Halwin Norry, jefe amanuense, y Reene Harfor, doncella primera, entraron juntos, él haciendo una reverencia torpe, falta de práctica, mientras que la de la mujer era grácil, ni demasiado profunda ni ligera en exceso. No podían ser más distintos. La señora Harfor tenía un rostro redondo, regiamente digno, con el cabello sujeto en un canoso moño alto. Maese Norry era alto y desgarbado como un ave zancuda, y el escaso cabello le sobresalía detrás de las orejas a semejanza de plumas blancas. Cada cual llevaba un cartapacio de cuero repleto de papeles, pero la mujer sujetaba el suyo al costado, como para no arrugar el tabardo escarlata que vestía y que siempre parecía recién planchado sin importar la hora que fuera o desde cuándo estaba levantada, en tanto que él aferraba el suyo contra su estrecho torso como si quisiese tapar viejas manchas de tinta, de las que se veían varias en su tabardo, incluida una grande que remataba en un mechón negro la cola del León Blanco. Hechas las reverencias, de inmediato pusieron cierta distancia entre los dos sin mirarse directamente el uno al otro.
Tan pronto como la puerta se cerró detrás de Rasoria, el brillo del saidar irradió en torno a Aviendha, que tejió una salvaguardia contra oídos indiscretos en torno a la habitación. Lo que se dijera entre ellos ahora estaba todo lo a salvo que podía estar, y Aviendha sabría si alguien intentaba escuchar con el Poder. Era muy buena con este tipo de tejido.
—Señora Harfor, empezad, por favor —dijo Elayne.
No ofreció asiento ni vino, por supuesto. Maese Norry se habría horrorizado por semejante lapsus en el protocolo y la señora Harfor incluso se habría ofendido. Así las cosas, Norry miró de reojo a Reene, que apretó los labios. Aun después de una semana de reuniones, resultaba patente el desagrado de ambos por tener que presentar sus informes con el otro escuchando. Se mostraban muy celosos de lo que consideraban su feudo, tanto más desde que la doncella primera había entrado en un terreno que otrora podría haberse considerado responsabilidad de maese Norry. Por supuesto, el funcionamiento de palacio siempre había estado a cargo de la doncella primera, y se podría decir que sus nuevos cometidos eran una extensión de eso. Pero no sería Halwin Norry quien dijera tal cosa. Los leños encendidos del hogar se asentaron con un sonoro chasquido y lanzaron una lluvia de chispas por el tiro de la chimenea.
—Estoy convencida de que el bibliotecario segundo es un… espía, milady —empezó finalmente la señora Harfor, que hizo caso omiso de Norry como si de ese modo pudiera hacerlo desaparecer. Se había resistido a que cualquier persona supiera que estaba buscando espías en palacio, pero que el jefe amanuense estuviera enterado parecía crisparla más que nada. La única autoridad que tenía sobre ella, si es que podía considerarse como tal, era pagar las cuentas de palacio, y Norry nunca ponía pegas a ningún gasto, pero aun ese poco era demasiado para su gusto—. Cada tres o cuatro días, maese Harnder visita una posada llamada La Argolla y la Flecha, supuestamente por la cerveza de la posadera, una tal Millis Fendry, pero la señora Fendry también tiene palomas y, cada vez que maese Harnder hace una visita a su establecimiento, manda una paloma que vuela hacia el norte. Ayer, tres de las Aes Sedai hospedadas en El Cisne de Plata encontraron una excusa para visitar La Argolla y la Flecha a pesar de que presta servicios a clientes de mucha menor categoría que El Cisne. Tanto a la ida como a la vuelta iban encapuchadas y se reunieron en privado con la señora Fendry durante más de una hora. Las tres pertenecen al Ajah Marrón. Me temo que eso indica quién tiene a sueldo a maese Harnder.
—Peluqueras, lacayos, cocineras, el maestro ebanista, al menos cinco de los escribanos de maese Norry y ahora uno de los bibliotecarios. —Recostada en el sillón y cruzada de piernas, Dyelin añadió con acritud—: ¿Hay alguien que no descubramos, antes o después, que es un espía, señora Harfor?
Norry estiró el cuello con gesto incómodo; se tomaba como una afrenta personal la mala fe de sus escribientes.
—Tengo esperanzas de que pueda estar llegando al fondo de ese barril, milady —respondió con suficiencia la señora Harfor. A ella no la alteraban ni espías ni Cabezas Insignes. Los espías eran una plaga que se proponía erradicar de palacio tan seguro como que lo mantenía limpio de pulgas y ratas, bien que se había visto obligada a aceptar la ayuda de Aes Sedai con las ratas recientemente, mientras que los nobles poderosos eran, como la lluvia o la nieve, efectos de la naturaleza que había que soportar hasta que pasaban, pero nada por lo que perder los nervios—. Hay un límite de personas a las que se puede comprar y un límite de personas que pueden permitirse pagar o que quieren hacerlo.
Elayne trató de recordar a maese Harnder, pero la única imagen que le vino a la cabeza era la figura vaga de un hombre gordinflón, calvo, que parpadeaba sin cesar. Había servido a su madre y, que recordara, a la reina Mordrellen con anterioridad. Nadie hizo comentarios respecto a que también servía al Ajah Marrón. En todos los palacios de dirigentes, desde la Columna Vertebral del Mundo hasta el Océano Aricio, había informadores de la Torre. Cualquier gobernante con dos dedos de frente lo daba por hecho. Sin lugar a dudas, a no tardar los seanchan se encontrarían también bajo observación de la Torre, si es que no lo estaban ya. Reene había descubierto varios espías para el Ajah Rojo, a buen seguro legados del tiempo que Elaida había pasado en Caemlyn, pero este bibliotecario era el primero que trabajaba para otro Ajah. A Elaida no le habría gustado que otros Ajahs supieran lo que ocurría en palacio mientras actuaba como consejera de la reina.
—Lástima no tener historias falsas que queramos que el Ajah Marrón dé por ciertas —dijo como quitándole importancia.
La pena era que ellas y las Rojas estuvieran enteradas de la existencia de las Allegadas. Como mínimo, tenían que saber que en palacio había un gran número de mujeres que podían encauzar y no les llevaría mucho tiempo deducir quiénes eran. Ello crearía más o menos problemas en el futuro, pero tales dificultades aún estaban por llegar. «Siempre hay que hacer planes por adelantado —solía decir Lini—, pero si uno se preocupa demasiado por lo que ocurra el año próximo es posible que tropiece con lo que pase al día siguiente».
—Que se vigile a maese Harnder y se intente descubrir quiénes son sus amistades. De momento tendrá que bastar con eso —concluyó.
Algunos espías dependían de sus propios oídos, ya fuera para enterarse de rumores o para escuchar detrás de las puertas; otros hacían que se soltaran las lenguas con unas cuantas copas de vino. El primer paso para contrarrestar la labor de un espía era descubrir cómo llegaba a su conocimiento lo que vendía.
Aviendha resopló sonoramente y empezó a extenderse la falda para sentarse en la alfombra antes de caer en la cuenta de lo que llevaba puesto. En lugar de ello, tras lanzar una mirada de advertencia a Dyelin, se sentó al borde de un sillón, muy tiesa, la viva imagen de una dama de la corte de ojos relucientes. Salvo porque una dama de la corte no habría pasado el pulgar por el filo del cuchillo de su cinturón. De haber hecho las cosas a su modo, Aviendha habría degollado a todos los espías a la primera ocasión que se le hubiera presentado. Espiar era abyecto a su modo de ver, por mucho que Elayne le explicara que cada espía descubierto era una herramienta que podían utilizar para que sus enemigos creyeran lo que les interesaba.
