1 Hora de marcharse

La Rueda del Tiempo gira, y las eras llegan y pasan y dejan tras de sí recuerdos que se convierten en leyenda. La leyenda se difumina, deviene en mito, e incluso el mito se ha olvidado mucho antes de que la era que lo vio nacer retorne de nuevo. En una era llamada la tercera por algunos, una era que ha de venir, una era transcurrida hace mucho, comenzó a soplar un viento en las colinas de Rhannor. El viento no fue un inicio, pues no existen ni comienzos ni finales en el eterno girar de la Rueda del Tiempo. Pero aquél fue un principio.

Originado entre las arboledas y los viñedos que cubrían gran parte de las accidentadas colinas, las hileras de sempervirentes olivos, y las ordenadas parras, desnudas de hojas hasta la primavera, el frío viento sopló al noroeste a través de las prósperas granjas que salpicaban el paisaje entre las colinas y la gran bahía de Ebou Dar. La tierra seguía en el barbecho invernal, pero hombres y mujeres ya empezaban a engrasar rejas de arados y revisar arreos para la próxima siembra. Apenas prestaban atención a las filas de carretas con pesadas cargas que se dirigían al este a lo largo de las polvorientas calzadas, transportando gentes que vestían ropas extrañas y hablaban con acento extraño. Muchos de los forasteros parecían ser granjeros también, con instrumentos familiares atados a las cajas de los vehículos y, dentro, los desconocidos retoños con raíces ovilladas en tosco paño, pero se encaminaban hacia tierras más lejanas. Nada relacionado con su vida. La mano seanchan se posaba levemente sobre quienes no se oponían a su dominio, y la vida de los granjeros de las colinas Rhannor no había experimentado ningún cambio. Para ellos, la lluvia o su falta había sido siempre la verdadera dirigente.

El viento sopló al noroeste a través de la amplia extensión azul verdosa de la bahía, donde cientos de barcos enormes se mecían sujetos al ancla sobre la mar picada, algunos con proas achatadas y velas de cuchillo, envergadas en nervios, y otros largos y de proas afiladas, con hombres trabajando en ellos para equiparlos con velas y aparejos iguales a los de las naves más anchas. Con todo, no había tantos barcos flotando, ni con mucho, como unos pocos días antes. Muchos descansaban en aguas poco profundas, restos de naufragio carbonizados, escorados sobre el costado, y armazones quemados asentándose en la profunda capa gris de cieno como esqueletos ennegrecidos. Embarcaciones más pequeñas se deslizaban por la bahía, inclinándose bajo velas triangulares o impulsadas por remos como chinches de agua con muchas patas, casi todas transportando trabajadores o suministros a los barcos que aún estaban a flote. Otras barcas y gabarras se encontraban amarradas a lo que parecían troncos de árbol con las ramas cortadas que salían del agua azul verdosa, y desde ellos unos hombres se zambullían llevando piedras para sumergirse más deprisa en el agua hasta los barcos hundidos, donde ataban cuerdas a lo que quiera que pudiera izarse para salvarlo. Seis noches atrás la muerte se había paseado por allí; el Poder Único había matado hombres y mujeres y hundido barcos en medio de la oscuridad hendida por rayos plateados y bolas de fuego. Ahora, la bahía, inmersa en una febril actividad a pesar de la mar rizada, parecía tranquila en comparación. El oleaje encrespado lanzaba espuma al aire que soplaba al norte y al oeste a través de la desembocadura del río Eldar, donde se ensanchaba en la bahía; al norte, al oeste, y tierra adentro.

Sentado con las piernas cruzadas en lo alto de una piedra cubierta de musgo seco, en la orilla del río bordeada de carrizos, Mat encorvó los hombros para protegerse del aire y maldijo para sus adentros. Allí no había oro que ganar ni mujeres ni baile ni diversión, y sí mucha incomodidad. En resumen, era el último sitio que normalmente elegiría para estar. El sol se elevaba un corto tramo sobre el horizonte, el cielo tenía un color gris pizarra claro, y unos densos nubarrones purpúreos, procedentes del mar, amenazaban lluvia. El invierno casi no parecía invierno sin nieve —no había visto un solo copo en Ebou Dar— pero un frío y húmedo viento matutino procedente del mar servía para helar a un hombre hasta la médula tan bien como la nieve. Habían pasado seis noches desde que había salido de la ciudad en medio de una tormenta, pero su cadera, martirizada por dolorosas punzadas, parecía pensar que seguía calado hasta los huesos y aferrado a una silla de montar. Ningún hombre andaría por ahí por propia voluntad con ese tiempo ni a esa hora del día. Ojalá se hubiera llevado una capa. Ojalá se hubiera quedado en la cama.

