Resultó que Neald, que se había tenido que quedar para mantener el acceso abierto hasta que Kireyin y los ghealdanos hubieran pasado, había situado el agujero en el aire muy próximo al punto previsto. Kireyin y él los alcanzaron a galope justo cuando Perrin coronaba una cima y frenaba al caballo, con la ciudad de So Habor al frente, al otro lado de un pequeño río que salvaba un par de puentes en arco, de madera. Perrin no era militar, pero supo de inmediato la razón de que Masema hubiese dejado en paz ese lugar. Pegada al río, la ciudad contaba con dos macizas murallas de piedra jalonadas de torres, la interior más alta que la exterior. Había un par de barcazas atadas a un largo muelle que se extendía al costado de la muralla pegada al río, de puente a puente, pero las anchas puertas de éstos, reforzadas con hierro y cerradas a cal y canto, parecían ser los únicos accesos en aquel basto muro de piedra gris, rematado en toda su extensión con almenas. Construida para rechazar a codiciosos nobles vecinos, So Habor no habría tenido nada que temer de la chusma del Profeta aunque fueran miles. Cualquiera que quisiera entrar a la fuerza en esa ciudad habría necesitado máquinas de asedio y paciencia, y Masema se sentía más cómodo aterrorizando pueblos y villas que no tuvieran murallas ni defensas.
—Bien, qué alegría ver gente en lo alto de esas murallas —dijo Neald—. Empezaba a pensar que todo el mundo en esta zona estaba muerto y enterrado. —Su tono sólo era jocoso a medias, y su sonrisa parecía forzada.
—Mientras estén vivos para vendernos grano… —murmuró Kireyin con su voz nasal y llena de aburrimiento. Se desabrochó el yelmo plateado con penacho blanco y lo colocó sobre la perilla alta de la silla. Sus ojos pasaron sobre Perrin y se detuvieron brevemente en Berelain antes de girarse hacia las Aes Sedai para dirigirse a ellas en el mismo tono preñado de tedio—. ¿Vamos a quedarnos aquí plantados o seguimos?
Berelain enarcó una ceja en una mirada peligrosa, como habría notado cualquier hombre con dos dedos de frente. Kireyin no lo advirtió.
Perrin sentía el vello de la nuca empezando a ponerse de punta cada dos por tres, tanto más desde que tuvieron la ciudad a la vista. Quizá sólo era por la parte que tenía de lobo y a la que le desagradaban los muros, pero lo dudaba. La gente en lo alto de la muralla los señalaba con el dedo y algunos los observaban a través de visores de lentes. Al menos ésos distinguirían los estandartes con claridad, pero todos verían sin problemas a los soldados, con las cintas de las lanzas ondeando al impulso de la brisa matinal. Y los primeros carros de la hilera que se extendía por la calzada, fuera de su vista. Quizá todos los granjeros se encontraban apiñados en la ciudad.
—No hemos venido aquí para quedarnos plantados —repuso.
Berelain y Annoura habían planeado cómo acercarse a So Habor. El lord o lady local habría oído hablar de los expolios de los Shaido a pocos kilómetros al norte de su posición, y puede que también hubiese sabido de la presencia del Profeta en Altara. Una cosa u otra sería suficiente para que cualquiera actuara con precaución; las dos juntas bastarían para que la gente disparase flechas antes de preguntar a quién. En cualquier caso, era muy improbable que recibieran bien a soldados forasteros y los dejaran cruzar las puertas en esos momentos. Los lanceros permanecieron repartidos a lo largo de la elevación, una demostración de que los visitantes tenían una tropa armada aunque no quisieran utilizarla. No es que So Habor fuera a impresionarse por un centenar de hombres, pero las bruñidas armaduras de los ghealdanos y las rojas de la Guardia Alada señalaban que los visitantes no eran unos vagabundos embaucadores. Los hombres de Dos Ríos no impresionarían a nadie hasta que utilizaran sus arcos, de forma que se habían quedado atrás, con los carros, para mantener alto el ánimo de los conductores. Todo era una compleja estupidez, ostentación y fingimiento, pero Perrin era un herrero de campo por mucho que lo llamaran milord. La Principal de Mayene y una Aes Sedai eran las que debían saber cómo actuar en una situación así.