Tampoco significaba que todos los espías trabajaran para un enemigo. La mayoría de los descubiertos por la doncella primera recibían dinero de más de una mano, y entre las identificadas estaban la del rey Roedran de Murandy, varias de Grandes Señores y Señoras tearianos, unas cuantas de nobles cairhieninos y bastantes de mercaderes. Había mucha gente interesada en lo que ocurría en Caemlyn, ya fuera por el efecto que podría tener en el comercio o por otras razones. A veces daba la impresión de que todos espiaban a todos.
—Señora Harfor, no habéis encontrado ningún informador de la Torre Negra —dijo Elayne.
Como la mayoría de la gente que oía mencionar la Torre Negra, Dyelin se estremeció y bebió un buen trago de vino, pero Reene sólo hizo una ligera mueca. Había decidido pasar por alto el hecho de que eran hombres que encauzaban, ya que no podía cambiar las cosas. Para ella, la Torre Negra era… una molestia.
—No han tenido tiempo, milady. Dejad que pase un año y encontraréis lacayos y bibliotecarios aceptando también su dinero.
—Supongo que sí. —Una idea espantosa—. ¿Qué más tenéis que comunicarnos hoy?
—He tenido una charla con Jon Skellit, milady. A menudo, el hombre que cambia de chaqueta una vez suele estar bien dispuesto a cambiarla de nuevo, y Skellit es de ésos. —Skellit, un barbero, estaba comprado por la casa Arawn, lo que actualmente lo convertía en un hombre de Arymilla.
Birgitte contuvo una maldición pronunciada a medias; por alguna razón, procuraba no decir palabrotas estando presente Reene Harfor.
—¿Que habéis tenido una charla con él? —inquirió con voz forzada—. ¿Sin consultar con nadie?
—¡Por los pechos de una madre lactante! —exclamó Dyelin, que no tenía esa clase de reparos con la doncella primera.
Era la primera vez que Elayne la oía usar tal lenguaje. Maese Norry parpadeó y casi dejó caer su cartapacio, tras lo cual se afanó en mirar a cualquier parte salvo a Dyelin. La doncella primera, sin embargo, se limitó a hacer una pausa hasta estar segura de que ella y Birgitte no iban a decir nada más, y después continuó tranquilamente.
—Skellit estaba a punto de caramelo y me pareció el momento oportuno. Uno de los hombres a los que entrega sus informes para que los saque de la ciudad no ha regresado aún, mientras que el otro se ha roto una pierna. Las calles están heladas cuando se pone el sol. —Aquello lo dijo en un tono tan ligero que más parecía que hubiese urdido la caída del individuo. En tiempos difíciles, se revelaban aptitudes increíbles en las personas más insospechadas—. Skellit está de acuerdo en llevar personalmente su próxima comunicación a los campamentos. Vio hacer un acceso y no tendrá que fingir terror. —Habríase dicho que ella misma llevaba toda la vida presenciado la salida de carretas de mercaderes por agujeros abiertos en el aire.
—¿Y qué impedirá que ese barbero huya una vez que haya salido de la jod… de la ciudad? —demandó Birgitte, irritada, mientras empezaba a pasear delante de la chimenea con las manos enlazadas a la espalda. Por cómo se sentía, la gruesa trenza rubia tendría que estar erizada—. Si se va, Arawn pagará a cualquier otro y tendréis que descubrir de nuevo al espía. Luz, Arymilla ha de haberse enterado de los accesos casi nada más llegar, y Skellit tiene que saberlo. —La idea de que Skellit huyera no era lo que la irritaba, o al menos no era sólo por eso. Los mercenarios entendían que se los había contratado para impedir que entraran soldados, pero por unas cuantas monedas de plata permitirían que una o dos personas cruzaran las puertas disimuladamente por la noche, en una u otra dirección. A su modo de ver, una o dos personas no podían causar ningún daño. A Birgitte no le gustaba que se lo recordaran.
—Se lo impedirá la codicia, milady —contestó calmosamente la señora Harfor—. La idea de ganar oro de lady Elayne así como de lady Naean es suficiente para que a un hombre se le altere el pulso. Es cierto que lady Arymilla ya tiene que haber oído lo de los accesos, pero eso da más credibilidad a los motivos de Skellit para ir en persona.
—¿Y si su codicia es tanta como para que intente ganar aún más oro cambiando de chaqueta por tercera vez? —inquirió Dyelin—. Podría ocasionar un gran… perjuicio, señora Harfor.
—Lady Naean lo mandaría enterrar bajo el ventisquero más cercano, milady, como me ocupé de que comprendiera bien. —El tono de Reene se había tornado un tanto seco. Nunca sobrepasaría los límites, pero le desagradaba que cualquiera la creyera descuidada—. Lady Naean nunca ha sido paciente, como imagino que sabéis de sobra. En cualquier caso, las noticias que tenemos de los campamentos son muy escasas, por decir algo, y Skellit podría ver algunas cosas que nos gustaría saber.
—Si ese hombre nos dice en qué campamento estarán Arymilla, Elenia y Naean y cuándo, le entregaré el oro con mi propia mano —dijo pausadamente Elayne. Elenia y Naean permanecían cerca de Arymilla, o ésta hacía que lo estuvieran, y la propia Arymilla era mucho menos paciente que Naean y mucho menos dada a creer que cualquier cosa pudiera funcionar sin su presencia. Se pasaba la mitad del día yendo y viniendo de un campamento a otro y nunca dormía en el mismo dos noches seguidas, que se supiera—. Eso es lo único que puede contarnos sobre los campamentos que me interese.
—Como digáis, milady. —Reene inclinó la cabeza—. Me encargaré de ello. —A menudo, también ella procuraba no decir las cosas claramente delante de Norry, pero no dio señales de que hubiese oído nada parecido a una reconvención.
Ni que decir tiene que Elayne no estaba segura de ser capaz de reprenderla abiertamente. Aunque hiciera tal cosa, la señora Harfor seguiría realizando sus funciones de un modo adecuado y desde luego seguiría buscando espías con infatigable empeño, aunque sólo fuera porque su presencia en palacio resultaba una afrenta para ella, pero aun así Elayne podía topar con docenas de inconvenientes a diario o pequeñas molestias que le amargaran la vida sin que pudiera atribuir directamente ninguna a la doncella primera. «Hemos de seguir los pasos del baile tanto como nuestra servidumbre —le había dicho su madre en una ocasión—. Puedes contratar de continuo nuevos criados y emplear todo el tiempo que tienes en enseñarles y pasarlo mal hasta que aprenden sólo para encontrarte otra vez en el punto de partida, o puedes aceptar las reglas como ellos y vivir cómodamente mientras empleas tu tiempo en gobernar».
—Gracias, señora Harfor —dijo, por lo que recibió otra reverencia meticulosa. Reene Harfor era otra que conocía su valía—. Maese Norry…
El hombre de aspecto de grulla dio un respingo y dejó de mirar con el entrecejo fruncido a Reene. En ciertos aspectos consideraba los accesos como algo suyo, no un tema con el que jugar.
