9 Trampas

Y se quejó de nuevo de que las otras Sabias son tímidas —concluyó Faile en un tono sumiso mientras acomodaba mejor el cesto alto que portaba sobre un hombro y cargaba alternativamente el peso en uno y otro pie sobre la embarrada nieve. El cesto no pesaba mucho aunque iba repleto de ropa sucia, y su túnica blanca era de paño grueso y cálido, además de llevar debajo dos camisolas, pero las botas de suave cuero, decoloradas para que quedaran blancas también, apenas protegían de la fría nieve derretida—. Se me ordenó que informara lo que la Sabia Sevanna decía exactamente —se apresuró a añadir. Someryn era una de las «otras» Sabias, y su boca se había curvado hacia abajo al oír la palabra «tímidas».

Con los ojos bajos, era lo único que Faile alcanzaba a ver del rostro de Someryn. A los gai’shain se les exigía mantener una actitud humilde, sobre todo si no eran Aiel, y aunque miró hacia arriba a través de las pestañas para atisbar la expresión de la Sabia, la otra mujer era más alta que muchos hombres, aun que los Aiel; una gigantona de cabello amarillo que la superaba mucho en estatura. Lo que veía principalmente era el enorme busto de Someryn, con el inicio de los senos expuesto al llevar los lazos de la blusa sueltos hasta la mitad de la pechera, aunque en parte se lo cubría la ingente colección de collares cuajados de gotas de fuego, esmeraldas, rubíes y ópalos, tres hilos de gruesas perlas de longitud escalonada y cadenas de oro de intrincado diseño. A la mayoría de las Sabias parecía caerles mal Sevanna, que «hablaba en nombre del jefe» hasta que se eligiera a un nuevo jefe de clan, un suceso que no era probable que tuviese lugar pronto, e intentaban debilitar su autoridad cuando no peleaban entre ellas o formaban camarillas, pero muchas compartían con Sevanna su gusto por las joyas de las tierras húmedas y algunas incluso habían empezado a llevar anillos, como ella. Someryn lucía en la mano derecha un enorme ópalo que emitía destellos rojizos cada vez que la mujer se ajustaba el chal, y en la izquierda un gran zafiro rodeado de rubíes. Sin embargo no había adoptado las ropas de seda. Llevaba una blusa de sencillo algode blanco, del Yermo, y la falda y el chal eran de grueso paño tan oscuro como el pañuelo doblado que le ceñía las sienes para apartarse de la cara el rubio cabello, largo hasta la cintura. El frío no parecía incomodarla lo más mínimo.

Ambas se encontraban justo detrás de lo que Faile creía que era el límite entre el campamento Shaido y el de los gai’shain —el de los prisioneros—, aunque en realidad no había dos campamentos. Unos cuantos gai’shain dormían entre los Shaido, pero a los demás los mantenían en el centro de las tiendas a menos que estuvieran haciendo algún trabajo asignado, lejos del acicate de la libertad, cual ganado cercado por un muro de Shaido. Casi todos los hombres y mujeres que pasaban junto a ellas llevaban las ropas blancas de gai’shain, aunque pocas tan finamente tejidas como las que cubrían a Faile. Habiendo tantos a los que vestir, los Shaido arramblaban con cualquier tela blanca que encontraban, de modo que algunos se envolvían en capas de tosco lino o de felpa o incluso de la áspera tela para tiendas, y muchos de los ropajes estaban manchados con barro u hollín. Sólo de vez en cuando uno de los gai’shain tenía la estatura y los ojos claros de un Aiel. La vasta mayoría eran amadicienses de tez rubicunda, altaraneses de piel olivácea y pálidos cairhieninos, junto con algún que otro mercader de Illian o Tarabon o cualquier otra procedencia que habían tenido la mala fortuna de encontrarse en el peor lugar en el peor momento. Los cairhieninos eran los que llevaban más tiempo prisioneros y estaban más resignados a su situación, aparte del puñado de Aiel vestidos de blanco, pero todos mantenían los ojos bajos e iban a ocuparse de sus tareas todo lo deprisa que les permitía la nieve y el barro. De los gai’shain se esperaba humildad y obediencia, así como entusiasmo en adoptar ambas. Todo lo que fuera menos tenía por resultado recordatorios dolorosos.

A Faile le habría gustado apresurarse también. Lo de los pies fríos sólo era una pequeña parte de ese deseo; y menos aún lo eran las ganas de lavar la ropa de Sevanna. Demasiados ojos podían verla plantada allí, a la vista de todos, con Someryn; y, a pesar de que la profunda capucha le tapaba la cara, el ancho cinturón de brillantes cadenas doradas que le ceñía la cintura, así como el corto collar a juego, la señalaban como uno de los sirvientes de Sevanna. Nadie los llamaba así —a los ojos de los Aiel, ser sirviente resultaba denigrante—, pero es lo que eran, al menos los habitantes de las tierras húmedas, sólo que sin sueldo, con menos derechos y menos libertad que cualquier criado de los que había oído hablar. Antes o después, Sevanna acabaría enterándose de que las Sabias paraban a sus gai’shain para hacerles preguntas. Sevanna tenía más de cien sirvientes y seguía aumentando ese número, y Faile estaba segura de que hasta el último de ellos repetía a las Sabias cada palabra que la oían pronunciar.

Era una trampa brutalmente eficaz. Sevanna era una dura ama, de un modo muy particular; no hablaba con brusquedad y rara vez denotaba cólera, pero la más pequeña infracción, el menor desliz en la actitud y el comportamiento, se castigaba de inmediato con la vara o la correa, y todas las noches se escogía entre todos los gai’shain a los cinco que la hubiesen complacido menos ese día y se les administraban más castigos, a veces dejándolos atados y amordazados toda la noche además de golpearlos, sólo para estimular el buen comportamiento en los demás. Faile no quería pensar lo que esa mujer ordenaría como castigo para un espía. Por otro lado, las Sabias habían dejado claro que cualquiera que no contase lo que oía, cualquiera que intentara ocultar o reservarse parte de algo, afrontaría un futuro incierto, seguramente acabar en una fosa poco profunda. Dañar a un gai’shain más allá de lo permitido por los límites de la disciplina era una violación del ji’e’toh, la trama de honor y obligación que gobernaba las vidas de los Aiel, pero por lo visto los gai’shain de las tierras húmedas parecían quedar fuera de varias normas.

Antes o después, un lado u otro de la trampa se cerraría de golpe. Lo que hasta ahora había mantenido abiertas las fauces del cepo era que los Shaido parecían considerar a sus gai’shain de las tierras húmedas como un tiro de carro o una manada de animales, aunque a decir verdad los animales recibían mucho mejor trato. De vez en cuando un gai’shain intentaba escapar, pero, aparte de eso, los amos se limitaban a darles comida y refugio, hacerlos trabajar y castigarlos si flaqueaban. Las Sabias no esperaban que desobedecieran, Sevanna no esperaba que la espiaran, como no esperarían que un caballo de tiro se pusiera a cantar. Sin embargo, antes o después… Y ésa no era la única trampa en la que Faile estaba pillada.

—Sabia, no tengo nada más que informar —murmuró al ver que Someryn guardaba silencio. A menos que uno estuviese completamente loco, no dejaba plantada a una Sabia hasta que ella daba su permiso—. La Sabia Sevanna habla sin tapujos delante de nosotros, pero apenas dice nada.

La mujer alta siguió callada, y al cabo de unos instantes interminables Faile se atrevió a alzar los ojos un poco más. Someryn miraba fijamente algo por encima de la cabeza de Faile y se había quedado boquiabierta por la estupefacción. Fruncido el ceño, Faile cambió el cesto que llevaba al hombro y miró hacia atrás, pero no vio nada que justificase la expresión de Someryn, sólo el extenso campamento, con las tiendas bajas y oscuras de los Aiel mezcladas con otras picudas y de cualquier otro estilo, la mayoría en tonos de un sucio blanco o pardo claro, otras verdes o azules o rojas o incluso a rayas. Los Shaido cogían todo lo que tenía valor cuando atacaban, todo lo que podría ser de utilidad, y nunca dejaban nada que se pareciese a una tienda.

Tal como estaban las cosas, apenas tenían refugios suficientes donde guarecerse. Había diez septiares reunidos allí, más de setenta mil Shaido y casi otros tantos gai’shain según sus cálculos. Pero dondequiera que mirara sólo veía el ajetreo de siempre: Aiel con ropas oscuras ocupándose de sus cosas entre los cautivos vestidos de blanco que iban apresuradamente de aquí para allí. Un herrero manejaba el fuelle de la forja delante de una tienda abierta, con las herramientas colocadas sobre una piel de toro curtida; los niños conducían hatos de baladoras cabras ayudándose con varas; una mercader exhibía sus productos en un pabellón abierto de lona amarilla, desde candeleros dorados y cuencos de plata hasta ollas y teteras de hierro, todo procedente de saqueos. Un hombre delgado, que conducía un caballo por la rienda, hablaba con una Sabia de cabello canoso, llamada Masalin, sin duda buscando una cura para alguna dolencia que tuviera el animal a juzgar por la forma que señalaba el vientre del caballo una y otra vez. Nada que dejara boquiabierta a Someryn.

