22 Una respuesta

Pevara esperó con cierta impaciencia mientras la delgada Aceptada colocaba la bandeja de plata a un lado de la mesa y retiraba el paño que cubría el plato de pasteles. Baja y de rostro serio, Pedra no se mostraba remolona ni resentida por tener que pasar la mañana haciendo recados para una Asentada, sino que simplemente realizaba su trabajo con meticulosidad y cuidado, unas cualidades útiles que debían fomentarse. Aun así, cuando la Aceptada preguntó si servía el vino, Pevara contestó con un timbre de voz un tanto seco.

—Lo haremos nosotras mismas, pequeña. Puedes esperar en la antesala. —Estuvo a punto de mandarle que volviera a sus estudios.

Pedra extendió la blanca falda con bandas de colores en una grácil reverencia sin dar la menor señal de aturullamiento como las Aceptadas solían hacer a menudo cuando una Asentada denotaba irritabilidad. Con demasiada frecuencia, las Aceptadas interpretaban cualquier acritud en la voz de una Asentada como una opinión sobre su entrenamiento para alcanzar el chal, como si las Asentadas no tuvieran otras preocupaciones.

Pevara esperó hasta que la puerta se cerró detrás de Pedra y sonó el chasquido del picaporte, antes de asentir con aprobación.

—Ésa será ascendida a Aes Sedai pronto —afirmó. Era satisfactorio cuando cualquier mujer conseguía el chal, pero sobre todo cuando las posibilidades de la mujer no habían sido muy prometedoras al principio. Los pequeños placeres parecían los únicos disponibles en la actualidad.

—Pero no será una de nosotras, creo —fue la respuesta de su sorprendente invitada, que se volvió dejando su examen de la hilera de miniaturas de la familia muerta de Pevara que había sobre la repisa de mármol tallado de la chimenea—. No está segura respecto a los hombres. Creo que la ponen nerviosa.

Ciertamente Tarna nunca perdía los nervios por los hombres ni por casi nada, al menos desde que había alcanzado el chal hacía justo veinte años. Pevara recordaba una novicia muy nerviosa, pero la mujer de cabello claro y ojos azules se mostraba ahora firme como una roca. Y casi tan cálida como una roca en invierno. Aun así, había algo en aquella cara fría y orgullosa, algo en el gesto de la boca, que la hacía parecer inquieta esa mañana. Pevara no alcanzaba a imaginar qué podía poner nerviosa a Tarna Feir.

Sin embargo, la cuestión era por qué había ido a verla. Rozaba la incorrección que hiciera una visita privada a cualquier Asentada, en particular una Roja. Tarna seguía conservando sus habitaciones allí, en el sector del Ajah Rojo, pero mientras tuviera su nueva posición ya no formaba parte de él a despecho del bordado carmesí de su vestido gris oscuro. Retrasar el traslado a sus nuevos aposentos podía interpretarse como una muestra de delicadeza por quienes no la conocieran.

Cualquier cosa fuera de lo habitual despertaba el recelo de Pevara desde que Seaine la había arrastrado a su cacería del Ajah Negro. Y Elaida confiaba en Tarna, del mismo modo que había confiado en Galina; era prudente ser muy cautelosa con cualquiera que gozara de la confianza de Elaida. Sólo pensar en Galina —¡así la Luz la abrasara para siempre!— todavía le daba dentera, pero había una segunda conexión. Galina había mostrado un interés especial en Tarna siendo ésta novicia. Cierto, Galina se había interesado en cualquier novicia o Aceptada que pensaba que podría unirse a las Rojas, pero era otra razón para ser cautelosa.

Ni que decir tiene que Pevara no dejó traslucir nada en su expresión. Llevaba demasiados años siendo Aes Sedai para caer en eso. Sonriente, tomó la jarra de plata de cuello alto que había en la bandeja y que soltaba un dulce aroma a especias.

