Perrin no se dio cuenta de que se había movido hasta que se encontró inclinado sobre el cuello de Brioso siguiendo a Arganda como un rayo. La nieve no era menos profunda ni el terreno menos accidentado ni la luz mejor, pero Brioso corría entre las sombras, reacio a dejar que el ruano siguiera a la cabeza, y Perrin lo azuzó para que galopara más deprisa. El jinete que se acercaba era Elyas, con la barba extendida sobre el pecho, un sombrero de ala ancha arrojando sombras sobre su rostro y la capa forrada de piel colgando sobre su espalda. El Aiel era una de las Doncellas, con el oscuro shoufa envuelto en la cabeza y la capa blanca que utilizaban para camuflarse en la nieve echada sobre la chaqueta y los pantalones, de tonalidades grises, pardas y verdes. Elyas y una de las Doncellas, sin los demás, significaba que habían encontrado a Faile. Tenía que ser eso.
Arganda llevaba su caballo sin importarle si el ruano se rompía el cuello o hacía que se lo rompiese él, saltando las afloraciones rocosas, atravesando la nieve casi a galope tendido, levantando surtidores de polvo blanco, pero Brioso lo alcanzó justo cuando llegaba ante Elyas y demandaba con voz dura:
—¿Viste a la reina, Machera? ¿Está viva? ¡Contéstame, hombre!
La Doncella, Elienda, inexpresivo el rostro tostado por el sol, alzó una mano hacia Perrin. Podría haber sido en un saludo o en un gesto de compasión, pero no interrumpió su rítmico paso deslizante. Estando Elyas para informarle a él, ella haría lo propio con las Sabias.
—¿La habéis encontrado? —De repente a Perrin se le había quedado la garganta seca como arena. ¡Llevaba tanto tiempo esperando esto! Arganda enseñó los dientes en un sordo gruñido tras las barras de la visera, consciente de que Perrin no preguntaba por Alliandre.
—Hemos encontrado a los Shaido a los que hemos estado siguiendo —respondió cautelosamente Elyas, las dos manos apoyadas en la perilla de la silla. Incluso a él, el legendario Diente Largo que había vivido y corrido con los lobos, se le notaba el esfuerzo de demasiados kilómetros e insuficientes horas de sueño. El agotamiento se advertía en la flojedad de toda la cara, resaltado por el brillo amarillo dorado de sus ojos bajo el ala del sombrero. Las canas surcaban la espesa barba y el cabello, largo hasta la cintura y atado en la nuca con un cordón de cuero, y, por primera vez desde que lo conocía, a Perrin le pareció viejo—. Están acampados alrededor de una ciudad de buen tamaño que han tomado, en un terreno montuoso, a unos sesenta kilómetros de aquí. No tienen centinelas en las inmediaciones y los que hay a una distancia mayor parecen estar más pendientes de posibles intentos de huida de prisioneros que de cualquier otra cosa, de modo que pudimos acercarnos lo suficiente para echar una buena ojeada. Sin embargo, Perrin, hay más de los que pensábamos. Al menos nueve o diez septiares, según las Doncellas. Contando los gai’shain… o la gente vestida de blanco, en cualquier caso, podría haber tantas personas en ese campamento como en Mayene o Ebou Dar. No sé cuántos serán guerreros, pero diez mil podría ser un cálculo por lo bajo, a juzgar por lo que he visto.
Unos nudos de desesperación estrujaron y retorcieron el estómago a Perrin. La boca se le quedó tan seca que no habría sido capaz de hablar ni aunque Faile hubiese aparecido milagrosamente ante él. Diez mil algai’d’siswai —e incluso tejedores, herreros y hombres mayores que pasaban los días recordando viejos tiempos sentados a la sombra— asirían una lanza si los atacaban. Él contaba con menos de dos mil lanceros, que se verían superados en un enfrentamiento contra un número igual de Aiel. Había menos de trescientos hombres de Dos Ríos capaces de causar estragos a distancia con sus arcos, pero no de parar a diez mil. Tan ingente cantidad de Shaido haría trizas a la chusma asesina de Masema con la facilidad con que un gato acabaría con un nido de ratones. Aun contando con los Asha’man y las Aes Sedai… Edarra y las otras Sabias no eran precisamente generosas en lo que le contaban sobre las Sabias, pero sabía que en diez septiares podría haber cincuenta mujeres encauzadoras, tal vez más. Quizá menos también —no había un número específico establecido— pero aun así daría lo mismo.
Con gran esfuerzo ahogó la desesperación que lo estaba invadiendo, la estrujó hasta que sólo quedaron filamentos convulsos que consumió su rabia abrasadora. La desesperación no tenía cabida en un martillo. Ya fueran diez septiares o todo el clan Shaido, seguían teniendo a Faile y tenía que encontrar un modo de quitársela.
—¿Qué importa cuántos son? —demandó Aram—. Cuando los trollocs atacaron Dos Ríos eran millares, decenas de millares, pero los matamos de todas formas. Los Shaido no pueden ser peores que los trollocs.
Perrin parpadeó, sorprendido de encontrar al joven detrás de él, por no mencionar a Berelain, Gallenne y las Aes Sedai. En su precipitación por llegar hasta Elyas había olvidado todo lo demás. Visibles vagamente entre los árboles, los hombres que Arganda había llevado para enfrentarse a Masema seguían más o menos alineados en dos hileras, pero la escolta de Berelain había formado un amplio anillo centrado en Elyas y mirando hacia el exterior. Las Sabias se encontraban fuera del círculo escuchando el informe de Elienda con semblantes graves. La Doncella hablaba en quedos murmullos y de vez en cuando sacudía la cabeza. Su opinión sobre la situación no era más optimista que la de Elyas. Perrin se dio cuenta de que debía de haber perdido el cesto en su alocada carrera, ya que ahora colgaba de la silla de Berelain. En el rostro de la Principal había una expresión de… ¿podía ser compasión? ¡Así la Luz lo abrasara, estaba demasiado cansado para razonar con claridad! Su siguiente error podía ser el último; para Faile.
—Según tengo entendido, gitano —adujo en tono comedido Elyas—, fueron los trollocs los que arremetieron contra vosotros en Dos Ríos y os las arreglasteis para cogerlos en una maniobra de pinza. ¿Tienes algún fabuloso plan para coger a los Shaido en otra pinza?
Aram le asestó una mirada furibunda y resentida. Elyas lo había conocido antes de que asiera una espada y a Aram no le gustaba que le recordaran aquellos tiempos, a pesar de sus ropas chillonas.