Las ondulaciones del terreno tapaban Ebou Dar, situada a unos dos kilómetros al sur, y también lo ocultaban a él de la ciudad, pero no había un solo árbol ni nada más alto que los matorrales al alcance de la vista. Encontrarse a descubierto así lo hacía sentir como si tuviera hormigas andándole por la piel. No obstante, debería estar a salvo. Su chaqueta de sencillo paño marrón y su gorra no se parecían en nada a las ropas con las que se lo había visto en la ciudad. En lugar de seda negra, un deslucido pañuelo de lana ocultaba la cicatriz que le rodeaba la garganta, además de que llevaba el cuello de la chaqueta levantado para tapar eso también. Ni rastro de puntilla ni una puntada de bordado. Un atuendo lo bastante soso para un granjero que ordeñara vacas. Ninguna de las personas que tenía que evitar lo reconocería si lo viera. No lo haría a menos que se acercara mucho. Con todo, se caló un poco más la gorra.

—¿Tienes intención de quedarte aquí mucho más, Mat? —La astrosa chaqueta azul oscuro de Noal había conocido tiempos mejores, aunque también le ocurría lo mismo a él. Encorvado, con el cabello blanco y la nariz rota, el viejo estaba acuclillado sobre los talones, debajo del peñasco, pescando en el río con un tallo de bambú. Le faltaban casi todos los dientes, y a veces tocaba con la lengua uno de los huecos como si lo sorprendiera encontrarlo vacío—. Hace frío, por si no te has dado cuenta. Todo el mundo cree que hace más calor en Ebou Dar, pero el invierno es frío en cualquier parte, incluso en lugares que hacen que Ebou Dar parezca Shienar en comparación. Mis huesos se mueren por un buen fuego. O al menos por una manta. Un hombre puede sentirse muy a gusto envuelto en una manta, si está a resguardo del aire. ¿Vas a hacer algo más que mirar fijamente río abajo?

Cuando Mat se limitó a dirigirle una mirada de soslayo, Noal se encogió de hombros y continuó observando atentamente el flotador de madera embreado que cabeceaba entre los dispersos carrizos. De vez en cuando abría y cerraba una de sus nudosas manos como si los dedos torcidos acusaran mucho el frío, pero en caso de ser cierto la culpa era suya. El viejo necio se había metido en aguas poco profundas para recoger alevines que sirvieran de cebo, utilizando un cesto que tenía medio sumergido y sujeto con un canto de río al borde del agua. A despecho de sus protestas sobre el tiempo, Noal lo había acompañado al río sin que él se lo pidiera. Por lo que contaba, todas las personas que le habían importado llevaban muertas muchos años, y la verdad es que parecía casi desesperado por tener compañía. Desesperado tenía que estar para decidir quedarse con él cuando podría encontrarse a cinco días de Ebou Dar a esas alturas. Se podía cubrir una buena distancia en cinco días si se tenía un motivo y un buen caballo. El propio Mat había pensado en ese asunto bastantes veces.

En la orilla opuesta del Eldar, medio oculto por una de las isletas pantanosas que salpicaban el río, un bote de remos retrocedió y un tripulante se puso de pie y rebuscó entre los carrizos con un largo bichero. Otro remero lo ayudó a subir al bote lo que había enganchado. A esa distancia, parecía un saco grande. Mat se encogió y desvió la vista corriente abajo. Todavía seguían encontrando cuerpos, y el responsable era él. Los inocentes morían junto con los culpables. Y, si uno no hacía nada, entonces sólo morían los inocentes. O corrían una suerte igual de mala. Puede que peor, dependiendo de cómo se mirara.