—Sí, milady. Por supuesto. —Su voz era monótona como un tono gris—. Confío en que lady Birgitte ya os haya informado sobre las caravanas de mercaderes a vuestro regreso a la ciudad.
Por un instante sus ojos se detuvieron en Birgitte con expresión de reproche. Jamás se le ocurriría causar el menor inconveniente a Elayne aunque ésta le gritara, pero vivía según sus propias reglas y, aunque sin arrebato —o al menos eso esperaba Elayne; no parecía haber mucho fuego en Norry—, le sentaba mal que Birgitte lo hubiese privado de la oportunidad de enumerar las carretas, los toneles y los barriles que habían llegado. Adoraba sus cifras.
—Lo hizo —respondió con un leve dejo de disculpa, no tanto como para avergonzarlo—. Me temo que algunas de las mujeres de los Marinos nos dejan. A partir de hoy sólo dispondremos de la mitad para hacer accesos.
Los dedos del hombre pasaron suavemente sobre la superficie del cartapacio como si tanteara los papeles que había dentro. Elayne jamás lo había visto consultar uno.
—Ah. Bien. Nos… las arreglaremos, milady. —Halwin Norry siempre se las arreglaba—. Para continuar, hubo otros nueve incendios provocados a lo largo de ayer y de anoche, ligeramente más de lo habitual. Tres intentos fueron para prender fuego a almacenes en los que se acopian alimentos. Ninguno tuvo éxito, me apresuro a añadir. —Quizá se apresurara, pero lo hizo en el mismo tono monótono—. Si se me permite, las rondas de los guardias que patrullan las calles están surtiendo efecto, ya que el número de asaltos y robos ha descendido a poco más de lo normal en esta época del año, pero parece evidente que hay una mano que dirige lo de los incendios. Se destruyeron diecisiete edificios, todos salvo uno deshabitado. —Apretó la boca en un gesto desaprobador; haría falta muchísimo más que un asedio para que él abandonara Caemlyn—. Y, en mi opinión, todos esos incendios se localizaron de manera que los carros de agua se alejaran lo más posible de los almacenes donde se llevaron a cabo los intentos fallidos. Ahora creo que todos los fuegos que hemos tenido estas semanas siguen un mismo patrón.
—Birgitte… —dijo Elayne.
—Puedo intentar determinar la ubicación de los almacenes en un mapa —contestó, dubitativa, la mujer—, y poner más guardias en las calles que se encuentren más alejadas, pero aun así es mucho lo que se deja al jod… al azar. —No miró hacia la señora Harfor, pero Elayne percibió un leve atisbo de rubor en el vínculo—. Cualquiera puede llevar un yesquero en la escarcela, y con un poco de paja seca sólo se tarda un minuto en iniciar un incendio.
—Haz lo que puedas —le contestó Elayne. Sería pura suerte si pillaban a un incendiario con las manos en la masa y un milagro que el incendiario pudiera decir algo que no fuera que el dinero se lo había dado alguien encapuchado. Seguir la pista de aquel oro hasta Arymilla o Elenia o Naean requeriría la suerte de Mat Cauthon—. ¿Tenéis algo más, maese Norry?
El hombre eludió sus ojos mientras se daba golpecitos con los nudillos en la nariz.
—Se me… eh… ha informado —empezó, vacilante— que Marne, Arawn y Sarand han recibido grandes préstamos recientemente contra los ingresos de sus heredades.
Las cejas de la señora Harfor se enarcaron antes de que la mujer las pudiera controlar. Elayne miró su taza y descubrió que estaba vacía. Los banqueros nunca le decían a nadie cuánto habían prestado a quién ni contra qué, pero Elayne se abstuvo de preguntarle cómo lo sabía. Sería… embarazoso para ambos. Sonrió cuando su hermana le cogió la taza, y torció el gesto cuando Aviendha volvió con ella llena. ¡Parecía querer hacerle beber té flojo hasta que se le saliera por los ojos! La leche de cabra era mejor, pero se conformaría con esa agua sucia. Bueno, sostendría la maldita taza, pero no pensaba beber.
—Los mercenarios —gruñó Dyelin, en cuyos ojos había un brillo de ira que habría hecho retroceder a un oso—. Lo he dicho antes y volveré a repetirlo: el problema con los que alquilan su espada es que pueden venderse a otro postor. —Desde el principio se había opuesto a contratar mercenarios para ayudar en la defensa de la ciudad, aunque el hecho era que sin ellos Arymilla podría haber entrado con su ejército por cualquier puerta que hubiera elegido, o casi. De otro modo, no habrían tenido hombres suficientes para guardar adecuadamente todas las puertas, cuanto menos las murallas.
Birgitte también se había opuesto a los mercenarios, pero había aceptado las razones de Elayne, aunque a regañadientes. Todavía desconfiaba de ellos, pero ahora sacudió la cabeza. Sentada en el brazo de un sillón cercano a la chimenea, apoyaba la bota equipada con espuela en el asiento.
—A los mercenarios les preocupa su reputación ya que no su honor. Cambiar de bando es una cosa, pero venderse para dejar expedita una puerta es totalmente distinto. A una compañía que hiciera tal cosa nunca se la volvería a contratar, en ninguna parte. Arymilla tendría que ofrecer lo suficiente para que un capitán viviera el resto de su vida como un lord, y también convencer a sus hombres de que podrían hacer lo mismo.
Norry carraspeó. Incluso eso sonó monótono en cierto modo.
—Parece que ya han obtenido préstamos contra los mismos ingresos dos veces o incluso tres. Claro que los banqueros… ignoran eso, aún.
Birgitte empezó a maldecir y después enmudeció de golpe. Dyelin contempló ceñuda el vino y en su mirada había intensidad suficiente para agriarlo. Aviendha apretó la mano de Elayne, de forma ligera y rápida. Los troncos chascaron en medio de una lluvia de chispas, algunas de las cuales casi llegaron a la alfombra.
—Habrá que tener vigiladas a las compañías de mercenarios. —Elayne alzó la mano para acallar a Birgitte. La otra mujer no había abierto la boca, pero el vínculo hablaba alto y claro—. Tendrás que encontrar en algún sitio hombres que se encarguen de la tarea. —¡Luz! ¡Parecía que estuvieran protegiéndose de tantas personas de dentro de la ciudad como de fuera!—. No harán falta muchos, pero hemos de saber si empiezan a actuar de forma rara o con mucho secreto, Birgitte. Puede que ésa sea la única advertencia que tengamos.
—Me estaba planteando qué hacer si una de las compañías se vendía —manifestó secamente Birgitte—. Saberlo no será suficiente a menos que cuente con hombres que corran hacia una puerta que sospeche que va a entregarse. La mitad de los soldados que hay en la ciudad son mercenarios y la mitad del resto son viejos que viven de su pensión desde hace unos cuantos meses. Cambiaré el destino de los servicios a intervalos irregulares. Les resultará más difícil entregar una puerta si no tienen la seguridad de dónde estarán apostados al día siguiente, pero eso no lo hará imposible.
Por más que protestara que no era un general había presenciado más batallas y asedios que cualesquiera diez generales vivos y sabía muy bien cómo se desarrollaban esos asuntos. Elayne casi deseó tener vino en la copa. Casi.
