A unos tres kilómetros al norte de la ciudad un ancho cartelón de tela azul, extendido entre dos altos palos y sacudido por el viento, anunciaba el Gran Espectáculo Ambulante y Magnífica Exhibición de Maravillas y Portentos de Valan Luca en llamativas letras rojas lo bastante grandes para poder leerlas desde la calzada, situada a un centenar de pasos al este. Para los que no sabían leer, al menos indicaba la ubicación de algo fuera de lo común. Ése era el mayor espectáculo ambulante del mundo, afirmaba el cartelón. Luca afirmaba muchas grandes cosas, pero Mat creía que debía decir la verdad sobre eso. La pared de lona del espectáculo, de casi tres metros de altura y firmemente clavada al suelo con estacas, rodeaba tanto espacio como un pueblo de buen tamaño.
La gente que pasaba por allí miraba el cartel con curiosidad, pero a los granjeros y mercaderes les aguardaba su propio trabajo y a los colonos, su futuro, de modo que nadie se desviaba hacia allí. Gruesas cuerdas atadas a postes clavados en el suelo tenían el propósito de conducir multitudes hacia la ancha entrada en arco que había detrás del cartel, pero no había nadie esperando para entrar; a esa hora no. Últimamente eran pocos los que acudían a cualquier hora. La caída de Ebou Dar sólo había ocasionado un ligero descenso del público, una vez que la gente se dio cuenta de que la ciudad no sería saqueada y que no tenía que huir para salvar la vida, pero con el Retorno, con todos aquellos barcos y colonos, casi todo el mundo decidió guardar su dinero para afrontar necesidades más apremiantes. Dos hombres corpulentos, arrebujados en unas capas que parecían sacadas de una trapería, montaban guardia debajo del cartel para cerrar el paso a cualquiera que quisiera echar un vistazo sin haber pagado, pero incluso esos curiosos eran contados en la actualidad. La pareja, uno con la nariz torcida sobre el espeso bigote y el otro tuerto, estaba en cuclillas y jugaba a los dados.
Cosa sorprendente, Petro Anhill, el forzudo del espectáculo, observaba cómo jugaban los dos cuidadores de caballos, con los brazos —más largos que las piernas de muchos hombres— cruzados sobre el pecho. Era más bajo que Mat, pero el doble de ancho, y sus hombros atirantaban la gruesa chaqueta azul que su esposa le hacía ponerse para protegerse del frío. Petro parecía absorto en los dados, pero él no jugaba a nada, ni siquiera a lanzar céntimos al aire. Él y su esposa, Clarine, una domadora de perros, ahorraban cada moneda que les sobraba y, a la menor oportunidad, Petro se ponía a hablar largo y tendido de la posada que se proponían comprar algún día. Aún más sorprendente era que Clarine se encontraba a su lado, envuelta en una capa oscura y aparentemente tan absorta en el juego como su marido.
Petro echó una ojeada recelosa por encima del hombro hacia el campamento cuando vio que Mat y Egeanin se acercaban agarrados, lo que hizo que Mat frunciera el entrecejo. Que la gente mirara de soslayo por encima del hombro nunca era buena señal. Sin embargo, la regordeta y morena cara de Clarine se iluminó con una sonrisa. Como casi todas las mujeres del espectáculo, creía que Egeanin y él tenían una relación amorosa. El mozo de caballos de nariz torcida, un teariano de anchos hombros llamado Col, recogió la apuesta —unos cuantos cobres— al tiempo que lanzaba una mirada lasciva a Egeanin. Nadie aparte de Domon la consideraría guapa, pero para algunos necios la nobleza otorgaba belleza. O el dinero, y una noble tenía que ser rica. Unos pocos pensaban que cualquier dama noble que abandonara a su marido por alguien como Mat Cauthon podría estar dispuesta a dejarlo a él también; llevándose su dinero, claro. Tal era la historia que Mat y los otros habían hecho correr para explicar la razón de que huyeran de los seanchan: un cruel esposo y la huida de los amantes. Todos habían oído contar ese tipo de historias ya fuera por juglares o libros —aunque rara vez en la vida real— con suficiente frecuencia para aceptarla como cierta. Col mantuvo gacha la cabeza, no obstante. Egeanin —Leilwin— ya había sacado el cuchillo que llevaba en el cinturón contra un malabarista de espadas, un guaperas que se había excedido en sus insinuaciones al invitarla a tomar una copa de vino en su carreta, y nadie dudaba que habría hecho uso del arma si el tipo hubiera insistido en su pretensión lo más mínimo.
Tan pronto como Mat llegó junto al forzudo, Petro dijo en voz baja:
—Hay soldados seanchan hablando con Luca, unos veinte. Bueno, el oficial está hablando con él.
No parecía asustado, pero unas arrugas en su frente denotaban preocupación, y echó el brazo sobre los hombros de su mujer en actitud protectora. La sonrisa de Clarine se borró y alzó la mano para ponerla sobre la de su esposo. Confiaban en el juicio de Valan, a su manera, pero sabían el riesgo que corrían. O creían que lo sabían. Lo que pensaban ya era un riesgo importante.