Gallenne encabezó la marcha cuesta abajo hacia el río a paso lento, con el brillante yelmo carmesí descansando en la silla y la espalda muy recta. Perrin y Berelain lo siguieron un poco retrasados, con Seonid entre ellos y Masuri y Annoura a ambos lados, las Aes Sedai con las capuchas retiradas para que cualquiera que estuviera en las murallas y supiera reconocer los rostros intemporales Aes Sedai pudiera verlas a las tres. Las Aes Sedai eran bien recibidas en casi todos los lados, incluso donde la gente preferiría lo contrario. Tras ellas marchaban los cuatro portaestandartes, con los Guardianes distribuidos entre medias luciendo sus capas que confundían la vista. Y Kireyin con su brillante yelmo apoyado en un muslo y un gesto amargado en la boca por haber sido relegado a cabalgar con los Guardianes y echando miradas fulminantes y altaneras a Balwer, que venía detrás con sus dos compañeros. Nadie le había dicho que podía ir, pero tampoco nadie le había dicho que no podía. Hacía una inclinación de cabeza cada vez que el noble lo miraba y después seguía estudiando las murallas de la ciudad que se alzaban al frente.
Perrin no consiguió librarse de la sensación de inquietud mientras se acercaban a la ciudad. Los cascos de los caballos resonaron con un ruido a hueco al entrar por el puente situado más al sur, una ancha estructura que se alzaba a considerable altura sobre la rápida corriente del río a fin de que una barcaza como las que estaban atadas en el muelle pasara cómodamente. Ninguna de las dos embarcaciones anchas y achatadas estaba preparada para montar un mástil. Una de ellas se hallaba algo hundida en el agua y ladeada contra las tensas maromas de amarre, y la otra también tenía aspecto de estar abandonada. Un olor penetrante y fétido que flotaba en el aire le hizo frotarse la nariz. Nadie más pareció notarlo.
Cerca del final del puente, Gallenne se detuvo. Las puertas cerradas, reforzadas con bandas de hierro negro de más de un palmo de ancho, lo habrían obligado a parar de todos modos.
—Hemos oído los problemas que asolan esta tierra —les gritó a los hombres situados en lo alto de la muralla, arreglándoselas para que sus palabras sonaran formales a pesar de hablar a voz en cuello—, pero sólo vamos de paso y venimos para comerciar, no para ocasionar problemas. Queremos comprar grano y otras cosas que necesitamos, no pelear. Tengo el honor de anunciar a Berelain sur Paendrag Paeron, Principal de Mayene por la gracia de la Luz, Defensora de la Olas, Cabeza Insigne de la casa Paeron, que desea hablar con el señor o la señora de esta tierra. Tengo el honor de anunciar a Perrin t’Bashere Aybara… —Añadió Señor de Dos Ríos y otros cuantos títulos a los que Perrin tenía tan poco derecho como al primero y que no había oído en su vida, y después siguió presentando a las Aes Sedai con el título honorífico al completo y añadiendo su Ajah. Era un recital impresionante en verdad. Cuando acabó, sólo hubo silencio.
En lo alto de las almenas, hombres de rostros sucios intercambiaron miradas inexpresivas y rápidos murmullos mientras manoseaban ballestas y varas de combate con gesto nervioso. Sólo unos pocos llevaban cascos y algún tipo de armadura. La mayoría vestía toscas chaquetas, pero a Perrin le pareció ver en uno de ellos lo que podría ser seda bajo una capa de mugre. No era fácil de distinguir con tanto barro reseco.
—¿Cómo sabemos que estáis vivos? —respondió finalmente a gritos una voz ronca.
Berelain parpadeó sorprendida, pero nadie rió. Era una estupidez, pero aun así Perrin sintió que el vello de la nuca acababa de erizársele. Algo iba muy mal allí. Las Aes Sedai no parecían notar nada. Claro que las Aes Sedai podían ocultar cualquier cosa tras aquellas máscaras impasibles de fría serenidad. Las cuentas de las trencillas de Annoura tintinearon cuando la mujer sacudió la cabeza. Masuri lanzó una mirada gélida a los hombres de la muralla.
—Como tenga que demostrar que estoy viva lo lamentaréis —manifestó Seonid con su fuerte acento cairhienino, algo más acalorada de lo que su rostro sugería—. Y si seguís apuntándome con esas ballestas lo lamentaréis más aún. —Varios hombres se apresuraron a levantar las ballestas que sostenían para apuntar hacia el cielo. Pero no todos.
Hubo más susurros a lo largo de la muralla, pero alguien debía de haber reconocido a las Aes Sedai. Finalmente, las puertas se abrieron chirriando en los inmensos goznes oxidados. Una peste repulsiva salió de la ciudad, la misma que Perrin ya había olido, pero más fuerte. Barro y sudor rancios, basura podrida, orinales sin vaciar desde hacía mucho. Las orejas de Perrin intentaron echarse hacia atrás. Gallenne levantó a medias el yelmo como si fuera a ponérselo de nuevo antes de azuzar a su caballo en dirección a las puertas. Perrin taconeó a Recio para que fuera detrás al tiempo que soltaba la presilla que sujetaba el hacha al cinturón.