Justo cuando Faile iba a girar de nuevo la cabeza, reparó en una Aiel de cabello negro que miraba al otro lado. No sólo era oscuro el cabello, sino negro como ala de cuervo, algo muy raro entre los Aiel. Incluso viéndola de espaldas le pareció reconocer a Alarys, otra de las Sabias. Había más de cuatrocientas Sabias en el campamento, pero Faile había aprendido enseguida a conocerlas de vista. Confundir a una Sabia con una tejedora o una alfarera era el modo más rápido de ganarse unos varazos.

Podría no haber significado nada que Alarys estuviera completamente inmóvil y mirando en la misma dirección que Someryn, o incluso que hubiese dejado resbalar el chal al suelo, sólo que detrás de ella Faile reconoció a otra Sabia, también con la vista prendida en el noroeste y soltando cachetadas a los que pasaban por delante. Ésa tenía que ser Jesain, una mujer a la que se habría llamado baja aunque no fuese Aiel, con una densa melena de cabello tan rojo que haría parecer pálido el fuego en comparación y con un carácter en consonancia. Masalin hablaba con el hombre del caballo y gesticulaba hacia el animal. Ella no encauzaba, pero tres Sabias que sí tenían esa capacidad miraban en la misma dirección. Sólo una cosa podía explicarlo: estaban viendo encauzar a alguien allí arriba, en la boscosa cresta del monte que había más allá del campamento. Si fuera una Sabia encauzando no las habría hecho mirar fijamente. ¿Sería una Aes Sedai? ¿O más de una? Mejor no dejar que su esperanza despertara. Era demasiado pronto.

Un tortazo la hizo tambalearse y estuvo a punto de soltar el cesto.

—¿Qué haces ahí plantada como un zoquete? —gruñó Someryn—. Sigue con tu trabajo. ¡Ve, antes de que te…!

Faile se marchó, sujetando el cesto con una mano y con la otra remangando el repulgo de la túnica para que no rozara en la embarrada nieve, todo lo deprisa que podía sin resbalar y caer en el fango. Someryn nunca golpeaba a nadie y jamás levantaba la voz. Si había hecho ambas cosas, más valía alejarse de ella cuanto antes. Sumisa y obedientemente.

El orgullo la instaba a mantener una actitud de fría rebeldía, una tranquila negativa a doblegarse, pero el sentido común le advertía que si lo hacía se encontraría vigilada el doble que ahora. Los Shaido tomarían a los gai’shain de las tierras húmedas como animales domésticos, pero no eran ciegos del todo. Tenían que pensar que había aceptado la cautividad como algo inexorable si quería tener una oportunidad de escapar, y eso no se le iba de la cabeza. Cuanto antes, mejor. Desde luego, antes de que Perrin los alcanzara. En ningún momento había dudado que Perrin los seguía, que la encontraría de un modo u otro —¡ese hombre cruzaría a través de un muro si se le metía en la cabeza!—, pero tenía que escapar antes. Era hija de un soldado. Sabía el número del contingente Aiel, sabía los efectivos con los que Perrin contaba, así que tenía que llegar hasta él antes de que hubiese un choque de fuerzas. Había el pequeño detalle de escapar de los Aiel, primero.

¿Qué habrían estado mirando las Sabias? ¿Las Aes Sedai o las Sabias que viajaban con Perrin? ¡Luz, esperaba que no, aún no! Pero había otras cosas que tenían prioridad, y la colada no era la menos importante. Cargó el cesto hasta lo que quedaba de la ciudad de Malden, caminando entre el constante flujo de gai’shain. Los que venían de la ciudad llevaban dos pesados cubos equilibrados en los extremos de un palo echado sobre los hombros, en tanto que los que transportaban los que iban hacia las casas se mecían, vacíos, en los palos. Con tanta gente en el campamento se necesitaba muchísima agua, y así era como les llegaba, cubo a cubo. Era fácil distinguir a los gai’shain que habían sido habitantes de Malden. En una región tan al norte de Altara su tez era clara más que olivácea, y algunos incluso tenían los ojos azules, pero todos caminaban a trompicones, como aturdidos. El asalto de los Shaido, trepando por las murallas de noche, había superado las defensas antes de que la mayoría de los vecinos tuvieran la menor idea de que estaban en peligro, y todavía parecían incapaces de creer en qué se había convertido su vida.

Sin embargo, Faile buscó un rostro en particular, alguien que esperaba que ese día no estuviera transportando agua. La había buscado desde que los Shaido habían acampado allí, hacía cuatro días. La vio junto a las puertas de la muralla, que permanecían abiertas contra los muros de granito. Era una mujer de blanco, más alta que ella, y cargaba un cesto plano con pan apoyado en la cadera, y la capucha retirada lo suficiente para que se viera un poco de cabello rojo oscuro. Chiad parecía estar estudiando las puertas reforzadas con hierro que no habían servido para proteger Malden, pero les dio la espalda tan pronto como Faile se acercó. Hicieron un alto la una junto a la otra, sin mirarse, mientras fingían acomodar mejor los respectivos cestos. No había razón para que dos gai’shain no hablaran entre ellas, pero nadie debía recordar que las habían capturado juntas. A Bain y Chiad no las vigilaban tan estrechamente como a los gai’shain que trabajaban para Sevanna, pero eso podía cambiar si alguien recordaba aquel detalle. Casi todos los que había a la vista eran gai’shain, y además provenientes del oeste de la Pared del Dragón, pero eran muchos los que habían aprendido a ganarse el favor informando de rumores y cosas que se contaban. La mayoría de la gente hacía lo que fuera necesario para sobrevivir, y algunos siempre intentaban barrer para adentro, en cualquier circunstancia.

—Se marcharon la primera noche que pasamos aquí —murmuró Chiad—. Bain y yo las condujimos hasta los árboles y borramos el rastro al regresar. Nadie parece haber reparado en su ausencia, hasta donde sé yo. Con tantos gai’shain es un milagro que estos Shaido se den cuenta de que alguien escapa.

Faile soltó un leve suspiro de alivio. Habían pasado tres días. Los Shaido sí se daban cuenta de los fugitivos. Pocos conseguían disfrutar de más de un día de libertad, pero las posibilidades de tener éxito aumentaban con cada jornada que transcurría sin ser capturado, y parecía seguro que los Shaido se pondrían en marcha al día siguiente o al otro. No se habían parado tanto tiempo como en esta ocasión desde que la habían capturado a ella. Sospechaba que quizás intentaban regresar a la Pared del Dragón y cruzar de nuevo al Yermo.

No había sido fácil convencer a Lacile y Arrela de que se marcharan sin ella. Lo que las convenció finalmente había sido el argumento de que podían informar a Perrin dónde se encontraba, así como la advertencia del número de Shaido que había y la noticia de que Faile ya tenía bien preparada su huida y que cualquier interferencia de él podría poner en peligro el plan y a ella. Se había asegurado de que lo creyeran a pies juntillas —en cierto modo tenía un plan para escapar; varios, de hecho, y uno de ellos tenía que funcionar—, pero hasta ese instante había estado medio convencida de que las dos mujeres decidirían que el juramento que le habían hecho les exigía permanecer a su lado. Los juramentos del agua eran más fuertes que los de lealtad en cierto sentido, si bien dejaban suficiente espacio de maniobra para hacer estupideces en nombre del honor. A decir verdad, ignoraba si esas dos encontrarían a Perrin, pero en cualquier caso estaban libres y ya sólo quedaban otras dos mujeres de las que preocuparse. Por supuesto, la ausencia de tres sirvientas de Sevanna se notaría enseguida, en cuestión de horas, y se enviaría a los mejores rastreadores para traerlas de vuelta. Faile estaba acostumbrada a los bosques, pero era muy consciente de que no podía competir con rastreadores Aiel. Para gai’shain «corrientes» que huían era una experiencia muy desagradable cuando volvían a capturarlos. Para gai’shain de Sevanna más valía que murieran en el intento. En el mejor de los casos, nunca tendría la oportunidad de intentarlo una segunda vez.

—Las demás tendremos más posibilidades si Bain y tú nos acompañáis —susurró. El flujo de hombres y mujeres de blanco acarreando agua continuaba, y nadie parecía prestarles atención, pero en las dos últimas semanas la precaución se había arraigado profundamente en ella. ¡Luz, más parecían dos años!—. ¿Qué diferencia puede haber en ayudar a Lacile y a Arrela a llegar hasta el bosque y ayudarnos a las demás a llegar más lejos?

Era perder el tiempo. Sabía bien cuál era la diferencia; Bain y Chiad eran amigas y le habían enseñado las costumbres Aiel, sobre el ji’e’toh e incluso algo del lenguaje de señas, y no se sorprendió cuando Chiad giró levemente la cabeza para mirarla con una expresión en sus grises ojos que no tenía nada de la docilidad gai’shain. Y tampoco la hubo en su voz, aunque habló bajo.

—Os ayudaré a ir lo más lejos posible porque no es justo que los Shaido os retengan. Vosotras no seguís el ji’e’toh. Yo sí. Si tiro mi honor y mis obligaciones sólo porque los Shaido lo han hecho, entonces les permitiré que decidan cómo voy a actuar. Llevaré el blanco un año y un día y después me soltarán o me marcharé, pero no pienso renunciar a lo que soy. —Sin pronunciar una sola palabra más, Chiad se alejó entre la multitud de gai’shain.

