Perrin paseaba impacientemente arriba y abajo por las alfombras de flores que cubrían el piso de la tienda, rebullendo con incomodidad bajo la chaqueta de seda verde oscura que rara vez se ponía desde que Faile había encargado que se la hicieran. Su mujer decía que el complejo bordado de plata hacía resaltar sus hombros, pero el ancho cinturón de cuero del que colgaba el hacha a un costado, el primero tan sencillo como la segunda, sólo resaltaba que era un estúpido que se daba aires. De vez en cuando se ajustaba los guantes de un tirón o lanzaba miradas iracundas a su capa forrada de piel, colocada sobre el respaldo de una silla, lista para que se la pusiera. En dos ocasiones, sacó una hoja de papel de su manga y la desdobló para estudiar el croquis de Malden mientras paseaba. Ésa era la ciudad donde estaba prisionera Faile.
Jondyn, Get y Hu habían alcanzado a los habitantes de Malden que huían, pero lo único útil que habían sacado en claro era ese mapa, y conseguir que alguien se parara el tiempo suficiente para obtenerlo había sido una ardua tarea. Los que eran bastante fuertes para luchar habían muerto o llevaban las ropas de gai’shain para los Shaido; los únicos que huyeron eran los ancianos, los muy jóvenes, los enfermos y los tullidos. Según Jondyn, la idea de que alguien pudiera obligarlos a regresar y luchar contra los Shaido había hecho que apresuraran la marcha hacia el norte, en dirección a Andor y a la seguridad. El mapa era un rompecabezas con su laberinto de calles y la fortaleza de la señora y la gran cisterna en el extremo nordeste. Sus posibilidades lo atraían. Pero eran posibilidades sólo si encontraba una solución al rompecabezas mayor que no se mostraba en el mapa y que era el gigantesco campamento Shaido que rodeaba la ciudad amurallada, por no mencionar las cuatrocientas o quinientas Sabias Shaido que podían encauzar. De modo que el mapa volvió a la manga y él siguió paseando.
La propia tienda de rayas rojas lo irritaba tanto como el mapa, y también el mobiliario, con las sillas de bordes dorados que se plegaban para almacenarlas y la mesa con la parte superior de mosaico, que no se doblaba, el espejo de cuerpo entero y el lavabo e incluso los baúles reforzados con metal colocados en fila a lo largo de la pared exterior. Fuera apenas había luz y las doce lámparas estaban encendidas, con los espejos centelleando. Los braseros que habían combatido el frío nocturno aún conservaban algunas brasas. Incluso había hecho que sacaran las dos colgaduras de seda de Faile, bordadas con hileras de pájaros y flores, y que las colgaran de los postes del techo. Había dejado que Lamgwin le recortara la barba y le afeitara las mejillas y el cuello; se había lavado y se había puesto ropa limpia. La tienda estaba dispuesta como si Faile fuera a regresar en cualquier momento de un paseo a caballo. Y todo para que los demás lo miraran y vieran a un maldito lord, para que se sintieran seguros. Y hasta el último detalle le recordaba que Faile no había salido a cabalgar. Se quitó uno de los guantes, tanteó el bolsillo de la chaqueta y pasó los dedos a lo largo del cordón de cuero que llevaba dentro. Ahora había treinta y dos nudos. No necesitaba nada para recordarlo, pero a veces yacía despierto toda la noche en la cama en la que no descansaba Faile, contando esos nudos. De algún modo se habían convertido en una conexión con ella. En cualquier caso, la vigilia era mejor que las pesadillas.
—Si no te sientas vas a estar demasiado cansado para cabalgar hasta So Habor incluso con la ayuda de Neald —dijo Berelain en un tono que sonaba ligeramente divertido—. Sólo de verte me agoto.