—¿Aceptas un poco de vino, Tarna, con mi felicitación por haber sido ascendida?

Con la copa de plata en la mano, tomaron asiento en unos sillones adornados con tallas espirales, un estilo que había pasado de moda en Kandor hacía casi cien años, pero que a Pevara le gustaba. No veía razón para cambiar muebles o cualquier otra cosa por seguir los caprichos de la moda. Los sillones le habían servido desde que se habían hecho y resultaban cómodos añadiendo unos cuantos cojines. No obstante, Tarna se sentó rígidamente al borde del asiento. Nadie habría tachado su actitud de lánguida, pero era indudable que se sentía incómoda.

—No estoy segura de que se me pueda felicitar por ello —dijo mientras toqueteaba la estrecha estola roja colgada a su cuello. El tono exacto no estaba prescrito, salvo que cualquiera que lo viera debía denominarlo rojo, y ella había escogido un intenso escarlata que casi brillaba—. Elaida insistió y no me pude negar. Han cambiado muchas cosas desde que dejé la Torre, tanto dentro como fuera. Alviarin hizo que todas miraran con… cautela a la Guardiana. Sospecho que algunas querrán que se la azote cuando regrese por fin. Y Elaida… —Hizo una pausa para beber vino, pero luego bajó la copa y reanudó la conversación siguiendo otro derrotero—. A menudo he oído tildarte de poco convencional. Incluso he oído que una vez dijiste que te gustaría tener un Guardián.

—Se me han llamado cosas peores que «poco convencional» —repuso Pevara con sequedad. ¿Qué había estado a punto de decir sobre Elaida? Por su modo de expresarse cualquiera pensaría que, por ella, habría rechazado la estola de Guardiana. Extraño. Tarna no era precisamente tímida ni apocada. Callarse sería lo mejor; sobre todo respecto a los Guardianes. Debía de haber hablado demasiado si eso era tema de chismorreos. Además, si se guardaba silencio el tiempo suficiente, la otra persona siempre acababa hablando aunque sólo fuera para llenar el vacío. Se podían descubrir muchas cosas con el silencio. Bebió lentamente su vino. Tenía demasiada miel para su gusto, y poco jengibre.

Todavía muy tiesa, Tarna se levantó y se dirigió a la chimenea, donde se quedó de pie observando las miniaturas colocadas en sus soportes lacados en blanco. Alzó la mano para tocar uno de los óvalos de marfil, y Pevara sintió que los hombros se le ponían en tensión a despecho de sí misma. Georg, su hermano más pequeño, sólo tenía doce años cuando había muerto en una revuelta de Amigos Siniestros. En su familia no se habían podido permitir el lujo de tener miniaturas de marfil, pero cuando dispuso de dinero encontró a un pintor que supo captar sus recuerdos. Un crío muy guapo, Georg, alto para su edad y sin pizca de miedo. Mucho después del suceso Pevara se enteró cómo había muerto su hermano menor. Con un cuchillo en la mano, plantado junto al cadáver de su padre e intentando proteger a su madre de la chusma. Cuántos años habían pasado. En cualquier caso todos habrían muerto ya mucho tiempo atrás, y también sus hijos y sus nietos. Pero ciertos odios no morían nunca.

—Tengo entendido que el Dragón Renacido es ta’veren —dijo finalmente Tarna, aún con la mirada fija en el retrato de Georg—. ¿Crees que altera las probabilidades en cualquier parte? ¿O somos nosotros quienes cambiamos el futuro, paso a paso, hasta que nos encontramos donde jamás habíamos esperado estar?

—¿Qué quieres decir? —inquirió Pevara en un tono algo más seco de lo que habría querido. No le gustaba que la otra mujer contemplara con tanta atención el retrato de su hermano mientras hablaba de un hombre que podía encauzar, aunque fuese el Dragón Renacido. Se mordió el labio para no decirle a Tarna que se volviera y la mirara a ella. No se podía leer la expresión de una cara cuando esa persona estaba de espaldas.

