo. Estaba más familiarizado con el equipo.

—Sí —Roic bajó la voz—. Tendría que haber traído usted a Jankowski, milord.

—Es sólo una suposición, basada en una larga experiencia, te lo advierto, pero… —Miles hizo una pausa, frunciendo el ceño ante la imagen de seguridad. Muy bien, así que Solian no tenía un monitor en cada camarote, pero tenía que tener acceso privado al puente por lo menos—, sospecho que habrá suficiente heroísmo para dar y tomar antes de que termine el día. No creo que vayamos a tener que racionarlo, Roic.

—No me refiero a eso —dijo Roic, digno.

Miles sonrió, sombrío.

—Lo sé. Pero piensa en lo duro que habría sido para Ma Jankowski. Y para todos los no-tan-pequeños Jankowski.

Un suave bufido en el comunicador pegado al casco de Miles le advirtió de que Ekaterin había vuelto y estaba escuchando. Sospechó que no interrumpiría.

La voz de Vorpatril sonó de repente, rompiendo su concentración. El almirante estaba que echaba chispas.

—¡Cobardes! ¡Bastardos de cuatro manos! ¡Milord Auditor! —Ah, Miles había sido ascendido de nuevo—. ¡Los malditos mutantes van a enviarle a ese cetagandés asexuado un piloto de salto!

—¿Qué? —En el estómago de Miles se hizo un nudo todavía más apretado—. ¿Han encontrado un voluntario? ¿Cuadri, o planetario?

No podía haber tantas posibilidades donde elegir. Los neurocontroladores instalados quirúrgicamente del piloto tenían que encajar en las naves que guiaba a través de los saltos de agujero de gusano. Por muchos pilotos de salto que hubiera en aquel momento de paso (o atrapados) en la Estación Graf, lo más probable era que la mayoría fueran incompatibles con los sistemas de Barrayar. ¿Era entonces el propio piloto de la Idris, o el piloto suplente, o un piloto de alguna de las naves komarresas hermanas…?

—¿Qué le hace pensar que se ha ofrecido voluntario? —rugió Vorpatril—. No me puedo creer que estén entregando…

—Tal vez los cuadris tengan preparado algo. ¿Qué dicen?

Vorpatril vaciló, y luego escupió:

—Watts me cortó la comunicación hace unos minutos. Estábamos discutiendo sobre qué equipo de asalto debería entrar, el nuestro o los milicianos cuadris, y cuándo. Y a las órdenes de quién. Ambos a la vez sin ninguna coordinación me parecía una idea espantosamente mala.

—En efecto, se aprecian los riesgos potenciales.

El ba estaba empezando a parecer un poco en desventaja. Pero cuando había bioamenazas de por medio… La naciente simpatía de Miles murió cuando su visión empezó a nublarse de nuevo.

—Nosotros somos invitados en esta historia… Espere. Algo parece que sucede en una de las compuertas externas.

Miles amplió la imagen del vid de seguridad que mostraba la compuerta que había cobrado vida de repente. Las luces de atraque que enmarcaban la puerta exterior ejecutaron una serie de comprobaciones y permisos. El ba, se recordó, probablemente estaba viendo lo mismo. Contuvo la respiración. ¿Estaban los cuadris, fingiendo entregar el piloto de salto exigido, a punto de intentar introducir su propia fuerza de choque?

La compuerta se abrió, ofreciendo un breve atisbo del interior de una diminuta cápsula de una sola persona. Un hombre desnudo, los plateados círculos de contacto del implante neural de un piloto de salto brillando en el centro de su frente y en las sienes, atravesó la compuerta. La puerta volvió a cerrarse. Alto, moreno, guapo a pesar de las pequeñas cicatrices rosadas que serpenteaban por todo su cuerpo. Dmitri Corbeau. Su rostro estaba pálido y tranquilo.

—El piloto de salto acaba de llegar —le dijo Miles a Vorpatril.

—¡Maldición! ¿Humano o cuadri?

Vorpatril iba a tener que trabajar duro con su vocabulario diplomático…

—Planetario —respondió Miles, a falta de otro comentario más agudo. Vaciló, y luego añadió—: Es el alférez Corbeau.

Un silencio incrédulo.

—¡Hijo de puta…! —susurró entonces Vorpatril.

—Calle. El ba está hablando por fin.

Miles ajustó el volumen y abrió de nuevo el visor para que Vorpatril pudiera escuchar también. Mientras Roic mantuviera su traje sellado, era… no era peor que siempre. «Sí, ¿y cómo es eso de malo?»

—Gire hacia el módulo de seguridad y abra la boca —ordenó fríamente la voz del ba, sin más preámbulos, por el monitor del vid—. Más cerca. Ábrala más.

Miles fue invitado a contemplar una buena perspectiva de las amígdalas de Corbeau. A menos que Corbeau llevara un diente lleno de veneno, no había ningún arma oculta dentro.