—¿Qué quieren? —demandó Egeanin, que se soltó de Mat antes de que éste tuviera ocasión de abrir la boca. De hecho, nadie esperó a que lo hiciera.
—Sostén esto —dijo Noal, tendiendo el cesto y la caña de pescar al tipo tuerto, que lo miró boquiabierto. Después metió la nudosa mano en su chaqueta, donde guardaba dos cuchillos largos—. ¿Podemos llegar a nuestros caballos? —le preguntó a Petro. El forzudo lo miró con incertidumbre. Mat no era el único que albergaba dudas de si Noal estaba en sus cabales.
—No parecen interesados en registrar —se apresuró a comentar Clarine, que hizo un amago de reverencia a Egeanin. Se suponía que todos debían fingir que Mat y los otros formaban parte del espectáculo, pero muy pocos conseguían llevarlo a la práctica con Egeanin—. El oficial lleva más de media hora en la carreta de Luca, pero los soldados han permanecido junto a los caballos todo el tiempo.
—No creo que hayan venido por vos —añadió respetuosamente Petro, dirigiéndose de nuevo a Egeanin. ¿Por qué iba a ser diferente él? Seguramente practicaba la bienvenida a nobles en esa posada—. Sólo queríamos que no os sorprendieseis ni os preocuparais al verlos. Seguro que Luca los echará sin problema. —A despecho de su tono, las arrugas de la frente no se borraron. A la mayoría de los hombres les disgustaría que su esposa huyera, y un noble podía descargar el peso de su ira sobre otros. Un espectáculo ambulante, forasteros que iban de paso, era una diana fácil sin complicaciones añadidas—. No debe preocuparos que nadie diga algo fuera de lugar, milady. —Petro miró a los cuidadores de caballos y añadió—: ¿Verdad que no, Col?
El de la nariz torcida sacudió la cabeza, con los ojos prendidos en los dados que hacía saltar sobre la palma de la mano. Era un tipo grande, aunque no tanto como Petro, y el forzudo era capaz de enderezar herraduras sólo con sus manos.
—A todo el mundo le gusta tener ocasión de escupir en las botas de un noble de vez en cuando —rezongó el tipo tuerto mientras echaba un vistazo al interior del cesto de pescado. Era casi tan alto y tan ancho de hombros como Col, pero su tez semejaba un cuero viejo con arrugas y aún tenía menos dientes que Noal. Miró de soslayo a Egeanin, agachó la cabeza y añadió—: Con perdón de milady. Además, así todos ganamos algo de dinero, que últimamente ha habido muy poco. ¿Verdad, Col? Todo el mundo habla de que esos seanchan nos agarrarán a todos, quizá que nos colgarán como a esos Marinos. O que nos pondrán a trabajar limpiándoles los canales al otro lado de la bahía. —Los cuidadores de caballos se ocupaban de lo que hiciera falta en el espectáculo, desde echar una mano en las estacadas de caballos y limpiar las jaulas de los animales hasta levantar y quitar el muro de lona, pero el tipo se estremeció como si la idea de sacar el légamo de los canales del Rahad fuera una posibilidad peor que ser ahorcado.
—¿Acaso he dicho algo sobre hablar? —protestó Col, alzando las manos—. Sólo pregunté cuánto tiempo íbamos a quedarnos aquí, eso es todo. Sólo pregunté cuándo íbamos a ver algo de ese dinero.
—Nos quedamos aquí mientras yo diga que nos quedamos. —Era impresionante lo duro que Egeanin podía hacer sonar ese acento seanchan sin levantar la voz, como una espada al salir de la vaina—. Verás tu dinero cuando lleguemos a nuestro destino. Habrá un pequeño extra para los que me sirvan lealmente. Y una fría tumba para cualquiera que piense en la traición.
Col se arrebujó en su capa llena de remiendos y abrió los ojos en un intento de parecer indignado, o tal vez inocente, pero la impresión que daba era de esperar que la mujer se acercara lo suficiente para birlarle la bolsa del dinero. Mat rechinó los dientes. Para empezar, era su oro el que Egeanin estaba prometiendo con tanta liberalidad. Tenía su propio dinero, pero ni de lejos suficiente para esto. Y lo más importante era que estaba intentando ponerse al mando otra vez. Luz, de no ser por él aún seguiría en Ebou Dar tramando cómo eludir a los Buscadores, o puede que incluso la estuvieran sometiendo a interrogatorio ya. De no ser por él nunca se le habría ocurrido quedarse cerca de la ciudad para zafarse de la persecución ni encontrar un escondite en el espectáculo de Luca. Pero ¿por qué habían ido soldados? Los seanchan habrían enviado cien hombres, un millar, de tener la más vaga sospecha de la presencia de Tuon allí. De sospechar que hubiera Aes Sedai… No, Petro y Clarine ignoraban que estaban ayudando a ocultar Aes Sedai, pero habrían mencionado la llegada de sul’dam y damane ya que los soldados no perseguirían hermanas sin ellas. Toqueteó la cabeza de zorro a través de la chaqueta. La llevaba estuviera dormido o despierto, y podría darle alguna señal de advertencia.
