EPÍLOGO

Se despidieron de Bel y Nicol en la órbita de Komarr.

Miles había acudido a las oficinas de la estación de tránsito de Asuntos Galácticos de SegImp para el último informe de Bel, en parte para añadir sus propias observaciones, en parte para encargarse de que los chicos de SegImp no fatigaran al hermafrodita de manera indebida. Ekaterin los acompañó a ambos, tanto para testificar como para asegurarse de que Miles no se fatigaba. Miles fue despedido antes que Bel.

—¿Estáis seguros de que no queréis venir a la Mansión Vorkosigan? —preguntó Miles ansiosamente, por cuarta o quinta vez, mientras se reunían para una última despedida en un salón superior—. Os perdisteis la boda, después de todo. Podríamos pasarlo muy bien. Mi cocinera sola ya merece el viaje, os lo prometo.

Miles, Bel, y por supuesto Nicol, viajaban en flotadores. Ekaterin permanecía de pie con los brazos cruzados, sonriendo levemente. Roic patrullaba un perímetro invisible, como si odiara tener que ceder su trabajo a los guardias de SegImp. El soldado llevaba en alerta continua tanto tiempo, pensó Miles, que había olvidado cómo descansar. Comprendía la sensación. Decidió que Roic se merecía al menos dos semanas seguidas de descanso cuando regresaran a Barrayar.

Nicol alzó las cejas.

—Me temo que molestaríamos a vuestros vecinos.

—Los caballos saldrían de estampida, sí —dijo Bel.

Miles, sentado, se inclinó: su flotador osciló levemente.

—Os gustaría mi caballo. Es enormemente amistoso, por no mencionar que es demasiado viejo y perezoso para irse de estampida a ninguna parte. Y garantizo personalmente que con un lacayo Vorkosigan a tu espalda, ni el más palurdo del lugar se atrevería a insultarte.

Roic, que pasaba cerca en su órbita, asintió, confirmando sus palabras.

Nicol sonrió.

—Gracias igualmente, pero creo que prefiero ir a algún sitio donde no necesite un guardaespaldas.

Miles hizo tamborilear los dedos en el borde de su flotador.

—Estamos trabajando en ello. Pero mirad, de verdad, si…

—Nicol está cansada —dijo Ekaterin—, probablemente siente añoranza de su hogar, y tiene un hermafrodita convaleciente que cuidar. Supongo que se alegrará de volver a su propio saco de dormir y a su propia rutina. Por no mencionar a su música.

Las dos intercambiaron una de esas miradas de la Liga de Mujeres, y Nicol asintió, agradecida.

—Bien —dijo Miles, claudicando reacio—. Cuidaos, entonces.

—Y tú también —lo reprendió Bel—. Creo que es hora de que dejes esos jueguecitos de operaciones encubiertas, ¿no? Ahora que vas a ser padre y todo eso. Entre esta vez y la última vez, el Destino ha tenido que medirte bien la distancia de tiro. Creo que es mala idea darle una tercera oportunidad.

Miles se miró involuntariamente las palmas de las manos, plenamente curadas ya.

—Tal vez. Dios sabe que Gregor tendrá probablemente esperándome una lista de tareas domésticas tan larga como todos los brazos de los cuadris juntos. La última fue encargarme de una serie de comités que venían, ¿te lo imaginas?, con una propuesta de bioleyes para que el Consejo de Condes la aprobara. Duró un año. Si empieza otra vez con eso de «eres medio betano, Miles, eres el hombre adecuado…», creo que me daré la vuelta y echaré a correr. —Bel soltó una carcajada—. Échale un ojo por mí al joven Corbeau, ¿quieres? —añadió Miles—. Cuando lanzo así a un protegido para que se hunda o nade, normalmente prefiero estar cerca con un salvavidas.

—Garnet Cinco me envió un mensaje, después de que le comunicara que Bel iba a sobrevivir —dijo Nicol—. Dice que de momento les va bien. En cualquier caso, el Cuadrispacio no ha declarado a todas las naves de Barrayar non gratas para siempre ni nada por el estilo todavía.