Al otro lado de las puertas, un hombre mugriento que llevaba una chaqueta rota dio unos golpecitos con el índice en la pierna de Perrin y después se retiró rápidamente cuando Recio le lanzó un mordisco. El tipo había estado gordo en tiempos, pero ahora la chaqueta le quedaba suelta y la piel le colgaba.
—Sólo quería asegurarme —rezongó mientras se rascaba con gesto ausente—. Milord —añadió con un instante de retraso. Sus ojos parecieron enfocarse en la cara de Perrin por primera vez y los dedos con los que se rascaba se quedaron paralizados de golpe. Después de todo, unos ojos dorados no eran corrientes.
—¿Es que ves muchos muertos que caminen? —preguntó irónicamente Perrin en un intento de hacer una chanza mientras palmeaba el cuello del zaino. Un caballo de batalla entrenado quería que se lo recompensara por proteger a su jinete.
El tipo se encogió como si el caballo le hubiera enseñado los dientes otra vez; su boca se torció en un rictus de sonrisa mientras el hombre se desplazaba hacia un lado. Hasta que topó con la yegua de Berelain. Gallenne se encontraba justo detrás de ella, todavía con aspecto de ir a ponerse el yelmo mientras trataba de vigilar en seis direcciones a la vez con su único ojo.
—¿Dónde está tu señor o tu señora? —demandó la Principal en tono impaciente. Mayene era una nación pequeña, pero Berelain no estaba acostumbrada a que se hiciera caso omiso de ella—. Todos los demás parecen haberse quedado mudos, pero a ti te he oído utilizar la lengua. ¿Y bien? Habla, hombre.
El tipo la miró de hito en hito, lamiéndose los labios.
—Lord Cowlin… Lord Cowlin está… fuera de la ciudad, milady. —Sus ojos dirigieron una rápida mirada a Perrin y se apartaron de inmediato—. Los mercaderes de grano… Con ellos queréis hablar. Se los puede encontrar siempre en La Gabarra Dorada. Por ahí. —Alzó una mano apuntando vagamente al interior de la ciudad y después se alejó a toda prisa, echando miradas por encima del hombro como si tuviera miedo de que lo persiguieran.
—Creo que deberíamos buscar en otra parte —comentó Perrin. Ese tipo estaba asustado por algo más que unos ojos dorados. Aquel sitio daba la impresión de… torcido.
—Ya estamos aquí, y no hay otro lugar —repuso Berelain en tono práctico. Con la peste Perrin no alcanzaba a oler su efluvio; tendría que conformarse con lo que oía y veía, y el rostro de la mujer mostraba tanta calma como el de una Aes Sedai—. He estado en ciudades que olían peor que ésta, Perrin. Vaya que sí. Y si el tal lord Cowlin no está, no será la primera vez que trato con mercaderes. No creerás realmente que han visto caminar a los muertos, ¿verdad? ¿Qué puede ser un hombre que dice algo así excepto un mentecato?
De todas formas, los demás empezaban a entrar por las puertas, aunque ahora lo hacían sin el orden mantenido durante la aproximación. Ivierno y Alharra seguían de cerca a Seonid como dos perros guardianes, el uno de tez clara, el otro moreno, y ambos dispuestos a cortar cuellos en un abrir y cerrar de ojos. Ellos sí percibían el ambiente de So Habor. Kirklin, que cabalgaba al lado de Masuri, parecía dispuesto a no esperar siquiera ese abrir y cerrar de ojos; su mano descansaba en la empuñadura de la espada. Kireyin se tapaba la nariz con la mano y la expresión de sus ojos parecía decir que alguien iba a pagar por obligarlo a oler aquello. Medore y Latian no parecían sentirse muy bien, pero Balwer se limitó a observar en derredor, ladeada la cabeza, y después los condujo a ambos hacia una estrecha calle lateral que conducía hacia el norte. Como Berelain había dicho, ya estaban allí.