—Sean diez septiares o cincuenta —gruñó Arganda—, tiene que haber algún modo de liberar a la reina. Y a las demás también, por supuesto. Y a las demás. —Su semblante endurecido mostraba un ceño de cólera, pero sin embargo olía a desesperación, a zorro dispuesto a cortarse la pata de un mordisco para escapar del cepo—. ¿Aceptarían…? ¿Aceptarían un rescate? —El ghealdano miró en derredor hasta que localizó a Marline, que se acercaba cruzando entre la Guardia Alada. La Sabia se las ingeniaba para caminar a un paso regular y firme a pesar de la nieve, sin el menor tambaleo. Ni a las otras Sabias ni a Elienda se las veía ya entre los árboles—. ¿Esos Shaido aceptarían un rescate… Sabia? —El título sonó como una ocurrencia de último momento. Ya no creía que los Aiel que iban con ellos tuvieran que ver con el rapto, pero sus prejuicios contra los Aiel seguían presentes.
—No lo sé. —Marline no pareció advertir su tono. Con los brazos cruzados sobre el pecho, miraba a Perrin en lugar de a Arganda. Era una de esas miradas con las que una mujer sopesaba y medía a un hombre hasta ser capaz de cortarle y hacerle un traje completo o decirle cuándo era la última vez que se había cambiado de ropa interior. Lo habría hecho sentirse incómodo otrora, cuando tenía tiempo para esas cosas. No había ofrecimiento de consejo en su tono cuando volvió a hablar, sino una mera exposición de hechos. Incluso era posible que fuera su propósito—. Vuestra práctica en las tierras húmedas de pagar rescate va contra nuestras costumbres. Los gai’shain se pueden regalar o cambiar por otros gai’shain, pero no son animales para ponerlos en venta. Sin embargo, al parecer los Shaido ya no siguen el ji’e’toh. Hacen gai’shain a gentes de las tierras húmedas y lo toman todo en lugar de sólo el quinto. Tal vez pongan un precio.
—Mis joyas están a tu disposición, Perrin —intervino Berelain con voz serena y gesto firme—. Si es preciso, Grady o Neald pueden traer más de Mayene. Y también oro.
Gallenne carraspeó.
—Los altaraneses están acostumbrados a los maleantes, milady, nobles vecinos y bandidos por igual —dijo lentamente mientras sacudía las riendas sobre la palma de la mano. Aunque reacio a llevar la contraria a Berelain, saltaba a la vista que estaba decidido a hacerlo—. No existe ley en esta zona tan lejana de Ebou Dar, excepto la impuesta por el señor o la señora del lugar. Nobles o plebeyos, están acostumbrados a pagar a cualquiera que no puedan combatir, y enseguida distinguen cuándo es posible y cuándo no. Es del todo ilógico que ninguno de ellos haya intentado comprar su seguridad, y no obstante sólo hemos visto un rastro de ruinas por donde han pasado los Shaido, sólo hemos oído hablar de pillaje sin freno. Es posible que acepten una oferta de rescate, e incluso que lo tomen, pero ¿se puede confiar en que den algo a cambio? El solo hecho de hacer la oferta nos privaría de nuestra única y verdadera ventaja, que es el hecho de que ignoran que nos encontramos aquí. —Annoura sacudió levemente la cabeza; fue un gesto mínimo, pero Gallenne lo vio y frunció el ceño—. ¿Discrepáis, Annoura Sedai? —preguntó con cortesía. Y con un dejo de sorpresa. A veces la Gris era incluso tímida, especialmente para ser una hermana, pero nunca vacilaba en expresar su opinión cuando estaba en desacuerdo con un consejo dado a Berelain.
Sin embargo, en esta ocasión Annoura vaciló y lo disimuló ajustándose la capa y arreglando los pliegues de la tela con cuidado; las Aes Sedai podían aislarse del frío o del calor cuando querían, sin que las afectara la temperatura cuando todo el mundo a su alrededor estaría empapado en sudor o esforzándose para que los dientes no le castañetearan. Una Aes Sedai que prestara atención a la temperatura es que estaba ganando tiempo para pensar, por lo general el modo de ocultar lo que pensaba. Tras lanzar una mirada algo ceñuda a Marline, llegó por fin a una decisión y el leve frunce del entrecejo desapareció.
—La negociación siempre es mejor que luchar —manifestó fríamente con su acento tarabonés—, y en una negociación la confianza siempre es cuestión de medidas de precaución, ¿verdad? Tenemos que considerar con cuidado qué precauciones hemos de tomar. También está el tema de quién se pondría en contacto con ellos. Es posible que las Sabias ya no sean sacrosantas, puesto que tomaron parte en la batalla de los pozos de Dumai. Una hermana, o un grupo de hermanas, podría ser mejor, pero aun así habría que planearlo con cuidado. Yo estoy dispuesta a…
—Nada de rescate —la interrumpió Perrin, y cuando todo el mundo lo miró, casi con consternación, y con semblante indescifrable Annoura, repitió con más dureza—. Nada de rescate. —No pagaría a esos Shaido por haber hecho sufrir a Faile. Estaría asustada, y tendrían que pagar por eso, no sacar beneficio de ello. Además, Gallenne tenía razón. Nada de lo que había visto en Altara o Amadicia o antes incluso, en Cairhien, apuntaba siquiera que pudiera confiarse en que los Shaido cumplieran cualquier trato. Sería tanto como fiarse de unas ratas en graneros o de las larvas de orugas en los cultivos—. Elyas, quiero ver su campamento. —Siendo niño había conocido a un hombre ciego, Nar Torfinn, con su rostro arrugado y su ralo cabello blanco, que era capaz de desmontar cualquier rompecabezas de herrero al tacto. Durante años Perrin había intentado repetir semejante hazaña, sin éxito. Él tenía que ver cómo encajaban las piezas antes de encontrarle sentido—. Aram, ve a buscar a Grady y dile que se reúna conmigo lo antes posible, en la zona de Viaje. —Así era como llamaban al lugar donde llegaban al final de cada salto y partían para el siguiente. Era más fácil para los Asha’man crear un acceso en un sitio que el tejido del anterior había tocado ya.