Frunció el ceño, irritado. Rayos y centellas, ¡se estaba volviendo un puñetero filósofo! Asumir responsabilidades consumía todo el gozo de la vida y amargaba a un hombre. Lo que deseaba en ese mismo instante era un montón de vino caliente con especias en una acogedora taberna donde resonara la música, y una doncella bonita y metida en carnes sentada en sus rodillas, en algún lugar lejos de Ebou Dar. Muy lejos. En cambio, lo que tenía eran obligaciones de las que no podía desentenderse y un futuro que no le seducía. Ser ta’veren no parecía servir de nada, si era así como el Entramado se configuraba a la influencia de uno. En fin, al menos le quedaba la suerte. Después de todo, seguía vivo y no se encontraba encadenado en una celda. Dadas las circunstancias, podía considerarse suerte.

Desde su posición disfrutaba de una vista bastante clara más allá de la última isleta pantanosa del río. La espuma levantada por el viento se desplazaba por la bahía hacia tierra como bancos de bruma, pero no lo bastante densa para ocultar lo que necesitaba ver. Intentaba sumar mentalmente, contando barcos a flote y los naufragados. Pero perdía constantemente por qué número iba al pensar que había contado dos veces algunos barcos, y tenía que volver a empezar. También se inmiscuían en sus pensamientos los Marinos a los que habían apresado de nuevo. Había oído que en las horcas del Rahad, al otro lado de la bahía, se exhibían más de cien cadáveres con carteles en los que figuraban «asesinato» y «rebelión» como los crímenes cometidos. Normalmente, a los seanchan se los ajusticiaba en el tajo del verdugo y en estacas de empalamiento, salvo la Sangre, para la que se utilizaba el cordón de estrangulamiento, pero la propiedad tenía que conformarse con la horca.

«Así me condene, hice todo cuanto pude», pensó amargamente. No servía de nada sentirse culpable porque eso fuera todo lo que podía hacer. ¡De nada! Tenía que concentrarse en la gente que había escapado.

Los Atha’an Miere que lo consiguieron habían ocupado barcos de la bahía para huir, y si bien habrían podido capturar algunas embarcaciones más pequeñas, cualquiera que pudieran abordar y tomar en su poder al abrigo de la noche, la idea era llevarse al mayor número posible de los suyos. Con miles de Marinos trabajando como prisioneros en el Rahad, eso suponía grandes barcos, por fuerza, lo que significaba barcos seanchan. Muchas de las naves de los propios Marinos eran suficientemente grandes, desde luego, pero para entonces a todas se las había despojado de velamen y aparejo a fin de equiparlas al estilo seanchan. Si podía calcular cuántos barcos grandes quedaban, podría hacerse una idea de cuántos Atha’an Miere habían alcanzado la libertad. Liberar a las Detectoras de Vientos había sido lo correcto, lo único que podía hacer; pero, aparte de los ahorcamientos, cientos y cientos de cuerpos se habían sacado de la bahía en los últimos cinco días, y sólo la Luz sabía cuántos más habían sido arrastrados por las corrientes mar adentro. Los sepultureros trabajaban desde la salida del sol hasta el ocaso, y los cementerios estaban rebosantes de mujeres y niños llorosos. De hombres también. No pocos de ésos habían sido Atha’an Miere, sin que hubiera nadie que los llorara mientras los echaban a fosas comunes, y quería tener una idea del número que había salvado para compensar sus sombrías sospechas del número que había matado.