Faile empezó a levantar una mano para detenerla y después la dejó caer. Había hecho esa pregunta antes y había recibido una respuesta más cortés; al preguntar de nuevo había insultado a su amiga. Tendría que disculparse. No para contar con la ayuda de Chiad —la mujer no se la negaría—, sino porque también tenía su propio honor, aunque no siguiese el ji’e’toh. No ofendía a amigos para luego olvidarlo o esperar que lo olvidasen ellos. Sin embargo, las disculpas tendrían que esperar. No debían dejarse ver hablando mucho tiempo.

Malden había sido una próspera ciudad, productora de buena lana y grandes cantidades de vino de buena calidad, pero ahora había quedado reducida a ruinas dentro de las murallas. De las casas de tejados de pizarra había habido tantas de madera como de piedra, y el fuego se había propagado sin control durante el saqueo. El extremo sur de la ciudad era un montón de maderos carbonizados decorados con carámbanos y muros ennegrecidos sin techo. Todas las calles, ya fueran de adoquines o de tierra prensada, estaban cubiertas de ceniza gris aventada por el aire y mezclada con la nieve derretida, y toda la ciudad apestaba a madera quemada. Aparentemente, el agua había sido algo de lo que Malden nunca había carecido; pero, como todos los Aiel, los Shaido la valoraban mucho y no sabían nada sobre apagar incendios. En el Yermo de Aiel había pocas cosas que pudieran quemarse. Si hubieran acabado con el saqueo para cuando se había declarado el incendio, seguramente habrían dejado que las llamas consumieran toda la ciudad, y de hecho habían dudado en gastar el agua antes de obligar a los gai’shain a formar líneas con cubos, y dejar que los hombres de Malden sacaran sus carros de bombeo. Faile había imaginado que los Shaido recompensarían al menos a esos hombres permitiéndoles marcharse con la gente que no les había interesado hacer gai’shain, pero los hombres que bombeaban el agua eran jóvenes y fuertes, justo la clase de personas que los Shaido querían como gai’shain. Los Shaido conservaban algunas de las reglas concernientes a los gai’shain —a las mujeres embarazadas y a las que tenían niños menores de diez años se les había permitido marcharse, así como a los muchachos menores de dieciséis años, y a los herreros de la ciudad, que se sintieron perplejos y agradecidos—, pero en esas reglas no entraba la gratitud.

Los muebles se amontonaban en las calles, grandes mesas volcadas y sillas y arcones ornamentados, y a veces una percha de pared tronchada o platos rotos. Había ropas tiradas por todas partes, abrigos, pantalones y vestidos, la mayoría hecha jirones. Los Shaido se habían apoderado de cualquier objeto de oro o plata o que tuviera gemas o que fuese útil o comestible, pero los muebles debían de haberlos sacado fuera en el frenesí del saqueo para después dejarlos abandonados quienquiera que los acarreara al decidir que un poco de dorado en los bordes o un bonito tallado no merecía la pena el esfuerzo. De todos modos, los Aiel no utilizaban sillas, excepto los jefes, y no había espacio en los carros y las carretas para ninguna de esas pesadas mesas. Todavía deambulaban por la ciudad unos cuantos Shaido buscando en las casas, las posadas y las tiendas algo que se les hubiera pasado por alto, pero aun así la mayoría de la gente que vio Faile eran gai’shain transportando cubos. A los Aiel no les interesaban las ciudades salvo como almacenes que saquear. Un par de Doncellas pasaron a su lado usando el extremo romo de las lanzas para azuzar a un hombre desnudo, aterrado, con los brazos atados a la espalda, en dirección a las puertas de la ciudad. Debía de haber pensado que podría quedarse escondido en un ático o un sótano hasta que los Aiel se marcharan, y sin duda a las Doncellas se les había ocurrido buscar en esos sitios por si encontraban algún escondrijo de monedas o plata. Cuando un hombre corpulento, vestido con el cadin’sor de un algai’d’siswai, se plantó delante de ella, Faile se desvió para rodearlo lo mejor posible. Una gai’shain siempre daba paso a cualquier Shaido.

—Eres muy bonita —le dijo el Aiel, interponiéndose de nuevo en su camino.

Era el hombre más grande que Faile había visto en su vida, con sus buenos dos metros diez de estatura y constitución fornida. No estaba gordo —nunca había visto un Aiel gordo—, pero sí era muy ancho. El hombre eructó; apestaba a vino. Aiel borrachos sí había visto, ya que habían encontrado todos aquellos barriles de vino allí, en Malden. Sin embargo no sintió miedo. A los gai’shain se los castigaría por distintas infracciones, a menudo transgresiones que pocos habitantes de las tierras húmedas comprendían, pero los ropajes blancos también daban cierta protección, y además ella tenía otra protección más.

—Soy gai’shain de la Sabia Sevanna —dijo, en el tono más obsequioso que supo dar a su voz. Para su desagrado, había conseguido dominarlo bastante bien—. A Sevanna no le gustará que haraganee y deje mis obligaciones para charlar. —De nuevo intentó pasar al hombre por un lado y dio un respingo cuando éste la agarró por el brazo con una manaza que habría podido rodeárselo dos veces y todavía sobrarle centímetros.

—Sevanna tiene cientos de gai’shain. No echará de menos a uno durante una o dos horas.

El cesto cayó al suelo cuando la alzó en el aire con la facilidad de quien levanta una almohada. Antes de que Faile tuviera tiempo de saber qué estaba pasando, la tenía cogida debajo de un brazo, con los suyos sujetos contra los costados. Abrió la boca para gritar, y el hombre utilizó la mano libre para apretarle la cara contra su pecho. El olor a paño sudado le inundó las fosas nasales. Lo único que veía era la tela de un color entre gris y pardo. ¿Dónde se habrían metido esas dos Doncellas? ¡Unas Doncellas Lanceras no le permitirían hacer algo así! ¡Cualquier Aiel que lo viera intervendría! De los gai’shain no podía esperar ayuda. Si tenía suerte, uno o dos quizá corrieran a pedir ayuda, pero la primera lección que aprendía un gai’shain era que incluso un amago de violencia llevaba a que a uno lo ataran por los tobillos, cabeza abajo, y que lo azotaran hasta hacerlo aullar. Al menos, era la primera lección que los habitantes de las tierras húmedas aprendían; los Aiel ya lo sabían: un gai’shain tenía prohibido reaccionar con violencia en la circunstancia que fuera. Lo cual no la frenó de patear furiosamente al hombre. Para el resultado que tuvo, tanto habría dado si hubiera pateado un muro. El tipo echó a andar, llevándola a alguna parte. Propinó un mordisco que por toda recompensa tuvo un bocado de áspero y sucio paño mientras los dientes resbalaban sobre un músculo duro que no le daba opción a agarrarlo. Parecía que fuera de piedra. Faile gritó, pero el grito sonó amortiguado incluso a sus oídos.

De pronto, el monstruo que la llevaba se paró.

—A ésta la hice gai’shain yo, Nadric —dijo la voz profunda de otro hombre.

Faile sintió el sordo ruido de una risa en el pecho contra el que tenía la cara aplastada antes de oírla. No dejó de patalear ni de retorcerse ni de intentar gritar, pero su captor no parecía darse cuenta de sus esfuerzos.

—Ahora pertenece a Sevanna, Sin Hermanos —replicó el gigantón… ¿Nadric?… en tono despectivo—. Sevanna toma lo que quiere, y yo tomo lo que quiero. Es el nuevo estilo.

—Sevanna la tomó —respondió calmosamente el otro hombre—, pero yo nunca se la cedí. Nunca propuse hacer un trato por ella. ¿Has renunciado a tu honor porque Sevanna ha renunciado al suyo?

Hubo un largo silencio roto únicamente por los ruidos apagados que hacía Faile, que no había dejado de debatirse, que no podía dejar de hacerlo, si bien sus esfuerzos parecían los de un bebé en pañales.

—No es tan guapa como para pelear por ella —dijo finalmente Nadric, que no parecía asustado en absoluto, ni siquiera preocupado.

Aflojó las manos, y los dientes de Faile se soltaron de su chaqueta tan repentinamente que la joven creyó que se había arrancado uno o dos, pero cayó al suelo de espaldas y el golpe vació de aire sus pulmones, además de dejarla atontada al darse también en la cabeza. Para cuando quiso recobrar la respiración lo suficiente y apoyarse en las manos para incorporarse, el gigantón se alejaba callejón adelante y casi había llegado a la calle; porque ahora se encontraba en un callejón, advirtió Faile, un estrecho camino de tierra prensada encajonado entre dos edificios de piedra. Nadie habría visto lo que el hombre hacía allí dentro. Estremecida —¡no estaba temblando, sólo era un estremecimiento!—, escupió para quitarse de la boca el gusto a paño sucio y a sudor de Nadric, y asestó una mirada feroz a la espalda del gigantón que se alejaba. Si hubiese tenido a mano el cuchillo que tenía guardado, lo habría ensartado con él. Una parte de ella sabía que esa idea era ridícula, pero se estaba agarrando a cualquier cosa con la que alimentar su ira, aunque sólo fuera por el calor que le proporcionaba esa rabia. Para que la ayudara a dejar de tiritar. Lo habría apuñalado una y otra vez hasta que no hubiera podido levantar los brazos de agotamiento.