Los coloridos estandartes le parecían completamente fuera de lugar a Perrin a medida que recorría las sinuosas calles abarrotadas de la ciudad. Algunas eran bastante anchas para el tamaño de So Habor, pero daban la sensación de agobio, como si los edificios de piedra a ambos lados fueran más altos de los dos o tres pisos que tenían realmente y estuvieran a punto de desplomarse sobre su cabeza, por si fuera poco. La imaginación hacía que las calles también le parecieran umbrías. El cielo no estaba tan oscuro. Mucha gente atestaba el sucio pavimento de las vías, pero no tanta como para justificar la ausencia de los moradores de todas las granjas abandonadas de la zona, y todo el mundo caminaba deprisa, gacha la cabeza. Pero no con la diligencia de quien se encamina a un sitio, sino con la de quien quiere marcharse cuanto antes. Nadie miraba a nadie. Y, aun teniendo un río prácticamente a la puerta de casa, también habían olvidado lo que era asearse. Perrin no vio una sola cara sin una capa de mugre o una prenda que no tuviera el aspecto de haberla llevado puesta una semana seguida y haber trabajado de firme con ella; y en barro. La peste empeoraba conforme se internaban en la ciudad. Perrin suponía que uno acababa acostumbrándose a cualquier cosa, con el tiempo. Sin embargo, lo peor era la quietud. Los pueblos estaban silenciosos a veces, aunque no tanto como los bosques, pero en una ciudad siempre había un débil murmullo, el ruido de los comerciantes negociando y de la gente ocupándose de sus cosas. So Habor ni siquiera susurraba; casi ni respiraba.
Lograr que les dieran indicaciones más precisas para llegar resultó difícil, ya que la mayoría de la gente se alejaba como una flecha si se le hablaba, pero al fin desmontaron delante de una posada de aspecto próspero, un edificio de tres pisos de piedra gris finamente labrada y tejado de pizarra, con un cartel colgado en la fachada donde se leía el nombre: La Gabarra Dorada. Había incluso un toque de dorado en las letras del cartel, así como en el montón de grano que aparecía en la gabarra, sin cubrir, como si no fuera a despacharse nunca. No salieron mozos del establo anexo a la posada, de modo que los portaestandartes tuvieron que ocuparse de sujetar los caballos, tarea que no les complació. Tod estaba tan atento observando el tráfago de gente sucia que pasaba a su lado mientras acariciaba la empuñadura de su espada corta, que Recio casi le enganchó dos dedos cuando cogió las riendas. El mayeniense y el ghealdano parecían desear enarbolar lanzas en lugar de estandartes. Flinn tenía los ojos desorbitados. A despecho del sol matinal, la luz parecía… sombría. Entrar en la posada no mejoró las cosas.
A primera vista, la sala común confirmaba la prosperidad del negocio, con pulidas mesas redondas y sillas en lugar de bancos bajo un techo alto de sólidas vigas. Las paredes tenían pinturas murales de campos de cebada, avena y mijo madurando bajo un sol resplandeciente; sobre la repisa tallada de la ancha chimenea de piedra blanca había un reloj pintado en intensos colores. El hogar, sin embargo, estaba apagado y la temperatura era casi tan gélida como en el exterior. El reloj se había parado y el pulido de la caja estaba mate. Una capa de polvo lo cubría todo. Los únicos ocupantes de la sala eran seis hombres y cinco mujeres reunidos en torno a una mesa ovalada, más grande que el resto, que estaba en el centro de la estancia.
Cuando Perrin y los otros entraron, uno de los hombres se levantó de un salto al tiempo que soltaba una maldición, y su rostro palideció bajo la capa de tierra seca. Una mujer rellenita, de largo cabello grasiento, se llevó la copa de peltre a los labios e intentó tragar tan deprisa que el vino se le derramó por la barbilla. Perrin pensó que quizás era por sus ojos. Quizá.
—¿Qué ha ocurrido en esta ciudad? —inquirió firmemente Annoura, que se echó la capa hacia atrás como si en la chimenea hubiera un buen fuego encendido.
La mirada sosegada que fue pasando por todos los sentados a la mesa los dejó paralizados. En ese momento Perrin cayó en la cuenta de que ni Masuri ni Seonid lo habían seguido al interior. Dudaba mucho que se hubiesen quedado esperando en la calle con los caballos. A saber qué estaban haciendo ellas y sus Guardianes.
El hombre que se había levantado se ahuecó el cuello de la chaqueta con el dedo. La prenda había sido un excelente paño azul en otras épocas, con una hilera de botones dorados de arriba abajo, pero parecía que el tipo se había estado echando comida encima desde hacía un tiempo. Tal vez más comida de la que había ingerido él. También a él le colgaba la piel.
—¿Q… que qué ocurrió, Aes Sedai? —tartamudeó.