—Muy bien…

El ba continuó con una serie de gélidas indicaciones para que Corbeau ejecutara una humillante secuencia de giros que, aunque no tan concienzudos como una exploración de cavidades corporales, al menos confirmó que el piloto de salto no llevaba nada allí tampoco. Corbeau obedeció con precisión, sin vacilar ni discutir, su expresión rígida y neutral.

—Ahora suelte la cápsula de las abrazaderas de atraque.

Corbeau se levantó y se acercó a la compuerta. Un chasquido y un chirrido: la cápsula, liberada pero sin energía, se apartó del casco de la Idris.

—Ahora escuche estas instrucciones. Camine veinte metros hacia la proa, gire a la izquierda y espere a que se le abra la siguiente puerta.

Corbeau obedeció, todavía sin expresión ninguna en el rostro, excepto en los ojos. Su mirada parecía estar buscando algo, o intentaba memorizar su ruta. Se perdió del alcance de los vids de la compuerta.

Miles reflexionó sobre la peculiar pauta de viejas cicatrices de gusano que surcaban el cuerpo de Corbeau. Debía de haber rodado, o lo debían de haber hecho rodar, por encima de un nido muy feo. En aquellos ajados jeroglíficos parecía haber escrita toda una historia. Un joven muchacho colonial, tal vez el chico nuevo del campamento o el poblado… ¿Lo engañaron o lo retaron o tal vez lo desnudaron y lo empujaron? Se tuvo que haber levantado del suelo, llorando y asustado, en medio de una burla cruel…

Vorpatril maldijo, repetidas veces, entre dientes.

—¿Por qué Corbeau? ¿Por qué Corbeau?

Miles, que se estaba preguntando lo mismo frenéticamente, aventuró:

—Tal vez se ofreció voluntario.

—A menos que los malditos cuadris lo hayan sacrificado. En vez de arriesgar a uno de los suyos. O… tal vez imaginó que es otra forma de desertar.

—Yo… —Miles contuvo sus palabras mientras reflexionaba un momento, y luego las soltó de sopetón—: Creo que eso sería hacerlo por la tremenda.

No era más que una suposición, pero ¿de quién demostraría Corbeau ser aliado?

Miles detectó de nuevo la imagen del alférez cuando el ba lo obligó a dirigirse hacia el puente de la nave, abriendo y cerrando brevemente puertas estancas. Atravesó la última barrera y salió del alcance del vid, la espalda recta, silencioso, los pies descalzos pisando silenciosamente la cubierta. Parecía… frío.

El destello de otra alarma sensora desvió la atención de Miles. Rápidamente, recuperó la imagen de otra compuerta, justo a tiempo de ver a un cuadri con un traje bioprotector verde golpear con fuerza el monitor vid con una llave de tuerca mientras, más allá, otras dos figuras vestidas de verde pasaban corriendo. La imagen se distorsionó y se apagó. Pero Miles todavía pudo oír el zumbido de la alarma, el siseo de una puerta al abrirse…, pero ningún siseo al cerrarse. Porque no se había cerrado o porque se había cerrado en atmósfera de vacío. El aire y el sonido regresaron cuando la compuerta giró. La puerta, por tanto, había sido abierta al vacío: los cuadris habían huido para saltar a la Estación.

Eso respondía a su pregunta sobre sus trajes bioprotectores: al contrario que el material más barato de la Idris, podían soportar el vacío. En el Cuadrispacio, tenía todo el sentido del mundo. Media docena de compuertas de la Estación ofrecían refugio a poco más de unos cientos de metros; los cuadris escapados podrían elegir la que quisieran, además de las cápsulas o lanzaderas que revolotearan cerca, capaces de recogerlos y llevarlos a bordo.

—Venn, Greenlaw y Leutwyn acaban de escapar por una compuerta —informó Miles a Vorpatril—. Buen momento.

Un momento cojonudo. Escapaban justo cuando el ba estaba distraído por la llegada de su piloto y, con la posibilidad real de una huida ahora a su alcance, menos inclinado a llevar a cabo su amenaza de embestida. Era exactamente el movimiento adecuado, ir liberando rehenes de la presa del enemigo a cada oportunidad. Desde luego, aquel asunto de la llegada de Corbeau había sido calculado al milímetro. Miles no lo lamentaba.

—Bien. ¡Excelente! Ahora esta nave está completamente libre de civiles.

—A excepción de usted, milord —recalcó Roic. Iba a decir algo más, pero captó la sombría mirada que Miles le dirigió por encima del hombro y se tragó las palabras.

—Ja —murmuró Vorpatril—. Tal vez esto haga que Watts cambie de opinión. —Bajó la voz, como si se apartara de su receptor de radio, o se hubiera colocado la mano delante—: ¿Qué, teniente? —Luego murmuró—: Discúlpeme.

Miles no estaba seguro de a quién se dirigía.