Aram asintió con un enérgico cabeceo, hizo volver grupas a su caballo gris y partió veloz hacia el campamento, pero Perrin vio reflejarse argumentos, preguntas y cuestiones en los rostros que lo rodeaban. Marline seguía observándolo, como si de pronto no estuviera muy segura de qué era, y Gallenne contemplaba ceñudo las riendas que sostenía en las manos, sin duda viendo que las cosas saldrían mal hiciera lo que hiciera, pero en el rostro de Berelain había una expresión perturbada y en sus ojos se reflejaban objeciones; por su parte, Annoura había apretado la boca de modo que sus labios formaban una fina línea. A las Aes Sedai no les gustaba que las interrumpieran y, por tímida que fuera tratándose de una hermana, parecía dispuesta a dar rienda suelta a su desagrado. Arganda, que tenía congestionada la cara, abrió la boca con la clara intención de gritar; lo había hecho a menudo desde que habían raptado a su reina. No tenía sentido quedarse para oírlo.
Perrin clavó tacones e hizo que Brioso se lanzara a través de la línea de la Guardia Alada en dirección a la zona de los árboles rotos. No a galope, pero tampoco con parsimonia, a un trote rápido entre los altísimos troncos, las manos asiendo prietamente las riendas y los ojos escudriñando la penumbra moteada, buscando a Grady. Elyas lo siguió en su castrado sin pronunciar palabra. Hasta el momento creía con firmeza Perrin que ya no había hueco en su ser para un gramo más de temor, pero el silencio de Elyas incrementó el peso. El otro hombre nunca había visto un obstáculo sin ver también un modo de eludirlo, y su silencio hablaba de montañas infranqueables. Tenía que haber un modo, sin embargo. Cuando llegaron al saliente rocoso que parecía pulido, Perrin llevó a Brioso de un lado a otro bajo los oblicuos haces de luz, alrededor de los árboles caídos y entre los que se mantenían en pie, incapaz de quedarse quieto. Tenía que moverse. Tenía que haber una forma. Su mente era como un felino enjaulado.
Elyas desmontó y se puso en cuclillas, fruncido el ceño, junto a la roca cortada, sin hacer caso a los tirones que su castrado daba de las riendas y sus intentos de recular. Al lado de la piedra, el grueso tronco de un pino que había alcanzado cuarenta y cinco metros largos de altura estaba apuntalado en un extremo por los astillados restos de su tocón, lo bastante alto para que Elyas hubiera podido caminar por debajo sin agacharse. Los brillantes rayos del sol que atravesaban el dosel del bosque en otras partes parecían acentuar las sombras hasta casi la negrura alrededor de la afloración marcada con huellas, pero eso no era impedimento para él como no lo era para Perrin. Encogió la nariz al captar el olor a azufre quemado que todavía quedaba en el aire.
—Me pareció percibir este hedor cuando veníamos hacia aquí. Espero que se lo hayas mencionado, si no tenías otras cosas en la cabeza. Una manada grande. Mayor que cualquier otra que haya visto o de la que haya oído hablar.
—Es lo que dijo Masuri —respondió distraídamente Perrin. ¿Por qué tardaba Grady? ¿Cuántos habitantes tenía Ebou Dar? Ése era el tamaño del campamento de los Shaido—. Contó que se había topado con el rastro de siete manadas, y que ésta no la había visto antes.
—Siete —exclamó sorprendido Elyas—. Hasta una Aes Sedai tiene que haberse movido mucho para conseguir eso. Casi todo lo que se cuenta de los Sabuesos del Oscuro es resultado de los miedos de la gente a la oscuridad. —Observó con el entrecejo fruncido las huellas que cruzaban la roca suavizada, sacudió la cabeza y en su voz sonó un timbre entristecido cuando habló—. Hubo un tiempo en que eran lobos. Las almas de lobos, en cualquier caso, atrapadas y pervertidas por la Sombra. Ésa fue la materia utilizada para crear los Sabuesos del Oscuro, los Hermanos de la Sombra. Creo que ésa es la razón por la que los lobos tendrán que estar en la Última Batalla. O quizá se crearon los Sabuesos del Oscuro porque los lobos estarán allí, para luchar contra ellos. A veces el Entramado hila tan fino que, en comparación, un encaje de Sovarra parece un trozo de cuerda. Sea como sea, ocurrió hace mucho tiempo, durante la Guerra de los Trollocs por lo que he llegado a entender, y la Guerra de la Sombra antes de eso. Los lobos tienen recuerdos que se remontan a un pasado remoto. Lo que sabe un lobo nunca se olvida realmente mientras haya lobos vivos. Pero evitan hablar de los Sabuesos del Oscuro y también los evitan a ellos. Podrían perecer cien lobos tratando de matar a un Hermano de la Sombra. Lo que es peor, si fracasan en el empeño, el Sabueso del Oscuro puede devorar las almas de los que aún no están muertos del todo, y en un año más o menos habría una nueva jauría de Hermanos de la Sombra que ni siquiera recordaría que hubo un tiempo en que fueron lobos. En fin, ojalá sea así y no lo recuerden.
Perrin se paró aunque rabiaba por seguir moviéndose. Hermanos de la Sombra. El nombre que los lobos daban a los Sabuesos del Oscuro cobró un sentido más siniestro.
—¿Pueden devorar el alma de un hombre, Elyas? De un hombre capaz de hablar con los lobos, digamos.
Elyas se encogió de hombros. Por lo que cualquiera de los dos sabía, sólo un puñado de personas podía hacer lo que hacían ellos. La respuesta a esa pregunta quizá sólo se tenía en el momento de la muerte. Lo realmente importante ahora era que si antaño habían sido lobos entonces debían de ser lo bastante inteligentes para informar sobre lo que habían descubierto. Masuri había insinuado eso mismo. Era absurdo esperar lo contrario. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que informaran? ¿De cuánto tiempo disponía para liberar a Faile?
El crujido de nieve aplastada por unos cascos anunció la llegada de jinetes, y Perrin se apresuró a contar a Elyas que los Sabuesos del Oscuro habían circunvalado el campamento, que llevarían noticias sobre él a quienquiera que tuvieran que informar.
—Yo no me preocuparía demasiado, chico —contestó el hombre mayor, que observaba atento la aparición de los caballos que se acercaban. Se apartó de la piedra y empezó a estirarse para desentumecer los músculos agarrotados por estar tanto tiempo en una silla de montar. Elyas tenía mucho cuidado para que no lo sorprendieran examinando lo que para los ojos de otros estaría envuelto en sombras—. Da la impresión de que andaban a la caza de algo más importante que tú. Seguirán en ello hasta que lo encuentren aunque tarden un año. No te preocupes. Rescataremos a tu mujer antes de que esos Sabuesos del Oscuro informen que te encontrabas aquí. —En su voz había resolución, y también en su efluvio, pero no mucha esperanza. De hecho, casi nada.
