Furyk Karede estaba sentado ante su escritorio mirando sin ver los papeles y mapas extendidos delante de él. Las dos lámparas de aceite se encontraban encendidas sobre el escritorio, aunque ya no las necesitaba. El sol debía de estar asomando por el horizonte, pero desde que había despertado de un sueño irregular y recitado sus devociones a la emperatriz, ojalá viviera para siempre, sólo se había puesto la bata del oscuro color verde imperial que algunos se empeñaban en llamar negro, y se había sentado allí sin moverse desde entonces. Ni siquiera se había afeitado. Había dejado de llover, y consideró la idea de decirle a su sirviente Ajimbura que abriera una ventana para que entrara un poco de aire fresco en su habitación de La Mujer Errante. El aire fresco quizá le aclarara las ideas. Pero en los últimos cinco días había habido períodos de calma que terminaban con repentinos aguaceros, y su cama se encontraba entre las ventanas. Ya habían tenido que tender una vez el colchón y las sábanas en la cocina para que se secaran.
Un apagado chillido y un gruñido de agrado de Ajimbura le hicieron levantar la vista; el menudo y enjuto hombrecillo exhibía una rata de gran tamaño ensartada en la punta del largo cuchillo. No era la primera que Ajimbura mataba en ese cuarto últimamente, algo que Karede había jurado que no habría ocurrido si Satelle Anan siguiera siendo la propietaria de la posada, bien que el número de ratas en Ebou Dar parecía haberse incrementado adelantándose a la primavera. El propio Ajimbura tenía cierto aire de rata arrugada, con su sonrisa satisfecha y salvaje por igual. Tras más de trescientos años bajo el dominio del imperio, las tribus de las colinas Kaensada seguían estando medio civilizadas, y menos que medio domesticadas. El hombre llevaba el cabello —rojo oscuro y surcado de mechones blancos— tejido en una gruesa coleta que le llegaba a la cintura, para ser un buen trofeo si alguna vez encontraba el camino de vuelta a esos altos montes y caía en una de las interminables luchas intestinas entre familias o tribus, e insistía en beber en una taza montada en plata que cualquiera que la examinara bien vería que era la parte superior del cráneo de alguien.
—Si vas a comerte eso —dijo Karede como si hubiese alguna duda—, límpialo en el establo, donde no te vea nadie.
Ajimbura comía todo excepto lagartos, que estaban prohibidos en su tribu por alguna razón que nunca le había explicado.
—Por supuesto, excelso señor —contestó el hombre al tiempo que encorvaba los hombros, lo que pasaba por una reverencia entre los suyos—. Conozco bien las costumbres de la gente de ciudad y no avergonzaré al excelso señor.
Después de casi veinte años a su servicio, si Karede no se lo hubiera recordado Ajimbura habría desollado la rata y la habría asado sobre las llamas en el pequeño hogar de ladrillo.
Liberó el cadáver del animal de la punta del cuchillo y lo metió en una pequeña bolsa de lona que guardó en un rincón para más tarde, y luego limpió cuidadosamente la hoja antes de enfundar el arma y sentarse sobre los talones a la espera de las órdenes de Karede. Se quedaría así todo el día si era necesario, tan pacientemente como un da’covale. Karede nunca había llegado a entender exactamente la razón de que Ajimbura hubiese dejado su hogar fortificado en la colina para seguir a un Guardia de la Muerte. Era una vida mucho más confinada que la que había conocido y, además, Karede casi lo había matado en tres ocasiones antes de que hiciera esa elección.
Desechando los pensamientos sobre su sirviente volvió la atención a lo que había sobre el escritorio, si bien no tenía intención de coger la pluma de momento. Lo habían ascendido a oficial general por conseguir un pequeño éxito en las batallas con los Asha’man en unos días en los que pocos habían conseguido alguno, y ahora, por haber dirigido tropas contra hombres que encauzaban, había quien pensaba que debía tener conocimientos que compartir para luchar contra marath’damane. Nadie había tenido que hacer tal cosa hacía siglos, y, puesto que las llamadas Aes Sedai habían dejado ver su arma desconocida sólo a unas pocas leguas de donde él estaba, se había pensado mucho en cómo inutilizar su poder. Ése no era el único requerimiento que había en la mesa. Aparte de las requisas e informes habituales que requerían su firma, cuatro lores y cinco ladys habían solicitado sus comentarios sobre las fuerzas distribuidas en Illian contra ellos, y otras seis ladys y cinco lores pedían su opinión sobre el problema especial Aiel, pero esos asuntos se decidirían en otro sitio, y muy probablemente ya se habían decidido. Sus observaciones sólo servirían en las luchas internas sobre quién controlaba qué en el Retorno. En cualquier caso, la guerra había sido siempre la segunda vocación de la Guardia de la Muerte. Oh, sí, los Guardias siempre estaban allí dondequiera que se librara una gran batalla como la mano de la espada de la emperatriz, así viviera para siempre, para atacar a sus enemigos tanto si ella se encontraba presente como si no, siempre al frente donde la lucha era más encarnizada, pero su primera obligación era proteger las vidas y las personas de la familia imperial. Con sus propias vidas si era preciso, y dándolas de buen grado. Y nueve noches atrás la Augusta Señora Tuon había desaparecido como tragada por la tormenta. No pensaba en ella como la Hija de las Nueve Lunas; no podía hasta que supiera que ya no estaba bajo el velo.