Se incorporó sobre las temblorosas piernas y se tanteó los dientes con la lengua. Todos en perfectas condiciones; no se había roto ninguno ni le faltaba ninguno. Se había irritado la cara con la tosca chaqueta de Nadric y tenía los labios magullados, pero no estaba herida. Se repitió eso para sus adentros. No estaba herida y era libre de salir del callejón. Bueno, todo lo libre que era cualquiera que llevara la ropa de gai’shain. Si había muchos como Nadric que no veían la protección de esa vestimenta, entonces es que el orden comenzaba a desmoronarse entre los Shaido. El campamento sería un lugar más peligroso, pero el desorden proporcionaría más oportunidades para escapar. Así era como tenía que enfocar el asunto. Había descubierto algo que podía ayudarla. Ojalá dejara de tiritar.

Finalmente, de mala gana, miró a su rescatador. Había reconocido la voz. El hombre se mantenía bastante retirado, observándola con calma, sin hacer intención de ofrecerle consuelo. Faile pensó que habría gritado si la hubiese tocado. Otra estupidez, puesto que acababa de rescatarla, pero no por ello dejaba de ser cierto. Rolan sólo era una mano más bajo que Nadric y casi igual de ancho, y ella tenía una buena razón para acuchillarlo también. No era Shaido, sino uno de los Sin Hermanos, los Mera’din, hombres que habían abandonado sus clanes porque no querían seguir a Rand al’Thor. Efectivamente, había sido él quien la «había hecho gai’shain». Cierto, había impedido que se congelara la noche siguiente a su rapto, envolviéndola en su propia chaqueta, pero no habría necesitado que la tapara si antes no le hubiese cortado hasta la última puntada de sus ropas, para empezar. La primera parte de hacer a alguien gai’shain era siempre desnudar a esa persona, pero que fuera la costumbre no era razón para perdonarlo por lo que había hecho.

—Gracias —dijo, aunque la palabra le supo amarga en la lengua.

—No pido gratitud —respondió suavemente—. Y no me mires como si quisieras morderme porque no has podido morder a Nadric.

Faile esbozó una mueca que pretendía ser sonrisa, aunque apenas semejaba tal cosa; en ese momento se sentía incapaz de fingir humildad aunque hubiese querido. Después dio media vuelta y se encaminó con paso firme hacia la calle. Mejor dicho, intentó caminar con paso firme, pero las piernas todavía le temblaban tanto que iba tambaleándose. Los gai’shain que pasaban por la calle acarreando cubos apenas le prestaron atención. Pocos cautivos querían compartir los problemas de los demás; bastante tenían con los suyos.

Al llegar junto al cesto de ropa caído soltó un suspiro. Estaba tirado de costado y las blusas blancas y las faldas pantalón de oscura seda se hallaban esparcidas sobre el sucio pavimento pringado de barro y ceniza. Por lo menos nadie las había pisoteado. A cualquiera que hubiese estado acarreando agua toda la mañana y todavía tuviera por delante el resto del día haciendo lo mismo se le habría podido perdonar que no hubiese esquivado las prendas, considerando que había ropas tiradas por doquier de las que habían cortado a los habitantes de Malden hechos gai’shain. Habría intentado perdonarlos. Enderezó el cesto y empezó a recoger las ropas, aunque antes de guardarlas las sacudió para quitar el barro y la ceniza que pudiera soltarse, con cuidado de no restregar lo que quedaba adherido. A diferencia de Someryn, a Sevanna le había dado por vestir seda. Era lo único que se ponía. Se sentía tan orgullosa de esas sedas como de sus joyas, e igualmente posesiva con unas y otras. No le haría gracia que cualquiera de esas prendas no volviera completamente limpia.

Cuando Faile colocaba la última blusa encima de todo lo demás, Rolan llegó a su lado y levantó el cesto con una mano. A punto de hablarle con brusquedad —¡ella podía llevar sus cargas, muchas gracias!—, se tragó las palabras. Su cerebro era la única arma real que poseía y tenía que usarla en lugar de dejar que el genio la controlara. Rolan no había aparecido allí por casualidad. Eso sería llevar la credulidad a extremos exagerados. Lo había visto frecuentemente desde que la habían capturado, mucho más a menudo de lo que podría achacarse al azar. La había estado siguiendo. ¿Qué le había dicho a Nadric? Que ni se la había cedido a Sevanna ni le había ofrecido hacer un trato por ella. Aunque había sido él quien la había capturado, Faile tenía la sensación de que el hombre desaprobaba que se hiciera gai’shain a los habitantes de las tierras húmedas —casi todos los Sin Hermanos pensaban así—, pero al parecer todavía reclamaba sus derechos sobre ella.

Faile estaba convencida de que no tenía que temer que intentara forzarla. Rolan había tenido oportunidad de hacerlo cuando la desnudó y la ató, y podría haber hecho «valer sus derechos» entonces. Quizá no le gustaba tomar de ese modo a las mujeres. En cualquier caso, los Sin Hermanos eran casi tan forasteros entre los Shaido como los propios habitantes de las tierras húmedas. Ningún Shaido confiaba realmente en ellos, y los mismos Sin Hermanos a menudo daban la impresión de mantener las distancias, como hombres que aceptaban lo que consideraban un mal menor en lugar de asumir otro mayor, pero que ya no se sentían tan seguros de que el escogido fuera realmente menos malo. Si pudiera entablar amistad con Rolan, quizá se mostrara inclinado a ayudarla. No a escapar, por supuesto —eso sería mucho pedir—, pero… ¿O no lo sería? La única forma de descubrirlo era intentándolo.

—Gracias —repitió, y en esta ocasión sonrió.

Cosa sorprendente, él le respondió con otra sonrisa. Mínima, apenas un atisbo, pero los Aiel no eran efusivos. Podían parecer impertérritos hasta que uno se acostumbraba a ellos.

Caminaron unos pasos en silencio, uno junto al otro, él llevando el cesto en una mano y ella remangando el repulgo del ropaje blanco. Habríase dicho que estaban dando un paseo. Si uno entrecerraba los ojos, claro. Algunos de los gai’shain con los que se cruzaban los miraban con sorpresa, pero enseguida bajaban los ojos de nuevo. A Faile no se le ocurría cómo iniciar la conversación —no quería que él pensara que coqueteaba; después de todo, quizá sí le gustaban las mujeres—, pero Rolan se adelantó, evitándole el quebradero de cabeza.

—Te he estado observando —dijo—. Eres fuerte, con temperamento fiero, y no tienes miedo, creo. La mayoría de los habitantes de las tierras húmedas están medio locos de miedo. Bravuconean hasta que se los castiga, y entonces lloriquean y se acobardan. Creo que eres una mujer de mucho ji.

—Tengo miedo —contestó—, pero intento que no se me note. Llorar no sirve de nada. —La mayoría de los varones creían eso. Las lágrimas podían ser un estorbo si uno se dejaba llevar por ellas, pero unas cuantas derramadas por la noche podían ayudar a llegar al día siguiente.

—Hay momentos para llorar y momentos para reír. Me gustaría verte reír.

Faile rió, pero fue una risa seca.

—Pocos motivos tengo para reír mientras vaya de blanco, Rolan. —Lo miró de reojo. ¿Se estaría precipitando? Sin embargo, el hombre asintió con la cabeza.

—Aun así, me gustaría verlo. Sonreír favorece tu cara. La risa la favorecería más aún. No tengo esposa, pero a veces puedo hacer reír a una mujer. He sabido que tienes esposo, ¿verdad?

Sobresaltada, Faile tropezó con sus propios pies y se agarró al brazo de él para sostenerse. Retiró la mano con presteza y lo observó por debajo del borde de la capucha. Rolan se detuvo lo suficiente para que recuperara el equilibrio y siguió caminando cuando lo hizo ella. Su expresión no denotaba más que una ligera curiosidad. A despecho de Nadric, según la costumbre Aiel era la mujer quien daba el primer paso si un hombre había despertado su interés. Un modo de despertarlo era hacerle regalos. Otro, hacerla reír. Adiós a la idea de que no le gustaran las mujeres.

—Tengo esposo, Rolan, y lo amo mucho. Muchísimo. No veo el momento de regresar a su lado.

—Lo que pasa mientras eres gai’shain no se te puede tener en cuenta cuando te quitas el blanco —comentó sosegadamente—, pero quizá los habitantes de las tierras húmedas no lo entendéis de ese modo. Aun así, uno puede sentirse muy solo cuando se es gai’shain. Quizá podríamos charlar de vez en cuando.

El hombre quería verla reír, y ella no sabía si reír o si echarse a llorar. Le estaba diciendo que no tenía intención de renunciar a despertar su interés. Las mujeres Aiel admiraban la perseverancia en un hombre. Con todo, si Chiad y Bain no querían o no podían prestarle ayuda más allá de la línea del bosque, entonces Rolan era su mejor expectativa. Se consideraba capaz de convencerlo, si le daban tiempo. Pues claro que era capaz; ¡los pusilánimes nunca triunfaban! Rolan era un paria despreciado al que los Shaido aceptaban sólo porque necesitaban su lanza. Pero iba a tener que darle una razón para que persistiera en su empeño.

—Eso me gustaría —contestó, cautelosa.

Un poco de coqueteo quizá fuera necesario, después de todo; pero, después de haberle dicho que amaba a su esposo, no podía pasar a mirarlo con ojos de cordero degollado y falta de respiración. Tampoco es que tuviera intención de llegar tan lejos —¡ella no era una domani!—, aunque cabía la posibilidad de que tuviera que acercarse a ello. De momento, no vendría mal recordarle que Sevanna le había usurpado su «derecho».