Luchando contra la desesperación, negándose a que se apoderase de él otra vez, Perrin volvió a hacer que Brioso se moviera de aquí para allí en el momento en que Berelain y su escolta aparecieron entre los árboles, con Marline montada a horcajadas detrás de Annoura. Tan pronto como la Aes Sedai frenó, la Sabia de ojos color azul crepuscular se deslizó al suelo, y se sacudió la voluminosa falda para cubrir las medias oscuras. Otra mujer quizá se habría sentido nerviosa por estar enseñando las piernas, pero no Marline. Ella se limitaba a colocar sus ropas. Annoura era la que parecía incómoda; su gesto agrio y contrariado daba a su nariz la apariencia de un pico. Guardó silencio, pero daba la impresión de estar dispuesta a morder. Sin duda debía de haber estado convencida de que se aceptaría su propuesta de negociar con los Shaido, sobre todo con el apoyo de Berelain y con la aparente postura neutral de Marline en el peor de los casos. Las Grises eran mediadoras y negociadoras, árbitros y promotoras de tratos. Ése podría haber sido su móvil. ¿Qué otra cosa, si no? Un problema que debía dejar a un lado y al tiempo tenerlo presente. Debía tener presente cualquier cosa que pudiese interferir en la liberación de Faile, pero el problema que era imperioso resolver se encontraba a sesenta kilómetros al nordeste.
Mientras la Guardia Alada formaba su círculo protector entre los inmensos árboles que había alrededor de la zona de Viaje, Berelain condujo su montura junto a Brioso y lo acompañó en su ir y venir tratando de entablar conversación con Perrin, de convencerlo para que se comiera el resto de la becada. Olía a insegura, dudosa de la decisión tomada por él. Quizás esperaba convencerlo de intentar lo del rescate. Perrin no frenó a Brioso y se negó a prestar atención a la mujer. Llevar a cabo ese intento era jugarse todo a una tirada de dados. No podía jugar con Faile como apuesta. Metódico como con el trabajo en una forja, ésa era la forma. Luz, pero qué cansado estaba. Se dobló más ceñidamente en torno a su ira, sumergiéndose en su fuego para obtener energía.
Gallenne y Arganda llegaron poco después que Berelain al frente de una doble columna de lanceros ghealdanos de petos bruñidos y brillantes yelmos cónicos que se intercalaron entre los mayenienses bajo los árboles. Berelain irradió un atisbo de irritación en su efluvio, se apartó de Perrin y cabalgó hacia Gallenne. Situaron juntas sus monturas, rodilla contra rodilla, y el hombre tuerto agachó la cabeza para escuchar lo que la Principal tenía que decirle. La mujer habló en voz baja, pero Perrin sabía cuál era el tema de la conversación, al menos en parte. De vez en cuando uno de ellos lo seguía con la mirada en su ir y venir a lomos de Brioso. Arganda se plantó con su ruano en un punto y miró fijamente al sur, en dirección al campamento, quieto como una estatua pero irradiando impaciencia como el fuego irradiaba calor. Era la estampa de un soldado con el morrión, la espada y la armadura plateada, el semblante duro como la piedra, pero su olor delataba que estaba al borde del pánico. Perrin se preguntó cómo olería él. Uno no podía captar su propio olor a menos que estuviera en un sitio cerrado. No creía que oliera a pánico, sólo a miedo y a ira. Todo volvería a su cauce cuando hubiera recuperado a Faile. Todo volvería a su cauce. Atrás y adelante, de aquí para allí.
Por fin apareció Aram con un bostezador Jur Grady montado en un castrado zaino oscuro, tan oscuro que la franja blanca del hocico lo hacía parecer casi negro. Dannil y una docena de hombres de Dos Ríos, abandonadas de momento picas y alabardas a favor de sus arcos largos, cabalgaban detrás de ellos, pero no muy cerca. Grady, un tipo bajo y fornido con un rostro curtido en el que ya empezaban a marcarse arrugas a pesar de que apenas había entrado en la madurez, parecía un soñoliento granjero a pesar de la espada de empuñadura larga que llevaba a la cintura y la chaqueta negra con el alfiler de la espada de plata prendido en el cuello alto, pero había dejado atrás la granja para siempre y Dannil y los otros mantenían la distancia con él invariablemente. También lo hacían con Perrin, y se quedaron retrasados y mirando el suelo, aunque a veces lanzaban rápidas y avergonzadas miradas a él o a Berelain. Daba igual. Todo volvería a su cauce.
Aram intentó conducir a Grady hasta Perrin, pero el Asha’man sabía para qué lo habían llamado. Con un suspiro, desmontó junto a Elyas, que se puso en cuclillas en un trozo donde llegaba la luz del sol para extender un mapa en la nieve y señalar con el dedo un punto mientras indicaba distancia y dirección, describiendo con detalle el lugar adonde querían ir, un claro en una ladera que estaba casi de cara al sur, y la cresta que remataba el monte con tres cortes como tres muescas. Con la distancia y la dirección era suficiente, si tales datos eran precisos, pero cuanto mejor fuera la imagen formada en la mente de un Asha’man, más se acercaría al punto exacto.
—Aquí no hay margen para el error, muchacho. —Los ojos de Elyas parecieron brillar más con la intensidad de su mirada. Otros pensarían lo que fuera de los Asha’man, pero a él no lo intimidaban—. Hay montones de cerros y crestas en ese terreno, y el campamento principal se encuentra a poco más de un kilómetro de la otra vertiente de este monte. Habrá centinelas, grupos pequeños que acampan en sitios distintos cada noche, puede que a menos de tres kilómetros en el lado opuesto. Si nos sitúas demasiado lejos del punto, nos localizarán a buen seguro.
Grady le sostuvo la mirada sin parpadear. Después asintió y se pasó los rechonchos dedos por el cabello al tiempo que inhalaba profundamente. Parecía tan cauteloso como Elyas. Y tan agotado como el propio Perrin.
—¿Estás suficientemente descansado? —le preguntó Perrin. Los hombres cansados cometían errores, y los errores con el Poder Único podían resultar mortales—. ¿Mando venir a Neald?
Grady alzó los ojos adormilados hacia él y después denegó con la cabeza.
—Fager no está más descansado que yo. Quizá menos aún. Soy más fuerte que él, un poco. Es mejor que lo haga yo.