Se las arregló para no fulminarla con la mirada. Vestida con un traje de montar de seda azul oscuro, una ancha gargantilla de oro con gotas de fuego incrustadas ceñida a la garganta y la estrecha corona de Mayene que sostenía un halcón dorado en vuelo sobre su frente, la Principal de Mayene estaba sentada encima de su capa carmesí en una de las sillas plegables, con las manos enlazadas sobre el regazo y sujetando los guantes. Tenía un aire tan sereno y compuesto como una Aes Sedai y olía a… paciencia. Perrin no entendía por qué había dejado de oler como si él fuera un gordo cordero atrapado en las zarzas, listo para que se lo comiera, pero casi se sentía agradecido por ello. Era bueno tener alguien con quien hablar de Faile. Ella escuchaba y olía a compasión.
—Quiero estar aquí si… cuando Gaul y las Doncellas traigan algunos prisioneros. —El lapsus le hizo torcer el gesto tanto como la pausa. Era como si hubiese dudado. Antes o después capturarían a algún Shaido, pero al parecer eso no era una tarea fácil. Tomar prisioneros no servía de nada a menos que se los pudiera trasladar, y a los Shaido sólo se los podía tachar de descuidados comparados con los demás Aiel. Sulin también había sido paciente explicándoselo. Sin embargo, cada vez le resultaba más difícil tener paciencia—. ¿Por qué se retrasa Arganda? —gruñó.
Como si al pronunciar el nombre del ghealdano lo hubiese hecho aparecer, Arganda pasó a través de las solapas de entrada; su semblante semejaba una talla de piedra y sus ojos estaban hundidos. Al parecer dormía tan poco como Perrin. El hombre más bajo llevaba el peto plateado, pero no el yelmo. Todavía no se había afeitado esa mañana y el vello grisáceo le ensombrecía las mejillas. Colgada de una de sus manos enguantadas, una hinchada bolsa de cuero tintineó cuando la soltó en la mesa junto a otras dos que ya había.
—De la caja de caudales de la reina —dijo con acritud. En los últimos diez días había dicho pocas cosas que no sonaran agrias—. Suficiente para cubrir nuestra parte y más. Tuve que romper la cerradura y poner a tres hombres para guardar el cofre. Es una tentación hasta para el mejor de ellos, con la cerradura rota.
—Bien, bien —comentó Perrin, que procuró que su voz no sonara demasiado impaciente. Le importaba un bledo si Arganda tenía que poner cien hombres de guardia para proteger la caja de caudales de su reina. Su bolsa era la más pequeña de las tres y había tenido que recoger hasta la última pieza de oro y de plata que pudo encontrar para llenarla. Se echó la capa sobre los hombros, cogió las tres bolsas y pasó junto al hombre para salir a la plomiza luz matinal.
Para su desagrado, el campamento había adquirido una apariencia más permanente, aunque no había sido a propósito, y no podía hacer nada al respecto. Muchos de los hombres de Dos Ríos dormían en tiendas ahora, hechas de lona parda, con parches, en lugar de rayas como la suya, pero lo bastante amplias para que cupieran ocho o diez hombres en cada una, con los desiguales postes clavados en la parte delantera, y los demás habían cambiado sus refugios temporales en los arbustos por pequeños chozos hechos con ramas entretejidas. Las tiendas y los chozos formaban hileras sinuosas en el mejor de los casos, en nada parecidas a las rectas filas que se veían entre los ghealdanos y los mayenienses, pero aun así tenía un aire de aldea, con caminos y senderos entre la nieve pisoteada hasta dejar al descubierto la tierra helada. Un cerco de piedras rodeaba todas las lumbres, donde grupos de hombres se agrupaban abrigados con capas y capuchas para protegerse del frío, esperando el desayuno.
Era lo que había en esas ollas negras lo que había hecho moverse a Perrin esa mañana. Con tantos hombres cazando, las presas empezaban a escasear en el entorno, y se estaba acabando todo lo demás. Ahora salían a buscar bellotas almacenadas por las ardillas, para después molerlas y que así cundiera la avena, pero había que estar hambriento para tragarse esas gachas. La mayoría de las caras que Perrin alcanzaba a ver observaban las ollas con ansiedad. Los últimos carros pasaban traqueteando entre una brecha abierta en el anillo de estacas que rodeaba el campamento, los conductores cairhieninos abrigados hasta las orejas y encorvados en los asientos como oscuros sacos de lana. Todo lo que había estado cargado en los carros se amontonaba en el centro del campamento. Vacíos, se zarandeaban y brincaban en las rodadas dejadas por los carros precedentes, avanzando en fila hasta desaparecer en el bosque circundante.