Tampoco había considerado quitarse la vida aunque la vergüenza lo hería en lo más vivo. Recurrir al modo fácil de escapar al oprobio quedaba para la Sangre; la Guardia de la Muerte luchaba hasta el final. Musenge mandaba la guardia personal de Tuon, pero le tocaba a él, como oficial superior de la Guardia a este lado del Océano Aricio, traerla de vuelta sana y salva. Se estaba registrando hasta el último rincón de la ciudad con una u otra excusa, y cada embarcación mayor que un bote de remos, pero en la mayoría de los casos lo llevaban a cabo hombres que ignoraban lo que buscaban, desconocedores de que la suerte del Retorno podía depender de su diligencia. Era su deber. Por supuesto, la familia imperial era dada a intrigas más complicadas que el resto de la Sangre, y la Augusta Señora Tuon jugaba a menudo un juego realmente profundo con una habilidad astuta y mortífera. Sólo unos pocos sabían que había desaparecido otras dos veces con anterioridad y que se la había dado por muerta e incluso se habían hecho los preparativos para la ceremonia funeraria, todo arreglado por ella misma. Sin embargo, hubiera desaparecido por las razones que fueran, él tenía que encontrarla y protegerla. Hasta ahora no tenía ni la más mínima idea de cómo. Tragada por la tormenta. O quizá por la Dama de las Sombras. Había habido incontables intentos de raptarla o asesinarla, empezando el día de su nacimiento. Si la hallaba muerta, tendría que descubrir quién la había matado, quién había dado la orden, y vengarla costara lo que costara. También eso era su deber.
Un hombre esbelto entró en la habitación desde el pasillo sin llamar. Por la tosca chaqueta que vestía podría haberse tratado de uno de los mozos de cuadra de la posada, pero ningún lugareño tenía ese cabello claro y esos ojos azules, que recorrieron la pieza como para memorizar todo lo que había en ella. Metió una mano en la chaqueta, y Karede pensó en dos modos distintos de matarlo con sus propias manos en el breve momento que tardó el hombre en sacar una pequeña placa de marfil bordeada en oro y con el Cuervo y la Torre cincelados. Los Buscadores de la Verdad no tenían que llamar. Matarlos estaba muy mal visto.
—Márchate —le dijo el Buscador a Ajimbura mientras guardaba la placa una vez que estuvo seguro de que Karede la había reconocido. El hombrecillo siguió en cuclillas, inmóvil, y las cejas del Buscador se enarcaron por la sorpresa. Hasta en las colinas Kaensada todos sabían que la palabra de un Buscador era ley. Bueno, quizás en los poblados fortificados más remotos no; no si creían que nadie conocía la presencia del Buscador allí. Pero Ajimbura sabía a qué atenerse.
—Espera fuera —ordenó secamente Karede, y Ajimbura se incorporó con prontitud.
—Escucho y obedezco, excelso señor —murmuró. Antes de salir, sin embargo, estudió abiertamente al Buscador como para asegurarse de que éste supiera que se había fijado bien en su rostro. Algún día iba a conseguir que le cortaran la cabeza.
—Algo muy preciado, la lealtad —dijo el hombre de cabello claro al tiempo que miraba el escritorio, después de que Ajimbura hubo cerrado la puerta tras él—. ¿Estáis involucrado en los planes de lord Yulan, oficial general Karede? No habría esperado que un Guardia de la Muerte formara parte de eso.
Karede retiró dos pisapapeles de bronce con forma de leones y dejó que el mapa de Tar Valon que sujetaban se enrollara sobre sí mismo. El otro aún no lo había desenrollado.
—Debéis preguntar a lord Yulan, Buscador. La lealtad al Trono de Cristal tiene más valor que el aliento de la vida, seguida de cerca por saber cuándo guardar silencio. Cuanto más se habla de una cosa, más sabrá de ella quien no debería.