No obstante, calcular cuántos barcos habían logrado salir al Mar de las Tormentas era difícil, aparte del asunto de perder la cuenta. A diferencia de las Aes Sedai, las Detectoras de Vientos no tenían restricciones contra utilizar el Poder como arma, no cuando la seguridad de los suyos estaba en peligro, y a buen seguro habrían procurado frenar la persecución antes de que se iniciara. Nadie salía en persecución de nadie en un barco incendiado. Los seanchan, con sus damane, tenían aún menos reparo en contraatacar. Rayos zigzagueando entre la lluvia, numerosos como briznas de hierba, y bolas de fuego surcando el cielo, algunas del tamaño de caballos, y la bahía pareció envuelta en llamas de punta a punta, hasta que incluso en plena tormenta la noche hizo que el espectáculo de un Iluminador pareciera parco en comparación. Sin volver la cabeza podía contar docenas de sitios donde las cuadernas calcinadas de un gran barco sobresalían de las aguas someras o el casco enorme de una embarcación de proa achatada yacía de costado, con las olas del puerto lamiendo la cubierta escorada, y había el doble de sitios donde las cuadernas ennegrecidas que se veían eran más finas, los restos de surcadores de los Marinos. Al parecer no habían querido dejar sus propias embarcaciones en manos de quienes los habían esclavizado. Tres docenas justo delante de él, y eso sin contar los barcos hundidos junto a los que había botes trabajando para sacar cosas. Quizás un marinero distinguiría los grandes barcos de los surcadores por la parte alta de los mástiles que sobresalían del agua, pero eso quedara fuera de sus conocimientos.

De repente un viejo recuerdo acudió a su mente; se refería a cómo cargar barcos para un ataque desde el mar y cuántos hombres podían apiñarse en cuánto espacio y durante cuánto tiempo. En realidad no era un recuerdo suyo, ya que pertenecía a una antigua guerra entre Fergansea y Moreina, pero lo parecía. Caer en la cuenta de que realmente no había vivido uno de aquellos recuerdos de las vidas de otros hombres que tenía metidos en la cabeza lo cogía siempre por sorpresa, de modo que quizá fueran suyos en cierto modo. A decir verdad eran más precisos que los que tenía de algunas partes de su propia vida. Las embarcaciones que recordaba habían sido más pequeñas que la mayoría de las que había en la bahía, pero la base de la que se partía era la misma.

—No tienen suficientes barcos —murmuró. Los seanchan tenían aún más en Tanchico que los que habían llegado aquí, pero las pérdidas en la bahía bastaban para cambiar las cosas.

—¿Suficientes barcos para qué? —preguntó Noal—. En mi vida había visto tantos en un mismo sitio. —Ésa era una afirmación de peso viniendo de él. De dar crédito a Noal, lo había visto todo y casi siempre más grande o más imponente que lo que tenía delante de las narices. En Campo de Emond se habría comentado que no era pródigo con los fondos de la bolsa de la verdad. Mat sacudió la cabeza.

—No les quedan suficientes barcos para llevarlos de vuelta a su hogar.

—No tenemos que volver al hogar. Hemos llegado a él —dijo a su espalda una voz de mujer que arrastraba las palabras al hablar.

No saltó exactamente al escuchar el acento seanchan, pero le faltó poco, hasta que reconoció quién había hablado.

Egeanin tenía fruncido el ceño y sus azules ojos semejaban dagas, pero no dirigidas a él. Al menos, eso le pareció a Mat. Era alta y delgada, de rasgos duros y tez pálida a despecho de haber pasado la vida en el mar. Su vestido era de un color verde lo bastante chillón para encajar con los gitanos, o casi, y bordados múltiples de florecillas amarillas y capullos blancos en el alto cuello y a lo largo de las mangas. Llevaba un floreado pañuelo prietamente atado bajo la barbilla, con el que se sujetaba una peluca de largo cabello negro que se derramaba sobre sus hombros y hasta la mitad de la espalda. Detestaba el pañuelo y el vestido, que no le encajaba bien del todo, pero sus manos comprobaban cada dos por tres si la peluca no se había torcido. Eso le preocupaba más que sus ropas, aunque la palabra «preocupar» era quedarse corto.