—Eso significa que no hay ningún motivo para que vosotros dos no podáis regresar algún día —señaló Bel—. O, en cualquier caso, permanecer en contacto. Ahora somos libres para comunicarnos abiertamente, si me permites el comentario.

Miles sonrió.

—Si es discretamente. Sí. Es verdad.

Intercambiaron unos cuantos abrazos muy poco barrayareses; a Miles no le importó qué pudieran pensar sus vigilantes de SegImp. Flotando y agarrado de la mano de Ekaterin, Miles vio cómo la pareja se perdía de vista camino de los puntos de embarque de naves comerciales. Pero incluso antes de que rodearan la esquina sintió que su rostro era atraído, como por una fuerza magnética, hacia la dirección contraria: hacia el brazo militar de la estación, donde los esperaba la Kestrel.

El tiempo se marcó en su cabeza.

—Vamos.

—Oh, sí —dijo Ekaterin.

Tuvo que acelerar su flotador para mantener el ritmo de sus zancadas.

Gregor esperaba para recibir a su regreso al lord Auditor y a lady Vorkosigan, en una recepción especial en la Residencia Imperial. Miles esperaba que la recompensa que el Emperador tuviera en mente fuera menos preocupante y rara que la de las damas haut. Pero la fiesta de Gregor iba a tener que ser pospuesta un día o dos. La noticia que el tocólogo de la Casa Vorkosigan había enviado era que la estancia de los niños en el replicador se había extendido casi al máximo de sus posibilidades. Había suficiente reprimenda médica en el tono del mensaje que ni siquiera hicieron falta los nerviosos chistes de Ekaterin sobre gemelos de diez meses y cuánto se alegraba de que existieran los replicadores para que Miles apuntara en la dirección correcta, sin más malditas interrupciones.

Había pasado por esos regresos a casa un millar de veces, sin embargo aquél parecía distinto a todos. El vehículo de tierra del espaciopuerto militar, que conducía el soldado Pym, aparcó bajo el porche de la Mansión Vorkosigan. Ekaterin salió primero y miró anhelante hacia la puerta, pero se detuvo para esperar a Miles.

Al abandonar la órbita de Komarr, hacía cinco días, Miles había cambiado el despreciable flotador por un bastón algo menos despreciable, y se pasó el viaje cojeando incesantemente arriba y abajo de los limitados pasillos de la Kestrel. Recuperaba las fuerzas, le parecía, aunque más despacio de lo que esperaba. Tal vez podría conseguir un bastón de estoque como el del comodoro Koudelka mientras tanto. Se puso en pie, hizo girar el bastón con un breve gesto de desafío y le ofreció el brazo a Ekaterin. Ella depositó suavemente la mano sobre él, dispuesta a agarrarlo con disimulo si era necesario. Las dobles puertas se abrieron, dando paso al gran vestíbulo de entrada pavimentado de blanco y negro.

Una multitud los estaba esperando, encabezada por una mujer de cabello rojizo y sonrisa complacida. La condesa Cordelia Vorkosigan abrazó primero a su nuera. Un hombre fornido y de pelo blanco avanzó desde la antecámara situada a la izquierda, el rostro iluminado de placer, y se colocó en fila para tener su oportunidad de abrazar a Ekaterin antes de volverse hacia su hijo. Nikki bajó corriendo las escaleras y se lanzó a los brazos de su madre, y le devolvió el fuerte apretón con sólo un atisbo de rubor. El chico había crecido al menos tres centímetros en los dos últimos meses. Cuando se volvió hacia Miles, copió el apretón de manos del conde con asombrosa resolución propia de adultos; Miles descubrió que tenía que mirar hacia arriba para verle la cara a su hijastro.