—¿Hay alguna posibilidad, maese Norry, de que los banqueros se enteren de lo que sabéis? Antes de que los préstamos se hagan efectivos. —Si se enteraban, algunos podrían decidir que preferían tener a Arymilla en el trono, ya que así ésta podría vaciar los cofres del país para saldar esos préstamos. Cabía la posibilidad de que hiciera tal cosa. Los mercaderes seguían los vientos de la política, soplaran hacia donde soplaran. De los banqueros se sabía que habían intentado influir en los acontecimientos.
—En mi opinión, no parece probable, milady. Tendrían que… eh… plantear las preguntas adecuadas a la gente adecuada, pero por lo general los banqueros son… eh… reservados unos con otros. Sí, me parece poco probable. De momento.
En cualquier caso no se podía hacer nada al respecto. Salvo decirle a Birgitte que podría surgir una nueva fuente para asesinos y raptores. Dada la dura expresión de su semblante y la repentina sensación funesta en el vínculo, ya había caído en la cuenta. Habría pocas posibilidades de mantener la escolta por debajo de cien mujeres ahora. Si es que la había habido en algún momento.
—Gracias, maese Norry —dijo Elayne—. Lo habéis hecho bien, como siempre. Informadme de inmediato si advertís alguna indicación de que los banqueros han planteado esas preguntas.
—Por supuesto, milady —murmuró el hombre, que inclinó la cabeza como haría una garceta al lanzarse sobre un pez—. Milady es muy amable.
Cuando Reene y Norry abandonaron la estancia —él sostuvo la puerta para la mujer a la par que hacía una reverencia un tanto más grácil de lo habitual, y ella respondió con una ligera inclinación de cabeza mientras pasaba ante él camino del corredor—, Aviendha no deshizo la salvaguardia que mantenía. Tan pronto como la puerta se cerró —en silencio, pues la salvaguardia ahogaba todo sonido—, anunció:
—Alguien ha intentado escuchar.
Elayne sacudió la cabeza. Imposible saber quién —¿una hermana Negra? ¿Una Allegada curiosa?—, pero al menos no había logrado su propósito. No es que fuera probable que alguien pudiera traspasar una salvaguardia de Aviendha, quizá ni siquiera los Renegados eran capaces, pero su hermana se lo habría advertido de inmediato si alguien lo hubiera conseguido.
Dyelin acogió el anuncio de Aviendha con menos aplomo y masculló algo sobre las mujeres de los Marinos. No se había alterado lo más mínimo al enterarse de la marcha de la mitad de las Detectoras de Vientos; encontrándose presentes Reene y Norry no. Pero ahora demandó saber todo lo ocurrido.
—Nunca confié en Zaida —gruñó cuando Elayne acabó de explicarlo—. Este acuerdo suena bien para el comercio, supongo, pero no me sorprendería si hubiese ordenado a una Detectora de Vientos que escuchara. Me parece una mujer que quiere estar enterada de todo, por si acaso puede serle de utilidad algún día. —Dyelin no solía mostrarse vacilante, pero ahora dudó mientras hacía girar la copa entre las palmas—. ¿Estás segura de que ese… faro no puede hacernos daño, Elayne?
—Todo lo segura que puedo estar, Dyelin. Si fuera a resquebrajar el mundo como una nuez, ya lo habría hecho a estas alturas. —Aviendha se echó a reír, pero Dyelin palideció. ¡Vaya! A veces una tenía que reírse aunque sólo fuera para no ponerse a llorar.
—Si nos demoramos mucho aquí después de que la señora Harfor y Norry se hayan marchado, alguien empezará a preguntarse por qué —dijo Birgitte. Gesticuló hacia las paredes señalando la salvaguardia que no podía ver, pero que sabía seguía allí. Las reuniones diarias con la doncella primera y el jefe amanuense siempre ocultaban algo más.
Todas se agruparon alrededor de Birgitte mientras ésta apartaba un par de cuencos de porcelana de los Marinos que había en una mesa lateral y sacó un mapa con muchos dobleces del interior de su chaqueta. Siempre lo llevaba allí, salvo mientras dormía, y entonces lo guardaba debajo de la almohada. Extendido, con copas vacías sobre las esquinas para sujetarlo, el mapa representaba Andor desde el río Erinin hasta la frontera entre Altara y Murandy. A decir verdad, se podría decir que mostraba toda la nación, ya que lo que había más al oeste sólo había estado bajo el control de Caemlyn a medias desde hacía generaciones. Para empezar, no era una obra maestra de cartografía y las arrugas emborronaban gran parte de los detalles, pero mostraba el terreno bastante bien, además de aparecer reseñados todos los pueblos y ciudades, calzadas, puentes y vados. Elayne apartó la taza hasta donde le llegaba el brazo para evitar derramarlo sobre el mapa por accidente y mancharlo más aún. Y para librarse de la asquerosa imitación de té.
—Los de las Tierras Fronterizas se han puesto en marcha —informó Birgitte mientras señalaba un punto en los bosques al norte de Caemlyn, por encima del límite territorial más septentrional de Andor—, pero no han cubierto mucho terreno. A este paso, habrá pasado un mes largo antes de que se acerquen a Caemlyn.
Dyelin giraba la copa de plata, prendida la mirada en el vino, y entonces alzó la vista de repente.
—Creía que vosotros, los norteños, estabais acostumbrados a la nieve, lady Birgitte. —Incluso en estos momentos tenía que sondear, y decirle que no lo hiciera sólo conseguiría que estuviera diez veces más segura de que Birgitte ocultaba algo y veinte veces más decidida a descubrir qué era.
Aviendha la miró ceñuda —cuando no se sentía apabullada con Birgitte a veces se convertía en feroz protectora de los secretos de la arquera—, pero la propia Birgitte sostuvo la mirada de Dyelin con gesto impasible, sin que el vínculo transmitiera atisbo de alarma. Había acabado sintiéndose cómoda con la mentira de sus orígenes.
—Hace mucho tiempo que no piso Kandor. —Aquello era la pura verdad, aunque el tiempo transcurrido era mucho más de lo que Dyelin podía imaginar. Por entonces ni siquiera existía un país llamado Kandor—. Pero no importa a lo que se esté acostumbrado. Mover en invierno a doscientos mil soldados, por no mencionar sólo la Luz sabe cuántos seguidores de campamento, se hace muy lento. Lo que es peor, envié a la señora Ocalin y a la señora Fote a visitar algunos pueblos situados a escasos kilómetros al sur de la frontera. —Sabeine Ocalin y Julanya Fote eran Allegadas que encauzaban—. Dicen que los aldeanos piensan que las gentes de las Tierras Fronterizas han acampado para pasar el invierno.
Elayne chasqueó la lengua mientras miraba ceñuda el mapa y seguía las distancias con un dedo. Había contado con la noticia sobre la presencia de la gente de las Tierras Fronterizas, ya que no con su apoyo. La noticia de un ejército de ese tamaño penetrando en Andor lo habría precedido como un incendio en una pradera seca. Sólo un necio habría pensado que habían recorrido todas esas centenares de leguas para intentar conquistar Andor, pero cualquiera que lo oyera se pondría a especular sobre sus intenciones y qué hacer con ellos, una opinión diferente en cada boca. Es decir, una vez que la nueva empezara a propagarse. Cuando ocurriera tal cosa, ella tendría ventaja sobre todos los demás. Para empezar, había acordado con los norteños que entraran en Andor, y también estaba arreglada su marcha.