—¡Cállate, Mycal! —dijo precipitadamente una demacrada mujer. Su oscuro vestido tenía bordados en el cuello alto y a lo largo de las mangas, pero el barro no dejaba ver los colores con claridad. Sus ojos semejaban pozos, de tan hundidos—. ¿Qué os hace pensar que ha ocurrido algo, Aes Sedai?
Annoura habría contestado, pero Berelain se adelantó cuando la Aes Sedai abría la boca.
—Buscamos a los comerciantes de grano —dijo. La expresión de Annoura no cambió, pero la mujer cerró la boca con un sonoro chasquido.
La gente reunida a la mesa intercambió largas miradas. La mujer demacrada observó a Annoura un momento y enseguida su mirada pasó a Berelain; resultó evidente que reparaba en las sedas y las gotas de fuego. Y en la diadema. Extendió la falda en una reverencia.
—Somos el gremio de comerciantes de So Habor, milady. Lo que queda de… —Enmudeció, e inhaló profunda y temblorosamente—. Soy Rahema Arnon, milady. ¿En qué podemos serviros?
Los comerciantes parecieron animarse un tanto al enterarse de que sus visitantes habían ido por grano y otras cosas que pudieran proporcionarles, como aceite para lámparas y para cocinar, judías, agujas y clavos para herraduras, tela, velas y una docena de cosas más que hacían falta en el campamento. Al menos, ya no parecían tan asustados. Cualquier comerciante corriente que oyera la lista enumerada por Berelain se habría visto en apuros para no sonreír con codicia, pero ese grupo…
La señora Arnon pidió a la posadera que les llevara vino —el mejor, y rápido, rápido—, pero cuando una mujer de nariz larga asomó la cabeza, vacilante, en la sala común, la señora Arnon tuvo que correr hacia ella y agarrarla por la sucia manga para que no desapareciera de nuevo. El tipo de la chaqueta llena de manchas llamó a alguien llamado Speral para que llevara los botes de muestra; pero, después de repetir la llamada tres veces sin obtener respuesta, soltó una risa nerviosa y se dirigió presuroso al cuarto trasero, para volver al cabo de un momento sosteniendo en los brazos tres grandes recipientes de madera, cilíndricos, que soltó en la mesa. Los otros —hombres de caras grasientas y mujeres que se rascaban sin que aparentemente se dieran cuenta— exhibieron un repertorio de sonrisas nerviosas al tiempo que hacían reverencias a Berelain y le ofrecían un asiento a la cabecera de la mesa ovalada. Perrin metió los guantes bajo el cinturón y se quedó de pie junto a uno de los murales, observando.
Habían acordado dejar la negociación a Berelain. Ésta había admitido, a regañadientes, que él sabía de caballos más que ella, pero que en cambio ella había negociado tratados que comprendían la venta del valor de las capturas de peces clavo de varios años. Annoura había esbozado una sonrisita ante la sugerencia de que un chico pueblerino con ínfulas participara en eso. No lo llamaba eso —podía tratarlo de «milord» con tanta soltura como Masuri o Seonid—, pero saltaba a la vista que consideraba que algunas cosas estaban muy por encima de sus posibilidades. Ahora, de pie detrás de Berelain, no sonreía y estudiaba a los comerciantes como si quisiera memorizar sus caras.
La posadera llevó vino en unas copas de peltre que habían visto un paño de lustrar por última vez hacía semanas, si no meses, pero Perrin se limitó a mirar el vino de la suya y a hacerlo girar en la copa. La señora Vadere, la posadera, tenía porquería acumulada debajo de las uñas y la suciedad se le había incrustado en los nudillos como parte de su piel. Perrin advirtió que Gallenne, de pie en la pared opuesta y con una mano en la empuñadura de la espada, se limitaba también a sostener su copa, y Berelain ni siquiera tocó la suya. Kireyin olisqueó su vino, después bebió hasta apurar la copa y llamó a la señora Vadere para que le llevara una jarra.
—Un caldo con poco cuerpo, para denominarlo el mejor que tenéis —le dijo a la mujer con su voz nasal y sin quitar la vista del vino—, pero ayudará a pasar el hedor.
La mujer lo miró con gesto inexpresivo y después llevó una jarra alta a su mesa sin decir palabra. Kireyin pareció interpretar su silencio como respeto.
Maese Crossin, el tipo de la chaqueta con manchas de comida, desenroscó las tapas de los recipientes de madera y derramó unas muestras de los cereales con cascabillo que tenían para ofrecer, haciendo montoncitos sobre la mesa: mijo amarillo, avena marrón, cebada un tono algo más oscuro. No debía de haber llovido antes de la recolección.