Nadie aparte de la familia imperial reprendía a un Buscador o a quien fuera la Mano que lo guiaba, pero al tipo no pareció afectarlo. Por el contrario, tomó asiento en el mullido sillón del cuarto, unió las manos por las puntas de los dedos formando un ángulo agudo y observó por encima del vértice a Karede, que como opción tenía que mover su propia silla o dejar al hombre casi a su espalda. La mayoría de la gente se habría sentido muy nerviosa teniendo a un Buscador detrás; la habría puesto nerviosa incluso hallarse con un Buscador en la misma habitación. Karede ocultó una sonrisa y no se movió. Sólo tenía que girar levemente la cabeza, y estaba entrenado para ver claramente lo que captaba por los rabillos de los ojos.
—Debéis sentiros orgulloso de vuestros hijos —dijo el Buscador—. Dos siguiendo vuestros pasos en la Guardia de la Muerte, y el tercero aparece en la lista de los muertos con honor. Vuestra esposa se habría sentido muy orgullosa.
—¿Cómo os llamáis, Buscador?
El silencio que siguió era ensordecedor. Si eran pocos los que reprendían a los Buscadores aún eran menos los que les preguntaban el nombre.
—Mor —llegó finalmente la respuesta—. Almurat Mor.
Conque Mor. En tal caso, tenía un antepasado que había viajado con Luthair Paendrag y se sentía enorgullecido con razón. Sin acceso a los libros genealógicos, cosa para la que ningún da’covale tenía permiso, Karede no podía saber si alguna de las historias sobre su propia ascendencia era cierta —cabía la posibilidad de que también él tuviera un antepasado que hubiera seguido al gran Hawkwing—, pero no importaba. Los hombres que trataban de apoyarse en los hombros de sus antecesores en vez de hacerlo en sus propios pies a menudo acababan una cabeza más bajos, en especial los da’covale.
—Llámame Furik. Ambos somos propiedad del Trono del Cristal. ¿Qué quieres de mí, Almurat? No charlar sobre mi familia, creo.
Si sus hijos estuvieran en apuros, el tipo no los habría mencionado tan pronto, y Kalia estaba ya más allá de todo sufrimiento. Por el rabillo del ojo vio plasmarse en el rostro del Buscador la lucha en la que se debatía, aunque lo disimuló bastante bien. El hombre había perdido el control de la entrevista… como debía de haber esperado que ocurriera, enseñando su placa como si un Guardia de la Muerte no estuviera dispuesto a clavarse una daga en el corazón obedeciendo una orden.
—Te contaré una historia —dijo lentamente Mor—, y luego me dices qué te parece. —Sus ojos se clavaron en Karede, estudiándolo, evaluando y sopesándolo como si estuviese en una plataforma de subastas, puesto a la venta—. Esto llegó a nuestro conocimiento hace pocos días. —Con «nuestro» se refería a los Buscadores—. Empezó entre las gentes del lugar, que hayamos podido averiguar, aunque aún no hemos dado con la fuente original. Parece ser que una muchacha con acento seandarés ha estado sacando oro y joyas mediante presiones a los mercaderes aquí, en Ebou Dar. Se mencionó el título de Hija de las Nueve Lunas. —Hizo un gesto de indignación, y durante un momento las puntas de los dedos se le pusieron blancas de apretarlas unas contra otras con fuerza—. Ninguno de los lugareños parece entender lo que significa ese título, pero la descripción de la chica es sorprendentemente precisa. Sorprendentemente exacta. Y nadie recuerda haber oído ese rumor antes de la noche siguiente a… Al descubrimiento del asesinato de Tylin —terminó, prefiriendo referirse al suceso menos desagradable para precisar la fecha.
—Acento seandarés —repitió Karede con voz inexpresiva, a lo que Mor asintió con la cabeza—. Y ese rumor ha trascendido a nuestra propia gente. —No era una pregunta, pero Mor volvió a asentir. Un acento seandarés y una descripción exacta, dos cosas que ningún lugareño podría inventarse. Alguien estaba jugando un juego muy peligroso. Peligroso para sí mismo y para el imperio—. ¿Cómo se ha tomado el palacio de Tarasin los últimos acontecimientos? —Habría Escuchadores entre los sirvientes e incluso, a estas alturas, probablemente entre los propios sirvientes ebudarianos, y lo que oían los Escuchadores se transmitía enseguida a los Buscadores.
Mor entendió la pregunta, por supuesto. No era preciso mencionar lo que no debía mencionarse. Su respuesta fue en un tono indiferente.
—El séquito de la Augusta Señora Tuon sigue comportándose como si no hubiese ocurrido nada, excepto que Anath, su Palabra de la Verdad, se ha recluido, pero se me ha comentado que eso no es inusitado en ella. La propia Suroth está más consternada en privado que en público.