La elección no había sido difícil. Detenerlos habría desembocado en derramamiento de sangre, si es que hubiera habido alguna posibilidad de hacerlo, y lo único que querían era una calzada para continuar viaje a Murandy, donde creían que encontrarían al Dragón Renacido. También eso era obra suya. Ocultaron la razón que tenían para buscar a Rand, y ella no estuvo dispuesta a proporcionarles una ubicación verdadera, sobre todo considerando que viajaba con ellos una docena de Aes Sedai y que también habían ocultado ese detalle. Pero una vez que la noticia de su avance llegara a oídos de las Cabezas Insignes…
—Tendría que funcionar —musitó—. Si es preciso, nosotras mismas sembraremos rumores sobre los norteños.
—Debería funcionar —convino Dyelin, que añadió con voz sombría: siempre y cuando Bashere y Bael mantengan bien controlados a sus hombres. Va a ser una mezcla explosiva las gentes de las Tierras Fronterizas, los Aiel y la Legión del Dragón agrupados todos a pocos kilómetros de distancia unos de otros. Y no veo forma de asegurarnos que los Asha’man no hagan una locura. —Terminó con una aspiración despectiva. A su entender, para elegir convertirse en Asha’man un hombre tenía que estar loco, de entrada. Aviendha asintió con la cabeza. Estaba en desacuerdo con Dyelin casi con tanta frecuencia como Birgitte, pero en lo concerniente a los Asha’man era algo en lo que coincidían.
—Me aseguraré de que la gente de las Tierras Fronterizas se mantenga a distancia de la Torre Negra —las tranquilizó Elayne, aunque ya había hecho lo mismo en ocasiones anteriores. Hasta Dyelin sabía que Bael y Bashere controlarían a sus fuerzas; ninguno de los dos hombres deseaba una batalla innecesaria y por supuesto Davram Bashere no lucharía contra sus compatriotas. Pero cualquiera tenía derecho a no sentirse seguro sobre los Asha’man y lo que éstos podrían hacer. Elayne deslizó el dedo desde la estrella de seis puntas que identificaba a Caemlyn hasta esos pocos kilómetros de terreno que los Asha’man habían usurpado. La Torre Negra no aparecía señalada en el mapa, pero sabía perfectamente dónde se ubicaba. Al menos era un punto bastante apartado de la calzada de Lugard. Dirigir a los norteños hacia el sur, a Murandy, sin perturbar a los Asha’man no sería difícil.
Apretó los labios al pensar que no debía perturbar a esos hombres, pero no había nada que hacer en ese asunto a corto plazo, de modo que apartó a un lado en su mente a los hombres de chaqueta negra. Las cosas que no podían solucionarse ahora, habría que solucionarlas más adelante.
—¿Y las demás? —No tuvo que ser más explícita. Seis grandes casas seguían sin decantarse, al menos a favor de Arymilla o de ella. Dyelin mantenía que todas acudirían finalmente a Elayne, pero hasta el momento no habían dado señales de hacerlo. Sabeine y Julanya también habían buscado noticias de esas seis. Las dos mujeres habían pasado los últimos veinte años como buhoneras y estaban acostumbradas a los viajes duros, a dormir en establos o bajo los árboles y a escuchar tanto lo que la gente no decía como lo que decía. Eran unas exploradoras perfectas. Sería una gran pérdida tener que cambiarlas para mantener abastecida la ciudad.
—Los rumores sitúan a lord Luan en una docena de sitios distintos, al este y al oeste. —Observando ceñuda el mapa surcado de arrugas como si la posición de Luan tuviera que aparecer marcada en él, Birgitte masculló una maldición más fuerte de lo que justificaba el momento, seguramente porque ahora no estaba la señora Harfor—. Siempre en el pueblo de más adelante o dos más allá. Lady Ellorien y lord Abelle parecen haber desaparecido por completo, por difícil que pueda ser tal cosa para una Cabeza Insigne. Al menos, la señora Ocalin y la señora Fote no han conseguido enterarse de la menor indicación sobre ellos o de ninguno de los mesnaderos de la casa Pendar o de la casa Traemane. Ni hombres ni caballos. Eso sí que es inusitado. Alguien ha estado realizando un gran esfuerzo.
—Abelle siempre fue un fantasma cuando quiso —murmuró Dyelin—, siempre capaz de pillarte desprevenida. Ellorien… —Se pasó los dedos por los labios y suspiró—. Esa mujer es demasiado llamativa para desaparecer. A menos que esté con Abelle o Luan. O con ambos. —Aquella idea no le gustaba, dijera lo que dijera.
—En cuanto a nuestros otros «amigos» —continuó Birgitte—, lady Arathelle cruzó la frontera de Murandy hace cinco días, aquí. —Tocó ligeramente el mapa, unos trescientos kilómetros al sur de Caemlyn—. Hace cuatro días, lord Pelivar la cruzó a unos ocho o diez kilómetros de ese punto, y lady Aemlyn aquí, a otros ocho o diez kilómetros.
—No van juntos —dijo Dyelin mientras asentía con la cabeza—. ¿Trajeron murandianos? ¿No? Estupendo. Podrían estar de camino a sus predios, Elayne. Si se distancian aún más entonces lo sabremos con seguridad. —Esas tres casas eran las que más ansiedad despertaban en ella.
—Sí, podrían dirigirse a casa —convino Birgitte, de mala gana como siempre que coincidía con Dyelin. Se echó la trenza sobre el hombro y la aferró casi como hacía Nynaeve—. Hombres y caballos deben de estar agotados después de marchar hasta Murandy en invierno, pero de lo único que podemos estar seguras es de que están en movimiento.
Aviendha resopló. Con su elegante vestido de terciopelo resultó un sonido sorprendente.
—Siempre hay que dar por hecho que el enemigo hará lo que uno no quiere que haga. Que decidirá lo que uno menos querría que hiciera. Y entonces hacer planes sobre eso.
—Aemlyn, Arathelle y Pelivar no son enemigos —protestó Dyelin sin demasiada convicción. Por mucho que creyera que su respaldo llegaría con el tiempo, esos tres habían anunciado su apoyo a la propia Dyelin para ocupar el trono.
Elayne no sabía de ninguna reina a la que hubiesen forzado a ocupar el solio —esa clase de cosas no se reflejarían en la historia, de todos modos—, pero Aemlyn, Arathelle y Pelivar parecían dispuestos a intentarlo y no con vistas a ganar poder para sí mismos. Dyelin no quería el trono, pero difícilmente sería una dirigente pasiva. El hecho es que el último año de reinado de Morgase Trakand había quedado marcado por un error garrafal tras otro, y pocos sabían o creían que durante ese tiempo hubiera estado cautiva de uno de los Renegados. Algunas casas querían a cualquiera en el trono salvo otra Trakand. O eso pensaban.
—¿Y qué es lo que menos querríamos que hicieran? —dijo Elayne—. Si se dispersan en sus respectivos predios, entonces estarán fuera del asunto hasta primavera cuando menos, y para entonces todo se habrá decidido. —Sería así, si la Luz quería—. Mas ¿y si continúan hasta Caemlyn?