La aparición de Perrin con Berelain y Arganda detrás de él causó cierto revuelo, aunque no entre los hambrientos hombres de Dos Ríos. Algunos lo saludaron con un cauto gesto de la cabeza —¡uno o dos necios hicieron torpes reverencias!—, pero la mayoría seguía evitando mirarlo cuando Berelain se encontraba presente. Idiotas. ¡Tontos de capirote! Sin embargo había muchas otras personas reunidas a cierta distancia de la tienda de rayas rojas, amontonadas en los caminos abiertos entre las tiendas. Un soldado mayeniense sin armadura, con una chaqueta gris, acudió corriendo con la yegua blanca de Berelain y se inclinó para sujetar el estribo. Annoura ya estaba montada en una esbelta yegua de pelo muy oscuro. Unas finas trenzas con cuentas asomaban por la parte delantera de la capucha y le caían sobre el pecho; la Aes Sedai dio la impresión de no reparar en la mujer que se suponía debía aconsejar. Con la espalda muy tiesa, miraba fijamente hacia las bajas tiendas Aiel, donde no se movía nada salvo los finos hilillos de humo que salían por los agujeros de ventilación. Gallenne, con su yelmo y su peto rojos y su parche del ojo, compensó de sobra la falta de atención de la hermana tarabonesa. Tan pronto como Berelain apareció, bramó una orden que puso firmes como estatuas a cincuenta soldados de la Guardia Alada, rectas las largas lanzas adornadas con cintas rojas, y cuando la mujer montó Gallenne bramó otra orden, en respuesta a la cual los hombres subieron a sus caballos a una.
Arganda dirigió una mirada ceñuda a las tiendas Aiel y otra a los mayenienses, y después se encaminó hacia donde un número igual de lanceros ghealdanos esperaban, con brillantes armaduras y yelmos cónicos de color verde; habló en voz baja con el tipo que los dirigiría, un hombre delgado llamado Kireyin, que Perrin sospechaba era de noble cuna por la mirada altanera que se advertía tras las barras del plateado yelmo. Arganda era tan bajo que Kireyin tuvo que inclinarse para escuchar lo que le decía; verse en esa necesidad hizo que el gesto del hombre más alto se tornara más gélido. Uno de los soldados que estaban detrás de Kireyin llevaba un asta con un estandarte con las Estrellas Plateadas de Ghealdan de seis puntas sobre fondo rojo, en lugar de una lanza con cintas verdes, y un jinete de la Guardia Alada portaba el del Halcón Dorado de Mayene sobre campo azul.
Aram también estaba allí, aunque apartado a un lado y sin estar preparado para montar. Vestido con su chaqueta de color verde, con la empuñadura de la espada asomando detrás del hombro, repartía sus celosas miradas ceñudas entre mayenienses y ghealdanos. Cuando vio a Perrin, el gesto ceñudo se tornó hosco y echó a andar rápidamente, pasando entre los hombres de Dos Ríos que esperaban el desayuno. No se paró para disculparse cuando chocó contra alguien. Aram se había vuelto más y más susceptible, y hablaba de manera cortante o burlona a todo el mundo excepto a Perrin a medida que los días transcurrían y lo único que podían hacer era sentarse y esperar. El día anterior, casi había llegado a las manos con un par de ghealdanos por algún motivo que ninguno de ellos recordaba bien después de que los separaran, excepto que Aram dijo que los ghealdanos no tenían respeto y éstos que el muchacho tenía muy mala lengua. Ésa era la razón de que el otrora gitano se quedara en el campamento esa mañana. Las cosas ya iban a estar bastante encrespadas en So Habor sin necesidad de que Aram iniciara una pelea cuando Perrin no lo estuviera vigilando.