—Pero tengo trabajo que hacer —añadió— y dudo que a Sevanna le guste que en vez de ocuparme de mis tareas pase un rato hablando contigo.

Rolan volvió a asentir con la cabeza, y Faile suspiró. Sería capaz de hacer reír a una mujer, según afirmaba, pero desde luego no hablaba mucho. Iba a tener que esforzarse para que se mostrara más comunicativo si quería conseguir algo más que unos chistes que no entendería. Incluso con la ayuda de Chiad y de Bain, el humor Aiel seguía siendo incomprensible para ella.

Habían llegado a la ancha plaza que había frente a la fortaleza, en el extremo norte de la ciudad; la descollante masa de piedras grises no había servido para proteger a los vecinos más que las murallas. Faile creía haber visto a la noble que había gobernado Malden y todo lo comprendido en treinta kilómetros a la redonda, una viuda atractiva y digna, de mediana edad, entre los gai’shain que acarreaban agua. Hombres y mujeres vestidos de blanco, cargados con cubos, se apiñaban en la plaza pavimentada. En el lado oriental de la plaza, un muro gris de unos ocho metros de altura, que parecía un sector de la muralla exterior, era en realidad la pared de una enorme cisterna alimentada por un acueducto. Cuatro bombas de agua, cada una de ellas manejada por un par de hombres, echaban agua para llenar los cubos, aunque se derramaba en el suelo más cantidad de lo que los hombres habrían permitido de saber que Rolan se encontraba lo bastante cerca para verlo. Faile se había planteado escapar gateando por el acueducto en forma de túnel, pero no había forma de mantener nada seco y, las condujera a donde las condujese, estarían caladas hasta los huesos y seguramente se morirían congeladas antes de haber recorrido un par de kilómetros por la nieve.

Había otros dos sitios en la ciudad donde coger agua, ambos alimentados por conductos subterráneos de piedra, pero al pie de la pared de la cisterna había una mesa de resistente madera oscura, con las patas rematadas en tallas con forma de pata de león. Otrora había sido una mesa de banquetes, con incrustaciones de marfil en el tablero, pero las piezas de marfil se habían arrancado y sobre la mesa había ahora varias tinas de lavar. Junto a la mesa había un par de cubos de madera, y a un extremo, sobre la lumbre hecha con sillas rotas, una olla de cobre echaba vapor. Faile dudaba que Sevanna hiciera llevar su ropa sucia a la ciudad para ahorrar a sus gai’shain el trabajo de acarrear agua hasta las tiendas, pero, fuera por la razón que fuera, Faile lo agradecía. Eran muchos los que había acarreado para saberlo. Sobre la mesa se veían dos cestos pero no había más que una mujer trabajando; llevaba el cinturón y el collar dorados, y lavaba con las mangas de su vestidura blanca remangadas lo más posible para no meterlas en el agua de la tina.

Cuando Alliandre vio acercarse a Faile con Rolan se puso erguida y se secó los brazos desnudos en la prenda blanca. Alliandre Maritha Kigarin, por la gracia de la Luz reina de Ghealdan, Defensora del Muro de Garen y una docena más de títulos, había sido una mujer elegante y reservada, de porte circunspecto y majestuoso. Alliandre la gai’shain seguía siendo bonita, pero exhibía una perpetua expresión agobiada. Con las manchas de humedad en la ropa y las manos arrugadas de tenerlas mucho tiempo metidas en el agua, habría pasado por una bonita lavandera. Al ver que Rolan soltaba el cesto y sonreía a Faile antes de marcharse y que Faile le devolvía la sonrisa, enarcó una ceja con gesto interrogante.

—Es el que me capturó —dijo Faile mientras sacaba las prendas del cesto y las ponía en la mesa. Aun encontrándose rodeadas sólo de gai’shain era mejor hablar mientras se trabajaba—. Es uno de los Sin Hermanos y creo que no aprueba que se haga gai’shain a los habitantes de las tierras húmedas. Me parece que podría ayudarnos.

—Entiendo —repuso Alliandre. Luego sacudió delicadamente con una mano la parte posterior del ropaje de Faile.

Fruncido el entrecejo, ésta se giró para mirar hacia atrás. Durante un instante observó el barro y la ceniza que la cubrían de los hombros para abajo; entonces se puso colorada.

—Me caí —se apresuró a explicar. No podía contarle a Alliandre lo que había pasado con Nadric. No creía ser capaz de contárselo a nadie—. Rolan se ofreció a llevarme el cesto.

—Si me ayudara a escapar, hasta me casaría con él —comentó Alliandre mientras se encogía de hombros—. O no, dependiendo de lo que él quisiera. No es muy guapo, pero no resultaría desagradable. Y mi marido, si estuviera casada, no tendría por qué enterarse nunca. Si tuviera dos dedos de frente, estaría rebosante de alegría por haberme recuperado y no haría preguntas de las que no querría oír las respuestas.

Estrujando la blusa entre las manos, Faile apretó los dientes. Alliandre era su vasalla, a través de Perrin, y cumplía con ella bastante bien, al menos en lo tocante a obedecer órdenes, pero la relación había adquirido cierta tirantez. Habían acordado que debían pensar como si fueran sirvientas, intentar ser realmente sirvientas si querían sobrevivir, pero eso significaba que ambas se habían visto hacer reverencias y obedecer con premura. Los castigos de Sevanna los llevaba a cabo el gai’shain que estuviera más a mano, una vez que había tomado la decisión, y un día a Faile le había ordenado que azotara a Alliandre. Lo que era peor, a Alliandre se le había ordenado devolverle el favor por partida doble. Contener el brazo significaba probar de lo mismo, además de que la otra mujer tenía que soportar una dosis doble a manos de alguien que no andaría remiso en soltar el brazo. Era imposible que la relación no se viera afectada cuando por tu culpa tu vasalla pateaba y chillaba dos veces seguidas.

De pronto se dio cuenta de que la blusa que estrujaba era una de las que se habían manchado más cuando el cesto se cayó. Aflojó los dedos y examinó la tela con ansiedad. No parecía que hubiese rozado el tejido con el polvo y el barro. Durante un instante sintió alivio, y a continuación se irritó por sentirse así. Lo más irritante era que el alivio no desaparecía.

—Arrela y Lacile escaparon hace tres días —dijo en voz baja—. Deberían estar bien lejos a estas alturas. ¿Dónde se ha metido Maighdin?

La frente de la otra mujer se arrugó en un ceño preocupado.

—Está intentando colarse en la tienda de Therava. Nos cruzamos con ella y un grupo de Sabias y, por lo que oímos, parecían ir a reunirse con Sevanna. Maighdin me entregó su cesto y dijo que iba a intentarlo. Creo… Creo que su desesperación es tal que está corriendo demasiados riesgos —comentó con un timbre de desesperanza en su propia voz—. Tendría que haber llegado ya.

Faile inhaló hondo y soltó despacio el aire. Todas estaban desesperándose. Había reunido provisiones para la huida —cuchillos, comida, botas, pantalones y chaquetas de hombre que les quedaban bastante bien de talla, todo escondido con cuidado en las carretas; los ropajes blancos les servirían de mantas, así como de capas para confundirse con el paisaje nevado—, pero la ocasión de utilizar todos esos preparativos no parecía más próxima ahora que el día que las habían capturado. Sólo dos semanas. Veintidós días para ser exactos. No había pasado suficiente tiempo para que variara nada, pero su fingimiento de ser sirvientas las estaba cambiando a despecho de todo cuanto hicieran para evitarlo. Sólo dos semanas, y obedecían prontamente cualquier orden, sin pensar, preocupadas por los castigos y por si estarían complaciendo a Sevanna. Lo peor era que se veían actuar así, que sabían que una parte de ellas se estaba amoldando en contra de su voluntad. De momento, podían decirse a sí mismas que simplemente hacían lo necesario para evitar sospechas hasta que pudieran escapar, pero las reacciones eran más automáticas de día en día. ¿Cuánto pasaría antes de que la idea de huir se convirtiera en un borroso anhelo soñado de noche, tras un día de ser una perfecta gai’shain tanto en pensamiento como en hechos? Hasta ahora ninguna se había atrevido a plantear esa pregunta en voz alta, y Faile sabía que ella misma procuraba no pensarlo, pero la cuestión se hallaba siempre rozando el estrecho filo que separaba el subconsciente del consciente. En cierto modo le daba miedo que desapareciera. Cuando ocurriera tal cosa ¿habría tenido respuesta ya?

No sin esfuerzo se obligó a salir del abatimiento. Ésa era la segunda trampa que sólo la fuerza de voluntad mantenía abierta.

—Maighdin sabe que tiene que ir con cuidado —manifestó con voz firme—. No tardará en llegar, Alliandre.

—¿Y si la sorprenden?

—¡No la sorprenderán! —suplicó secamente Faile. Si la pillaban… No. Tenía que pensar en el éxito, no en la derrota. Los pusilánimes nunca triunfaban.