Sólo había soltado un suspiro cuando tuvo que cortarse las uñas, pero casi le había dado un ataque, congestionada la cara y los ojos desorbitados, cuando Mat le dijo que debía afeitarse la cabeza completamente. El estilo de corte de pelo que llevaba antes, afeitado por encima de las orejas de manera que quedaba una capa semejante a un casquete y un tupido mechón colgando hasta el hombro, proclamaba que pertenecía a la Sangre seanchan, una noble menor. Incluso alguien que nunca hubiera visto a un seanchan se habría acordado de ella. Había acabado accediendo a regañadientes, pero después había rozado un estado de histerismo hasta que pudo cubrirse el cráneo afeitado. Pero no por los motivos por los que la mayoría de las mujeres se habrían subido por las paredes. No; entre los seanchan, sólo la familia imperial se afeitaba toda la cabeza. Los hombres que sufrían calvicie se ponían peluca en cuanto la falta de cabello empezaba a resultar notable. Egeanin habría preferido morir antes que nadie pensara que estaba fingiendo pertenecer a la familia imperial, incluso gente a la que ni siquiera se le habría pasado nunca tal idea por la cabeza. Bueno, fingir tal cosa conllevaba la pena de muerte entre los seanchan, pero Mat jamás habría imaginado que se lo tomara así. ¿Qué importaba una pena de muerte más cuando uno ya tenía el cuello extendido en el tajo? La cuerda de estrangulamiento, en su caso. Para él sería la horca.

Mientras guardaba bajo la manga el cuchillo sacado a medias, bajó de la piedra de un salto. Aterrizó mal y estuvo a punto de caerse; contuvo a duras penas el gesto de dolor cuando la cadera le dio un fortísimo pinchazo. Pero lo logró. La mujer era noble y capitana de barco, y ya hacía suficientes intentos de ponerse al mando para que además le mostrara otras debilidades, dándole así más oportunidades de conseguir su propósito. Había sido ella la que había acudido en busca de ayuda, no al contrario, pero eso contaba bien poco para la mujer. Apoyado en la roca y de brazos cruzados, fingió estar ocioso mientras daba pataditas a las matas de hierbas secas para que el dolor se le pasara. Y era tan intenso que la frente se le perló de sudor a pesar del frío viento. Huir en medio de la tormenta le había hecho retroceder en la recuperación de la cadera, y todavía no había recuperado el terreno perdido.

—¿Estáis segura respecto a los Marinos? —le preguntó. No tenía sentido mencionar de nuevo la falta de barcos. En cualquier caso, demasiados colonos seanchan se habían diseminado desde Ebou Dar, y muchos más, al parecer, desde Tanchico. Tuvieran los barcos que tuviesen, ahora no había poder en la tierra capaz de erradicar a todos los seanchan.

La mujer se llevó las manos a la peluca otra vez, pero vaciló al fijarse en las uñas, y en lugar de ello las puso debajo de los brazos, fruncido el ceño.

—¿Qué pasa con los Marinos? —replicó.

Sabía que él había estado detrás de la huida de las Detectoras de Vientos, pero ninguno se había referido a ello explícitamente. Egeanin siempre intentaba evitar hablar de los Atha’an Miere. Aparte de todos los barcos hundidos y de los muertos, liberar damane era otro delito penalizado con la muerte, además de considerarse repugnante desde el punto de vista seanchan, tan despreciable como la violación o abusar de niños. Claro que ella misma había ayudado a liberar damane, aunque a su modo de ver aquél era el menor de sus crímenes. Con todo, también evitaba ese tema. Había unos cuantos de los que no hablaba.

—Que si estáis segura sobre las Detectoras de Vientos que fueron capturadas. He oído chismes sobre cortar manos o pies.

Mat tragó para librarse del regusto a bilis. Había visto morir a hombres, había matado a hombres con sus propias manos. ¡La Luz lo amparara, había matado a una mujer una vez! Ni los recuerdos más sombríos de aquellos otros hombres lo quemaban tanto como eso, y algunos de tales recuerdos eran lo bastante horribles para tener que ahogarlos en vino cuando afloraban a la superficie. Pero la idea de cortar las manos a alguien deliberadamente le revolvía el estómago.

Egeanin levantó bruscamente la cabeza, y por un instante Mat creyó que iba a pasar por alto su pregunta.

—Apuesto a que son chismes oídos a Renna —dijo al tiempo que hacía un gesto desechando el tema—. Algunas sul’dam hablan de esas tonterías para asustar a las damane recalcitrantes cuando se las ata a la correa la primera vez, pero nadie lo ha hecho desde hace… seiscientos o setecientos años. Bueno, no muchos, y la gente que no puede controlar a su propiedad sin… mutilarla son sei’mosiev, para empezar. —Sus labios se torcieron en una mueca de desprecio, si bien no quedó claro si era por la mutilación o por los sei’mosiev.