Así que ahora sólo quedaban barrayareses a bordo. Y Bel… que estaba en nómina de SegImp, y por tanto era barrayarés honorario a todos los efectos. Miles sonrió un instante a pesar de todo, mientras consideraba la probable respuesta escandalizada de Bel a semejante sugerencia. El mejor momento para introducir un grupo de asalto sería antes de que la nave empezara a moverse, en vez de intentar capturarla en mitad del espacio. En algún momento, Vorpatril iba probablemente a tener que dejar de pedir permiso a los cuadris para mandar a sus hombres. En algún momento, Miles estaría de acuerdo.

Miles devolvió su atención al problema de espiar el puente de mando. Si el ba había destruido el monitor de la misma manera que lo habían hecho los cuadris al escapar, o simplemente había colocado la chaqueta encima del receptor vid, mala suerte… ¡Ah! Por fin. Una imagen del puente se formó sobre su placa vid. Pero ahora no tenía sonido. Miles apretó los dientes y se inclinó hacia delante.

El receptor vid estaba, al parecer, situado sobre la puerta, y proporcionaba una buena panorámica de la media docena de asientos vacíos y sus oscuras consolas. El ba estaba allí, todavía vestido con el atuendo betano de su alias descartado, chaqueta y sarong y sandalias. Aunque cerca había un traje de presión (uno solo) sacado de los suministros de la Idris, colocado sobre el respaldo de uno de los asientos. Corbeau, todavía vulnerablemente desnudo, estaba sentado en el asiento del piloto, y aún no se había colocado el casco. El ba alzó una mano, dijo algo: Corbeau frunció el ceño y dio un respingo mientras el ba apretaba una hipospray contra el antebrazo del piloto, y se retiraba con un destello de satisfacción en el rostro tenso.

¿Drogas? Seguramente ni siquiera el ba era lo bastante loco para drogar a un piloto de salto en cuyas funciones neurales iba a apostar su vida dentro de poco. ¿La inoculación de alguna enfermedad? Planteaba el mismo problema, aunque una latente podría servirle… «Coopera, y más tarde te daré el antídoto.» O un puro farol, una dosis de agua, tal vez. El hipospray resultaba un método de administración de drogas demasiado burdo para los cetagandeses; a Miles se le antojó que era un farol, aunque tal vez a Corbeau no se lo pareciera. Uno no tenía más remedio que entregar el control de una nave al piloto cuando éste se colocaba el casco y enchufaba la nave a su mente, por eso resultaba difícil amenazar eficazmente a los pilotos.

Al ofrecerse voluntario como medio para librarse de la celda cuadri y del resto de sus problemas, Corbeau habría acabado con el temor paranoico de Vorpatril acerca de su probable traición. ¿O no? Si no había acuerdos anteriores o secretos, el ba no se fiaría simplemente cuando pensaba que podía tener la garantía.

En su comunicador de muñeca, ahogado, como procedente de muy lejos, Miles oyó un súbito y sorprendente grito del almirante Vorpatril.

—¿Qué? Eso es imposible. ¿Se han vuelto locos? Ahora no…

Al cabo de unos instantes sin saber nada más, Miles se decidió a preguntar.

—¿Hum, Ekaterin? ¿Sigues ahí?

—Sí.

—¿Qué está pasando?

—El almirante Vorpatril ha sido requerido por su oficial de comunicaciones. Una especie de mensaje prioritario del Cuartel General del Sector Cinco. Parece algo muy urgente.

En la imagen vid que tenía delante, Miles vio cómo Corbeau empezaba a hacer las comprobaciones previas, pasando de un puesto de control a otro bajo los duros y vigilantes ojos del ba. Corbeau se aseguró de moverse con exagerado cuidado: al parecer, por el movimiento de sus labios bastante tensos, explicando cada movimiento antes de tocar ninguna consola. Y lentamente, advirtió Miles. Más lentamente de lo necesario, aunque no lo bastante para que resultara obvio.

La voz de Vorpatril, o más bien la pesada respiración de Vorpatril, regresó por fin. El almirante parecía haberse quedado sin insultos. A Miles eso le pareció muchísimo más preocupante que sus anteriores diatribas cuartelarias.

—Milord —vaciló Vorpatril. Su voz se convirtió en una especie de gruñido de desconcierto—. Acabo de recibir órdenes de Prioridad Uno del Cuartel General del Sector Cinco para que reúna mis naves, abandone la flota komarresa y me dirija a un encuentro en Marilac a la máxima velocidad posible.

«No con mi esposa, ni hablar», fue lo primero que pensó Miles.

Luego parpadeó, petrificado en su asiento.

La otra función de las escoltas militares que Barrayar encomendaba a las flotas comerciales de Komarr era mantener, tranquilamente y sin llamar la atención, una fuerza armada dispersa por todo el Nexo. Una fuerza que podía, en caso de una emergencia verdaderamente importante, reunirse rápidamente para constituir una amenaza militar convincente en puntos estratégicos. En una situación así, podía ser demasiado lento, o incluso diplomática o militarmente imposible, sacar ninguna fuerza de los mundos nativos a través de los agujeros de salto y llevarlos a los lugares en que Barrayar tuviera que actuar. Pero las flotas comerciales ya estaban allí.