Una docena de hombres de armas y sirvientes esperaban sonrientes: Ma Kosti, la cocinera sin igual, entregó a Ekaterin un espléndido ramo de flores. La condesa entregó un mensaje de felicitación por su próxima paternidad, torpemente redactado pero sincero, de parte de Mark, el hermano de Miles, que estaba en la Universidad de la Colonia Beta, y otro más fluido de parte de su abuela Naismith. El hermano mayor de Ekaterin, Will Vorvayne, inesperadamente presente, sacó vids de todo.

—Enhorabuena —le estaba diciendo a Ekaterin el virrey conde Aral Vorkosigan—, por un trabajo bien hecho. ¿Te gustaría otro? Estoy seguro de que Gregor podría encontrarte un puesto en el Cuerpo Diplomático después de esto, si lo quieres.

Ella se echó a reír.

—Creo que ya tengo al menos tres o cuatro trabajos. Pregúntamelo otra vez, oh, digamos dentro de veinte años. —Su mirada se dirigió a la escalera que conducía a los pisos superiores, y a la habitación de los niños.

La condesa Vorkosigan captó la mirada.

—Todo está preparado y esperando a que estéis listos —dijo.

Después de un ligero aseo en su suite del segundo piso, Miles y Ekaterin consiguieron atravesar el pasillo repleto de sirvientes para encontrarse de nuevo con el resto de la familia en el cuarto de los niños. Con la presencia del equipo médico (un tocólogo, dos tecnomeds, y un bio-mecánico), la pequeña sala que daba al jardín trasero estaba llena hasta los topes. Parecía un nacimiento tan público como los que habían soportado aquellas pobres esposas de monarcas en las viejas historias, excepto que Ekaterin tenía la ventaja de estar de pie, vestida y de mantener la dignidad. Todo era alegre excitación, nada de sangre ni dolor ni miedo. Miles decidió que lo aprobaba.

Los dos replicadores, libres de sus bastidores, permanecían el uno al lado de otro sobre una mesa, llenos de promesas. Un tecnomed terminaba de aplicar una cánula a uno.

—¿Continuamos? —preguntó el tocólogo.

Miles miró a sus padres.

—¿Cómo lo hicisteis vosotros, entonces?

—Aral alzó un cierre —dijo su madre—, y yo alcé el otro. Tu abuelo, el general Piotr, se mantuvo cerca y acechante, pero cambió de modo de pensar más tarde.

Sus padres intercambiaron una sonrisa privada, y Aral Vorkosigan sacudió la cabeza tristemente.

Miles miró a Ekaterin.

—A mí me parece bien —dijo ella. Sus ojos brillaban de alegría. El corazón de Miles se animó al pensar que él le había producido toda esa felicidad.

Avanzaron hasta la mesa. Ekaterin la rodeó, y los técnicos se apartaron; Miles enganchó su bastón en el borde, se apoyó en una mano y alzó la otra para copiar el gesto de Ekaterin. Un doble chasquido sonó en los cierres. Se apartaron y repitieron el gesto con el segundo replicador.

—Bueno —susurró Ekaterin.

Luego fueron ellos quienes tuvieron que apartarse, y observaron con irracional ansiedad cómo el tocólogo abría la primera tapa, apartaba el tubo de intercambio, rompía el amnios y alzaba a la luz a la criatura rosada y resbaladiza. Unos cuantos momentos de tensión mientras despejaba sus vías respiratorias, secando y cortando el cordón; Miles respiró de nuevo cuando lo hizo también el pequeño Aral Alexander y tuvo que parpadear porque los ojos le ardían. Se sintió un poco menos en evidencia cuando advirtió que su padre se secaba los ojos también. La condesa Vorkosigan se agarró las faldas, obligando a sus ansiosas manos de abuela a esperar su turno. La mano del conde sobre el hombro de Nikki se tensó, y Nikki, situado en el centro, en un puesto inmejorable, alzó la barbilla y sonrió. Will Vorvayne revoloteó alrededor tratando de conseguir mejores ángulos vid, hasta que su hermana menor adoptó su mejor voz de lady Ekaterin Vorkosigan y acabó con sus intentos de convertirse en director de escena. Él pareció sobresaltarse, pero se retiró.