—Pierdan o no prestigio, lo hacen —espetó Mat. Para los seanchan, sei’mosiev era mucho más que humillado, pero Mat dudaba que alguien capaz de cortar deliberadamente la mano a una mujer pudiera sentirse lo bastante humillado para matarse—. ¿Está la Augusta Señora Suroth entre esos «no muchos»?

Egeanin le dirigió una mirada tan iracunda como la suya y, se puso en jarras, echada hacia adelante con los pies separados como si se encontrara en la cubierta de un barco y estuviese a punto de amonestar a un marinero con pocas luces.

—¡La Augusta Señora Suroth no posee esas damane, palurdo zoquete! Son propiedad de la emperatriz, así viva para siempre. Suroth podría cortarse sus propias manos de inmediato si ordenara hacer algo así a las damane imperiales. Y eso en caso de que diera tal orden; no he oído que maltrate a las suyas nunca. Intentaré explicarlo de forma que lo entiendas. Si tu perro se escapa, no lo mutilas. Lo azotas para que sepa que no debe hacerlo otra vez y vuelves a meterlo en su caseta. Además, las damane son…

—Demasiado valiosas —acabó la frase Mat en tono seco. Había oído esa frase hasta la saciedad.

La mujer pasó por alto su sarcasmo o quizá ni siquiera lo notó. Mat sabía por propia experiencia que si una mujer no quería oír algo hacía caso omiso de ello hasta que uno mismo empezaba a dudar de haber dicho algo.

—Por fin empiezas a entenderlo —continuó Egeanin mientras asentía con la cabeza—. A esas damane que tanto te preocupan probablemente no les quedan siquiera verdugones a estas alturas. —Su mirada se desvió hacia los barcos de la bahía y poco a poco adquirió una expresión de pérdida que acentuó el gesto duro de su semblante. Sus pulgares pasaron por las yemas de los otros dedos—. No imaginas lo que me costó mi damane —dijo en voz queda—. Ella y contratar a una sul’dam. Aunque vale hasta el ultimo trono que pagué, desde luego. Se llama Serisa. Bien entrenada, receptiva. Se atiborraría de frutos secos bañados en miel si la dejaras, pero nunca se marea en el mar, ni se enfurruña, como hacen algunas. Lástima que tuviera que dejarla en Cantorin. Supongo que no volveré a verla. —Suspiró con pesar.

—Estoy convencido de que os echa de menos tanto como vos a ella —intervino Noal, que esbozó una fugaz sonrisa desdentada, y cualquiera hubiera dicho que era sincero. A lo mejor lo era. Argüía que había visto cosas peores que las damane y los da’covale, si es que eso servía de algo.

Egeanin se puso tiesa y frunció el ceño como si no diera crédito a esa muestra de comprensión. O quizás es que acababa de darse cuenta de que miraba fijamente los barcos en la bahía. Lo cierto es que se volvió de espaldas al mar de manera deliberada.

—Di orden de que nadie se alejara de las carretas —dijo con firmeza. Seguramente las tripulaciones de sus barcos habían obedecido prontamente con aquel tono. Volvió la cabeza como si esperara que Mat y Noal actuaran del mismo modo.

—Vaya, ¿eso ordenasteis? —Mat enseñó los dientes con una mueca. Sabía cómo esbozar esa sonrisa insolente que casi provocaba un ataque de apoplejía a la mayoría de los necios engreídos. Egeanin no era ni mucho menos una necia, al menos casi nunca, pero sí engreída. Noble y capitana de barco. Mat no sabía cuál de las dos cosas era peor. ¡Bah, las dos!—. Bueno, iba a dirigirme hacia allí ahora. A menos que no hayas acabado de pescar, Noal. Podemos esperar un rato, si no has terminado.