—No pierdas de vista a Aram —ordenó en voz baja a Dannil cuando éste le llevó su zaino—. Y vigila a Arganda —añadió mientras guardaba las bolsas en las alforjas y abrochaba las hebillas. El peso de la contribución de Berelain compensaba el de la suya y la de Arganda juntas. Bueno, tenía motivo para ser generosa. Sus hombres estaban tan hambrientos como los demás—. Arganda tiene el aire de un hombre dispuesto a hacer una tontería. —Recio retozó un poco y agitó la cabeza arriba y abajo cuando Perrin cogió las riendas, pero el semental se tranquilizó enseguida bajo la firme y, al tiempo, suave mano.
Dannil se atusó el bigote, que semejaba unos colmillos, con un nudillo enrojecido por el frío y miró de reojo a Arganda, tras lo cual exhaló con fuerza; el aliento se tornó vaho de inmediato.
—Lo vigilaré, lord Perrin —murmuró mientras se tiraba de la capa para ajustarla—. Pero digáis lo que digáis de que tengo el mando, tan pronto como os perdéis de vista no hace caso a nada de lo que digo.
Por desgracia eso era cierto. Perrin habría preferido llevarse a Arganda y dejar a Gallenne, pero ninguno de los dos había querido aceptar el arreglo. El ghealdano admitía que hombres y caballos empezarían a pasar hambre a no tardar a menos que se encontrara alimento en alguna parte, pero no consentía pasar un día más lejos de su reina de lo que estaba ya. En ciertos aspectos, parecía más desesperado que Perrin, o quizá simplemente más predispuesto a ceder a la desesperación. De ser por él, Arganda se habría ido aproximando un poco más a los Shaido cada día hasta encontrarse delante de sus narices. Perrin estaba dispuesto a morir para liberar a Faile. Arganda parecía dispuesto a morir, sin más.
—Haz lo que puedas para impedir que cometa una estupidez, Dannil. —Al cabo de un momento, añadió—: Siempre y cuando no implique llegar a las manos. —Después de todo, sólo podía esperar que Dannil refrenara al tipo hasta cierto punto. Había tres ghealdanos por cada dos hombres de Dos Ríos y Faile nunca sería liberada si acababan matándose unos a otros. Perrin estuvo a punto de recostar la cabeza en el flanco de Recio. Luz, qué cansado estaba, y no veía ante sí el final del camino, mirara donde mirase.
El lento golpeteo de unos cascos anunció la llegada de Masuri y de Seonid seguidas a corta distancia por sus tres Guardianes, cuyas capas casi los hacían desaparecer a ellos y parte de sus monturas. Las dos Aes Sedai vestían ropas de seda, y debajo de la oscura capa de Masuri se veían un grueso collar de oro y otro de perlas de varias vueltas. Una pequeña gema blanca colgaba sobre la frente de Seonid de una fina cadena dorada, ceñida al cabello. Annoura se relajó y adoptó una postura más tranquila en la silla de montar. En las tiendas Aiel, las Sabias observaban formando una línea de seis mujeres altas con las cabezas envueltas en oscuros chales. Los vecinos de So Habor seguramente serían tan poco cordiales con los Aiel como la gente de Malden, pero hasta ese momento Perrin no había estado seguro de que las Sabias dejaran que cualquiera de las dos hermanas los acompañaran. Ellas habían sido la última razón de esperar. Sobre las copas de los árboles empezaba a asomar el filo dorado rojizo del sol.
—Cuanto antes lleguemos allí, antes estaremos de regreso —dijo mientras subía a la silla. Mientras pasaba por la brecha abierta en la estacada para que salieran los carros, unos hombres de Dos Ríos empezaron a reemplazar las estacas que faltaban. Precaución no le faltaba a nadie teniendo cerca a la chusma de Masema.
Había cien pasos hasta la línea de árboles, pero Perrin captó movimiento, alguien a caballo adentrándose subrepticiamente en las sombras más densas de la fronda. Uno de los vigías de Masema, sin duda, que volvía para informar al Profeta que Perrin y Berelain habían salido del campamento. Sin embargo, por deprisa de cabalgara, no llegaría a tiempo. Si Masema los quería muertos a Berelain o a él, como parecía probable, tendría que esperar a que se le presentara otra oportunidad.