—La mejor calidad, como podéis ver —dijo.
—Sí, la mejor. —La sonrisa se borró del rostro de la señora Arnon, que se obligó a sonreír de nuevo—. Sólo vendemos la mejor.
Para ser gente que promocionaba su mercancía como la mejor, no parecía que pusieran mucho empeño en negociar y regatear. Perrin había visto a hombres y mujeres en Dos Ríos vendiendo balas de lana y tabaco a mercaderes procedentes de Baerlon, y siempre desdeñaban las ofertas de los compradores; a veces protestaban que los mercaderes trataban de arruinarlos aunque el precio era el doble que el del año anterior, o incluso llegaban a sugerir que podrían esperar al año próximo para venderlo todo. Era una danza tan compleja como cualquiera en un día de fiesta.
—Supongo que podemos bajar más el precio para una cantidad tan importante —le dijo un hombre calvo a Berelain mientras se rascaba la barba canosa. La llevaba corta, y lo bastante grasienta para que se le pegara a la piel. Perrin sintió deseo de rascarse la suya con sólo vérselo hacer al tipo.
—Ha sido un invierno duro —murmuró la mujer de cara redonda. Sólo dos de los otros mercaderes se molestaron en mirarla ceñudos.
Perrin soltó su copa en una mesa cercana y se acercó al grupo reunido en el centro de la sala. Annoura le dirigió una mirada intensa, admonitoria, pero varios mercaderes lo observaron con curiosidad. Y con recelo. Gallenne había vuelto a hacer las presentaciones, pero esas gentes no tenían muy claro dónde estaba Mayene exactamente ni lo poderosa que era, y para ellos Dos Ríos sólo significaba buen tabaco. El tabaco de Dos Ríos era famoso en todas partes. De no ser por la presencia de una Aes Sedai, era posible que sus ojos los hubieran espantado. Todos se quedaron callados cuando Perrin cogió un puñado de mijo, las minúsculas esferas suaves y de un intenso color amarillo en su palma. Ese grano era la primera cosa limpia que había visto en la ciudad. Soltando de nuevo el puñado de mijo en la mesa, cogió la tapa de uno de los recipientes. La rosca cortada en la madera no estaba desgastada. La tapadera encajaba muy justa. La señora Arnon apartó los ojos de los de él y se lamió los labios.
—Quiero ver el grano en los almacenes —dijo Perrin. La mitad de la gente sentada a la mesa se sacudió. La señora Arnon se incorporó con aire ofendido.
—No vendemos lo que no tenemos. Podéis mirar a nuestros trabajadores cargando cada saco en vuestros carros, si queréis pasar horas al frío.
—Estaba a punto de sugerir una visita a un almacén —intervino Berelain, que se levantó, sacó los guantes sujetos en el cinturón y empezó a ponérselos—. Nunca compraría grano sin ver el almacén.
La señora Arnon flaqueó. El hombre calvo apoyó la cabeza en la mesa. Pero nadie habló.
Los desanimados mercaderes no se molestaron en recoger sus capas antes de conducirlos a la calle. El aire soplaba con más fuerza, frío como sólo podía ser un viento de finales de invierno, cuando la gente ya pensaba en la primavera, pero ellos no parecieron notarlo. Su forma de encorvar los hombros no tenía nada que ver con el frío.
—¿Nos vamos ya, lord Perrin? —preguntó ansiosamente Flinn al ver aparecer a Perrin y a los demás—. Este sitio me hace desear darme un baño. —Annoura le asestó tal mirada al pasar a su lado que lo hizo encogerse como cualquiera de los mercaderes y Flinn ensayó una sonrisa apaciguadora, pero fue un gesto forzado y en exceso tardío ya que la mujer lo había dejado atrás.
—Tan pronto como sea posible —respondió Perrin.
Los mercaderes caminaban a buen paso calle abajo, gachas las cabezas y sin mirar a nadie. Berelain y Annoura se las arreglaron para seguirlos sin dar la impresión de apresurarse, como si se deslizaran, la una tan segura de sí misma como la otra, dos grandes damas que salían a pasear sin preocuparse de la porquería que había en el suelo, ni la peste en el aire, ni la gente sucia que las miraba de hito en hito y a veces salía corriendo tan deprisa como podía. Gallenne había acabado poniéndose el yelmo y sujetaba de manera ostensible la empuñadura de la espada con las dos manos, listo para desenvainarla. Kireyin llevaba su yelmo apoyado en la cadera y la otra mano ocupada con la copa de vino. Echaba miradas de desprecio a la gente que pasaba presurosa y olisqueaba el vino como si fuera una poma para combatir la pestilencia de la ciudad.