En ningún momento consideró la idea de ir por los caballos, y no sólo porque Col y una docena más como él irían corriendo a los seanchan antes de haberlo perdido de vista. No es que sintieran una especial animosidad contra él o Egeanin, que él supiera —incluso Rumann, el malabarista de espadas, parecía haberse emparejado felizmente con una contorsionista llamada Adria—, pero algunos tipos no resistirían la tentación de ganar un poco más de oro. En cualquier caso, los dados no rodaban dentro de su cabeza anunciando peligro. Y detrás de aquellas paredes de lona había personas a las que no podía abandonar.
—Si no están registrando, entonces no tenemos por qué preocuparnos —dijo con seguridad—. Pero gracias por la advertencia, Petro. No me gustan las sorpresas. —El forzudo hizo un ligero gesto como diciendo que no tenía importancia, pero Egeanin y Clarine miraron a Mat como si se sorprendieran de verlo allí. Incluso Col y el otro patán tuerto lo miraron parpadeando. Le costó un gran esfuerzo no rechinar los dientes otra vez—. Me acercaré dando un paseo a la carreta de Luca y veré qué puedo averiguar. Leilwin, ve con Noal a buscar a Olver y quedaos con él. —Les gustaba el chico, a todo el mundo le caía bien, y así se los quitaría de encima un rato. Podría escuchar a escondidas mejor estando solo. Y si tenían que huir, Egeanin y Noal ayudarían a escapar al chico, por lo menos. Quisiera la Luz que las cosas no llegaran a eso. No tendría otro resultado que el desastre.
—Bien, supongo que nadie vive eternamente —comentó Noal mientras volvía a coger el cesto y la caña.
¡El muy condenado hacía que una cabra con cólico pareciera alegre en comparación! De hecho, la frente de Petro se arrugó más. Los hombres casados siempre parecían estar preocupados, una de las razones por las que Mat no tenía ninguna prisa en ser uno de ellos. Noal desapareció en el recodo de la pared de lona y el tipo tuerto vio marcharse el pescado con tristeza. Ése era otro que parecía no estar del todo en sus cabales. Seguramente tenía una esposa por ahí.
Mat se caló el gorro casi hasta los ojos. Los dados seguían sin sonar. Intentó no pensar en cuántas veces había estado a punto de que lo degollaran o le partieran el cráneo sin que hubiera oído los dados. Pero tendrían que haber sonado si hubiese un peligro real. Naturalmente que sí.
No había dado tres pasos hacia el interior cuando Egeanin lo alcanzó y le rodeó la cintura con el brazo. Mat se paró y la miró con gesto torvo. Se resistía a sus órdenes como se resistía una trucha al anzuelo, pero esto iba más allá de la testarudez.
—¿Qué demonios hacéis? ¿Y si ese oficial seanchan os reconoce? —Eso era tan poco probable como que Tylin en persona apareciera por allí, pero merecía la pena aprovechar cualquier cosa que pudiera hacer que se marchara.
—¿Qué posibilidades hay de que ese tipo me conozca? —se mofó ella—. No tengo… —Su semblante se crispó un momento—. No tenía muchos… amigos a este lado del océano, y en Ebou Dar, ninguno. —Rozó con los dedos las puntas del pelo postizo que caía sobre su seno—. De todos modos, con esto ni mi propia madre me reconocería. —Al final de la frase su voz se tornó sombría.
Mat acabaría partiéndose un diente si seguía apretándolos así. Quedarse plantado allí en medio, discutiendo con ella, sería totalmente inútil, pero todavía conservaba fresco el recuerdo de cómo había mirado a aquellos soldados seanchan.
—No lancéis miradas fulminantes a nadie —advirtió—. Mejor aún, no miréis a nadie.
—Soy una ebudariana recatada. —Por el modo en que lo dijo parecía un desafío—. Puedes llevar la voz cantante. —Y eso sonó como una advertencia.
¡Luz! Cuando una mujer no estaba por la labor, podía ponerte las cosas muy difíciles, y Egeanin nunca estaba por la labor. Desde luego corría el peligro de romperse un diente. Al otro lado de la entrada, la calle principal del espectáculo serpenteaba entre los carromatos semejantes a los que usaban los gitanos, casas pequeñas sobre ruedas con las lanzas de los tiros levantadas contra los asientos de los conductores, y tiendas cercadas tan grandes como casas pequeñas. La mayoría de los carromatos estaban pintados en vivos colores, en todas las gamas de rojos y verdes, amarillos o azules, y muchas de las tiendas eran igualmente de colores muy vistosos, algunas incluso a rayas. Aquí y allí se alzaban plataformas de madera donde los artistas ofrecían sus actuaciones a los lados de la calle, aunque sus banderitas de colores empezaban a tener un aspecto algo mugriento. El amplio espacio de tierra, de cerca de treinta pasos de ancho y aplastado por miles de pies, era realmente una calle, una de las varias que discurrían por el recinto del espectáculo. El viento arrastraba las tenues bandas grises de humo que se elevaban de las delgadas chimeneas que asomaban por los techos de los carromatos y de algunas tiendas. La mayoría de los artistas estarían desayunando, si es que no seguían acostados. Se levantaban tarde por norma —una norma que Mat aprobaba—, y a nadie le apetecería comer sentado junto a las lumbres de fuera con aquel frío. La única persona a la que vio fue Aludra, con las mangas del vestido verde oscuro remangadas en los antebrazos y machacando algo con un mortero y majador de bronce sobre una mesa que se desplegaba del costado de su carromato, éste de un azul intenso, justo en la esquina de una de las calles laterales, más estrechas.