—No preví grandes dificultades en Salidar. Y tampoco un gran éxito, pero me he encontrado con… —¿Había sacudido la cabeza o simplemente había variado el ángulo desde el que miraba la miniatura? Habló despacio, pero con un trasfondo de urgencia recordada—. Había dejado a una adiestradora de palomas a un día de distancia del pueblo, pero me costó menos de medio día regresar y reunirme con ella, y después de soltar las aves con copias de mi informe, seguí adelante tan deprisa que tuve que pagar y despedir a la mujer porque no podía seguir el ritmo. No sé cuántos caballos utilicé. A veces el animal estaba tan agotado que tuve que enseñar mi anillo para que en un establo me lo admitieran a cambio de otro, aun poniendo dinero. Y a causa de viajar tan deprisa llegué a un pueblo en Murandy al tiempo que un… grupo de reclutamiento. Si no hubiese estado tan asustada por la Torre por lo que había visto en Salidar, habría cabalgado a Ebou Dar y tomado un barco para Illian y después río arriba, pero la idea de llegar tan al sur en lugar de dirigirme al norte, de esperar una embarcación, me hizo salir como una flecha hacia Tar Valon. Y así fue como coincidí en aquel pueblo con ellos y los vi.

—¿A quiénes, Tarna?

—A los Asha’man. —La mujer se volvió entonces. Sus ojos seguían siendo como hielo azul, pero había tirantez en ellos. Sujetaba la copa con las dos manos, como si tratara de absorber el calor—. Entonces no sabía lo que eran, claro, pero reclutaban abiertamente hombres para seguir al Dragón Renacido, y me pareció aconsejable escuchar antes de decir nada. Menos mal que lo hice así. Había seis de ellos, Pevara, seis hombres con chaquetas negras. Dos que lucían unos alfileres de plata en forma de espada prendidos en el cuello de la chaqueta estaban probando a los hombres para saber si se les podía enseñar a encauzar. Oh, eso no lo dijeron de inmediato. Blandir los rayos, lo llamaban. Blandir los rayos y cabalgar en el trueno. Pero resultó muy claro para mí, ya que no para los necios, de lo que hablaban.

—Sí, menos mal que no dijiste nada —musitó Pevara—. Seis varones encauzando serían algo más que simplemente peligrosos para una hermana sola. Nuestros informadores se refieren mucho a esos grupos de reclutamiento, que han aparecido desde Saldaea hasta Tear, pero nadie parece tener idea de cómo frenarlos. —Estuvo a punto de morderse el labio otra vez. Ése era el problema de hablar. A veces se decía más de lo que habría querido decirse.

Curiosamente, su comentario relajó en parte la tirantez de Tarna, que volvió a su asiento y se recostó, aunque aún quedaba un atisbo de cautela en su actitud. Eligió las palabras con cuidado, haciendo pausas para llevarse la copa a los labios, si bien, que viera Pevara, en realidad no bebió.

—Tuve mucho tiempo para pensar mientras iba en el barco fluvial, río arriba. Mucho, después de que el estúpido capitán nos hizo encallar una vez con tanta fuerza que se abrió un agujero en el casco. Pasé días intentando tomar otro barco después de que llegáramos a la orilla, y más días para encontrar un caballo. El hecho de que se hubiesen enviado seis de esos hombres a un pueblo acabó por convencerme. Oh, y también que la zona del entorno no fuera muy populosa. Creo… Creo que es demasiado tarde.

—Elaida piensa que se los puede amansar a todos —comentó Pevara, sin comprometerse. Ya se había expuesto demasiado.

—¿Amansarlos? ¿Cuando pueden enviar seis a un pequeño pueblo y Viajar? Que yo vea, sólo hay una solución. Nosotras… —Tarna respiró hondo, toqueteando de nuevo la brillante estola roja, pero ahora parecía más un gesto de pesar que para ganar tiempo—. Las hermanas Rojas han de tomarlos como Guardianes, Pevara.