Los almacenes estaban situados en una calle pavimentada, poco más ancha que una carreta, entre las dos murallas de la ciudad. El olor no era tan malo allí, más cerca del río, pero la calle barrida por el viento se encontraba desierta a excepción de Perrin y los demás. Ni siquiera había un perro callejero a la vista. Los perros desaparecían cuando una ciudad pasaba hambre, mas ¿por qué iba a tener hambre una ciudad con grano para vender? Perrin señaló un almacén de dos pisos elegido al azar, igual a cualquier otro, un edificio de piedra y sin ventanas, con un par de anchas puertas de madera que mantenía cerradas una tranca, tan gruesa y sólida como las vigas de La Gabarra Dorada.
De pronto los mercaderes recordaron que habían olvidado llevar hombres para levantar las trancas y se ofrecieron para ir a buscarlos. Lady Berelain y Annoura Sedai podían descansar frente a la chimenea de La Gabarra Dorada mientras se reunía a los trabajadores. Estaban seguros de que la señora Vadere encendería un fuego. Todos enmudecieron cuando Perrin puso la mano debajo del grueso madero y lo levantó de los soportes de madera. La tranca pesaba, pero reculó cargado con ella para tener hueco, girarla y dejarla caer en la calle con estruendo. Los mercaderes lo miraban de hito en hito. Seguramente era la primera vez que veían a un hombre con ropas de seda hacer algo que pudiera llamarse trabajo. Kireyin puso los ojos en blanco y volvió a olisquear el vino.
—Unas linternas —dijo débilmente la señora Arnon—. Necesitaremos linternas o antorchas. Si…
Una bola de fuego apareció flotando sobre la mano de Annoura; emitía suficiente luz en la plomiza mañana para que las personas arrojaran una leve sombra sobre el pavimento y las paredes de piedra. Algunos mercaderes se resguardaron los ojos con las manos. Al cabo de un momento, maese Crossin tiró de una anilla de hierro y abrió las puertas.
El olor en el interior era el familiar y penetrante aroma a cebada, casi lo bastante fuerte para tapar el hedor de la ciudad; y a algo más. Unas formas pequeñas y oscuras se escabulleron en las sombras más allá de la luz arrojada por la esfera de Annoura. Perrin habría visto mejor sin ella, o habría llegado a distinguir algo en la oscuridad. La esfera brillante irradiaba un gran foco de luz y aislaba lo que había más allá. Perrin olió gatos, más asilvestrados que domesticados. Y también ratas. Un repentino chillido en la oscuridad del fondo del almacén, que se cortó bruscamente, indicó el encuentro de gato y rata. Siempre había ratas en los graneros y gatos que las cazaban; era algo normal y, por ende, reconfortante. Casi lo bastante para calmar su inquietud. Casi. Olía a algo más y era un olor que debería reconocer. Un feroz bufido al fondo del almacén se convirtió en crecientes maullidos de dolor que cesaron de forma repentina. Al parecer, a veces las ratas de So Habor invertían los papeles de presa y cazador. A Perrin se le volvió a poner de punta el vello de la nuca, pero a buen seguro que allí no había nada que el Oscuro quisiera que se espiara. La mayoría de las ratas eran simplemente eso, ratas.
No hizo falta penetrar mucho en el almacén. Toscos sacos llenaban el oscuro espacio, apilados en altos montones sobre plataformas de madera a fin de aislarlos del suelo de piedra. Hileras e hileras de montones apilados casi hasta el techo, y probablemente ocurría igual en el nivel superior. Aunque no fuera así, aquel edificio almacenaba grano suficiente para alimentar a los suyos durante semanas. Se acercó al montón más próximo, hundió el cuchillo en uno de los sacos y cortó las toscas fibras de yute. Un torrente de granos de cebada se derramó por la hendidura. Y, claramente visibles a la luz de la esfera radiante de Annoura, motas negras que rebullían. Gorgojos. Casi tantos como granos de cebada. Su olor era más intenso que el del cereal. Gorgojos. Ojalá el vello de la nuca dejara de erizársele cada dos por tres. El frío tendría que haber bastado para matar a los gorgojos.
Ese saco era la prueba y su olfato identificaba ahora el olor a gorgojo, pero se dirigió a otro saco, y después a otro, y a otro, rasgándolos con el cuchillo. Todos derramaron un torrente de oscura cebada y gorgojos negros.