—Sin los murandianos, no cuentan con suficientes mesnaderos para desafiar a Arymilla. —Birgitte se rascó la mejilla mientras estudiaba el mapa—. Si a estas alturas no saben que los Aiel y la Legión del Dragón no toman parte en esto, no tardarán en enterarse, pero querrán actuar con precaución. Ninguno de ellos parece tan necio como para provocar una lucha que no pueden ganar cuando no hay motivo que la haga necesaria. Yo diría que acamparán en algún punto al este o al sudeste, donde pueden seguir la marcha de los acontecimientos y tal vez influir en ellos.
Dyelin apuró el vino, que ya debía de estar frío, suspiró hondo y fue a llenar de nuevo la copa.
—Si vienen a Caemlyn —dijo en tono sombrío—, entonces es que esperan que Luan o Abelle o Ellorien se reúnan con ellos. Quizá los tres.
—En tal caso hemos de discurrir cómo impedirles que lleguen a Caemlyn antes de que nuestros planes fructifiquen, y sin crear una enemistad permanente con ellos. —Elayne se esforzó para que su voz sonara tan firme y segura como desanimada la de Dyelin—. Y hemos de planear qué hacer en caso de que lleguen aquí demasiado pronto. Si eso ocurre, Dyelin, tendrás que convencerlos de que la elección está entre Arymilla y yo. De otro modo, nos encontraremos en una maraña de la que quizá no salgamos nunca, y Andor con nosotras.
Dyelin emitió un sonido como si hubiese recibido un puñetazo. La última vez que las casas se habían dividido a partes iguales entre tres aspirantes al Trono del León había sido hacía casi quinientos años, y hubo siete años de guerra antes de que se coronara a una reina. Para entonces, las tres aspirantes originales habían muerto.
Sin pensarlo, Elayne cogió la taza y dio un sorbo. El té se había enfriado, pero el sabor a miel le inundó la boca. ¡Miel! Miró estupefacta a Aviendha y los labios de su hermana se curvaron en una ligera sonrisa. Una sonrisa de complicidad, como si Birgitte no supiera exactamente lo que había pasado. Ni siquiera su vínculo extrañamente aumentado llegaba a que saboreara lo mismo que Elayne, pero sin duda habría notado la sorpresa y el placer al probar el té. Puesta en jarras, adoptó una actitud de reproche. O más bien lo intentó, porque a su pesar también apareció una sonrisa en su rostro. De repente Elayne se dio cuenta de que el dolor de cabeza de Birgitte había desaparecido. Ignoraba cuándo se le había pasado, pero desde luego ya no estaba ahí.
—Esperar lo mejor y planear para lo peor —dijo—. A veces ocurre lo mejor.
Dyelin, ajena a lo de la miel o cualquier otra cosa que no fuera que las tres sonreían, resopló con fuerza.
—Y a veces no. Si tu avispado plan sale exactamente como se proyectó, Elayne, no necesitaremos a Aemlyn ni a Ellorien ni a los otros, pero es un juego terrible. Para que salga mal sólo hace falta que…
La hoja izquierda de la puerta se abrió para dar paso a una ráfaga de frío y a una mujer de mejillas sonrosadas, ojos gélidos y el nudo dorado de subteniente en el hombro. Quizás había llamado antes, pero si lo había hecho, la salvaguardia había tapado el sonido. Como Rasoria, Tzigan Sokorin había sido cazadora del Cuerno antes de unirse a la escolta de Elayne. Al parecer había habido cambio de guardia.
—La Sabia Monaelle desea ver a lady Elayne —anunció Tzigan mientras se ponía muy recta—. La señora Karistovan la acompaña.
A Sumeko podía decirle que la recibiría más tarde, pero no a Monaelle. La gente de Arymilla no pondrían obstáculos a una Aiel del mismo modo que no lo hacían con una Aes Sedai, pero sólo algo importante habría llevado a una Sabia a la ciudad. Birgitte también lo sabía y de inmediato se puso a doblar de nuevo el mapa. Aviendha dejó que el tejido de la salvaguardia se disipara y soltó la Fuente.
—Pídeles que pasen —dijo Elayne.
Monaelle no esperó a que Tzigan le diera paso; tan pronto como la salvaguardia desapareció, entró en la estancia en medio del tintineo de multitud de brazales de oro y marfil cuando se bajó el chal de los hombros al doblez de los brazos por la diferencia de temperatura. Elayne ignoraba la edad de Monaelle —las Sabias no se mostraban tan reticentes al tema de la edad como las Aes Sedai, pero lo soslayaban—, aunque por su aspecto no hacía mucho que había dejado atrás los años de madurez. Su cabello rubio, largo hasta la cintura, tenía reflejos rojizos, pero ni el menor atisbo de blanco. Baja para una Aiel, más que Elayne, con un rostro afable y maternal, apenas era bastante fuerte en el Poder para que se la hubiera aceptado en la Torre, pero esa fuerza no contaba entre las Sabias, y entre éstas ocupaba una posición muy alta. Y más para Elayne y Aviendha, pues había sido la matrona de su nacimiento como primeras hermanas. Elayne le dedicó una reverencia, sin hacer caso del sonido desaprobador de Dyelin, y Aviendha hizo una profunda inclinación, doblándose por encima de las manos. Aparte de las obligaciones debidas a su matrona según la costumbre Aiel, seguía siendo una aprendiza de Sabia, después de todo.
—Deduzco que vuestra necesidad de estar en privado ha acabado, ya que habéis quitado la salvaguardia —dijo Monaelle—, y es hora de que compruebe tu estado, Elayne Trakand. Debería hacerse dos veces al mes hasta el final del período. —¿Por qué miraba ceñuda a Aviendha? ¡Oh, Luz, el vestido de terciopelo!
—Y yo he venido para ver qué hace —añadió Sumeko, que entró detrás de la Sabia. Sumeko era una mujer imponente, de constitución sólida, con una mirada de confianza en sí misma; lucía un vestido de paño amarillo de buena confección, ceñido con cinturón rojo, y se adornaba el cabello, negro y liso, con peinetas de plata; un broche redondo, de plata y esmaltado, brillaba en el cuello alto del vestido. Podría haber pasado por una noble o una mercader próspera. Otrora había demostrado cierta timidez, al menos estando con Aes Sedai, pero ya no. Ni con Aes Sedai ni con soldados de la Guardia de la Reina—. Puedes irte —le dijo a Tzigan—. Esto no te concierne. —Ni con nobles, dicho fuera de paso—. Vos también podéis marcharos, lady Dyelin, y vos, lady Birgitte. —Miró a Aviendha, como considerando añadirla a la lista.
—Aviendha puede quedarse —manifestó Monaelle—. Está perdiéndose muchas clases y esto debe aprenderlo antes o después. —Sumeko asintió en conformidad, pero mantuvo una actitud de fría impaciencia hacia Dyelin y Birgitte.
—Lady Dyelin y yo tenemos asuntos que discutir —dijo Birgitte mientras se guardaba el mapa doblado dentro de la chaqueta roja y se encaminaba hacia la puerta—. Te contaré esta noche lo que se nos haya ocurrido, Elayne.
Dyelin le asestó una mirada cortante, casi tanto como la que había dirigido a Sumeko, pero dejó la copa de vino en una de las bandejas e hizo su habitual reverencia a Elayne, tras lo cual aguardó con visible impaciencia mientras Birgitte se acercaba a murmurar al oído de Monaelle algo, a lo que la Sabia respondió brevemente, pero en voz igualmente baja. ¿De qué cuchicheaban? Seguramente de la leche de cabra.