No obstante, Gallenne no estaba dispuesto a correr ningún riesgo. Nadie había visto el pelo a Santes ni a Gendar, los dos husmeadores de Berelain, desde el día que no regresaron del campamento de Masema, y para Gallenne eso era un mensaje tan claro como sus cabezas metidas en un saco. Había situado a sus lanceros formando una elipse alrededor de Berelain antes de llegar a los árboles. Y también en torno a Perrin, aunque sólo por casualidad. De hacerlo a su manera, Gallenne habría llevado a todos los jinetes de la Guardia Alada, unos novecientos, o, mejor aún, habría convencido a Berelain para que no fuera. Perrin también había intentado eso, aunque con tan poco éxito como él. Berelain escuchaba lo que se le decía, pero después hacía exactamente lo que le daba la gana. Faile era igual. A veces a un hombre no le quedaba más que aceptarlo. Más bien casi siempre, puesto que no podía remediarlo.
Los inmensos árboles y los afloramientos rocosos que asomaban entre la nieve rompieron la formación, por supuesto, pero aun así el grupo ofrecía una colorida estampa bajo la tenue luz del bosque, con las cintas rojas ondeando al aire en los sesgados haces del sol y los jinetes de rojas armaduras desapareciendo momentáneamente tras los enormes robles y cipreses. Las tres Aes Sedai marchaban detrás de Perrin y de Berelain, seguidas por sus Guardianes, todos ellos escudriñando la fronda en derredor, y a continuación el hombre que portaba el estandarte de Berelain. La aparente espaciosidad del bosque era engañosa y poco adecuada para formaciones en línea y coloridos estandartes, pero si a eso se añadían las sedas bordadas, las gemas, una corona y Guardianes con aquellas capas de tonos cambiantes resultaba un espectáculo casi imponente. Perrin se habría reído, aunque sin mucho regocijo.
—Cuando vas a comprar un saco de harina, lleva ropa de paño sencillo para que el vendedor piense que no puedes pagar más de lo debido —dijo Berelain, que parecía haberle leído los pensamientos—. Cuando lo que buscas es cargar carretas enteras de harina, luce joyas para que crea que puedes permitirte regresar en busca de toda la que pueda conseguir.
Perrin soltó una corta risa a despecho de sí mismo. Aquello sonaba muy parecido a algo que maese Luhhan le había dicho una vez al tiempo que le daba un codazo en las costillas comentando que era una broma y una expresión en los ojos que denotaba que era algo más que eso: «Vístete con ropas pobres cuando quieras un pequeño favor, y con ropas buenas cuando quieras uno importante». Se alegraba mucho de que Berelain no oliera ya como un lobo a la caza. Al menos eso le quitaba una preocupación de encima.
Pronto alcanzaron el final de la hilera de carros, que ya estaban parados para cuando llegaron a la zona de Viaje. Las hachas y el sudor habían quitado árboles partidos por los accesos, dejando un pequeño claro que ya estaba abarrotado antes de que Gallenne desplegara su anillo de lanceros por el perímetro, mirando hacia el exterior. Fager Neald, un petimetre murandiano con las puntas de los bigotes engomadas, se encontraba allí, montado en un castrado rodado. Su chaqueta no habría llamado la atención a quien no hubiese visto nunca a un Asha’man; la otra que tenía era negra también, y al menos no llevaba los alfileres en el cuello que lo señalaran como tal. La capa de nieve no era profunda, pero los veinte hombres de Dos Ríos, al mando de Wil al’Seen, también estaban subidos a sus caballos en lugar de desmontados para que no se les congelaran los pies. Su aspecto era mucho más duro que cuando habían salido de Dos Ríos con él, con los arcos largos sujetos a la espalda en bandolera, las aljabas repletas de flechas y espadas de distintos tipos colgadas al cinto. Perrin esperaba poder mandarlos a casa pronto o, mejor aún, conducirlos él a casa.