Siguiendo un acuerdo tácito, Ekaterin fue la primera en sostener a su nuevo hijo mientras observaba cómo el segundo replicador entregaba a su primera hija. Miles se apoyó en su bastón, devorando con los ojos la sorprendente visión. Un bebé. Un bebé de verdad. Suyo. Había pensado que sus hijos parecían bastante reales cuando tocaba los replicadores donde crecían. Eso no era nada comparado con esto. El pequeño Aral Alexander era tan pequeño… Parpadeó y se desperezó. Respiraba, respiraba de verdad, y hacía chasquear plácidamente sus diminutos labios. Tenía una notable cantidad de pelo negro. Era maravilloso. Era… aterrador.

—Tu turno —dijo Ekaterin, sonriéndole.

—Yo… creo que será mejor que me siente, primero.

Miles casi se desplomó en un sillón que le acercaron rápidamente. Ekaterin depositó el bultito envuelto en sábanas sobre sus atemorizados brazos. La condesa se asomó desde detrás del sillón como una especie de buitre maternal.

—Parece tan pequeño…

—¡Qué, cuatro kilos cien! —exclamó la madre de Miles—. Es un hombretón. Tú tenías la mitad de su tamaño cuando te sacaron del replicador.

Continuó haciendo una poco halagadora descripción de Miles en ese momento, que Ekaterin no sólo se tragó, sino que animó.

Un fuerte aullido desde la mesa del replicador hizo que Miles diera un respingo; alzó ansiosamente la cabeza. Helen Natalia anunciaba su llegada sin ningún tipo de miramientos, agitando los puños libres y aullando. El tocólogo completó su examen y la entregó con cierta premura a los brazos de su madre. Miles estiró el cuello. Los rizos oscuros y mojados de Helen Natalia iban a ser tan rojizos como se había prometido, cuando se secaran.

Con dos bebés para repartir, todo el mundo puesto en fila para tenerlos en brazos tendría su oportunidad muy pronto, decidió Miles, mientras aceptaba a Helen Natalia, que todavía hacía ruiditos, de brazos de su sonriente madre. Podían esperar unos instantes más. Contempló a los dos bultos que más que llenaban su regazo con una especie de sorpresa cósmica.

—Lo hicimos —le murmuró a Ekaterin, ahora encaramada al brazo del sillón—. ¿Por qué no nos detuvo nadie? ¿Por qué no hay más reglas para este tipo de cosas? ¿Qué loco en su sano juicio me pondría a mí a cargo de un bebé? ¿De dos bebés?

Ella frunció el ceño, en burlona mueca de compasión.

—No te apures. Estoy aquí sentada pensando que once años parece de pronto más tiempo del que creía. No recuerdo nada de cómo son los bebés.

—Estoy seguro de que lo recordarás todo. Será, hum, como pilotar un volador.

Miles se había considerado el punto máximo de la evolución humana. En aquel momento se sentía más como el eslabón perdido. Creía que lo sabía todo. Sin duda no sabía nada. ¿Cómo se había vuelto su vida una completa sorpresa para él, tan completamente desorganizada? Su cerebro había bullido con un millar de planes para estas vidas diminutas, visiones de un futuro a la vez esperanzado y ominoso, gracioso y temible. Por un instante, todo pareció detenerse. «No tengo ni idea de cómo van a ser estas dos personas.»

Luego les tocó el turno a todos los demás: Nikki, la condesa, el conde. Miles observó con envidia cómo su padre sostenía con seguridad al bebé sobre su hombro. Helen Natalia dejó de llorar allí, reduciendo el nivel de ruido a una queja más generalizada e inconexa.

Ekaterin deslizó su mano en la suya y apretó con fuerza. Fue como zambullirse en caída libre hacia el futuro. Miles devolvió el apretón, y voló.

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