»Duerme mal, abofetea a sus favoritos, y ha hecho azotar a su propiedad por nimiedades. Ordenó la muerte de un Buscador cada día hasta que las cosas se resolvieran, y sólo ha revocado tal orden esta mañana, cuando comprendió que se quedaría sin Buscadores antes de que se le acabaran los días. —Encogió un tanto los hombros, quizá para indicar que eso era el pan nuestro de cada día para los Buscadores, quizá de alivio por escapar por los pelos—. Es comprensible. Si se le piden cuentas, rogará por tener la Muerte de las Diez Mil Lágrimas. Otros de la Sangre que saben lo ocurrido andan con cien ojos. Incluso unos cuantos han hecho preparativos para un funeral discretamente, en previsión de cualquier eventualidad.
Karede quería ver bien el rostro del hombre. Era inmune a los insultos —eso formaba parte del entrenamiento—, pero esto… Echó la silla hacia atrás, se puso de pie y se sentó al borde del escritorio. Mor lo miró fijamente, en tensión para defenderse contra un ataque, y Karede inhaló hondo para aplacar la ira.
—¿Por qué has acudido a mí si crees que la Guardia de la Muerte está implicada en esto? —El esfuerzo de mantener un tono desapasionado casi lo ahogó. ¡Desde que los primeros Guardias de la Muerte habían jurado sobre el cadáver de Luthair Paendrag defender a su hijo, jamás había habido una traición entre los Guardias! ¡Jamás!
Mor se relajó progresivamente al comprender que Karede no se proponía matarlo, al menos no en ese momento, pero en su frente quedó una ligera película de sudor.
—He oído decir que un Guardia de la Muerte puede ver el aliento de una mariposa. ¿Tienes algo de beber?
Karede señaló con un brusco ademán el hogar de ladrillo, donde había una copa de plata y una jarra cerca del fuego para que se conservara caliente. Llevaban allí, sin tocar, desde que Ajimbura las había llevado al despertarse Karede.
—Puede que el vino se haya quedado frío a estas alturas, pero sírvete. Y, cuando tengas mojada la garganta, responderás a mi pregunta. O sospechas de los Guardias o quieres enredarme en algún juego tuyo, y, por mis ojos, que sabré si es lo uno o lo otro y por qué.
El tipo se acercó a la chimenea sin dejar de observarlo de soslayo, pero cuando se agachó a coger la jarra frunció el entrecejo y después dio un pequeño respingo. Junto a la taza había lo que parecía ser un cuenco bordeado de plata, con un pie también de plata en forma de cuerno de carnero. ¡Luz del cielo! ¿Cuántas veces le había dicho a Ajimbura que no dejara eso a la vista? No cabía duda de que Mor había identificado el objeto por lo que era. Así que ese hombre había considerado posible la traición en los Guardias, ¿verdad?
—Sírveme a mí también, por favor.
Mor parpadeó, denotando cierta consternación —sostenía lo que era evidentemente la única copa— y entonces un brillo de comprensión apareció en sus ojos. Un brillo de inquietud. Llenó también el cuenco, no sin un atisbo de vacilación, y se limpió la mano en la chaqueta antes de coger el cuenco. Todos los hombres tenían un límite, hasta un Buscador, y si a un hombre se lo empujaba hasta ese límite podía ser muy peligroso, aunque también se lo desestabilizaba. Karede tomó con las dos manos la copa hecha con un fragmento de cráneo, la levantó e inclinó la cabeza.
—Por la emperatriz, así viva para siempre en honor y gloria. Muerte y deshonra a sus enemigos.
—Por la emperatriz, así viva para siempre en honor y gloria —repitió Mor al tiempo que inclinaba la cabeza y levantaba la copa—. Muerte y deshonra a sus enemigos.
Karede se llevó la copa de Ajimbura a los labios y advirtió que el otro hombre observaba cómo bebía. El vino estaba frío, efectivamente, las especias sabían amargas, y se notaba un leve regusto agrio a abrillantador de plata; se dijo a sí mismo que el sabor al polvo de un hombre muerto sólo eran imaginaciones suyas. Mor tomó más de la mitad de su vino en tragos precipitados; luego clavó la vista en la copa, dándose cuenta aparentemente de lo que había hecho, y resultó obvio su esfuerzo por recuperar el control de sí mismo.