Se volvió de cara al norte y, sin previo aviso, una línea vertical azul plateada apareció junto a la piedra marcada de huellas. Annoura retiró bruscamente su yegua a la par que soltaba una exclamación ahogada cuando la línea luminosa se ensanchó hasta convertirse en un acceso, un agujero en el aire que mostraba un claro alumbrado por la luz del sol en un terreno empinado, entre árboles mucho más pequeños que los que rodeaban a Perrin y a los otros. El pino ya partido se estremeció al perder otra fina loncha, crujió, y el tramo restante se desplomó al suelo con un golpe que en parte amortiguó la nieve y que hizo que los caballos recularan y resoplaran. Annoura lanzó una mirada furibunda al Asha’man y su semblante se tornó severo, pero Grady se limitó a parpadear.
—¿Te parece que ése es el sitio correcto? —preguntó a Elyas, que simplemente asintió con la cabeza tras encajarse mejor el sombrero.
Ese gesto de asentimiento era todo cuanto Perrin estaba esperando. Agachó la cabeza y condujo a Brioso a través del acceso hacia una capa de nieve que llegaba al pardo por encima de las cernejas. Era un pequeño claro, pero el cielo con nubes blancas en lo alto lo hacía parecer muy abierto en contraste con el bosque dejado atrás. La luz casi resultaba cegadora en comparación, aunque el sol seguía escondido tras la cresta cubierta de árboles que se alzaba sobre el claro. El campamento Shaido se encontraba al otro lado de esa cresta. Perrin contempló fijamente la cumbre, anhelante. Tuvo que hacer un inmenso esfuerzo para quedarse donde estaba en lugar de salir a galope en busca de Faile. Se obligó a hacer dar media vuelta a Brioso, de cara al acceso, en el momento en que Marline lo cruzaba.
Todavía estudiándolo, sin apenas apartar los ojos de él el tiempo suficiente para caminar por la nieve sin tropezar, la mujer se hizo a un lado y dejó que Aram y los hombres de Dos Ríos pasaran a caballo. Acostumbrados al Viaje ya que no a los Asha’man, ni siquiera inclinaron la cabeza para esquivar la parte superior de la abertura, a excepción del más alto de ellos. De repente Perrin cayó en la cuenta de que el acceso era más grande que el primero hecho por Grady. En aquél había tenido que desmontar para pasar a través de él. Fue una idea vaga, tan irrelevante como el zumbido de una mosca. Aram se dirigió directamente hacia Perrin, tenso el semblante y oliendo a impaciencia y ansiedad por seguir adelante. Una vez que Dannil y los otros se hubieron apartado del acceso, desmontaron y encajaron tranquilamente las flechas en los arcos mientras escrutaban los árboles del entorno. A continuación apareció Gallenne, que oteó con gesto sombrío la fronda del entorno como si esperase que un enemigo saliera repentinamente de ella; tras él salió en tropel media docena de mayenienses, los cuales tuvieron que inclinar las lanzas ornamentadas con cintas rojas.
Hubo una larga pausa en la que el acceso permaneció vacío; pero, justo en el momento en que Perrin decidía regresar para ver qué retenía a Elyas, el hombre barbudo apareció conduciendo su montura, con Arganda y seis ghealdanos pisándole los talones; en sus rostros había grabado un profundo descontento. Los relucientes petos y yelmos no se veían por ningún sitio, y por su ceño habríase dicho que les habían hecho quitarse los pantalones.
Perrin asintió para sus adentros. Por supuesto. El campamento Shaido se encontraba al otro lado del monte, al igual que el sol. Las brillantes armaduras habrían sido como espejos. Tendría que haber pensado en ello. Aún dejaba que el miedo lo empujara a la impaciencia y le impidiera pensar con claridad. Debía tener la mente despejada, ahora más que nunca. Cualquier detalle que pasara por alto en ese momento podía matarlo y dejar a Faile en manos de los Shaido. Sin embargo, era más fácil decir que tenía que dejar a un lado el miedo que hacerlo. ¿Cómo no tener miedo por Faile? Tenía que controlarlo, pero ¿cómo?
Para su sorpresa, Annoura cruzó el acceso a caballo, justo delante de Grady, que conducía su oscuro zaino. Igual que todas las veces que Perrin la había visto pasar a través de un acceso, la mujer iba inclinada sobre la yegua hasta donde se lo permitía la perilla de la silla y mirando con una mueca el agujero creado con la contaminada mitad masculina del Poder; tan pronto como lo hubo cruzado, azuzó su montura alejándola todo lo posible, cuesta arriba, sin entrar en los árboles. Grady dejó que el acceso se cerrara bruscamente, dejando la imagen purpúrea de una barra vertical grabada en las retinas de Perrin, y Annoura se encogió y apartó los ojos para lanzar una mirada iracunda a Marline y a Perrin. De no haber sido una Aes Sedai, Perrin habría pensado que estaba a punto de estallar de rabia y resentimiento. Berelain debía de haberle dicho que la acompañara, pero no era a la Principal a la que culpaba por tener que estar allí.
—A partir de ahora seguimos a pie —anunció Elyas en voz queda que apenas se oía por encima de algún que otro golpe de los cascos de los caballos. Había dicho que los Shaido no estaban alerta y que casi no tenían centinelas, pero habló como si se encontraran a veinte pasos—. Un hombre a caballo destaca. Los Shaido no están ciegos; sólo lo están considerando que son Aiel, lo que significa que tienen una vista el doble de aguda que cualquiera de vosotros, de modo que no os pongáis perfilados contra el horizonte cuando remontemos la cresta. E intentad hacer el menor ruido posible. Tampoco están sordos. Acabarán encontrando nuestras huellas, lo que no se puede evitar con la nieve, pero hemos de impedir que descubran que hemos estado aquí hasta después de habernos marchado.
Irritado ya por haber tenido que desprenderse de armadura y morrión, Arganda empezó a discutir las órdenes dadas por Elyas. Al no ser necio del todo, mantuvo un tono bajo que no resonaría, pero había sido soldado desde los quince años, había dirigido tropas en la lucha contra Capas Blancas, altaraneses y amadicienses, y, como le gustaba señalar, había combatido en la Guerra de Aiel y había sobrevivido a la Batalla de la Nieve Sangrienta, en Tar Valon. Conocía a los Aiel y no necesitaba que un montaraz barbudo le dijera cómo tenía que calzarse las botas. Perrin lo dejó estar, ya que el hombre manifestó su protesta al tiempo que reñía a dos de sus soldados para que controlaran sus caballos. En realidad no era necio, sólo tenía miedo por su reina. Gallenne dejó atrás a todos sus hombres, mascullando que las lanzas eran completamente inútiles sin ir a caballo y que probablemente se romperían el cuello si los hacía caminar un tramo. Tampoco era tonto, pero siempre veía el lado malo en primer lugar. Elyas se puso a la cabeza y Perrin se demoró en seguirlo sólo lo que tardó en pasar el visor de lentes, montado en un grueso tubo de bronce, de las albardas de Brioso al bolsillo de su chaqueta.