El planeta Marilac era un aliado barrayarés situado, desde el punto de vista de Barrayar, en la retaguardia del Imperio cetagandés, en la compleja red de rutas de salto que unían el Nexo. Un segundo frente, con Rho Ceta, la vecina inmediata, amenazando Komarr, pasaba a ser considerado el primero. Desde luego, los cetagandeses tenían líneas de comunicación y logística más cortas entre los dos puntos de contacto. Pero la pinza estratégica todavía dependía de una simple llamada, sobre todo con la adición potencial de las fuerzas marilacanas. Los barrayareses sólo tenían que recurrir a Marilac para amenazar a Cetaganda.

Sólo que, cuando Miles y Ekaterin habían dejado Barrayar en su retrasado viaje de luna de miel, las relaciones entre los dos imperios eran tan (bueno, cordiales no era quizás el término adecuado) poco tensas como siempre. ¿Qué demonios podía haber cambiado, tan profunda y rápidamente?

«Algo ha agitado a los cetagandeses cerca de Rho Ceta», había dicho Gregor.

A unos cuantos saltos de Rho Ceta, Guppy y sus amigos contrabandistas habían sacado un extraño cargamento vivo de una nave gubernamental cetagandesa, uno con montones de símbolos curiosos. ¿El diseño de un pájaro aullando, tal vez? Además de una, sólo una, persona… ¿Un superviviente? Después, la nave se había marchado, siguiendo un peligroso curso hacia los soles del sistema. ¿Y si su trayectoria no pretendía trazar un giro? ¿Y si hubiera sido una zambullida directa, sin retorno?

—Hijo de puta —jadeó Miles.

—¿Milord? —preguntó Vorpatril—. Si…

—Silencio —replicó Miles.

El silencio del almirante fue sorprendido, pero se mantuvo.

Una vez al año, los cargamentos más preciosos de la raza haut salían del Nido Estelar, en el mundo capital de Eta Ceta. Ocho naves con destino a cada uno de los planetas del Imperio tan curiosamente gobernado por los haut. Cada una transportaba la colección de embriones haut del año, los resultados comprobados y genéticamente modificados de todos los contratos de concepción tan cuidadosamente negociados, el año anterior, entre los miembros de las grandes constelaciones, los clanes, las cuidadosamente cultivadas líneas genéticas de la raza haut. Cada carga de un millar aproximado de vidas por nacer iba conducida por una de los ocho damas haut más importantes del Imperio, las Consortes Planetarias, que eran el comité guía del Nido Estelar. Todo lo más privado, lo más secreto, lo que nunca se discutía con extraños.

¿Cómo era posible que un agente ba no pudiera volver por más copias si perdía en tránsito una carga semejante de futuras vidas haut?

Porque no era un agente. Porque era un renegado.

—El delito no es asesinato —susurró Miles, los ojos espantados—. El delito es secuestro.

Los asesinatos se habían sucedido, en una cascada de pánico cada vez mayor, cuando el ba, con fundados motivos, intentaba borrar su rastro. Bueno, Guppy y sus amigos tenían que morir puesto que habían sido testigos del hecho de que una persona no había desaparecido con el resto de la nave condenada. Una nave secuestrada, aunque brevemente, antes de su destrucción… Los mejores secuestros eran trabajos desde dentro, oh, sí. El Gobierno cetagandés tenía que estar volviéndose loco con todo aquello.

—Milord, ¿se encuentra bien…?

—No, no lo interrumpa —dijo la voz de Ekaterin con un feroz susurro—. Está pensando. Hace esos ruiditos raros cuando está pensando.

Desde el punto de vista del Jardín Celestial, una nave cargada con niños del Nido Estelar había desaparecido en lo que tendría que haber sido una ruta segura a Rho Ceta. Todos los agentes de inteligencia y de las fuerzas de rescate del Imperio se habrían implicado en el caso. De no ser por Guppy, la tragedia habría sido considerada un error de funcionamiento que había lanzado a la nave, fuera de control e incapaz de enviar señales, a su feroz tumba. Ningún superviviente, ningún naufragio, ningún cabo suelto. Pero estaba Guppy. Y dejaba un desordenado rastro de pruebas descabelladamente sugerentes a cada paso.

¿Dónde estarían ahora los cetagandeses? Demasiado cerca para la comodidad del ba, obviamente; resultaba increíble que, cuando Guppy apareció en la barandilla del hotel, el ba no se hubiera muerto de un ataque al corazón sin necesidad de la remachadora. Pero la pista del ba, marcada por Guppy con bengalas de señales, conducía directamente desde el escenario del crimen al corazón de un Imperio a veces enemigo: Barrayar. ¿Qué estaban deduciendo los cetagandeses de todo eso?

«Bueno, ahora tenemos una pista, ¿no?»

—Bien —jadeó Miles, más tenso aún—. Bien. Supongo que estará grabando esto. Así que mi primera orden con la Voz del Emperador, almirante, es anular la orden de reunión del Sector Cinco. Eso era lo que iba a pedirme, ¿no?