—Furyk Karede —dijo con tono eficiente—, nacido hace cuarenta y dos años de unos tejedores, propiedad de un tal Jalid Magonine, un artesano de Ancarid. Elegido a los quince años para su entrenamiento en la Guardia de la Muerte. Citado en dos ocasiones por heroísmo y mencionado en despachos en tres ocasiones, y posteriormente, siendo un veterano con siete años de servicio, nombrado para la guardia personal de la Augusta Señora Tuon en su nacimiento. —Ése no había sido su nombre entonces, por supuesto, pero mencionar su nombre de nacimiento habría sido un insulto—. Ese mismo año, siendo uno de los tres supervivientes del primer atentado conocido contra su vida, elegido para el entrenamiento como oficial. En servicio durante el Levantamiento de Muyami y el Incidente de Jianmin, más citaciones por heroísmo, más menciones en despachos, y de nuevo asignado a la guardia personal de la Augusta Señora justo antes de su primer día del verdadero nombre. —Mor escudriñó su vino y de repente levantó la vista—. A petición tuya. Algo inusual. Al año siguiente, sufriste tres heridas graves al escudarla con tu cuerpo contra otro grupo de asesinos. Te regaló su más preciada posesión, una muñeca. Tras más años de servicio distinguido, con otras citaciones y menciones, se te seleccionó para la guardia personal de la propia emperatriz, así viva para siempre, y serviste en ese puesto hasta ser designado para acompañar al Augusto Señor Turak a estas tierras con el Hailene. Los tiempos cambian y los hombres cambian; pero, antes de ir a proteger el trono, hiciste otras dos peticiones de ser asignado a la guardia personal de la Augusta Señora Tuon. Muy inusual. Y conservaste la muñeca hasta que se destruyó en el Gran Incendio de Sohima, hará unos diez años.
No por primera vez, Karede se alegró del entrenamiento que le permitía mantener el gesto impasible pasara lo que pasara. Las expresiones plasmadas en el rostro podían revelar mucho a un oponente. Recordaba la cara de la niña que había puesto aquella muñeca en su camilla. Todavía podía escucharla: «Has protegido mi vida, así que debes tener a Emela para que a cambio cuide de ti —había dicho—. No puede protegerte realmente, desde luego; sólo es una muñeca. Pero guárdala para que te recuerde que siempre te oiré si pronuncias mi nombre. Si sigo viva, naturalmente».
—Mi honor es la lealtad —manifestó mientras soltaba con cuidado la taza de Ajimbura sobre el escritorio para no derramar vino en los papeles. Por muy a menudo que ese hombre puliera la plata, Karede dudaba que se molestara en lavar el recipiente—. Lealtad al trono. ¿Por qué acudiste a mí?
Mor se desplazó ligeramente de forma que el sillón quedó entre ambos. Sin duda creía que daba la impresión de actuar con tranquilidad, pero era obvio que estaba preparado para arrojar la copa de vino. Tenía un cuchillo dentro de la chaqueta y otro en la parte posterior, a la altura de los riñones, y probablemente uno más como poco.
—Tres peticiones para unirse a la guardia personal de la Augusta Señora Tuon. Y conservaste la muñeca.
—Eso lo he entendido —le dijo secamente Karede. Se suponía que los Guardias no debían cobrar aprecio a quienes les mandaban proteger. La Guardia de la Muerte sólo servía al Trono de Cristal, a quienquiera que ocupara el solio, con todo el corazón y toda lealtad. Pero recordaba la cara seria de aquella niña, consciente ya de que quizá no viviera para cumplir con su deber y sin embargo intentando cumplirlo de todos modos, y había conservado la muñeca—. Pero hay algo más en esto que el rumor de una chica, ¿verdad?
—El aliento de una mariposa —murmuró el tipo—. Es un placer hablar con alguien que tiene una visión tan profunda. La noche que asesinaron a Tylin robaron dos damane de las casetas del palacio de Tarasin. Ambas eran anteriormente Aes Sedai. ¿No te parece demasiada coincidencia?
—Cualquier coincidencia me parece sospechosa, Almurat. Mas ¿qué tiene que ver eso con los rumores y… otros asuntos?
—Esta maraña está más enredada de lo que imaginas. Varias personas más abandonaron el palacio esa noche, entre ellas un joven que era el favorito de Tylin, cuatro hombres que sin duda eran soldados, y un hombre mayor, un tal Thom Merrilin, o así es como se hacía llamar, que supuestamente era un criado, pero que denotaba mucha más educación de lo que cabría esperarse. En uno u otro momento, a todos se los vio con Aes Sedai que se encontraban en la ciudad antes de que el imperio las reclamara. —Concentrado, el Buscador se inclinó ligeramente hacia adelante sobre el respaldo del sillón—. Quizás a Tylin no la asesinaron por jurar lealtad, sino porque se había enterado de cosas que eran peligrosas. Quizá fue descuidada en lo que le reveló al chico estando en el lecho, y éste informó a Merrilin. Lo llamaremos así hasta que descubramos un nombre mejor. Cuantas más cosas sé sobre ese hombre, más intrigante me resulta: buen conocedor del mundo, lenguaje educado, un trato fácil con nobles y coronas. Un cortesano, de hecho, si uno no supiera que era un sirviente. Si la Torre Blanca tuviera ciertos planes para Ebou Dar, enviaría a un hombre así para llevarlos a cabo.