El sotobosque crecía en parches bajo los árboles, que en su mayoría eran pinos y abetos, así como grupos de otras especies que estaban deshojadas y tenían el color ceniciento del invierno, y el terreno, no más empinado que las Colinas de Arena de casa aunque más rocoso, no presentaba problemas para Dannil y los otros hombres de Dos Ríos, que subieron el repecho con las flechas encajadas en los arcos, vigilantes, casi tan silenciosos como el vaho exhalado al respirar. Aram, habituado también a los bosques, permaneció cerca de Perrin con la espada desenvainada. En una ocasión empezó a abrirse camino por una maraña de gruesas enredaderas a golpe de espada hasta que Perrin lo detuvo poniendo la mano en su brazo, pero aun así apenas hacía más ruido que él al caminar sobre la quebradiza costra de nieve. No le sorprendió ver que Marline se movía entre los árboles como si hubiese crecido en un bosque en lugar del Yermo de Aiel, donde cualquier cosa que pudiera denominarse árbol apenas existía y no se conocía la nieve, aunque habría sido de esperar que todos sus collares y brazaletes metieran algo de ruido al mecerse. Por su parte, Annoura trepaba casi con tan poco esfuerzo como la Aiel, peleando algo con la falda pero evitando ágilmente las afiladas espinas de las uñas de gato secas y las enredaderas sarmentosas. Las Aes Sedai solían encontrar el modo de sorprenderte con algo. También se las arreglaba para no quitar ojo a Grady, aunque el Asha’man parecía centrado en mirar dónde ponía los pies para caminar. A veces suspiraba sonoramente y se detenía un momento mientras alzaba la vista, ceñudo, hacia la cima, pero de algún modo conseguía no quedarse retrasado. Gallenne y Arganda no eran hombres jóvenes ni estaban acostumbrados a caminar cuando podían ir a caballo, de modo que empezaron a jadear a medida que ascendían y a veces se detenían de árbol en árbol, pero iban tan pendientes el uno del otro como del terreno en el que pisaban, reacios a dejar que el otro lo superara. Los cuatro lanceros ghealdanos, por otro lado, se resbalaban, tropezaban con las raíces ocultas bajo la nieve, se enganchaban las vainas de las espadas en las matas y mascullaban maldiciones cuando caían sobre piedras o las espinas los pinchaban. Perrin empezó a plantearse la idea de ordenarles volver para que esperaran con los caballos. Y también de atizarles en la cabeza y dejarlos allí para recogerlos cuando regresaran.
De pronto aparecieron dos Aiel de entre el sotomonte, delante de Elyas, con los negros velos tapándoles la cara hasta los ojos, las blancas capas echadas a la espalda y las lanzas y las adargas en las manos. Eran Doncellas Lanceras a juzgar por su estatura, aunque no por ello menos peligrosas que cualesquiera otros algai’d’siswai, y, en un visto y no visto, las cuerdas de nueve arcos largos se habían tensado y las flechas le apuntaban al corazón.
—Podrías acabar herida así, Tuandha —masculló Elyas—. Sulin, deberías saberlo ya.
Perrin indicó con un ademán a los hombres de Dos Ríos que bajaran los arcos y a Aram que hiciera otro tanto con su espada. Al igual que Elyas, había captado los efluvios de las dos mujeres antes de que salieran de su escondrijo. Las Doncellas Lanceras intercambiaron una mirada estupefacta, pero se quitaron el velo y lo dejaron colgado sobre el pecho.
—Tienes buena vista, Elyas Machera —dijo Sulin. Nervuda y con la tez curtida, cruzada la mejilla por una cicatriz, tenía unos ojos de color azul tan penetrantes que podían traspasar como punzones. Pero ahora todavía reflejaban sorpresa. Tuandha era más alta y más joven, y se la podría haber considerado bonita de no ser por la falta del ojo derecho y la cicatriz que iba desde la barbilla hasta perderse debajo del shoufa. Le tiraba de la boca de modo que parecía esbozar una sonrisa, pero ésa era la única sonrisa que podía esperarse de ella.
—Vuestras chaquetas son diferentes —dijo Perrin. Tuandha se miró ceñuda la suya, toda gris, verde y marrón, y después la de Sulin, exactamente igual—. Vuestras capas también. —Elyas tenía que estar cansado para cometer tal desliz—. No se han puesto en movimiento, ¿verdad?
—No, Perrin Aybara —respondió Sulin—. Los Shaido parecen preparados para quedarse en un sitio durante un tiempo. Anoche obligaron a la gente a salir de la ciudad y dirigirse hacia el norte. A los que dejaron marchar. —Sacudió ligeramente la cabeza, todavía perturbada por el hecho de que los Shaido obligaran a personas que no seguían el ji’e’toh a convertirse en gai’shain—. Tus amigos, Jondyn Barran, Get Ayliah y Hu Marwin, fueron tras esa gente para ver si podían enterarse de algo. Nuestras hermanas de lanza y Gaul están circunvalando el campamento otra vez. Nosotras nos quedamos aquí esperando a que Elyas Machera regresara contigo. —Rara vez su voz denotaba emoción y ahora no tenía la más mínima, pero olía a tristeza—. Ven, te lo enseñaré.
Las dos Doncellas dieron media vuelta y empezaron a subir hacia la cresta; Perrin se apresuró a ir tras ellas, olvidándose de todos los demás. A corta distancia de la cima, se agacharon para después ponerse a gatas y él las imitó, y se arrastraron los últimos metros sobre la nieve; en lo alto del monte escudriñó más allá de un árbol que coronaba la cima. Allí acababa el bosque, que daba paso a arbustos dispersos y retoños de árbol aislados, ladera abajo. Estaba a bastante altura para ver varias leguas de terreno montuoso y lomas peladas de árboles hasta un punto donde la oscura banda del bosque comenzaba otra vez. Podía ver todo lo que quería ver y mucho menos de lo que necesitaba.