—Gracias, milord Auditor, sí —dijo Vorpatril, agradecido—. Normalmente, preferiría morir antes que ignorar una llamada semejante, pero… dada nuestra situación actual, van a tener que esperar un poco. —Vorpatril no estaba dramatizando: era una simple declaración de hechos—. No demasiado, espero.

—Van a tener que esperar mucho —dijo Miles—. Ésta es mi siguiente orden con la Voz del Emperador. Copie todo, todo, lo que tenga grabado desde las últimas veinticuatro horas y envíelo por canal abierto, con la prioridad más alta, a la Residencia Imperial, el Alto Mando en Barrayar, al Cuartel General de SegImp y a los Asuntos Galácticos de SegImp en Komarr. Y —tomó aliento, y alzó la voz para anular el escandalizado grito de Vorpatril de «¡Copia! ¿En un momento como éste?»—, con remite del lord Auditor Miles Vorkosigan de Barrayar a la urgentísima y personalísima atención del ghem-general Dag Benin, jefe de Seguridad Imperial, Jardín Celestial, Eta Ceta, personal, urgente, muy urgente, por el pelo de Rian que esto es verdad, Dag. Exactamente esas palabras.

—¿Qué? —gritó Vorpatril, y luego rápidamente bajó la voz y repitió angustiado—. ¿Qué? ¡Un encuentro en Marilac sólo puede significar una guerra inminente con los cetagandeses! ¡No podemos entregarles ese tipo de información sobre nuestra posición y nuestros movimientos… envuelta en papel de regalo!

—Obtenga de Seguridad de la Estación Graf la grabación completa y sin cortes del interrogatorio de Russo Gupta y envíela también, en cuanto pueda. Antes.

Un nuevo terror estremeció a Miles, una visión como un sueño febril: la gran fachada de la mansión Vorkosigan, en la capital barrayaresa de Vorbarr Sultana, bajo una lluvia de fuego de plasma, su antigua piedra fundiéndose como mantequilla; dos contenedores llenos de fluido estallando entre nubes de vapor. O una plaga, dejando a todos los protectores de la mansión muertos y amontonados en los pasillos, o huyendo para morir en las calles; dos replicadores casi maduros desatendidos, congelándose lentamente, sus diminutos ocupantes muriendo por falta de oxígeno, ahogándose en su propio líquido amniótico. Su pasado y su futuro, todo destruido a la vez… Nikki también; ¿sería barrido con los otros niños al intentar un frenético rescate, o desaparecería, sin que nadie lo echara de menos, fatalmente solo? Miles había esperado llegar a ser un buen padrastro para Nikki… Eso estaba por ver ahora, ¿no? «Ekaterin, lo siento…»

Pasarían horas, días, antes de que el nuevo tensorrayo pudiera llegar a Barrayar y Cetaganda. Gente enloquecidamente inquieta podría cometer errores fatales en cuestión de minutos. De segundos…

—Y si suele usted rezar, Vorpatril, rece para que nadie haga ninguna estupidez antes de que los mensajes lleguen. Y para que nos crean.

—Lady Vorkosigan —susurró apremiante Vorpatril—, ¿puede estar delirando por la enfermedad?

—No, no —lo tranquilizó ella—. Está pensando demasiado rápido y saltándose todos los pasos intermedios. Suele hacerlo. Puede ser muy frustrante. Miles, amor, hum… para el resto de los mortales, ¿te importaría explicarte un poco mejor?

Él tomó aliento, dos o tres veces, para detener sus temblores.

—El ba. No es un agente ni está en ninguna misión. Es un criminal. Un renegado. Quizás esté loco. Creo que secuestró la nave anual de niños haut que iba a Rho Ceta, la envió contra el sol más cercano con todos a bordo (probablemente asesinados ya) y se largó con su cargamento. Que pasaba por Komarr, y que abandonó el Imperio de Barrayar en una nave comercial propiedad personal de la emperatriz Laisa… y no quiero ni imaginar cómo considerarán de incriminador ese pequeño detalle ciertas mentes del Nido Estelar. ¡Los cetagandeses creen que nosotros robamos sus bebés, o que fuimos cómplices del robo y, santo Dios, asesinamos a una Consorte Planetaria, y por eso están a punto de declararnos la guerra por error!

—¡Oh! —dijo Vorpatril, aturdido.

—La seguridad del ba se basaba en el secreto, porque en cuanto los cetagandeses se pusieran en la pista adecuada, no descansarían hasta castigar este crimen. Pero el plan perfecto se estropeó cuando Gupta no murió según lo previsto. La frenética actividad de Gupta atrajo a Solian, a ustedes, a mí… —Añadió más despacio—: La pregunta es, ¿para qué demonios quiere el ba a esos niños haut?

—¿Podría estar robándolos para alguien? —sugirió Ekaterin, vacilante.

—Sí, pero se supone que los ba son insobornables.