Ensimismada en su trabajo, la esbelta tarabonesa no vio a Egeanin y a Mat, que, sin embargo, no pudo evitar mirarla. Con el oscuro cabello tejido en finas trenzas rematadas con cuentas y largas hasta la cintura, Aludra era probablemente la más exótica de las maravillas del espectáculo de Luca. Éste la anunciaba como una Iluminadora, y a diferencia de muchos de los otros artistas y portentos era lo que Luca afirmaba, aunque probablemente el propio Luca no lo creyera. Mat se preguntó qué estaría machacando. Y si explotaría. Había prometido revelarle el secreto de los fuegos de artificio si daba con la respuesta a un acertijo, aunque hasta ahora no se le había ocurrido la menor conjetura. Pero lo resolvería. De un modo u otro. Egeanin le hundió un dedo en las costillas.
—Se supone que somos amantes, tal como no dejas de recordarme —rezongó—. ¿Quién se lo va a creer si miras fijamente a otra mujer como si estuvieras hambriento?
—Siempre miro a las mujeres guapas, ¿no lo habíais notado? —respondió Mat, que esbozó una sonrisa descarada.
La seanchan se ajustó el pañuelo con más energía de la necesaria, a la vez que soltaba un gruñido despectivo, y Mat se sintió satisfecho. Esa vena gazmoña de la mujer venía muy bien de vez en cuando. Egeanin estaba en plena huida para salvar la vida, pero seguía siendo seanchan, y ya sabía sobre él mucho, demasiado para su gusto. De ningún modo iba a confiarle todos sus secretos. Ni siquiera los que ni él sabía aún.
El carromato de Luca se encontraba justo en el centro del recinto, la mejor ubicación, lo más lejos posible de los olores de las jaulas de animales y las estacadas de caballos situadas a lo largo de la pared de lona. Era chillón incluso comparado con los otros del espectáculo, una cosa roja y azul que brillaba como el mejor trabajo de lacado, y con toda la superficie salpicada de estrellas y cometas dorados. Las fases de la luna, en plateado, se sucedían alrededor, justo debajo del tejado. Hasta la chimenea de estaño estaba pintada en anillos rojos y azules. Un gitano se habría ruborizado. A un lado del carromato había dos filas de soldados seanchan cubiertos con yelmos, junto a sus caballos, y las lanzas adornadas con borlas verdes tenían todas exactamente el mismo ángulo de inclinación. Uno de los hombres sostenía las riendas de otra montura, un bonito castrado pardo de fuerte grupa y buenos tobillos. La armadura azul y verde de los soldados parecía apagada y sosa al lado de la carreta de Luca.
A Mat no le sorprendió ver que no era el único interesado en los seanchan. Con un oscuro gorro de punto —tejido largo y con pompón en la punta— bien calado para cubrirse la cabeza afeitada, Bayle Domon estaba sentado sobre los talones con la espalda apoyada en una de las ruedas del carromato verde que pertenecía a Petro y Clarine, unos treinta pasos detrás de los soldados. Los perros de Clarine, una colección variopinta de animalillos, dormían acurrucados unos contra otros debajo del carromato. El corpulento illiano fingía tallar una pieza de madera, pero lo único que había hecho hasta el momento era un pequeño montón de virutas a sus pies. Mat deseó que el tipo se dejara crecer bigote para tapar el labio superior o si no que se afeitara el resto de la barba. Alguien podía relacionar a un illiano con Egeanin. Blaeric Negina, un tipo alto que se apoyaba en la carreta como si hiciera compañía a Domon, no había dudado en cortarse el mechón shienariano para no llamar la atención, si bien se pasaba la mano sobre el pelo oscuro que empezaba a crecerle, con tanta frecuencia como Egeanin comprobaba su peluca. Quizá debería llevar un gorro.
Con las oscuras chaquetas de puños deshilachados y las botas desgastadas, ambos podían pasar por gente del espectáculo, quizá cuidadores de caballos, excepto para otros que tuvieran ese trabajo. Observaban a los seanchan al tiempo que intentaban hacer como si no los miraran, pero Blaeric tenía más éxito, como podía esperarse de un Guardián. Parecía tener puesta toda su atención en Domon, salvo por alguna que otra ojeada aparentemente fortuita a los soldados. Domon miraba ceñudo a los seanchan cuando no miraba ceñudo al trozo de madera que tenía en las manos, como si con sólo ordenárselo pudiera convertirse en una bonita talla. Ese hombre se había tomado muy a pecho lo de ser so’jhin.