Había intentado imaginarse el campamento Shaido por la descripción de Elyas, pero la realidad superaba con creces lo imaginado. A poco menos de un kilómetro más abajo se divisaba un cúmulo de tiendas Aiel y de cualquier otra clase, y montones de carretas, carros, gente y caballos. Se extendía sus casi dos buenos kilómetros en todas direcciones desde las paredes de piedra gris de una ciudad hasta mitad de camino a la siguiente elevación. Sabía que al otro lado debía de ser igual. No era una ciudad grande, como Caemlyn o Tar Valon —unos trescientos metros a lo largo del lado que alcanzaba a ver y más estrecha en los otros, aparentemente—, pero aun así era una ciudad con altas murallas y torres y lo que parecía una fortaleza en el extremo más septentrional. Con todo, el campamento Shaido la engullía entera. Faile se encontraba en alguna parte de aquel enorme mar de gente.
Sacó a tientas el visor de lentes de su bolsillo y en el último momento recordó proteger el extremo del tubo con la mano. El sol era un orbe dorado casi encima de él, poco más o menos a medio camino de su cenit. Un reflejo casual de las lentes podía echarlo todo a perder. Grupos de gente parecieron aproximarse de golpe en el visor, claros los rasgos, al menos a su vista. Mujeres de cabello largo con oscuros chales sobre los hombros, adornadas con docenas de collares; otras con menos collares ordeñando cabras; otras vestidas con cadin’sor, a veces llevando lanzas y cubos; otras atisbando desde las profundas capuchas de las gruesas vestimentas blancas mientras avanzaban presurosas por la nieve, casi convertida en barro al pisotearla. Había hombres y niños también, pero su mirada pasó rápidamente sobre ellos, anhelante, sin prestarles atención. Miles y miles de mujeres, contando sólo las que vestían de blanco.
—Demasiadas —susurró Marline, y Perrin bajó el visor para asestarle una mirada furiosa.
Los demás se habían reunido con las Doncellas y con él, todos tumbados en una fila sobre la nieve a lo largo del borde de la cresta. Los hombres de Dos Ríos se esforzaban para evitar que las cuerdas de los arcos tocaran la nieve sin levantar los arcos por encima de la línea de la cresta. Arganda y Gallenne usaban sus propios visores para estudiar el campamento allá abajo, y Grady observaba atentamente ladera abajo con la barbilla apoyada en las manos, tan concentrado como los dos soldados. Quizás estaba utilizando el Poder de algún modo. Asimismo, Marline y Annoura observaban fijamente el campamento, la Aes Sedai lamiéndose los labios y la Sabia fruncido el entrecejo. Perrin no creía que Marline hubiese tenido intención de hablar en voz alta.
—Si crees que me voy a retirar sólo porque haya más Shaido de lo que esperaba —empezó acaloradamente, pero ella lo atajó sosteniendo su mirada furibunda con otra impasible.
—Hay demasiadas Sabias, Perrin Aybara. Allí donde mire veo a una mujer encauzando. Sólo un momento aquí, otro momento allí, ya que las Sabias no encauzan todo el tiempo, pero están doquiera que mire. Demasiadas para que sean las Sabias de diez septiares.
Perrin inhaló hondo.
—¿Cuántas crees que hay? —preguntó.
—Creo que quizá todas las Sabias Shaido están ahí abajo —repuso Marline, tan tranquila como si estuviese hablando del precio de la cebada—. Todas las que pueden encauzar.
¿Todas ellas? ¡Eso no tenía sentido! ¿Cómo podían estar agrupadas todas allí, cuando parecía que los Shaido se encontraban dispersos por todas partes? Al menos, había oído historias de lo que tenían que ser ataques Shaido por todo Ghealdan y Amadicia, historias de asaltos y saqueos allí, en Altara, mucho antes de que raptaran a Faile y rumores de lugares aún más lejanos. ¿Por qué iban a estar todas juntas? Si los Shaido se proponían reunirse allí, el clan al completo… No, tenía que limitarse a lo que eran hechos probados. Y era más que de sobra.
—¿Cuántas? —preguntó de nuevo en un tono razonable.
—No me gruñas, Perrin Aybara. No sé exactamente cuántas Sabias Shaido siguen con vida. Hasta las Sabias mueren de enfermedades, mordeduras de serpientes, accidentes. Algunas perecieron en los pozos de Dumai. Encontramos cadáveres que dejaron abandonados, y debieron llevarse todos los que pudieron para darles sepultura adecuadamente. Ni siquiera los Shaido pueden haber abandonado todas las costumbres. Si todas las que siguen vivas se encuentran ahí abajo, así como las aprendizas que pueden encauzar, entonces calculo que unas cuatrocientas. Quizá más, pero sin llegar a las quinientas. Eran menos de quinientas las Sabias Shaido que encauzaban antes de que cruzáramos la Pared del Dragón, y tal vez unas cincuenta aprendizas. —La mayoría de los granjeros habrían mostrado más emoción hablando de la cebada.
Todavía observando el campamento Shaido, Annoura emitió un sonido ahogado, casi un sollozo.
—¿Quinientas? ¡Luz! ¿La mitad de la Torre con un único clan? ¡Oh, Luz!
—Podemos colarnos a hurtadillas por la noche —murmuró Dannil, al final de la hilera de hombres—, como hicisteis en el campamento de los Capas Blancas, allá en casa.
Elyas soltó un gruñido que podría significar cualquier cosa pero que no sonaba esperanzado. Sulin resopló con desdén.
—Nosotras no hemos podido entrar a hurtadillas en ese campamento. No sin tener una posibilidad real de salir de él. Os tendrían atados como a una cabra para el asador antes de que hubieseis pasado las primeras tiendas.
Perrin asintió lentamente. Había pensado introducirse al abrigo de la oscuridad y escamotear a Faile de algún modo. Y a las otras, claro. Ella no se marcharía sin las demás. Sin embargo, nunca había creído realmente que daría resultado; no con los Aiel, y el tamaño del campamento había apagado el último rayo de esperanza. Podría deambular durante días entre tanta gente sin encontrarla.
De repente se dio cuenta de que ya no tenía que reprimir la desesperación. La ira seguía allí, pero ahora era tan fría como acero en invierno y no detectaba ni el menor asomo de la desesperanza que antes había amenazado con ahogarlo. Había diez mil algai’d’siswai en el campamento y quinientas mujeres que encauzaban —Gallenne sí que sabía; prepárate para lo peor y todas las sorpresas serán agradables—, quinientas mujeres que no vacilarían en utilizar el Poder como arma, y localizar a Faile era como encontrar un copo en una pradera cubierta de nieve. Pero, cuando se acumulaban tantas cosas, simplemente no tenía sentido desesperarse. Había que tomarse las cosas en serio y aguantar, o uno se hundía bajo el peso. Además, ahora podía ver el rompecabezas. Nat Torfinn había insistido siempre en que cualquier rompecabezas se podía resolver una vez que se descubría dónde empujar y de dónde tirar.