Aquello era tan sorprendente que Pevara parpadeó. De haber estado un poco menos controlada, se habría quedado boquiabierta.

—¿Bromeas?

Aquellos helados ojos azules sostuvieron su mirada sin vacilar. Lo peor había pasado —lo inconcebible dicho en voz alta—, y Tarna volvía a ser una mujer de piedra.

—Esto no es algo para tomarse a broma. La otra opción es dejarlos sueltos a su albedrío. ¿Qué otra cosa se puede hacer? Las hermanas Rojas están acostumbradas a enfrentarse a ese tipo de hombres y preparadas para correr los riesgos que hagan faltan. Cualquier otra se encogería. Cada hermana tendrá que tomar más de uno, pero las Verdes parecen manejar muy bien esa situación. Sin embargo, creo que las Verdes se desmayarían si se les sugiriese algo así. Nosotras… Las hermanas Rojas harán lo que tenga que hacerse.

—¿Se lo has mencionado a Elaida? —inquirió Pevara, y Tarna sacudió la cabeza con impaciencia.

—Elaida cree lo que tú has dicho. Ella… —La mujer rubia miró ceñuda su vino antes de proseguir—. Con frecuencia, Elaida cree lo que quiere creer y ve lo que quiere ver. Intenté sacar el tema de los Asha’man el primer día tras mi regreso. Nada de sugerir la vinculación; a ella no. No soy estúpida. Me prohibió que los mencionara ante ella. Pero tú eres… poco convencional.

—¿Y piensas que se los puede amansar después de que estén vinculados? No sé lo que algo así podría hacer con la hermana que compartiera el vínculo, y a decir verdad no quiero saberlo. —Pevara comprendió que ahora era ella la que intentaba ganar tiempo. Cuando había empezado la conversación no tenía idea qué derroteros iba a tomar, pero habría apostado todo cuanto poseía a que nunca habría llegado a esto.

—Tal podría ser el final y quizá resultara imposible —repuso fríamente la otra mujer. Era una piedra—. En cualquier caso, no veo otro modo de manejar a esos Asha’man. Las hermanas Rojas han de vincularlos como Guardianes. Si existe la posibilidad, yo estaré entre las primeras, pero ha de hacerse.

Se quedó sentada, bebiendo tranquilamente el vino, y durante unos largos segundos Pevara sólo fue capaz de mirarla consternada. Nada de lo que Tarna había dicho probaba que no fuera del Ajah Negro, pero tampoco podía desconfiar de todas las hermanas que no pudiesen probarlo. Bueno, podía hacerlo y lo hacía, en lo tocante al tema del Negro, pero había otros asuntos de los que tenía que ocuparse. Era una Asentada, no sólo un sabueso. Debía pensar en la Torre Blanca y en las Aes Sedai que se encontraban lejos de la Torre. Y en el futuro.

Metió los dedos en la escarcela bordada y sacó un trozo de papel enrollado en un tubo fino. Tenía la impresión de que debería resplandecer con letras de fuego. Hasta ese momento, era una de las dos mujeres en la Torre que sabían lo que había escrito en él. Aun después de haberlo sacado, vaciló antes de tendérselo a Tarna.

—Esto procede de uno de nuestros agentes en Cairhien, pero lo envió Toveine Gazal.

Los ojos de Tarna se alzaron hacia el rostro de Pevara cuando ésta mencionó el nombre de Toveine, y después bajaron de nuevo para leer el papel. Su rostro pétreo no cambió siquiera una vez que terminó y dejó que el papel se enrollara en su mano.

—Esto no cambia nada —dijo, impasible, fríamente—. Sólo hace más urgente mi sugerencia.

—Por el contrario, esto lo cambia todo. —Pevara suspiró—. Cambia el mundo entero.

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