Mat intentaba discurrir algo para acercarse al carromato de Luca y escuchar a escondidas sin que lo vieran los soldados, cuando la puerta de la parte trasera del carromato se abrió y un seanchan de cabello claro bajó la escalera; se caló el yelmo adornado con una fina pluma azul en el momento en que sus botas tocaron el suelo. Luca apareció detrás, resplandeciente con su atuendo escarlata cuajado de bordados de dorados soles reventones y haciendo rebuscadas reverencias mientras seguía al oficial. Luca poseía al menos dos docenas de chaquetas, la mayoría rojas y a cuál más chabacana. Menos mal que su carromato era muy grande, o no habría tenido sitio para todas.
Haciendo caso omiso de Luca, el oficial seanchan montó en su castrado, se ajustó la espada y bramó órdenes que lanzaron a sus hombres rápidamente sobre las sillas y a formar en una columna de a dos que se dirigió al paso hacia la entrada. Luca los siguió con la mirada, sin borrar la sonrisa, presto para hacer otra reverencia si cualquiera de ellos se volvía a mirar.
Mat permaneció a un lado de la calle, bien apartado, y fingió quedarse boquiabierto, maravillado, mientras los soldados pasaban. Tampoco es que ninguno de ellos se dignara mirar hacia él —el oficial llevaba fija la mirada al frente y sus soldados igual—, pero nadie prestaba atención a un palurdo ni se acordaba de él.
Para su sorpresa, Egeanin permaneció con la vista clavada en el suelo, asiendo con fuerza el pañuelo atado bajo la barbilla, hasta que pasó el último jinete. Alzó la cabeza para seguirlos con la mirada y frunció los labios un instante.
—Al final resulta que conozco a ese chico —comentó en voz queda, arrastrando las palabras—. Lo llevé a Falme en el Intrépido. Su sirviente murió a mitad de la travesía y pensó que podía utilizar a uno de mis tripulantes. Tuve que ponerlo en su sitio. Habríase dicho que pertenecía a la Sangre por el escándalo que montó.
—Rayos, truenos y centellas —maldijo Mat. ¿Con cuántas personas más habría tenido choques, haciendo que su rostro se les quedara grabado en la memoria? Tratándose de Egeanin, probablemente cientos. ¡Y él había dejado que se paseara por ahí con una peluca y otro tipo de ropa por todo disfraz! ¿Cientos? Lo más probable es que fueran miles. Era capaz de irritar a un ladrillo.
En cualquier caso, el oficial se había marchado. Mat exhaló lentamente. La suerte seguía acompañándolo, desde luego. A veces pensaba que eso era lo único que le impedía ponerse a berrear como un bebé. Se encaminó hacia Luca para saber qué querían los soldados.
Domon y Blaeric llegaron junto a Luca tan deprisa como Egeanin y él, y el gesto ceñudo de la redonda cara de Domon se intensificó al mirar el brazo de Mat echado sobre el hombro de Egeanin. El illiano comprendía la necesidad de tal parodia, o eso decía, pero parecía pensar que podía hacerse sin que se tocaran siquiera las manos. Mat retiró el brazo —no había necesidad de fingir allí: Luca sabía la verdad, de todo—, y Egeanin empezó a soltarlo también, si bien, tras mirar a Domon, en lugar de eso ciñó con más fuerza la cintura de Mat, todo ello sin que su expresión cambiara lo más mínimo. Domon mantuvo un gesto ceñudo, pero ahora mirando al suelo. Mat llegó a la conclusión de que llegaría a comprender a los seanchan poco antes que a las mujeres. O que a los illianos, dicho fuera de paso.
—Caballos —gruñó Luca antes de que Mat se parara frente a él. Su mirada enojada los abarcó a todos, pero enfocó su ira principalmente en Mat. Algo más alto que él, Luca se estiró para mirarlo desde arriba—. Eso era lo que quería. Le mostré la cédula que me exime de la requisa de caballos para el sorteo, firmada por la propia Augusta Señora Suroth, pero ¿acaso le impresionó? Le dio igual que rescatara a una seanchan de alto rango. —Cerandin no era de alto rango, y más que rescatarla le había proporcionado un medio para viajar como una artista contratada, pero Luca siempre exageraba las cosas a su conveniencia.
»De todos modos no sé durante cuánto tiempo será válida esa exención. Los seanchan necesitan conseguir caballos sea como sea. ¡Podrían volver cualquier día para llevárselos! —La cara se le estaba poniendo casi tan roja como la chaqueta y no dejaba de golpear con el dedo en el pecho de Mat—. ¡Vas a conseguir que me quiten los caballos! ¿Cómo muevo mi espectáculo sin caballos? Respóndeme a eso, si puedes. Estaba dispuesto a partir tan pronto como vi la locura desatada en la bahía, hasta que tú me presionaste. ¡Harás que me corten la cabeza! ¡Podría encontrarme a más de cien kilómetros de aquí de no ser por ti, apareciendo en mitad de la noche y metiéndome con argucias en tus absurdas intrigas! ¡No estoy ganando un céntimo aquí! ¡No ha habido bastantes espectadores los últimos tres días para pagar la comida que consumen los animales en uno! ¿Qué digo en uno? ¡En medio! ¡Tendría que haberme marchado hace un mes! ¡Antes! ¡Tendría que haberlo hecho!