Planes. Sin pensar, Karede cogió la copa de Ajimbura y estuvo a punto de beber antes de darse cuenta de lo que hacía. Siguió sosteniendo el recipiente, sin embargo, para no revelar su agitación. Todos —al menos aquellos a los que conocía— estaban convencidos de que la desaparición de Tuon tenía que ver con la pugna para suceder a la emperatriz, así viviera para siempre. Tal era la vida de la familia imperial. Después de todo, si la Augusta Señora moría había que nombrar a otro heredero. Si estuviera muerta. Y si no… La Torre Blanca habría enviado a sus mejores elementos si el plan era llevársela. Eso, si es que el Buscador no intentaba enredarlo en algún juego propio. Los Buscadores podían intentar engañar a cualquiera menos a la propia emperatriz, así viviera para siempre.
—Has expuesto esta idea a tus superiores y la han rechazado, o de otro modo no habrías acudido a mí. Eso, o… No se la has mencionado, ¿verdad? ¿Por qué?
—Una maraña mucho más enredada de lo que cabe imaginar —musitó Mor al tiempo que miraba hacia la puerta como si sospechara que estuvieran escuchando a escondidas. ¿Por qué actuaba con precaución ahora?—. Hay muchas… complicaciones. A las dos damane las sacó lady Egeanin Tamarath, que había tenido tratos con Aes Sedai anteriormente. Tratos estrechos, dicho sea de paso. Muy estrechos. Obviamente soltó a las otras damane para cubrir su huida. Egeanin abandonó la ciudad esa misma noche, con tres damane en su séquito y también, creemos, Merrilin y los otros. Ignoramos quién era la tercera damane. Sospechamos que alguien importante entre los Atha’an Miere o quizás una Aes Sedai que se ocultaba en la ciudad, pero hemos identificado a las sul’dam que utilizó y hay una estrecha conexión entre dos de ellas y Suroth, que a su vez tiene muchas conexiones con Aes Sedai. —A pesar de toda su cautela, Mor dijo aquello como si no fuera la descarga de un rayo. No era de extrañar que estuviera nervioso.
Bien. Suroth conspiraba con Aes Sedai y había corrompido al menos a algunos de los Buscadores situados por encima de Mor, y la Torre Blanca había enviado hombres al mando de uno de sus mejores elementos para llevar a cabo ciertas acciones. Todo verosímil. Cuando a él lo habían enviado con los Precursores se le había ordenado vigilar a la Sangre por si alguien denotaba una excesiva ambición. Siempre había existido una posibilidad, tan lejos del imperio, de que intentaran establecer sus propios reinos. Y él mismo había enviado hombres a una ciudad que sabía que caería se hiciera lo que se hiciera para defenderla, a fin de que perjudicaran al enemigo desde dentro.
—¿Sabes en qué dirección partieron, Almurat?
Mor sacudió la cabeza.
—Fueron hacia el norte, y en las caballerizas de palacio se mencionó Jehannah, pero eso parece un intento obvio de engaño. Habrán cambiado de dirección a la primera oportunidad. Hemos comprobado embarcaciones lo bastante grandes para llevar al grupo a través del río, pero las de ese tamaño van y vienen todo el tiempo. No hay control en este sitio, ni orden.
—Esto me da mucho en que pensar.
El Buscador hizo una leve mueca, pero pareció comprender que había obtenido todo el compromiso que Karede estaba dispuesto a conceder. Asintió con la cabeza.
—Sea lo que sea lo que decidas hacer, debes saber esto. Quizá te preguntes cómo extorsionaba la chica a esos mercaderes. Al parecer la acompañaban siempre dos o tres soldados. La descripción de sus armaduras ha sido muy precisa también. —Alargó la mano un tanto como si fuera a tocar la bata de Karede, pero, muy sensatamente, la dejó caer al costado—. Casi todo el mundo lo llama negro a eso. ¿Me entiendes? Decidas lo que decidas, no te demores. —Mor alzó la copa—. A tu salud, oficial general. Furyk. A tu salud y por el imperio.
Karede vació la copa de Ajimbura sin vacilar.
El Buscador se marchó tan de repente como había entrado y, unos instantes después de que la puerta se hubo cerrado tras él, volvió a abrirse para dar paso a Ajimbura. El hombrecillo lanzó una mirada acusadora al cuenco de cráneo, que seguía en las manos de Karede.
—¿Sabías algo de este rumor, Ajimbura? —Preguntar si el tipo había estado escuchando era como preguntar si el sol salía por la mañana. En cualquier caso, no lo negó.