Sin embargo, el viejo ya estaba echando al agua los plateados alevines que quedaban en el cesto. A pesar de haber sufrido una grave rotura en las manos, tal vez en más de una ocasión a juzgar por su aspecto nudoso, enrolló diestramente el hilo de pescar en la caña de bambú. En el poco rato que había estado pescando había atrapado casi una docena de peces, el más grande de un palmo de largo, y los había ensartado por las agallas en un junco lazado; los metió en el cesto antes de recoger éste. Aseguró que si conseguía encontrar los pimientos picantes adecuados iba a preparar un guiso de pescado —¡pimientos de Shara, nada menos! ¿Y por qué no de la luna?—, un guiso que le haría olvidar su cadera. Por lo que Noal siguió diciendo de los pimientos, Mat sospechó que cualquier olvido vendría dado porque estaría centrado en ingerir suficiente cerveza para calmar el ardor de lengua más que por el sabor.

Egeanin, que esperaba impaciente, tampoco prestaba atención a la mueca de Mat, así que éste le echó un brazo sobre los hombros. Si iban a volver, mejor sería ponerse en marcha. Ella se sacudió de encima el brazo. Esa mujer hacía que las solteronas que había conocido parecieran chicas de taberna en comparación.

—Se supone que somos amantes, vos y yo —le recordó.

—Aquí no hay nadie que nos vea —gruñó Egeanin.

—¿Cuántas veces tengo que decíroslo, Leilwin? —Tal era el nombre que la mujer utilizaba ahora; según ella, era tarabonés. En cualquier caso, no sonaba a seanchan—. Si ni siquiera nos cogemos de la mano a menos que haya alguien observando, vamos a parecer una pareja de amantes muy extraña a los ojos de cualquiera que nos mire sin nosotros saberlo.

Egeanin resopló con desdén, pero le dejó que volviera a rodearla con el brazo y pasó el suyo en torno a él, aunque le dirigió una mirada de advertencia al mismo tiempo.

Mat sacudió la cabeza. Estaba más loca que una cabra si pensaba que le gustaba eso. Casi todas las mujeres tenían algo de relleno sobre los músculos, al menos las mujeres que lo atraían, pero abrazar a Egeanin era como abrazar el poste de una valla. Casi igual de dura y definitivamente igual de tiesa. No entendía qué veía en ella Domon. Quizá no le había dado opción al illiano. Lo había comprado, después de todo, como quien compra un caballo. «Así me aspen, jamás entenderé a estos seanchan», pensó. Tampoco es que quisiera. Sólo que tenía que hacerlo.

Mientras daban media vuelta, echó una última ojeada a la bahía y casi deseó no haberlo hecho. Dos pequeñas embarcaciones surgieron a través de la densa neblina que se deslizaba lentamente corriente abajo. Deslizándose contra el viento. La hora de marcharse había pasado hacía tiempo.

Había tres kilómetros largos desde el río hasta la Gran Calzada del Norte a través de un terreno ondulado, cubierto de hierba marchita y maleza, y salpicado de macizos de enmarañados arbustos de enredaderas demasiado densos para cruzarlos incluso estando casi deshojados. Las elevaciones no merecían el nombre de colinas, al menos para alguien que hubiese trepado por las Colinas de Arena y las Montañas de la Niebla de pequeño —había lagunas en su memoria, pero podía recordar cosas—; no obstante, a no mucho tardar se alegraba de llevar el brazo sobre alguien. Había estado inmóvil, sentado en aquel puñetero peñasco, demasiado tiempo. El intenso pinchazo en la cadera había pasado a ser un dolor sordo, pero todavía lo obligaba a cojear, y si no hubiese tenido dónde apoyarse se habría tambaleado al bajar las cuestas. Y no es que se apoyara en Egeanin, por supuesto, pero ir agarrado lo ayudaba a mantener el equilibrio. La mujer lo miró ceñuda como si pensara que intentaba aprovecharse.

—Si hubieses hecho lo que se te dijo —gruñó—, no tendría que llevarte cargado.

Mat volvió a enseñar los dientes, esta vez sin intentar disfrazar la mueca como una sonrisa. El modo en que Noal correteaba junto a ellos sin dificultad, a pesar de llevar el cesto del pescado apoyado en una cadera y la caña de pescar en la otra mano, resultaba embarazoso. Por muy desgastado que pareciera, ese hombre era muy dinámico. A veces se pasaba.