Mat casi se echó a reír al ver a Luca barbotar de indignación. Caballos. Eso era todo; sólo caballos. Además, la idea de que los pesados carruajes del espectáculo pudieran recorrer más de cien kilómetros en cinco días era tan ridícula como el carromato de Luca. El hombre se podría haber marchado un mes antes, dos meses, de no ser por querer sacar hasta el último cobre que pudiera a Ebou Dar y a sus conquistadores seanchan. Y, en lo tocante a convencerlo para que se quedara seis noches atrás, había sido tan fácil como caerse de la cama. En lugar de reírse, Mat puso una mano en el hombro de Luca. El tipo era un vanidoso pavo real además de codicioso, pero no tenía sentido enfadarlo más de lo que estaba ya.
—Si te hubieras marchado esa noche, Luca, ¿crees que a nadie le habría parecido sospechoso? Habrías tenido a los seanchan destrozando tus carretas antes de que hubieses recorrido dos leguas. Podría decirse que te he salvado de eso. —Luca gruñó. Algunas personas eran incapaces de ver más allá de sus narices—. En cualquier caso, ya no tienes por qué preocuparte. Tan pronto como Thom regrese de la ciudad, podemos poner de por medio tantos kilómetros como quieras.
Luca saltó tan de improviso que Mat retrocedió un paso, alarmado, pero lo único que hizo el hombre fue brincar y dar vueltas de alegría. Domon se quedó mirándolo con los ojos como platos, e incluso Blaeric lo observó de hito en hito. A veces, Luca parecía tonto de remate. Luca había empezado a brincar cuando Egeanin apartó a Mat de un empujón.
—¿Tan pronto como regrese Merrilin? ¡Di órdenes de que nadie saliera de aquí! —Sus ojos fueron alternativamente de él a Luca con una cólera fría que abrasaba—. ¡Espero que mis órdenes se cumplan!
Luca dejó de hacer cabriolas bruscamente y la miró de soslayo y después, de pronto, le hizo una reverencia con tantas florituras que prácticamente se veía la capa que no llevaba puesta. ¡Casi podía verse el bordado de la capa! Creía que tenía mano con las mujeres, vaya que sí.
—Vos ordenáis, mi encantadora señora, y yo corro a obedecer. —Se irguió y encogió los hombros en un gesto de disculpa—. Pero maese Cauthon tiene el oro, y me temo que las órdenes del oro son prioritarias para mí. —El arcón repleto de monedas en ese mismo carromato había sido toda la presión que había hecho falta para convencerlo. Quizás el hecho de que Mat fuera ta’veren había contribuido, pero por la cantidad de oro suficiente Valan Luca ayudaría a raptar al mismísimo Oscuro.
Egeanin respiró hondo, dispuesta a reprender más a Luca, pero el hombre se dio media vuelta y subió corriendo los peldaños para entrar en su carromato mientras gritaba:
—¡Latelle! ¡Latelle! ¡Hay que despertar a todos de inmediato! ¡Por fin nos vamos, en cuanto Merrilin regrese! ¡Alabada sea la Luz!
Un instante después, volvía a aparecer arrastrando casi por la pequeña escalera a su esposa, que se iba poniendo una capa de terciopelo negro adornada con relucientes lentejuelas. Era una mujer de semblante severo, y al ver a Mat encogió la nariz como si oliese mal y dedicó a Egeanin una mirada que habría hecho trepar a los árboles a sus osos amaestrados. A Latelle le desagradaba la idea de que una mujer dejara a su esposo, a pesar de saber que era mentira. Por suerte, parecía adorar a Luca por alguna razón, y le gustaba el oro casi tanto como a él. Luca corrió hacia la carreta más cercana y se puso a golpear la puerta con el puño, a la par que Latelle hacía otro tanto en la siguiente.
Sin perder tiempo, Mat se encaminó presuroso hacia una de las calles laterales. Más bien un callejón, comparado con la calle principal, serpenteaba entre el mismo tipo de carretas y tiendas, todas cerradas a cal y canto por el frío y arrojando humo por las chimeneas de metal. Allí no había plataformas para los artistas, sino cuerdas para tender la ropa entre las carretas, y aquí y allí algunos juguetes de madera esparcidos por el suelo. Esa calle era sólo para viviendas y su estrechez a propósito para desanimar a intrusos.