—Yo no me mancharía la lengua con esa porquería, excelso señor —contestó mientras se erguía.
Karede se permitió el lujo de suspirar. Tanto si la desaparición de lady Tuon era obra de ella misma como de otro, corría un gran peligro. Y, si el rumor era algún ardid de Mor, el mejor modo de romper el juego de otro era hacer propio el juego.
—Dispón mi navaja de afeitar. —Tomó asiento y alargó la mano derecha hacia la pluma, sosteniéndose la manga con la izquierda para que no se manchara con la tinta—. Después buscarás al capitán Musenge y le entregarás esto cuando esté solo. Regresa deprisa; tendré más instrucciones para ti.
Poco después del mediodía del día siguiente cruzaba la bahía en el transbordador que partía cada hora, según el preciso repique de campanas. Era una lenta gabarra que cabeceaba a medida que los largos remos la impulsaban sobre las agitadas aguas de la bahía. Las cuerdas que sujetaban media docena de carretas cubiertas con lona de una mercader crujían con cada bandazo, los caballos pateaban nerviosos y los remeros tenían que apartar a empujones a los conductores y guardas contratados que querían vaciar el estómago por la borda. Algunos tipos no tenían aguante para el movimiento del agua. La propia mercader, una mujer de cara rellena y tez cobriza, se encontraba en la proa arrebujada en una capa oscura, balanceándose suavemente con los movimientos del transbordador, fija la mirada en el desembarcadero al que iban aproximándose y sin prestar atención a Karede, que estaba a su lado. Aunque sólo fuera por la silla de su castrado zaino, seguramente sabía que era seanchan, pero la sencilla capa gris que llevaba le tapaba la chaqueta verde bordeada en rojo, de modo que si había reparado siquiera en él pensaría que era un soldado normal y corriente. Un colono no, debido a la espada que pendía de su costado. Quizás en la ciudad habría habido ojos más perspicaces a pesar de las medidas tomadas para evitarlos, pero contra eso no podía hacer nada. Con suerte, disponía de un día, tal vez dos, antes de que todos se dieran cuenta de que no iba a regresar a la posada al cabo de un rato.
Se encaramó a la silla tan pronto como el transbordador topó contra los pilares revestidos con cuero del muelle y fue el primero en salir cuando la puerta de carga se abrió, en tanto que la mercader apremiaba a los carreteros y los barqueros destrincaban las ruedas. Mantuvo a Aldazar a paso lento por el empedrado —aún resbaladizo por la lluvia matinal, los restos esparcidos de estiércol de caballo y los excrementos de un rebaño de ovejas—, y sólo dejó que el zaino apretara el paso cuando llegaron a la calzada de Illian, si bien lo mantuvo al trote aun entonces. La impaciencia era un error cuando se iniciaba un viaje que no se sabía lo que iba a durar.
Las posadas que flanqueaban la calzada al final del embarcadero eran edificios de techos planos, revocados con enlucido blanco descascarillado y agrietado y letreros desvaídos en la fachada o sin ninguno. Esa calzada marcaba el límite septentrional del Rahad, y hombres toscamente vestidos y repantigados en bancos delante de las posadas lo siguieron con la vista al pasar ante ellos. No por ser seanchan; sospechaba que no habrían puesto mejor cara a cualquiera que fuera a caballo. A decir verdad, a cualquiera que tuviera dos monedas que robar. Sin embargo, los dejó atrás pronto y durante las siguientes horas pasó por olivares y pequeñas granjas donde los braceros estaban acostumbrados a que hubiera transeúntes por la calzada y por ende continuaban con su trabajo sin levantar la vista. En cualquier caso el tránsito era escaso, un puñado de carretas de granjeros de ruedas altas y en dos ocasiones unas caravanas de mercaderes que traqueteaban de camino a Ebou Dar rodeadas de guardias contratados. La mayoría de los conductores y los mercaderes lucían la característica barba illiana. Era curioso que Illian siguiera enviando sus productos a Ebou Dar al tiempo que luchaba contra el imperio, pero las gentes a este lado del Mar Oriental a menudo eran peculiares, con extrañas costumbres, y poco parecidas a las historias contadas sobre la tierra natal del gran Hawkwing. Con frecuencia en nada parecidas. Había que entenderlas, naturalmente, si se quería integrarlas en el imperio, pero ese entendimiento era para otros más importantes. Él se debía a su tarea.