Lavar seda llevaba mucho tiempo. El agua con la que llenaban cubos en las bombas de la cisterna estaba helada, pero mezclándola en las tinas con el agua que se recogía caliente de la olla de cobre se entibiaba apropiadamente; la seda no podía lavarse con agua caliente. Con la temperatura del aire tan baja, meter las manos en las tinas era muy agradable, pero al sacarlas el frío era el doble de cortante. No había jabón, al menos no uno que fuera lo bastante delicado, de manera que tenían que sumergir cada falda y cada blusa una por una y frotar delicadamente la prenda. Después se ponía sobre un trozo de felpa y se enrollaba suavemente para escurrir toda el agua posible. La prenda húmeda se volvía a sumergir en otra tina que estaba llena con una mezcla de agua y vinagre —así se reducía la pérdida de color y se realzaba el brillo de la seda—, tras lo cual se volvía a enrollar en la felpa. Las piezas de felpa se retorcían con fuerza después y se extendían al sol donde se pudiera para que se secaran, en tanto que las prendas de seda se colgaban en un palo horizontal, a la sombra de un pabellón de tosca lona instalado a un lado de la plaza, y se alisaban a mano para quitarles las arrugas. Con suerte, no hacía falta planchar nada. Las dos mujeres sabían cómo había que tratar la seda, pero plancharla requería una experiencia de la que carecían ambas. Ninguna de las gai’shain de Sevanna la tenía, ni siquiera Maighdin a pesar de que había sido doncella de una dama antes de entrar al servicio de Faile, pero Sevanna no admitía excusas. Cada vez que Faile o Alliandre iban a colgar otra prenda, revisaban las que ya estaban tendidas y estiraban las que parecieran que necesitaban que las alisaran más.

—Ahí viene la Aes Sedai —dijo Alliandre en tono agrio cuando Faile empezaba a añadir agua caliente a una de las tinas.

Galina era Aes Sedai, y como tal tenía el semblante intemporal y el dorado anillo de la Gran Serpiente en el dedo, pero también vestía las ropas blancas de gai’shain —¡de seda tan gruesa como el paño de las demás, nada menos!— así como un cinturón, ancho y de complejo diseño, de oro y gotas de fuego que le ceñía el talle y una gargantilla alta a juego, unas joyas apropiadas para una soberana. Era Aes Sedai y a veces salía a caballo del campamento, sola, pero siempre volvía, y acudía prestamente cuando una Sabia la llamaba con el dedo, en especial Therava, cuya tienda compartía a menudo. En cierto modo eso era lo más raro de todo. Galina sabía quién era Faile, sabía quién era su marido y la conexión de Perrin con Rand al’Thor, y amenazaba con contárselo a Sevanna a menos que Faile y sus compañeras robaran algo que había en la tienda donde la propia Galina dormía. Ésa era la tercera trampa que les habían tendido. Sevanna estaba obsesionada con al’Thor; tenía la demente convicción de que acabaría casándose con él de algún modo, y, si se enteraba de lo de Perrin, a Faile le resultaría imposible alejarse fuera de su vista lo bastante para pensar en la huida. La usaría como una cabra atada a una estaca haciendo de cebo para un león.

Faile había visto a Galina encogerse y acobardarse, pero ahora la hermana atravesaba la plaza como una reina desdeñando a la plebe que la rodeaba; una Aes Sedai de pies a cabeza. Lo cual dejaba en el aire la cuestión de por qué seguía allí cuando Therava parecía aprovechar cualquier oportunidad para humillarla.

Galina se paró a un paso de la mesa y las observó con una sonrisa insinuada que podría describirse como de lástima.

—No estáis progresando mucho en vuestra tarea —dijo. No se refería a la colada.

Era a Faile a quien correspondía hablar, pero Alliandre se le adelantó, haciéndolo con un timbre aún más agrio que antes.

—Maighdin fue a buscar tu vara de marfil esta mañana, Galina. ¿Cuándo veremos algo de esa ayuda que nos prometiste? —Ayuda para su fuga era la zanahoria ofrecida por la Aes Sedai, sujeta al palo de la amenaza de revelar quién era Faile. Hasta ahora, sin embargo, sólo había utilizado el palo.

—¿Fue a la tienda de Therava esta mañana? —exclamó Galina, que se puso lívida.

Faile se dio cuenta entonces de que el sol empezaba a descender hacia el horizonte occidental, y el corazón empezó a latirle dolorosamente. Maighdin tendría que haberse reunido con ellas hacía mucho rato. La Aes Sedai parecía aún más conmocionada que ella.

—¿Esta mañana? —repitió Galina mientras echaba una ojeada hacia atrás. Dio un respingo y se le escapó un grito ahogado cuando Maighdin apareció de pronto entre la multitud de gai’shain que abarrotaba la plaza.

A diferencia de Alliandre, la mujer de cabello dorado se había ido endureciendo de día en día desde su captura. Su desesperación no era menor, pero parecía enfocarla completamente en determinación. Siempre mostraba un porte más propio de una reina que de la doncella de una dama, aunque muchas de éstas lo tenían. Pero esta vez pasó entre ellas tropezando, los ojos sin brillo, y metió las manos en el cubo de agua para llevársela a la boca y beber con ansia, tras lo cual se limpió los labios con el envés de la mano.

—Quiero matar a Therava cuando nos marchemos —dijo con voz ronca—. Me gustaría matarla ahora mismo. —Sus ojos azules volvieron a cobrar vida y ardor—. Estás a salvo, Galina. Creyó que había ido a robar. No había empezado a buscar. Ocurrió… algo, y se marchó. Después de dejarme atada para ocuparse de mí más tarde. —El ardor de su mirada desapareció para dar paso a una expresión de desconcierto—. ¿Qué es, Galina? Hasta yo puedo sentirlo, y mi capacidad es tan mínima que esas Aiel decidieron que no representaba ningún peligro.

Maighdin podía encauzar, pero no de un modo fiable, y muy poca cantidad. Por lo que sabía Faile, la Torre Blanca la habría echado en cuestión de semanas y ella afirmaba no haber ido nunca allí, de modo que su habilidad no sería de mucha utilidad en su huida. Faile le habría preguntado de qué estaba hablando, pero no tuvo ocasión. Galina seguía pálida, pero por lo demás era toda calma Aes Sedai. Salvo porque agarró la capucha de Maighdin —y el pelo que había debajo— y tiró bruscamente de su cabeza hacia atrás.

—A ti no te importa qué es —dijo fríamente—. No es asunto tuyo. De lo único que debes preocuparte es de conseguir lo que quiero. Y deberías preocuparte mucho.

Antes de que Faile pudiera moverse para defender a Maighdin, otra mujer que llevaba el ancho cinturón dorado sobre el ropaje blanco apareció allí y apartó a Galina de un tirón que la arrojó al suelo. Rellenita y poco agraciada, Aravine tenía una mirada cansada y huidiza y un aire de resignación la primera vez que Faile la había visto, el día que la mujer amadiciense le entregó el cinturón dorado que ahora llevaba puesto y le dijo que estaba al servicio de «lady Sevanna». No obstante, los días transcurridos habían endurecido a Aravine aún más que a Maighdin.

—¿Estás loca para ponerle las manos encima a una Aes Sedai? —espetó Galina mientras se levantaba. Se sacudió el polvo que manchaba su ropaje de seda y dirigió toda su furia contra la rellena mujer—. Haré que te…

—¿Quieres que cuente a Sevanna que estabas maltratando a una de sus gai’shain? —replicó fríamente Aravine. Su pronunciación era culta. Podría haber sido una mercader de cierto renombre o puede que incluso una noble, pero nunca hablaba de lo que era antes de vestir de blanco—. La última vez que Therava pensó que habías metido la nariz donde no quería ella, todo el mundo a cien pasos te pudo oír chillar y suplicar.

Galina temblaba de ira, y era la primera vez que Faile veía a una Aes Sedai tan sobrepujada. Con un esfuerzo evidente, recobró el control de sí misma. Lo justo. Cuando habló su voz rezumaba acritud.

—Las Aes Sedai hacemos lo que hacemos por nuestras propias razones, Aravine. Razones que no podrías entender jamás. Lamentarás haber contraído esta deuda cuando decida cobrármela. Lo lamentarás profundamente. —Tras dar una última sacudida a sus ropas se alejó, ahora no con aires de reina desdeñando a la chusma, sino como un leopardo retando a las ovejas a que se interpusieran en su camino. Aravine la siguió con la mirada, aparentemente en absoluto impresionada y tampoco predispuesta a hablar.

—Sevanna te reclama, Faile —fue cuanto dijo.

Faile no se molestó en preguntar para qué. Se limitó a secarse las manos, se bajó las mangas y siguió a la amadiciense tras prometer a Alliandre y Maighdin que regresaría lo antes posible. Sevanna estaba fascinada con las tres. Maighdin, la única doncella de una noble de verdad entre sus gai’shain, parecía interesarle tanto como la reina Alliandre y la propia Faile, una mujer lo bastante poderosa para tener a una reina como vasalla, y a veces llamaba a una de ellas para que la ayudaran a cambiarse de ropa o para tomar un baño en la gran bañera de cobre que usaba con más frecuencia que la tienda de vapor o simplemente para que le sirvieran vino. El resto del tiempo se les encargaban las mismas tareas que a otros sirvientes, pero Sevanna nunca preguntaba si se les había asignado trabajo ni las eximía por ello de acudir a su llamada. Fuera lo que fuera lo que quería Sevanna, Faile sabía que seguía siendo responsable de la colada junto con las otras dos mujeres. Sevanna quería lo que quería cuando lo quería, y no aceptaba excusas.