Una vez que la puerta se cerró tras Tzigan y las otras dos mujeres, Elayne ofreció mandar traer más vino, ya que el que había en las jarras estaba frío, pero Sumeko rechazó la oferta de forma cortante y Monaelle cortésmente aunque con aire ausente. La Sabia estaba estudiando a Aviendha con tal intensidad que la mujer más joven empezó a ponerse colorada y apartó la vista al tiempo que se aferraba la falda.
—No llames la atención a Aviendha a causa de su atuendo, Monaelle —dijo Elayne—. Fui yo quien le pidió que se lo pusiera, y ella accedió para hacerme un favor.
Fruncidos los labios, la Sabia reflexionó antes de contestar.
—Las primeras hermanas deben hacerse favores —respondió finalmente—. Conoces tu deber para con tu pueblo, Aviendha. Hasta ahora, has hecho bien una tarea difícil. Has de aprender a vivir en dos mundos, de modo que es adecuado que te acostumbres a llevar esas ropas. —Aviendha empezó a relajarse. Hasta que Monaelle continuó—: Pero no demasiado. De ahora en adelante, pasarás una noche en las tiendas cada tres días. Mañana puedes regresar conmigo. Te queda mucho que aprender aún antes de que te conviertas en Sabia, y eso es tu deber tanto como ser un cordón vinculante.
Elayne alargó la mano y tocó la de su hermana, y cuando Aviendha intentó soltarse tras darse un apretón, la mantuvo cogida. Aviendha vaciló un instante, pero después siguió agarrando la de Elayne. De un modo extraño, tener a Aviendha había servido de consuelo a Elayne por la ausencia de Rand; no sólo era una hermana, sino una hermana que también lo amaba. Podían compartir la fortaleza y hacerse reír una a la otra cuando habrían querido llorar, y podían llorar juntas cuando era necesario. Pasar sola una noche de cada tres seguramente significaría pasarse llorando una noche de cada tres. Luz, ¿qué estaba haciendo Rand? Aquel terrible faro en el oeste seguía resplandeciendo con tanta fuerza como al principio, y Elayne no dudaba ni por un momento que él se encontraba en el núcleo de aquello. En su vínculo no había cambiado ni una partícula, pero no tenía dudas.
De pronto se dio cuenta de que estaba apretando la mano de Aviendha con terrible fuerza y que Aviendha hacía otro tanto. Aflojaron las dos al tiempo, pero no se soltaron.
—Los hombres causan problemas aun estando ausentes —musitó Aviendha.
—Lo hacen, sí —convino Elayne.
El intercambio hizo sonreír a Monaelle. Era una de las pocas personas que sabían su vinculación con Rand y quién era el padre del bebé de Elayne. En cambio, ninguna de las Allegadas tenía noticias de ello.
—Creo que ya has dejado que un hombre te cause todos los problemas que podía, Elayne —comentó remilgadamente Sumeko. La Regla de las Allegadas seguía las normas para novicias y Aceptadas, prohibiendo no sólo los niños sino cualquier cosa que pudiera conducir a tenerlos, y la cumplían estrictamente. Otrora, una Allegada se habría tragado la lengua antes de sugerir a una Aes Sedai que no estaba a la altura de la Regla. No obstante, mucho era lo que había cambiado desde entonces—. Se supone que he de viajar a Tear hoy para traer un cargamento de grano y aceite mañana, y se está haciendo tarde; así que, si habéis acabado de hablar sobre hombres, sugiero que dejes que Monaelle empiece con lo que ha venido a hacer.
Monaelle situó a Elayne delante del hogar, lo bastante cerca para que el calor de los troncos casi consumidos resultara casi incómodo —era mejor si la madre estaba caliente, explicó—, y entonces el brillo del saidar la envolvió y se puso a tejer hilos de Energía, Fuego y Tierra. Aviendha observaba casi tan ávidamente como Sumeko.
—¿Qué es? —preguntó Elayne mientras el tejido se ceñía a su alrededor y se hundía en ella—. ¿Es como el Ahondamiento? —Todas las Aes Sedai que había en palacio le habían hecho el Ahondamiento, aunque sólo Merilille poseía suficiente destreza con la Curación para que sirviera de algo, pero ni ellas ni Sumeko habían sido capaces de decir mucho más aparte de que estaba embarazada. Sintió un ligero cosquilleo, una especie de zumbido en su interior.
—No seas tonta, muchacha —dijo con aire absorto Sumeko.
Elayne enarcó una ceja e incluso pensó ponerle el anillo de la Gran Serpiente debajo de la nariz a Sumeko, pero la mujer de mejillas redondas no pareció darse cuenta del gesto, así que quizá tampoco advirtiera el anillo. Estaba inclinada hacia adelante, escudriñando como si pudiera ver el tejido dentro del cuerpo de Elayne.
—Las Sabias aprendieron la Curación de mí —continuó—. Y de Nynaeve, supongo —concedió al cabo de un momento. Oh, Nynaeve habría estallado como los fuegos de artificios de los Iluminadores si hubiese oído eso. Claro que Sumeko la había aventajado hacía tiempo ya—. Y aprendieron la forma sencilla de las Aes Sedai. —Un resoplido desdeñoso, semejante al ruido de la lona al rasgarse, denotó lo que Sumeko pensaba de la forma «sencilla», la única clase de Curación que las Aes Sedai habían conocido durante miles de años—. Esto es algo propio de las Sabias.
—Se llama Acariciar al Bebé —explicó Monaelle con voz abstraída, centrada casi por completo en el tejido. Un simple Ahondamiento para saber qué aquejaba a alguien era sencillo, pensándolo bien y ya habría terminado a esas alturas, pero la Sabia cambió los flujos y el zumbido dentro de Elayne varió de tono a la par que penetraba más—. Podría ser parte de la Curación, una especie de Curación, pero nosotras lo conocemos desde antes de que se nos enviara a la Tierra de los Tres Pliegues. Algunos modos en que los flujos se utilizan son similares a lo que Sumeko Karistovan y Nynaeve al’Meara nos enseñaron. En Acariciar al Bebé se descubre la salud de la madre y la de la criatura, y cambiando los tejidos se pueden saber algunos problemas de cualquiera de los dos, pero no funcionan en una mujer que no esté embarazada. Ni, por supuesto, en un hombre.
El zumbido subió de intensidad hasta que a Elayne le pareció que todo el mundo tenía que estar oyéndolo. Tuvo la impresión de que los dientes le vibraban. Una idea anterior le volvió a la cabeza.
—¿Encauzar puede perjudicar a la criatura? Si encauzo yo, quiero decir.
—Igual que respirar. —Monaelle dejó que el tejido desapareciera y sonrió—. Llevas dos. Es demasiado pronto para saber el sexo, pero gozan de buena salud, y tú también.
¡Dos! Elayne compartió una gran sonrisa con Aviendha. Casi podía sentir el placer de su hermana. Iba a tener mellizos. Los bebés de Rand. Un niño y una niña, esperaba, o dos niños. Unas mellizas constituirían todo tipo de dificultades para la sucesión. Nadie había alcanzado la Corona de la Rosa con el respaldo de todo el mundo.
Sumeko hizo un ruido gutural mientras gesticulaba hacia Elayne con impaciencia, y Monaelle asintió.
—Hazlo exactamente como te he dicho y verás.