La mayoría llevaba apoyada en la silla una vara de combate, pero Tod al’Caar y Flinn Barstere portaban estandartes, el Lobo Rojo de Perrin y el Águila Roja de Manetheren. La fuerte mandíbula de Tod denotaba un gesto obstinado, en tanto que Flinn, un tipo alto y flaco de Colina del Vigía, tenía una expresión huraña. Seguramente no le hacía gracia su tarea, y quizá tampoco a Tod. Wil dirigió a Perrin una de aquellas miradas francas e inocentes que engañaban a tantas chicas allá, en casa —a Wil le gustaban demasiado los bordados en la chaqueta de los días festivos, y le encantaba cabalgar delante de esas banderas, seguramente con la esperanza de que alguna mujer pensara que eran suyas—, pero Perrin lo dejó pasar.
Ciñéndose la capa como si la suave brisa fuera una galerna, Balwer taconeó torpemente su ruano para acercarse a Perrin. Dos de los aláteres de Faile lo siguieron con expresión desafiante. Los azules ojos de Medore resultaban chocantes en su rostro teariano; claro que también su chaqueta, con las mangas abullonadas de franjas verdes, le quedaba rara con ese enorme busto. Hija de un Gran Señor, era una noble de los pies a la cabeza, y la ropa de hombre no le iba. Latian, cairhienino y pálido, con una chaqueta casi tan oscura como la de Neald aunque adornada con cuatro franjas rojas y azules en la pechera, no era mucho más alto que ella, y el hecho de sorber por la afilada nariz a causa del frío y frotársela le daba un aspecto mucho menos competente. Otra sorpresa era que ninguno de los dos llevaba espada.
—Milord, milady Principal —saludó Balwer con aquella voz seca al tiempo que se inclinaba en la silla, semejando un gorrión cabeceando en una rama. Sus ojos dirigieron una fugaz mirada a las Aes Sedai que los seguían, pero ésa fue la única señal de haber reparado en la presencia de las hermanas—. Milord, recordé que tengo un conocido en So Habor, un cuchillero que viaja con sus mercancías, pero es posible que esté en casa y no lo he visto desde hace varios años. —Era la primera vez que mencionaba tener un amigo en alguna parte, y una ciudad perdida en el norte de Altara parecía un sitio peculiar para tenerlo, pero Perrin asintió. Sospechaba que ese supuesto amigo era algo más de lo que Balwer decía. Estaba empezando a sospechar que el propio Balwer era algo más de lo que el hombrecillo dejaba ver.
—¿Y vuestros compañeros, maese Balwer? —El semblante de Berelain mantenía un gesto sereno bajo la capucha forrada de piel, pero olía a divertida. Sabía de sobra que Faile había utilizado a sus jóvenes seguidores como espías y estaba convencida de que Perrin hacía otro tanto.
—Querían salir un rato, milady Principal —contestó el huesudo hombrecillo con voz inexpresiva—. Respondo de ellos, milord. Han prometido no causar problemas y es posible que esta excursión sea instructiva para ellos.
También su efluvio era divertido —un olor rancio tratándose de él—, aunque con un toque de irritación. Balwer sabía que Berelain lo sabía, cosa que no le complacía, pero ella nunca hacía un comentario claro al respecto. Definitivamente había algo más en Balwer de lo que dejaba ver.
El hombre debía de tener sus razones para llevarlos consigo. Se las había ingeniado para hacerse con todos los jóvenes seguidores de Faile de un modo u otro, y los tenía escuchando conversaciones y observando entre los ghealdanos, los mayenienses e incluso los Aiel. Según él, lo que hacían o decían los amigos podía resultar tan interesante como lo que planeaban los enemigos, y eso cuando uno estaba seguro de que eran amigos. Por supuesto, Berelain sabía que también espiaban a su gente. Y Balwer también sabía que ella lo sabía. Y ella sabía que él… Era demasiado sofisticado para un herrero del campo.
—Estamos perdiendo tiempo —dijo Perrin—. Abre el acceso, Neald.