A Faile no le hacía falta que le mostraran el camino a la tienda de Sevanna, pero Aravine fue delante a través de la muchedumbre de acarreadores de agua hasta que llegaron a las primeras tiendas Aiel, y entonces señaló en dirección contraria a la tienda de Sevanna.

—Por aquí primero —dijo.

Faile no se movió del sitio.

—¿Por qué? —preguntó, desconfiada. De hecho había hombres y mujeres entre los sirvientes de Sevanna que estaban celosos por la atención que ésta les prestaba a Alliandre, Maighdin y ella, y aunque Faile nunca había notado eso en Aravine, algunos de los otros podrían muy bien haber intentado meterlas en problemas transmitiendo órdenes falsas.

—Querrás ver esto antes de presentarte ante Sevanna, créeme.

Faile abrió la boca para exigir más explicaciones, pero Aravine se limitó a dar media vuelta y echó a andar. Faile se recogió la falda y la siguió.

Había carros y carretas de todo tipo y tamaño entre las tiendas, con las ruedas reemplazadas por patines. La mayoría estaban abarrotados de bultos, cajones y barriles, con las ruedas atadas sobre la carga, pero no tuvo que seguir a Aravine mucho trecho antes de ver un carro de caja lisa que habían vaciado. Sólo que ahora no estaba vacío. Dos mujeres yacían en las toscas tablas, desnudas y cruelmente atadas de pies y manos, tiritando por el frío pero al tiempo jadeando como si hubiesen estado corriendo. La cabeza de las dos mujeres colgaba en una postura de cansancio, mas, como si de algún modo hubiesen sabido que Faile se encontraba allí, ambas la levantaron. Arrela, una teariana casi tan alta como muchas mujeres Aiel, apartó la mirada, avergonzada, mientras que Lacile, una cairhienina delgada y baja, se puso roja como la grana.

—Las trajeron de vuelta esta mañana —informó Aravine, que no perdía de vista el rostro de Faile—. Las desatarán antes de anochecer ya que es la primera vez que intentan escapar, aunque dudo que estén en condiciones de caminar antes de mañana.

—¿Por qué me has traído a ver esto? —inquirió Faile. Habían tenido mucho cuidado en mantener oculta la relación que había entre ellas.

—Olvidáis, milady, que estaba allí cuando os vistieron de blanco a todas. —Aravine la observó un momento y luego, de repente, tomó las manos de Faile y las giró de modo que las suyas quedaron entre las de la otra mujer. Doblando las rodillas casi hasta ponerse de hinojos, dijo rápidamente—: Por la Luz y mi esperanza de renacimiento, yo, Aravine Carnel, juro lealtad y obediencia en todo a lady Faile t’Aybara.

Aparte de Lacile nadie pareció darse cuenta; los Shaido que pasaban por allí no prestaron atención a dos mujeres gai’shain. Faile retiró bruscamente las manos.

—¿Cómo sabes ese nombre? —Había tenido que dar otro aparte del de pila, por supuesto, pero eligió el de Bashere una vez que comprendió que ninguno de los Shaido tenía la menor idea de quién era Davram Bashere. Aparte de Alliandre y las otras, sólo Galina sabía la verdad. O eso había creído—. ¿Y quién te lo dijo?

—Escucho, milady. Oí por casualidad a Galina hablando con vos una vez. —La ansiedad asomó a su voz—. No se lo he dicho a nadie. —No parecía sorprenderla que Faile quisiera ocultar su nombre, aunque era evidente que t’Aybara no significaba nada para ella. Quizás Aravine Carnel no era su verdadero nombre, o al menos no del todo—. En este sitio los secretos han de guardarse tan bien como en Amador. Sabía que estas dos mujeres eran vuestras, pero no se lo conté a nadie. Sé que os proponéis escapar. He tenido esa seguridad desde el segundo o tercer día, y nada de lo que he visto desde entonces me ha convencido de lo contrario. Aceptad mi juramento y llevadme con vos. Puedo ayudar y, lo que es más, soy de confianza. Lo he demostrado guardando vuestros secretos. Por favor. —Las dos últimas palabras sonaron como forzadas, como dichas por alguien que no estaba habituado a pronunciarlas. Entonces, era una noble, no una mercader.

Lo único que había demostrado era que podía espiar y descubrir secretos, pero eso era de por sí una aptitud útil. Por otro lado, Faile sabía al menos de dos gai’shain que habían intentado escapar y las habían delatado otros. Realmente había gente que trataba de barrer para dentro fuera en las circunstancias que fuera. Pero Aravine ya sabía suficiente para echarlo todo a rodar. Faile pensó de nuevo en el cuchillo que tenía escondido. Una mujer muerta no podía delatar a nadie. Pero el cuchillo estaba a casi un kilómetro de distancia, no se le ocurría el modo de ocultar el cadáver y, además, la mujer podría haberse ganado el favor de Sevanna con sólo decirle que creía que Faile estaba planeando la huida.

Tomó las manos de Aravine entre las suyas y habló tan deprisa como había hablado la otra mujer.

—Por la Luz, acepto tu juramento y os defenderé y protegeré a ti y a los tuyos a través de la guerra y sus azares, del invierno y sus rigores y de todo lo que el tiempo depare. Ahora, ¿conoces a alguien más en quien podamos confiar? No hablo de gente que creas que puede ser de fiar, sino que sepas que es de fiar.

—En esto no, milady —contestó sombríamente Aravine. Sin embargo, su semblante resplandeció de alivio. No había estado segura de que Faile la aceptara. Ese alivio fue, más que otra cosa, lo que hizo que Faile se inclinara a confiar en ella. Que se inclinara, lo que no significaba que lo hiciera totalmente—. La mitad traicionaría a su propia madre con la esperanza de comprar su libertad, y la otra mitad tiene demasiado miedo para intentarlo o está demasiado aturdida para confiar en que no la dominará el pánico. Ha de haber alguien, y tengo echado el ojo a una o dos personas, pero quiero ir con mucho cuidado. Un error es más de lo que me puedo permitir.

—Sí, con mucho cuidado —convino Faile—. ¿Envió por mí Sevanna realmente? Porque si no lo hizo…

Por lo visto sí la había mandado llamar, y Faile se apresuró a llegar a la tienda de Sevanna —más deprisa de lo que le hubiese gustado, para ser sincera; la irritaba obedecer a toda prisa para no incurrir en el desagrado de Sevanna—, pero nadie le prestó la más mínima atención cuando accedió al interior y esperó sumisamente junto a las solapas de la entrada.

La tienda de Sevanna no era del estilo bajo de las Aiel, sino con paredes de lona roja y tan grande que precisaba dos postes centrales y se hallaba iluminada al menos por una docena de lámparas de espejos. Dos braseros dorados proporcionaban algo de calor y emitían hilillos de humo que salían por los agujeros de ventilación del techo, pero dentro se estaba poco más caliente que fuera. Lujosas alfombras —antes de extenderlas se había limpiado la nieve del suelo— formaban un piso en colores rojos, verdes y azules, dibujos de laberintos tearianos, flores y animales. Sobre las alfombras había desperdigados cojines de seda con borlones, y en un rincón descansaba una enorme silla de talla intrincada y dorada en exceso. Faile no había visto a nadie sentarse en ella, pero se suponía que su presencia evocaba a un jefe de clan, por lo que sabía. Se alegró de quedarse en silencio y con los ojos bajos, a un lado. Otros tres gai’shain con cinturones y collares dorados, uno de ellos un varón barbudo, permanecían de pie a lo largo de una de las paredes de la tienda por si su servicio se precisaba en algún momento. Sevanna se encontraba allí; y también Therava.

Sevanna era una mujer alta, un poco más que la propia Faile, con los ojos de un color verde claro y cabello cual oro hilado. Podría haber resultado hermosa de no ser por el marcado toque de avaricia en torno a su carnosa boca. A decir verdad, había poco en ella que la señalara como Aiel, aparte de los ojos, el cabello y la tez tostada por el sol. Llevaba una blusa de seda blanca, una falda pantalón para montar, también de seda, aunque en color gris oscuro, y el pañuelo doblado que le ceñía las sienes era un derroche de carmesí y dorado. También de seda. Al moverse la mujer, asomaban botas rojas bajo el repulgo de la falda. Sortijas con gemas le adornaban todos los dedos, y los collares y brazaletes de gruesas perlas, diamantes tallados y rubíes grandes como huevos de paloma, zafiros, esmeraldas y gotas de fuego hacían que cualquier cosa que tuviera Someryn pareciese una nimiedad. Ni una sola de esas joyas era de manufactura Aiel. Por otro lado, Therava era la viva imagen de una Aiel, con prendas de paño oscuro y blanco algode, las manos desnudas y sus collares y brazaletes de oro y marfil. Nada de anillos ni piedras preciosas para ella. Más alta que muchos hombres, con el cabello rojo oscuro surcado de hebras blancas, era un águila de ojos azules que parecía capaz de devorar a Sevanna como si ésta fuera una oveja lisiada. Faile preferiría enfurecer diez veces a Sevanna que una a Therava, pero las dos mujeres se hallaban sentadas frente a frente, separadas por una mesa con incrustaciones de marfil y turquesas, y Sevanna sostenía la mirada iracunda de Therava con otra igualmente hostil.