—Bueno, si no se trata de una compra o un soborno, ¿podría tratarse de un chantaje o una amenaza? ¿Tal vez una amenaza a algún haut a quien el ba sea leal?

—O tal vez a alguna facción del Nido Estelar —conjeturó Miles—. Excepto que… Los ghem-lores tienen facciones, los lores haut tienen facciones. Pero el Nido Estelar siempre se ha movido al unísono. Incluso cuando cometieron una traición indiscutible, hace una década, las damas haut tomaron todas las decisiones conjuntamente.

—¿El Nido Estelar cometió traición? —repitió Vorpatril, asombrado—. ¡No nos enteramos de eso! ¿Está seguro? No me enteré de que se hubieran producido entonces ejecuciones en masa en el Imperio, y debería haberlo hecho. —Hizo una pausa y añadió, en tono más apagado—: ¿Cómo podrían un puñado de damas haut fabricantes de niños cometer traición, en cualquier caso?

—No se hizo público. Por varios motivos. —Miles se aclaró la garganta.

—Lord Auditor Vorkosigan. Éste es su enlace de comunicación, ¿no? ¿Está usted ahí? —intervino una nueva voz.

—¡Selladora Greenlaw! —exclamó Miles feliz—. ¿Han llegado a lugar seguro? ¿Todos ustedes?

—Hemos vuelto a la Estación Graf —repuso la Selladora—. Parece prematuro decir que es segura. ¿Y usted?

—Todavía estoy atrapado a bordo de la Idris. Aunque no totalmente carente de recursos. Ni de ideas.

—Necesito hablar con usted urgentemente. Tiene usted más autoridad que ese testarudo de Vorpatril.

—Ah, mi enlace tiene un canal de audio abierto con el almirante Vorpatril en estos momentos, señora. Puede hablar con ambos a la vez, si lo desea —la cortó Miles rápidamente, antes de que ella se expresara sin ningún tapujo.

Greenlaw vaciló sólo un instante.

—Bien. Necesitamos que Vorpatril contenga, repito, contenga todas sus fuerzas de asalto. Corbeau confirma que el ba lleva encima una especie de control remoto o interruptor aparentemente conectado con la bomba biológica que ha ocultado en la Estación Graf. No es ningún farol.

Miles miró sorprendido el silencioso vid del puente. Corbeau estaba ahora sentado en el asiento del piloto, con el casco de control puesto, el rostro inexpresivo aún más ausente.

—¡Corbeau lo confirma! ¿Cómo? Iba completamente desnudo… ¡El ba lo vigila cada segundo! ¿Un comunicador subcutáneo?

—No hubo tiempo para implantarle ninguno. Hace parpadear las luces de la nave siguiendo un código preacordado.

—¿De quién fue la idea?

—Suya.

Un chico colonial avispado. El piloto estaba de su parte. Oh, era bueno saberlo… Los temblores de Miles se estaban convirtiendo en estertores.

—Todos los cuadris adultos de la Estación Graf que no se ocupan de servicios de emergencia están buscando la biobomba —continuó Greenlaw—, pero no tenemos ni idea de qué aspecto tiene, ni de su tamaño o de si está disfrazada de otra cosa. Ni de si hay más de una. Estamos intentando evacuar a tantos niños como sea posible en las naves y lanzaderas que tenemos a mano, para sellarlas luego, pero ni siquiera podemos estar seguros de ellas… Si lanzan ustedes una fuerza de asalto sin autorización antes de que esa amenaza haya sido hallada y neutralizada… juro que le daré a nuestra milicia la orden de abatirlos en el mismo espacio. ¿Me oye, almirante? Confirme.

—La oigo —dijo Vorpatril, reacio—. Pero señora… el Auditor Imperial en persona ha sido infectado con uno de los bioagentes letales del ba. No puedo… no toleraré… no voy a quedarme aquí sentado sin hacer nada mientras lo escucho morir…

—¡Hay cincuenta mil vidas inocentes en la Estación Graf, almirante… lord Auditor! —Greenlaw calló un segundo y añadió, cohibida—: Lo siento, lord Vorkosigan.

—No estoy muerto todavía —replicó Miles, casi contento. Una nueva y desagradable sensación luchó con el tenso temor que atenazaba su vientre—. Voy a desconectar un momento —añadió—. Ahora mismo vuelvo.

Indicando a Roic que se quedara quieto, Miles abrió la puerta de la oficina de seguridad, salió al pasillo, abrió su visor, se inclinó y vomitó en el suelo. «No lo puedo evitar.» Con un gesto de rabia volvió a conectar la temperatura de su traje. Contuvo el mareo, se secó la boca, volvió dentro, se sentó de nuevo y encendió el comunicador.

—Continúe.