Observó cómo Sumeko abrazaba la Fuente y formaba el tejido y volvió a asentir. La rellena Allegada dejó que éste penetrara en Elayne y dio un respingo como si fuera quien sentía el zumbido.
—No tendrás que preocuparte por los mareos matinales —prosiguió Monaelle—, pero algunas veces encontrarás dificultades para encauzar. Puede que los hilos se te escapen como si tuvieran grasa o se diluyan como niebla, de modo que habrás de volver a intentarlo una y otra vez para realizar el tejido más simple o para mantenerlo. Esto puede ir empeorando a medida que el embarazo progrese, y no podrás encauzar en absoluto durante el parto y al dar a luz, pero la capacidad volverá justo después de que las criaturas nazcan. A no tardar, también tendrás el humor cambiante, si es que no ha empezado ya, llorosa en cierto momento y enfurecida al siguiente. El padre de tus bebés hará bien si actúa con prudencia y guarda las distancias todo lo posible.
—He oído que ya le ha dado un buen repaso esta mañana —murmuró Sumeko. Soltó el tejido, se puso derecha y se ajustó el cinturón rojo al talle—. Esto es extraordinario, Monaelle. Jamás pensé que hubiese un tejido que sólo se utilizara con una mujer embarazada.
Elayne había apretado los labios pero se limitó a comentar:
—¿Y todas esas cosas las sabes merced a este tejido, Monaelle? —Era mejor que la gente pensara que sus bebés eran de Doilan Mellar. Los hijos de Rand al’Thor se convertirían en dianas, se andaría a su caza por miedo o por odio o para aprovecharse, pero nadie daría importancia a los de Mellar, quizá ni el propio interesado. Era lo mejor y no había más que hablar.
Monaelle echó la cabeza hacia atrás y se rió con tantas ganas que tuvo que limpiarse las lágrimas con el chal.
—Todo eso lo sé por haber parido siete hijos y haber tenido tres esposos, Elayne Trakand. La habilidad de encauzar te escuda de los mareos matinales, pero también se paga en otros aspectos. Vamos, Aviendha, tú también tienes que probar. Con cuidado. Exactamente como lo hice yo.
Anhelante, Aviendha abrazó la Fuente, pero antes de que hubiese empezado a tejer los hilos soltó el saidar y volvió la cabeza para mirar fijamente la pared revestida de oscuros paneles. Hacia el oeste. Otro tanto hicieron Elayne y Monaelle y Sumeko. El faro que había resplandecido durante tanto tiempo acababa de desvanecerse. Un momento antes estaba allí, estaba aquella llamarada rugiente de saidar, y de pronto desapareció como si jamás hubiese existido. El generoso busto de Sumeko se alzó cuando la mujer inhaló hondo.
—Creo que algo muy maravilloso o muy terrible ha ocurrido hoy —musitó—. Y creo que me da miedo descubrir cuál de las dos cosas ha sido.
—Maravilloso —manifestó Elayne. Había acabado, fuera lo que fuera, y Rand seguía vivo. Eso era suficientemente maravilloso.
Monaelle la observó con aire interrogante. Sabiendo como sabía lo del vínculo, podía desentrañar el resto, pero la Sabia se limitó a toquetear uno de sus collares con aire pensativo. En cualquier caso, se lo sacaría a Aviendha a no tardar.
Una llamada a la puerta las hizo dar un brinco a todas. A todas salvo a Monaelle, mejor dicho. La Sabia, fingiendo no haber reparado en el sobresalto de las otras mujeres, se centró algo más de lo necesario en ajustarse el chal, cosa que resaltó la diferencia. Sumeko tosió para disimular su turbación.
—Adelante —dijo Elayne en voz alta. Hacía falta gritar casi para que se oyera a través de la puerta aun sin una salvaguardia.
Caseille asomó la cabeza, con el sombrero en la mano, y después entró y cerró cuidadosamente la puerta tras ella. La puntilla blanca del cuello y los puños resplandecía de limpia, así como la que orlaba la banda, y el peto brillaba como si estuviera recién bruñido, pero obviamente había vuelto al servicio nada más asearse y cambiarse tras el viaje.
—Disculpad la interrupción, milady, pero pensé que deberíais saberlo de inmediato. Las mujeres de los Marinos están frenéticas, las que siguen aquí. Al parecer una de sus aprendizas no aparece.
—¿Qué más? —preguntó Elayne. La desaparición de una aprendiza ya era bastante malo, pero en el semblante de Caseille había algo que anunciaba algo más.
—La guardia Azeri acaba de informarme que vio a Merilille Sedai abandonando el palacio hace tres horas —explicó a regañadientes Caseille—. Merilille y una mujer que iba con capa y embozada. Cogieron caballos y una mula cargada con bultos. Yurith dice que la otra mujer tenía las manos tatuadas. Milady, nadie tenía instrucciones de vigilar si…
Elayne hizo un ademán para que no siguiera.
—Nadie hizo nada malo, Caseille. No se culpará a nadie. —No entre las guardias, al menos. Menudo lío. Talaan y Metarra, las dos aprendizas de Detectoras de Vientos, eran muy fuertes en el Poder, y si Merilille había podido convencer a cualquiera de las dos de que intentara hacerse Aes Sedai, también se habría convencido a sí misma de que llevar a la chica a donde se la pudiera apuntar en el libro de novicias era razón suficiente para eludir su propia promesa de enseñar a las Detectoras de Vientos. Que estarían más que molestas por perder a Merilille y más que furiosas por la desaparición de la aprendiza. Ellas sí que culparían a cualquiera que se les pusiera delante, y a Elayne a quien más.
—¿Se ha extendido la noticia de lo de Merilille? —preguntó.
—Aún no, milady, pero quienquiera que ensillara sus caballos y cargara la mula no se morderá la lengua. Los mozos de establo no tienen mucho sobre lo que chismorrear. —En tal caso, más que un lío lo que había era un fuego en la broza, y muy pocas posibilidades de apagarlo antes de que se extendiera a los graneros.
—Espero que cenes conmigo más tarde, Monaelle, pero ahora tendrás que excusarme —dijo Elayne. Ni que tuviera obligación con su matrona ni que no, no esperó respuesta de la mujer. Tratar de apagar el fuego podría bastar para que no se prendieran los graneros. Quizá—. Caseille, informa a Birgitte y dile que quiero que envíe una orden a las puertas de inmediato por si ven a Merilille. Lo sé, lo sé, quizás ha salido ya de la ciudad, y de todos modos los guardias no cerrarían el paso a una Aes Sedai, pero tal vez sí puedan retrasarla o asustar a su compañera para que vuelva a la ciudad a esconderse. Sumeko, ¿quieres pedir a Reanne que asigne a todas las Allegadas que no pueden Viajar para que busquen por la ciudad? Es una esperanza remota, pero Merilille podría haber pensado que era muy tarde ya para emprender viaje. Que comprueben en todas las posadas, incluida El Cisne de Plata, y…
Esperaba que Rand hubiese hecho algo maravilloso ese día, pero no podía perder tiempo ahora ni siquiera para pensar en eso. Tenía que ganarse un trono y vérselas con unas Atha’an Miere furiosas antes de que descargaran su ira en ella, esperaba. En resumen, el día estaba transcurriendo como cualquier otro desde que había regresado a Caemlyn, lo que significaba que tenía trabajo a manos llenas.