—Lo que está ocurriendo hoy es peligroso —dijo Therava con la actitud de alguien cansado de repetir lo mismo. Y quizás a punto de sacar el cuchillo del cinturón. La mujer acariciaba la empuñadura mientras hablaba, y no de un modo totalmente inconsciente, le pareció a Faile—. Tenemos que poner tanta distancia como sea posible entre nosotros y lo que quiera que sea eso, y cuanto antes. Hay montañas al este. Una vez que hayamos llegado a ellas estaremos a salvo hasta que volvamos a reunir a todos los septiares. Septiares que nunca se habrían separado si tú, Sevanna, no hubieses estado tan segura de ti misma.

—¿Hablas de estar a salvo? —Sevanna se echó a reír—. ¿Tan vieja y desdentada te has vuelto que tienes que alimentarte con pan y leche? Vamos a ver. Esas montañas de las que hablas ¿a qué distancia están? ¿Cuántos días, o semanas, tendríamos que arrastrarnos a través de la maldita nieve? —Gesticuló hacia la mesa que las separaba, en la que había un mapa extendido y sujeto con dos cuencos dorados y un pesado candelabro de tres brazos, también dorado. La mayoría de los Aiel desdeñaba los mapas, pero Sevanna se había aficionado a ellos junto con otras costumbres de las tierras húmedas—. Lo que quiera que haya ocurrido ha sido muy lejos, Therava. Has admitido que es así, como todas las Sabias. Esta ciudad está repleta de comida, suficiente para alimentarnos durante semanas si nos quedamos aquí. ¿Quién hay que pueda desafiarnos si lo hacemos? Y si nos quedamos… Ya has oído a los corredores, lo que dicen los mensajes. En dos o tres semanas, cuatro como mucho, otros diez septiares se habrán unido a mí. ¡Tal vez más! Para entonces la nieve se habrá derretido, si se da crédito a lo que cuentan los habitantes de las tierras húmedas de esta ciudad. Viajaremos rápidamente en lugar de tener que arrastrar todo sobre patines.

Faile se preguntó si alguno de los vecinos habría mencionado el barro.

—Otros diez septiares se unirán a ti —dijo Therava con voz monótona a excepción de las últimas dos palabras. Su mano se cerró sobre la empuñadura del cuchillo—. Hablas en nombre del jefe de clan, Sevanna, y se me eligió para aconsejarte como a un jefe, que debe hacer caso de esas recomendaciones por bien del clan. Te aconsejo que nos movamos hacia el este y sigamos en esa dirección. Los otros septiares pueden unirse a nosotros en esas montañas igual que aquí, y si en el camino pasamos algo de hambre, ¿quién de nosotros no conoce las privaciones?

Sevanna se toqueteó los collares; una gran esmeralda en su mano derecha relució como fuego verde a la luz de las lámparas de pie. Sus labios se apretaron como si la piedra preciosa despertara su avidez. Puede que hubiera conocido las privaciones, pero a despecho de la falta de calor en la tienda ya no quería tenerlas.

—Hablo en nombre del jefe y digo que nos quedamos aquí. —En su voz se advertía algo más que un atisbo de desafío, pero la mujer no dio a Therava ocasión de aceptarlo—. Ah, veo que Faile ha venido. Mi buena y obediente gai’shain. —Sacó algo que tenía envuelto en un trozo de tela, encima de la mesa—. ¿Reconoces esto, Faile Bashere?

Lo que Sevanna sostenía en la mano era un cuchillo con una hoja de un solo filo, de unos quince centímetros de longitud, una herramienta corriente de la clase que llevaban miles de granjeros. Sólo que Faile identificó el dibujo de remaches en el mango de madera y la muesca del filo. Era el cuchillo que había robado y escondido con tanto cuidado. No dijo nada. No había nada que decir. Los gai’shain tenían prohibido poseer cualquier arma, incluso un cuchillo, excepto cuando cortaban vegetales para cocinar. No pudo evitar un estremecimiento cuando Sevanna continuó.

—Menos mal que Galina me trajo esto antes de que pudieras utilizarlo. Para el propósito que fuera. Si hubieses acuchillado a alguien habría tenido que enfadarme mucho contigo.

¿Galina? Por supuesto. La Aes Sedai no las dejaría que escaparan antes de que hicieran lo que quería.

—Está conmocionada, Therava. —La risa de Sevanna sonó divertida—. Galina sabe lo que se exige a los gai’shain, Faile Bashere. ¿Qué debería hacer con ella, Therava? Ése es un consejo que sí puedes darme. A varios gai’shain se los mató por esconder armas, pero detestaría perderla a ella.

Therava puso un dedo bajo la barbilla de Faile, le hizo levantar la cabeza y la miró fijamente a los ojos. Faile sostuvo la mirada sin pestañear, pero sintió que las rodillas le temblaban. No intentó convencerse de que era por el frío. Sabía que no era cobarde, pero cuando Therava la miraba se sentía como un conejo en las garras de esa águila, vivo y esperando a que el pico se descargara sobre él. Había sido Therava quien le había ordenado que espiara a Sevanna y, por muy circunspectas que se hubieran mostrado las otras Sabias, a Faile no le cabía duda de que Therava la degollaría sin el menor reparo si le fallaba. No tenía sentido fingir que la mujer no la asustaba. Sólo tenía que controlar ese miedo. Si podía.

—Creo que planeaba escapar, Sevanna. Pero opino que puede aprender a hacer lo que se le mande.


La tosca mesa de madera se había colocado entre las tiendas, en el espacio libre más próximo a la de Sevanna, a unos cien pasos de distancia. Al principio, Faile creyó que la vergüenza de estar desnuda sería lo peor de todo; eso y el gélido frío que le ponía la carne de gallina. El sol se encontraba bajo en el cielo, el aire se había tornado más frío y lo haría mucho más antes de que amaneciera. Tenía que estar allí hasta el amanecer. Los Shaido eran hábiles aprendiendo lo que avergonzaba a los habitantes de las tierras húmedas y utilizaban la vergüenza como castigo. Creyó que se moriría abochornada cada vez que alguien la mirara, pero los Shaido que pasaban por allí ni siquiera se detenían. En sí misma, la desnudez no era motivo de vergüenza entre los Aiel. Aravine apareció ante ella, pero se paró sólo el tiempo justo para susurrar:

—Mantened el coraje —y al punto se marchó.

Al cabo de un rato a Faile dejó de preocuparle la vergüenza. Le habían atado las manos a la espalda, y a continuación los tobillos, doblándole las piernas para sujetárselas a los codos. Ahora entendía que Lacile y Arrela jadearan. En esa posición, respirar costaba un gran esfuerzo. El frío le penetró más y más profundamente hasta hacerla temblar de modo incontrolable, pero incluso eso no tardó en ser algo secundario. Los calambres empezaron a agarrotarle las piernas, los hombros, los costados; los doloridos músculos parecían arder, contrayéndose más y más y más. Se concentró en la idea de no gritar. Eso se convirtió en el centro de su existencia. No… iba… a… gritar. Pero, ¡oh, Luz, cómo dolía!

—Sevanna ordenó que te quedaras aquí hasta el alba, Faile Bashere, pero no dijo que no pudieras tener compañía.

Tuvo que parpadear varias veces antes de poder ver con claridad. El sudor le escoció en los ojos. ¿Cómo podía sudar cuando estaba congelada hasta la médula? Rolan se encontraba de pie ante ella y, cosa extraña, llevaba un par de braseros de bronce llenos de rojizas ascuas incandescentes, con trozos de tela envolviendo una pata de cada brasero para protegerse las manos del calor. Al ver que contemplaba fijamente los braseros, el hombre se encogió de hombros.

—En otros tiempos pasar la noche al raso no me habría incomodado, pero me he vuelto algo blando desde que crucé la Pared del Dragón.

Faile casi soltó un respingo cuando Rolan dejó los braseros debajo de la mesa. El color ascendió a través de las grietas abiertas entre los tablones. Sus músculos seguían martirizados por los calambres, pero, ¡oh, bendito calor! Sí que dio un respingo cuando el hombre puso un brazo alrededor de su torso y el otro a través de las rodillas dobladas. De repente Faile cayó en la cuenta de que la presión de los hombros había desaparecido. La había… apretujado. Una mano del hombre empezó a dar masajes en uno de sus muslos, y Faile casi gritó cuando los dedos se hundieron en los músculos agarrotados, pero notó que empezaban a relajarse. Todavía le dolían, y el masaje también, pero el dolor en el tenso muslo era de otro tipo. No es que disminuyera, exactamente, pero Faile comprendió que lo haría si Rolan seguía presionando.

—No te importará si ocupo el tiempo haciendo algo mientras intento discurrir un modo de hacerte reír, ¿verdad? —preguntó.

De repente Faile cayó en la cuenta de que se estaba riendo, y no a causa de la histeria. Bueno, sólo en parte. Estaba atada como un ganso para meter en el horno mientras la salvaba del frío por segunda vez el mismo hombre al que, después de todo, pensó que no acuchillaría; Sevanna la vigilaría como un halcón a partir de ahora y Therava podría estar tratando de matarla como escarmiento a las demás, pero supo que iba a escapar. Si una puerta se cerraba, siempre se abría otra. Iba a escapar. Rió hasta que se le saltaron las lágrimas.

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