Hacia el norte y hacia el sur se había desbrozado la tierra un trecho mayor más allá de la ciudad que del lado de la elevación donde se encontraba él. Granjas desperdigadas, de las que no salía humo de la chimenea, salpicaban el paisaje, y las cercas delimitaban los campos cubiertos de nieve, pero hasta un puñado de hombres intentando acercarse desde cualquier dirección destacaría tanto que daría lo mismo si se anunciaban con toques de trompeta, ondeaban banderas y llevaban encendidas antorchas. Parecía haber una calzada que conducía, más o menos, hacia el sur a través de las granjas, y otra hacia el norte. Probablemente no le serviría de nada, pero nunca se sabía. Quizá Jondyn traería alguna información sobre la ciudad, aunque no se le ocurría de qué podía servir eso encontrándose la población en medio del campamento Shaido. Gaul y las Doncellas, que circunvalaban el perímetro, podrían decirle lo que había al otro lado de la siguiente cumbre. La ensillada en aquella elevación tenía el aspecto de una calzada que iba hacia el este. Curiosamente, había un grupo de molinos de viento a poco más de un kilómetro al norte de la ensillada, con las largas aspas blancas girando lentamente, y parecía haber otros en lo alto del monte que había a continuación. Una hilera de arcos, como los de un largo y estrecho puente, se extendía ladera abajo desde los molinos más cercanos hasta las murallas de la ciudad.
—¿Sabe alguien qué es eso? —preguntó mientras señalaba. Examinarlo a través del visor de lentes no le revelaba nada salvo que parecía construido con la misma piedra gris de las murallas. Era demasiado estrecho para ser un puente. No tenía antepechos y no parecía que hubiera nada que precisara cruzarse por un puente.
—Es para llevar agua —contestó Sulin—. Se extiende unos ocho kilómetros, hasta un lago. No sé por qué no construyeron su ciudad más cerca, pero la mayor parte del terreno que rodea el lago da la impresión de que será barro en cuanto pase el frío. —Ya no se trabucaba con palabras desconocidas para los Aiel, como «barro», aunque todavía quedaba un dejo de pasmo en «lago», en la idea de tanta agua junta en un sitio—. ¿Estás pensando en cortarles el suministro de agua? Eso los haría salir, sin duda. —Sulin conocía bien la lucha por el precioso líquido. La mayoría de los enfrentamientos en el Yermo empezaban por el agua—. Pero no creo que…
El remolino de colores estalló en la cabeza de Perrin; fue una explosión de tonalidades tan fuerte que hizo desaparecer visión y oído. Salvo la capacidad de ver los colores, por supuesto. Eran una vasta oleada, como si todas las veces que los había apartado a la fuerza de su cabeza hubieran construido una presa que ahora reventaba por el empuje imparable del torrente silencioso, girando en mudos remolinos que intentaban arrastrarlo al fondo. Una imagen se aglutinó en el centro de la vorágine, Rand y Nynaeve sentados en el suelo, enfrente el uno del otro, tan claro como si se encontraran ante él. No tenía tiempo para Rand ahora. ¡Ahora no! Abriéndose camino a manotazos entre los colores como haría un hombre que se está ahogando para salir a la superficie, los obligó a salir de su cabeza.
La vista y el oído, el mundo en derredor, reaparecieron con un violento choque, casi aplastándolo.
—… es una locura —decía Grady con un timbre preocupado—. ¡Nadie puede manejar suficiente saidin para que pueda percibirlo tan lejos! ¡Nadie!
—Tampoco nadie puede manejar tanto saidar, pero alguien lo está haciendo —murmuró Marline.
—¿Los Renegados? —La voz de Annoura tembló—. Los Renegados utilizando algún sa’angreal que no conocemos. O… O el propio Oscuro.
Los tres oteaban fijamente hacia el noroeste, y si Marline parecía más tranquila que Annoura o Grady, olía tan asustada y preocupada como ellos. A excepción de Elyas, los demás observaban a los tres con la expresión de quien espera el anuncio de que había empezado un nuevo Desmembramiento del Mundo. El semblante de Elyas denotaba resignación. Un lobo lanzaría mordiscos a un desprendimiento que lo arrastrara a la muerte, pero también sabía que la muerte llegaba antes o después y no se la podía combatir.
—Es Rand —murmuró Perrin con voz sorda. Se estremeció ante el nuevo embate de colores que intentaban regresar, pero los aplastó—. Esto es cosa de él. Se encargará de ello, sea lo que sea. —Todo el mundo lo miraba ahora de hito en hito, incluso Elyas—. Necesito prisioneros, Sulin. Por fuerza han de salir partidas de caza. Elyas dice que tienen centinelas a varios kilómetros, pequeños grupos. ¿Podéis conseguirme prisioneros?
—Escúchame atentamente —intervino Annoura, que habló con precipitación. Se incorporó en la nieve lo suficiente para alargar el brazo por encima de Marline y agarrar la capa de Perrin—. ¡Algo está ocurriendo, quizá maravilloso, quizás horrible, pero en cualquier caso trascendental, más que ninguna otra cosa recogida en la historia conocida! ¡Tenemos que saber qué! Grady puede llevarnos allí, lo bastante cerca para verlo. Yo podría trasladarnos si conociera el tejido. ¡Hemos de saberlo!
Perrin sostuvo su mirada, alzó la mano y la mujer enmudeció, abierta la boca. No era fácil que una Aes Sedai se callara, pero Annoura lo hizo.
—Os he dicho lo que es. Nuestra tarea está justo ahí abajo, delante de nosotros. Sulin…
Sulin giró la cabeza alternativamente hacia él, a la Aes Sedai, a Marline. Finalmente se encogió de hombros.
—Descubrirás pocas cosas útiles si los sometes a interrogatorio. Abrazarán el dolor y se reirán de ti. Y la vergüenza será un proceso lento… si es que a esos Shaido todavía se los puede hacer avergonzar.
—Lo que quiera que descubra será más de lo que sé ahora —replicó.
Su tarea estaba ante él. Un rompecabezas que resolver, liberar a Faile y destruir a los Shaido. Eso era lo único que importaba. Por encima de todo.