Los mercaderes estaban apiñados en la puerta, sus figuras recortadas contra la luz del exterior, pero la esfera brillante de Annoura alumbraba sus caras en un marcado relieve. Caras preocupadas. Caras de desesperación.
—Estaríamos encantados de aventar todos los sacos que vendamos —dijo la señora Arnon en tono vacilante—. Por sólo un pequeño cargo adicional…
—Por la mitad del último precio que ofrecí —la interrumpió con brusquedad Berelain, que encogió la nariz con un gesto de asco y se recogió la falda para apartarla de los gorgojos que se escabullían entre los granos de cebada—. Nunca conseguiríais quitarlos todos.
—Y ningún saco de mijo —añadió severamente Perrin. Sus hombres necesitaban alimento, así como los soldados, pero los granos de mijo eran poco más grandes que los gorgojos. Por mucho que los aventaran, el resultado sería el mismo peso de grano como de gorgojos—. En lugar de mijo, nos llevaremos más judías. Pero también habrá que aventarlas.
De pronto se escuchó un chillido en la calle. No de gato ni de rata, sino de un hombre aterrado. Perrin ni siquiera se dio cuenta de que había sacado el hacha hasta que se encontró el mango en la mano mientras apartaba a los mercaderes de la puerta a empujones. Se apiñaron más, lamiéndose los labios y sin intentar siquiera ver quién había gritado.
Kireyin estaba de espaldas a la pared de un almacén al otro lado de la calle; su brillante yelmo con la pluma blanca aparecía caído en el suelo, al lado de la copa de vino. La espada del hombre estaba desenfundada a medias, pero él parecía petrificado, contemplando con ojos desorbitados la pared del edificio del que Perrin acababa de salir. Perrin le tocó el brazo y Kireyin dio un brinco de sobresalto.
—Había un hombre —dijo el ghealdano con incertidumbre—. Estaba justo ahí. Me miró y… —Se pasó la mano por la cara. A despecho del frío la frente le brillaba por el sudor—. Atravesó la pared. Lo hizo. Tenéis que creerme. —Alguien gimió; uno de los mercaderes, creía Perrin.
—Yo también vi al hombre —intervino Seonid a su espalda y entonces fue Perrin quien se sobresaltó. ¡Su olfato no servía de nada en aquel sitio!
Tras echar una última ojeada a la pared que Kireyin había señalado, la Aes Sedai se apartó de ella con evidente renuencia. Sus Guardianes eran hombres altos y la empequeñecían, manteniéndose sólo a distancia suficiente para tener espacio para desenvainar las espadas. Aunque Perrin no tenía ni idea de contra qué lucharían los Guardianes de mirada severa, llegado el caso, si Seonid había hablado en serio.
—Me resulta difícil mentir, lord Perrin —manifestó secamente Seonid cuando él expresó su duda, pero su tono se tornó al punto tan serio como su semblante; la mirada de sus ojos era tan intensa que por sí misma empezó a poner nervioso a Perrin—. Los muertos caminan por So Habor. Lord Cowlin huyó de la ciudad por miedo al espíritu de su esposa. Al parecer se albergaban dudas sobre el modo en que murió ella. Raro es el hombre o la mujer en esta ciudad que no haya visto un muerto andante y muchos han visto más de uno. Algunos cuentan que hay gente que ha muerto por el roce de un muerto. Eso no he podido verificarlo, pero hay gente que ha muerto de miedo y otros de un susto. Nadie sale de noche en So Habor, ni entra en una habitación sin avisar antes. La gente ataca a las sombras y a cualquier cosa inesperada con lo primero que tiene a mano y a veces se han encontrado con un esposo, una esposa o un vecino muerto a sus pies. Esto no es histeria colectiva ni un cuento para asustar a los niños, lord Perrin. Jamás había oído nada semejante, pero es real. Tenéis que dejar a una de nosotras aquí para hacer lo que se pueda.
Perrin sacudió despacio la cabeza. No podía permitirse el lujo de perder a una Aes Sedai si quería liberar a Faile. La señora Arnon rompió a llorar.
—So Habor tendrá que enfrentarse sola a sus muertos —dijo entre sollozos.
Sin embargo, el miedo a los muertos sólo explicaba parte de lo que ocurría allí. Quizá la gente estaba demasiado asustada para pensar en asearse, pero no parecía probable que el miedo afectara de ese modo a todo el mundo. ¿Y gorgojos medrando en invierno, con un frío helador? Había algo mucho peor en So Habor que espíritus caminando y su instinto lo instaba a marcharse de allí a toda carrera, sin mirar atrás. Ojalá hubiera podido hacerlo.