Avanzó deprisa a despecho de la cadera —al ejercitarla caminando casi había desaparecido el dolor—, pero no había dado ni diez pasos cuando Egeanin y Domon lo alcanzaron. Blaeric había desaparecido, seguramente para ir a informar a las hermanas que seguían a salvo y que por fin se marchaban. Las Aes Sedai, que se hacían pasar por sirvientas de Egeanin muertas de preocupación porque el esposo de su señora los atrapara, estaban hartas de tener que quedarse aisladas en el carromato, por no mencionar el tener que compartirlo con las sul’dam. Mat lo había hecho a propósito, pues así las Aes Sedai vigilaban a las sul’dam y, a su vez, éstas le ahorraban tener encima a las Aes Sedai dándole la lata. Se alegró de que Blaeric le evitara tener que visitar el carromato otra vez. Una u otra hermana le había hecho llamar cuatro o cinco veces al día desde que habían huido de la ciudad, y él acudía cuando no le quedaba más remedio, pero nunca era una experiencia agradable.
Egeanin no lo rodeó con el brazo en esta ocasión. Caminaba a largas zancadas a su lado, mirando fijamente al frente sin molestarse en comprobar la colocación de la peluca, para variar. Domon los seguía con los pesados andares de un oso al tiempo que mascullaba entre dientes con su fuerte acento illiano. El gorro de lana dejaba a la vista la forma brusca en que acababa su oscura barba a mitad de las orejas, y más arriba sólo la leve sombra del cabello que empezaba a crecer. Le daba un aspecto… inacabado.
—Un barco con dos capitanes está abocado al desastre —comentó Egeanin, dando a su peculiar acento un exagerado timbre de paciencia. Su sonrisa enterada daba la impresión de hacerle daño en la cara.
—No estamos en un barco —replicó Mat.
—¡El principio fundamental es el mismo, Cauthon! Eres un granjero. Sé que en una situación difícil eres válido. —Lanzó una mirada severa hacia atrás, a Domon. Era el que había llevado a Mat, uniendo sus destinos, cuando ella creía que estaba contratando sus servicios—. Pero esta situación requiere buen criterio y experiencia. Nos movemos por aguas peligrosas y no tienes conocimientos de mando.
—Más de los que podéis imaginar —contestó secamente. Podría haber desgranado una lista de batallas que recordaba haber dirigido, pero sólo un historiador habría identificado la mayoría de ellas y quizá ni siquiera un historiador. De todos modos, nadie lo creería. Él no daría crédito si alguien hiciera tal afirmación—. ¿No tendríais que estar preparándoos, Domon y vos? No querréis dejaros nada, supongo.
Todo cuanto la mujer poseía ya estaba guardado en el carromato que ella y Mat compartían con Domon —un arreglo incómodo por demás—, pero apretó el paso con la esperanza de que hubiese cogido la indirecta. Además, su punto de destino ya estaba a la vista.
La tienda de color azul intenso, apiñada entre un carromato pintado en un amarillo virulento y otro en verde esmeralda, era apenas lo bastante grande para que cupieran tres camastros, pero proporcionar acomodo a toda la gente que había sacado de Ebou Dar había requerido sobornos para que salieran quienes los ocupaban y más sobornos para que a éstos los admitieran otros. Lo que había podido alquilar era lo que los propietarios quisieron cederle. A unos precios adecuados para una buena posada. Juilin, un hombre de tez oscura, constitución compacta y negro cabello muy corto, estaba sentado en el suelo cruzado de piernas delante de la tienda, con Olver, un chaval menudo y delgado, aunque no tan flaco como cuando lo había visto por primera vez, y bajo para sus diez años, que era la edad que decía tener. Ninguno de los dos llevaba chaqueta, a pesar del viento, y jugaban a serpientes y zorros en un tablero que el padre del chico, fallecido, le había dibujado en un trozo de paño rojo. Olver tiró los dados, contó los puntos cuidadosamente y pensó su movimiento en la telaraña de líneas y flechas negras. Se sentó erguido al ver a Mat.
De repente Noal apareció desde la parte posterior de la tienda, jadeando como si hubiese corrido. Juilin alzó la vista, sorprendido, hacia el viejo, y Mat frunció el entrecejo. Le había dicho a Noal que fuera allí directamente. ¿Dónde habría estado? Noal lo miró expectante, sin asomo de culpabilidad o azoramiento, simplemente ansioso de oír lo que Mat tuviera que decir.
—¿Sabes algo de los seanchan? —le preguntó Juilin, enfocando también su atención en Mat.
Una sombra se movió detrás de las solapas de entrada de la tienda y una mujer de cabello oscuro, sentada en un extremo de uno de los camastros arrebujada en una vieja capa de color gris, se inclinó hacia adelante para poner una mano en el brazo de Juilin. Y para dirigir a Mat una mirada recelosa. Thera era bonita, si es que a uno le gustaban unos labios que siempre parecían fruncidos en un mohín, y por lo visto a Juilin sí le gustaban a juzgar por el modo en que le sonrió con aire tranquilizador mientras le daba palmaditas en la mano. También era Amathera Aelfdene Casmir Lounault, Panarch de Tarabon, lo que era casi tanto como una reina. O, al menos, lo había sido. Juilin estaba enterado de eso, al igual que Thom, pero a ninguno de los dos se le había ocurrido decírselo a Mat hasta que llegaron al espectáculo de Luca. Suponía que tampoco importaba mucho, entre todo lo demás. Respondía más prontamente a Thera que a Amathera, no exigía nada, salvo la compañía de Juilin, y no parecía probable que nadie la reconociera allí. En cualquier caso, Mat esperaba que sintiese por Juilin algo más que gratitud por haberla rescatado, porque, desde luego, lo que éste sentía por ella era algo más. ¿Quién era él para decir que una Panarch destronada no podía enamorarse de un husmeador? Cosas más raras pasaban, aunque así de pronto no se le ocurría ninguna.