Dejó que las voces de Vorpatril y Greenlaw siguieran discutiendo y estudió con más atención la imagen del puente. Un objeto tenía que estar allí, en alguna parte… ¡Ah! Allí estaba, una pequeña maleta criocongeladora, colocada cuidadosamente junto a uno de los asientos vacíos, cerca de la puerta. Un modelo comercial estándar, sin duda comprado allí mismo, en la Estación Graf, en los últimos días. Todo aquello, aquel lío diplomático, aquella extravagante cadena de muertes que serpenteaba por medio Nexo, con dos imperios tambaleándose al borde de la guerra, se reducían a eso. Miles recordó el viejo cuento barrayarés sobre el malvado mago mutante que guardaba su corazón en una caja para esconderlo de sus enemigos.

«Sí…»

—Greenlaw —interrumpió Miles—. ¿Tiene algún modo de enviarle señales a Corbeau?

—Mediante una de las boyas de navegación que emite a los canales de los pilotos en control ciberneural. Pero no podemos establecer contacto por voz… Corbeau no estaba seguro de cómo lo recibiría en sus percepciones. Estamos seguros de que podemos hacerle llegar algún código sencillo con parpadeos o sonidos.

—Tengo un mensaje sencillo para él. Urgente. Transmítaselo lo antes posible. Dígale que abra todas las puertas estancas internas que hay en la cubierta central de la cabina central. Y que desconecte los vids de seguridad de allí, si puede.

—¿Por qué? —preguntó ella, suspicaz.

—Tenemos personal atrapado allí que va a morir dentro de poco si no lo hace —repuso Miles rápidamente. Bueno, era cierto.

—Bien —contestó ella—. Veré qué puedo hacer.

Miles cortó la comunicación, se giró en su asiento e hizo un gesto a Roic como de cortarse el cuello para que hiciera lo mismo. Se inclinó hacia delante.

—¿Puedes oírme?

—Sí, milord. —La voz de Roic sonaba apagada a través del grueso visor del traje de trabajo, pero resultaba suficientemente audible. Ninguno de los dos tenía que gritar en un espacio tan reducido.

—Greenlaw nunca ordenará ni permitirá que se lance una fuerza de asalto para intentar capturar al ba. Ni suya, ni nuestra. No puede. Hay demasiadas vidas cuadris en juego. El problema es que no creo que esta política vaya a hacer más segura la Estación. Si este ba asesinó de verdad a una Consorte Planetaria, no parpadeará siquiera ante unos pocos miles de cuadris. Prometerá colaborar hasta el final, y luego pulsará el botón de su biobomba y saltará, por si el caos que deja a su paso retrasa o interrumpe la persecución un día o dos más. ¿Me sigues hasta ahora?

—Sí, milord. —Roic tenía los ojos muy abiertos.

—Si podemos acercarnos hasta la puerta del puente sin ser vistos, creo que tenemos una oportunidad de reducir al ba nosotros mismos. En concreto, tú lo reducirás; yo lo distraeré. No tendrás ningún problema. Los disparos de aturdidor y disruptor neural rebotarán en este traje tuyo de trabajo. Las agujas no lo atravesarán tampoco, llegado el caso. Y harán falta más que los segundos que necesitarás para cruzar esa pequeña habitación para que el fuego de plasma lo atraviese.

Roic hizo una mueca.

—¿Y si le dispara a usted? Ese traje de presión no es tan bueno.

—El ba no me disparará. Eso te lo garantizo. Los haut cetagandeses, y sus hermanos los ba, son físicamente más fuertes que nadie, pero no son más fuertes que un traje de energía. Ve por sus manos. Agárralas. Si llegamos hasta ahí, el resto vendrá solo.

—¿Y Corbeau? El pobre hijo de puta está en cueros. Nada va a detener lo que le disparen.

—Corbeau será el último a quien decida disparar —dijo Miles—. ¡Ah! —Sus ojos se ensancharon y se giró en el asiento. Al borde de la imagen vid, media docena de diminutas imágenes empezaban a apagarse—. Vamos al pasillo. Prepárate a correr. Lo más silenciosamente que puedas.

Desde su enlace de comunicación, la voz reducida de volumen de Vorpatril suplicó apasionadamente al Auditor Imperial que volviera a abrir el canal. Instó a lady Vorkosigan a que le pidiera lo mismo.

—Déjelo en paz —dijo Ekaterin con firmeza—. Sabe lo que está haciendo.

—¿Qué está haciendo? —gimió Vorpatril.

—Algo. —La voz de Ekaterin se redujo a un susurro. O tal vez era una oración—. Buena suerte, amor.

Otra voz, algo más remota, intervino: el capitán Clogston.

—¿Almirante? ¿Puede contactar con el lord Auditor Vorkosigan? Hemos terminado de preparar su filtro sanguíneo, y estamos preparados para probarlo, pero ha desaparecido de la enfermería. Estaba aquí hace un minuto…

—¿Oye eso, lord Vorkosigan? —intentó Vorpatril, a la desesperada—. Tiene que presentarse en la enfermería. Ahora.

Al cabo de diez minutos, cinco, los médicos podrían jugar con él. Miles se levantó del asiento de control (tuvo que usar ambas manos) y siguió a Roic al pasillo.