Las granjas dieron paso a terrenos boscosos y zonas de matorrales. Para cuando localizó lo que buscaba, su sombra se alargaba ante él y el sol se encontraba a menos de la mitad de recorrido del horizonte. Un poco más adelante, Ajimbura estaba en cuclillas al lado norte de la calzada, tocando un caramillo, la viva imagen de un vago haraganeando. Antes de que Karede llegara junto a él, guardó la flauta debajo del cinturón, recogió la capa marrón y desapareció entre la maleza y los árboles. Tras echar un vistazo atrás para comprobar que la calzada se hallaba vacía también en esa dirección, Karede hizo virar a Aldazar hacia la fronda por el mismo punto.
El hombrecillo esperaba fuera del alcance de la vista de la calzada, en un soto de un tipo de pinos grandes, el más alto de unos veinticinco metros como poco. Hizo su reverencia agachando los hombros y subió a la silla de un flaco castaño con los cuatro remos blancos. Insistía en que las patas blancas en un caballo daban buena suerte.
—¿Por aquí, excelso señor? —preguntó, y al responder Karede con un gesto de asentimiento hizo girar su montura para adentrarse más en el bosque.
Sólo tuvieron que cabalgar un trecho, menos de un kilómetro, pero nadie que pasara por la calzada habría sospechado lo que aguardaba en aquel amplio claro. Musenge había llevado a cien Guardias en buenos caballos y a veinte Ogier Jardineros, todos con armadura completa, así como animales de carga para transportar provisiones para dos semanas. El caballo de carga en el que Ajimbura había llevado el día anterior la armadura de Karede se encontraría entre ellos. Un grupo de sul’dam aguardaba de pie junto a sus monturas, algunas acariciando a las seis damane encadenadas. Cuando Musenge taconeó su montura para reunirse con Karede acompañado por Hartha, el Jardinero Mayor, que avanzaba a zancadas a su lado con gesto adusto y el hacha de mango verde al hombro, una de las mujeres, Melitene, la der’sul’dam de la Augusta Señora Tuon, subió a su montura y se unió a los dos.
Musenge y Hartha se llevaron el puño al corazón y Karede respondió al saludo, pero sus ojos buscaron a las damane. A una en particular, una mujer menuda a la que una sul’dam de cara cuadrada y tez oscura le acariciaba el pelo. El rostro de una damane siempre resultaba engañoso —envejecían lentamente y vivían mucho tiempo—, pero el de ésta tenía una diferencia que Karede había aprendido a reconocer como perteneciente a las que se llamaban Aes Sedai.
—¿Qué excusa utilizasteis para sacarlas a todas de la ciudad a la vez? —preguntó.
—Ejercicio, oficial general —contestó Melitene con una sonrisa socarrona—. Todo el mundo siempre cree lo del ejercicio. —Se decía que la Augusta Señora Tuon no necesitaba realmente der’sul’dam para entrenar a su propiedad o a sus sul’dam, pero Melitene, con menos cabellos negros que grises en la larga melena, era una experta en más cosas que simplemente su oficio y sabía lo que Karede le preguntaba realmente. Éste le había pedido a Musenge que llevara un par de damane si podía—. Ninguna de nosotras quería quedarse, oficial general. Tratándose de esto, no. En cuanto a Mylen… —Ésa debía de ser la antigua Aes Sedai—. Después de salir de la ciudad les contamos a las damane por qué nos habíamos puesto en marcha. Siempre es mejor que sepan lo que pueden esperar. Desde entonces hemos tenido que tranquilizar a Mylen. Adora a la Augusta Señora. Todas la quieren, pero Mylen la venera como si ya se sentara en el Trono de Cristal. Si Mylen le pone las manos encima a una de esas «Aes Sedai» —rió—, tendremos que andar listas para que la mujer no quede tan maltrecha que no merezca la pena ponerle la cadena.
—No veo qué tiene esto de gracioso para reírse —retumbó Hartha. El Ogier era aún más canoso y estaba más baqueteado que Musenge, con largos bigotes grises y ojos como piedras negras que mantenían una mirada fija a través del yelmo. Había sido un Jardinero desde antes de que el padre de Karede naciera, quizás antes que su abuelo—. No tenemos un blanco. Intentamos atrapar el viento con una red.
Melitene recobró rápidamente un talante serio, y Musenge empezó a mirar con una expresión más severa que Hartha, si es que tal cosa era posible.
En diez días, la gente a la que buscaban habrían puesto de por medio kilómetros. El mejor elemento que la Torre Blanca podía mandar no sería tan incompetente para encaminarse hacia el este después de intentar la estratagema de Jehannah, ni tan estúpido como para dirigirse directamente al norte, si bien eso dejaba un área vasta y cada vez más extensa en la que buscar.
—Entonces tenemos que extender nuestras redes cuanto antes —dijo Karede—, y extenderlas bien.
Musenge y Hartha asintieron con un cabeceo. Para la Guardia de la Muerte, lo que tenía que hacerse se hacía. Incluso atrapar el viento.