—Sólo querían ver la cédula para los caballos de Luca —contestó, y Juilin asintió con la cabeza, relajándose un poco de forma evidente.
—Menos mal que no contaron los caballos estacados. —La cédula enumeraba exactamente los caballos que a Luca se le permitía tener. Los seanchan podían ser generosos en sus recompensas; pero, dada la necesidad que tenían de monturas y troncos de carruajes, no estaban dispuestos a entregar a nadie una licencia para montar un negocio con caballos—. En el mejor de los casos, se habrían llevado los que hay de más. En el peor… —El husmeador se encogió de hombros. Otro optimista.
Con un respingo, Thera se ajustó más la capa de repente y se echó hacia atrás con brusquedad. Juilin miró detrás de Mat y la expresión de sus ojos se endureció; el teariano podía igualar a los Guardianes en lo tocante a mostrar dureza. Egeanin no pareció darse por aludida, y observaba la tienda con gesto iracundo. Domon se encontraba a su lado cruzado de brazos, aspirando entre los dientes ya fuera en un gesto absorto o de forzada paciencia.
—Recoge la tienda, Sandar —ordenó Egeanin—. El espectáculo parte tan pronto como Merrilin regrese. —Prietas las mandíbulas y sin dirigir miradas furibundas a Mat. O casi—. Asegúrate de que… tu mujer no causa problemas.
En los últimos tiempos Thera había sido una sierva, da’covale, la propiedad de la Augusta Señora Suroth, hasta que Juilin la robó. Para Egeanin, robar da’covale era casi tan malo como liberar damane.
—¿Puedo montar en Viento? —exclamó Olver mientras se incorporaba de un brinco—. ¿Puedo, Mat? ¿Puedo, Leilwin? —Egeanin sonrió al chico. Mat no la había visto sonreír a nadie más, ni siquiera a Domon.
—Todavía no —repuso Mat. No hasta que se encontraran tan lejos de Ebou Dar que la posibilidad de que alguien recordara al rucio que ganaba carreras con un crío montado en su lomo fuera muy remota—. Tal vez dentro de unos días. Juilin, ¿te importa avisar a los demás? Blaeric ya lo sabe, así que se está ocupando de las hermanas.
Juilin no perdió tiempo aparte de entrar en la tienda para tranquilizar a Thera. Al parecer la mujer necesitaba que la tranquilizaran con frecuencia. Cuando salió le dijo a Olver que guardara el juego y que ayudara a Thera con el equipaje hasta que él regresara y después se puso el gorro cónico y echó a andar mientras se metía la chaqueta. Ni siquiera dirigió una mirada de pasada a Egeanin. Ella lo consideraba un ladrón, algo ofensivo por sí mismo para un rastreador de ladrones, y el teariano tampoco la tenía en gran aprecio a ella.
Mat empezó a preguntar a Noal dónde había estado, pero el viejo salió disparado detrás de Juilin a la par que volvía la cabeza y anunciaba a gritos que ayudaría a avisar a los demás que el espectáculo iba a ponerse en camino. Bien, dos propagarían la noticia más deprisa que uno —Vanin y los cuatro Brazos Rojos supervivientes compartían una tienda abarrotada al otro lado del recinto, mientras que el propio Noal compartía otra con Thom y los dos criados, Lopin y Nerim, en el extremo opuesto—, y la pregunta podía esperar. Probablemente se había retrasado para dejar sus peces en algún sitio seguro. En cualquier caso, la pregunta de repente no parecía tener importancia.
El alboroto de gente llamando a los mozos de caballos para que le llevaran sus troncos y los gritos de otros demandando a voz en cuello que qué pasaba empezaban a resonar en el campamento. Adria, una mujer delgada, se acercó corriendo descalza mientras se ceñía una bata verde floreada y se metió en el carromato amarillo donde vivía con otras cuatro contorsionistas. En el carromato verde alguien bramó con voz ronca que había gente que intentaba dormir. Un puñado de niños, hijos de los artistas, y algunos artistas pasaron a todo correr y Olver alzó la vista del juego que estaba doblando. Era su más preciada posesión y de no ser por eso obviamente habría salido corriendo tras ellos. Iba a pasar un largo rato antes de que el espectáculo estuviera realmente listo para partir, pero no fue eso lo que hizo que Mat gimiera. Dentro de su cabeza acababa de oír el ruido de los puñeteros dados que volvían a rodar.