Delante, en medio de la oscuridad, las primeras puertas estancas del pasillo se abrieron despacio para revelar el pasillo transversal que conducía a las otras cabinas situadas más allá. Al otro lado, la siguiente puerta empezó a deslizarse.

Roic empezó a correr. Sus pasos eran inevitablemente pesados. Miles medio trotó detrás. Intentó pensar cuándo había usado por última vez su estimulador de ataques, cuánto riesgo corría ahora de desplomarse con un ataque por la combinación de mala química cerebral y terror. Un riesgo altísimo, decidió. No había armas automáticas para él en ese viaje. No había arma ninguna, más que su inteligencia. Parecía un arsenal algo pobre, en aquel momento.

El segundo par de puertas se abrió para ellos. Luego la tercera. Miles rezó para que no estuvieran metiéndose de cabeza en otra trampa. Pero no creía que el ba tuviera ninguna forma de controlar, ni de imaginar siquiera, aquella secreta línea de comunicación. Roic hizo una pausa, colocándose tras el borde de la última puerta, y se asomó. La puerta que conducía al puente estaba cerrada. Asintió brevemente y continuó hacia delante, con Miles convertido en su sombra. A medida que se acercaban, Miles vio que el panel de control, a la izquierda de la puerta, había sido seccionado por una herramienta cortante, prima hermana, sin duda, de la que Roic usaba. El ba había ido de compras a ingeniería también. Miles señaló; la cara de Roic se iluminó, y una comisura de su boca se levantó. Parecía que alguien se había acordado de cerrar la puerta tras ellos cuando salieron por última vez, después de todo.

Roic se señaló a sí mismo, a la puerta; Miles negó con la cabeza y le indicó que se acercara. Sus cascos se tocaron.

—Yo primero. Tengo que hacerme con esa caja antes de que el ba reaccione. Además, te necesito para que tires de la puerta.

Roic miró alrededor, tomó aire, y asintió.

Miles le indicó que se acercara para que sus cascos se tocaran una vez más.

—Y… ¿Roic? Me alegro de no haber traído a Jankowski.

Roic sonrió. Miles se apartó.

«Ahora.» Las dilaciones no favorecían a nadie.

Roic se inclinó, apoyó las manos enguantadas sobre la puerta, empujó. Los servos de su traje gimieron con fuerza. La puerta se apartó entre crujidos reticentes.

Miles pasó. No miró atrás, ni arriba. Su mundo se había reducido a una meta, a un objeto.

La caja congeladora… allí, todavía en el suelo, junto a la silla de control del oficial de comunicaciones ausente. Saltó, la agarró, la alzó, se la llevó al pecho como si fuera un escudo, como si fuera la esperanza de su corazón.

El ba se estaba volviendo, gritando, los labios contraídos, los ojos espantados, la mano hurgando en el bolsillo. Los dedos enguantados de Miles buscaron los cierres. Si está cerrada, tírale la caja al ba. Si no está cerrada…

La caja se abrió. Miles la sacudió con fuerza, la giró.

Una cascada plateada, la mayor parte de un millar de diminutas agujas de muestras de tejidos crioalmacenados, salió de la caja y se desparramó por toda la cubierta. Algunas se rompieron al chocar, produciendo diminutos sonidos cristalinos como insectos moribundos. Algunas giraron. Algunas resbalaron y desaparecieron tras los asientos y en los huecos.

Miles sonrió ferozmente.

El grito se convirtió en un chillido; las manos del ba se dispararon hacia Miles, como suplicando, como negando, desesperadas. El cetagandés se abalanzaba hacia él, el rostro gris distorsionado por la sorpresa y la incredulidad.

Las manos enguantadas de Roic se cerraron sobre las muñecas del ba y lo detuvieron. Los huesos crujieron y se quebraron; manó sangre entre los dedos. El cuerpo del ba se convulsionó mientras lo levantaban en vilo. El chillido se convirtió en un extraño alarido. Sus pies patalearon inútilmente contra la gruesa coraza de las espinilleras del traje de Roic; las uñas se rompieron y sangraron, sin efecto. Roic aguantó firmemente, con las manos alzadas y separadas, sosteniendo al ba indefenso en el aire.

Miles dejó caer la caja congeladora, que golpeó la cubierta. Con un susurro, anunció por su enlace comunicador:

—Hemos capturado al ba. Envíen tropas de refuerzo. Con trajes bioprotectores. Ya no necesitarán sus armas. Me temo que la nave es un verdadero caos.

Le temblaban las rodillas. Se desplomó en la cubierta, riendo incontrolablemente.

Corbeau se levantaba del asiento del piloto. Miles le indicó que se apartara con un gesto urgente.

—¡A un lado, Dmitri! Voy a…

Abrió el visor justo a tiempo. Casi. Los vómitos y espasmos que sacudieron su estómago fueron esta vez mucho peores. «Se acabó. ¿Puedo por favor morirme ya?»

Pero no se había acabado, no del todo. Greenlaw había jugado por cincuenta mil vidas. Ahora le tocaba el turno a Miles de jugar por cincuenta millones.

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