El Asha’man le sonrió y se atusó el bigote engomado —Neald sonreía demasiado desde que habían encontrado a los Shaido; quizás estaba ansioso por medir sus fuerzas con ellos—, sonrió y gesticuló de forma exagerada con una mano.
—Como ordenéis —contestó con voz alegre, y la familiar línea luminosa apareció y fue ensanchándose hasta formar un agujero en el aire.
Sin esperar a nadie, Perrin cruzó a un campo cubierto de nieve, rodeado por un muro de piedra bajo, en un paisaje de colinas suaves que parecía casi despoblado de árboles comparado con el bosque que había dejado atrás, a unos cuantos kilómetros de So Habor, a menos que Neald hubiese cometido un error sustancial. De ser así, Perrin pensó que podría arrancarle ese ridículo bigote. ¿Cómo podía sentirse alegre?
Empero, a no tardar marchaba hacia el oeste por una calzada bajo un cielo gris plomizo, con los carros de ruedas altas traqueteando en fila detrás de él y las alargadas sombras de primera hora del día extendiéndose delante. Recio tiró de las riendas, deseoso de galopar, pero Perrin lo mantuvo a un trote regular, a un paso que pudieran seguir los carros. Los mayenienses de Gallenne marchaban a través de los campos que flanqueaban la calzada a fin de mantener la formación de anillo en torno a Berelain y a él, y ello significaba tener que salvar los muros bajos de piedra que separaban unos campos de otros. Algunos tenían portones que comunicaban la propiedad de un granjero con la siguiente, probablemente para compartir los caballos de tiro, y pasaban por ellos, y en otros los saltaban aparatosamente con las cintas de las lanzas ondeando al viento, poniendo en peligro las patas de sus monturas y sus propios cuellos. A decir verdad, a Perrin le importaba menos la suerte que corrieran sus cuellos.
Wil y los dos jóvenes necios que portaban el Lobo Rojo y el Águila Roja se unieron al abanderado mayeniense, detrás de las Aes Sedai y de los Guardianes, pero los otros hombres de Dos Ríos se repartieron a los lados, flanqueando la fila de carros. Había demasiados para contar con menos de veinte hombres protegiéndolos, pero los conductores se sentirían más tranquilos al verlos. Tampoco es que se esperara un ataque de bandidos ni de Shaido, pero nadie se sentía cómodo fuera de la protección del campamento. En cualquier caso, allí podrían ver cualquier amenaza mucho antes de que se les echara encima.
Las bajas y suaves colinas no permitían ver muy lejos, pero era una zona rural, con casas y establos de piedra techados con bálago repartidos por los campos, sin que hubiera nada de terreno agreste por ningún lado. Hasta la mayoría de los pequeños sotos que crecían en las colinas estaban talados para leña. De repente Perrin advirtió que, aunque la nieve de la calzada no era reciente, las únicas huellas eran las de los jinetes de Gallenne que iban delante. Nadie se movía en ninguna de las oscuras casas ni en los establos; no salía humo de las anchas chimeneas. El campo parecía absolutamente silencioso y desierto. El vello de la nuca se le erizó.
Una exclamación de una de las Aes Sedai lo hizo mirar hacia atrás y siguió la dirección que señalaba el dedo de Masuri, al norte, hacia una forma que surcaba el aire. A primera vista se la habría podido tomar por un gran murciélago que planeara hacia el este sustentado en sus alas nervadas; un extraño murciélago de largo cuello y una larga y fina cola ondeando tras él. Gallenne barbotó una maldición y se llevó el visor de lentes al ojo. Perrin veía bien a la criatura sin necesidad de ayuda, e incluso distinguió la figura de un humano asido a su espalda, montándola como a un caballo.
—Seanchan —dijo Berelain, cuya voz, al igual que su olor, denotaba preocupación.
Perrin se giró en la silla para seguir el vuelo del animal hasta que el resplandor del sol naciente lo obligó a apartar la vista.
—Nada que nos concierna —dijo. Si Neald se había equivocado, lo estrangularía.