El camino que llevaban se desviaba al norte del Circuito del Cielo, con sus gradas largas y abiertas a los extremos, con asientos de piedra pulida donde, en épocas más cálidas, los espectadores ricos se sentaban en cojines bajo las toldillas de lona de colores para ver correr a sus caballos. Ahora los toldillos y los postes estaban almacenados, los caballos —aquellos que los seanchan no habían confiscado— en sus cuadras del campo, y los asientos se encontraban vacíos salvo por un puñado de chiquillos que corrían gradas arriba y abajo jugando a «tú la llevas». A Mat le encantaban los caballos y las carreras, pero sus ojos pasaron sin detenerse por el Circuito y se detuvieron en Ebou Dar. Cada vez que remontaban una elevación se divisaba la maciza muralla blanca, tan ancha que por su parte superior corría una calzada que rodeaba la ciudad; mirar le sirvió de excusa para detenerse un momento. ¡Estúpida mujer! ¡Una pizca de cojera no significaba que lo estuviese llevando a cuestas! Si él lograba conservar el buen humor, estar a las duras y a las maduras y no protestar, ¿por qué no lo hacía ella?

Dentro de la ciudad, los techos y las paredes blancas, las cúpulas y las esbeltas torres níveas, brillaban en la gris claridad de la mañana; un cuadro de serenidad. No distinguía los huecos donde los edificios habían ardido hasta los cimientos. Una larga fila de carretas de granjeros tiradas por bueyes pasaba, traqueteando, bajo la enorme puerta en arco que daba a la Gran Calzada del Norte, hombres y mujeres de camino a los mercados de la ciudad con lo que quiera que les quedara para vender estando el invierno tan avanzado, y en medio de ellos una caravana de mercaderes con grandes carretas de cubiertas de lona tiradas por troncos de seis u ocho caballos y que transportaban mercancías de sólo la Luz sabía dónde. Otras siete caravanas, conformadas por entre cuatro a diez carretas, aguardaban en fila al lado de la calzada a que los guardias de la puerta acabaran de hacer la inspección. El comercio nunca cesaba del todo mientras el sol brillara, gobernara quien gobernara una ciudad, a menos que hubiese una lucha entablada. A veces ni siquiera se interrumpía entonces. El río de gente que fluía en dirección contraria estaba compuesto en su mayoría por seanchan, soldados en filas ordenadas con su armadura segmentada y rayas pintadas, y yelmos que semejaban cabezas de enormes insectos, algunos marchando a pie y otros a caballo, nobles que siempre iban montados, luciendo capas ornamentadas, trajes de montar de pliegues y velos de encaje, o pantalones amplísimos y chaquetas largas. También los colonos seanchan seguían saliendo de la ciudad, carreta tras carreta ocupadas por granjeros y artesanos y las herramientas de sus oficios. Los colonos habían comenzado a salir de la ciudad tan pronto como habían desembarcado, pero pasarían semanas antes de que se hubieran marchado todos. Era una escena plácida, de jornada laboral y normal y corriente si uno no supiera lo que había detrás; aun así, cada vez que llegaban a un lugar desde el que se divisaban las puertas, su mente volvía a lo ocurrido seis noches antes, y volvía a encontrarse allí, en esas mismas puertas.

La tormenta había arreciado mientras cruzaban la ciudad desde el palacio de Tarasin. La lluvia caía a cántaros, martilleando la ciudad y haciendo resbaladizos los adoquines bajo los cascos de los caballos, en tanto que el viento bramaba desde el Mar de las Tormentas impeliendo la lluvia como piedras lanzadas con una honda y sacudiendo las capas de forma que el intento de no mojarse era una causa perdida. Las nubes ocultaban la luna, y el diluvio parecía absorber la luz de las linternas montadas en varas largas que llevaban Blaeric y Fen, quienes marchaban a pie delante de todos. Entonces entraron en el largo pasadizo que atravesaba la muralla y al menos estuvieron al resguardo de la lluvia. El viento sonaba como el agudo lamento de una flauta en el túnel de alto techo. Los guardias de la puerta se encontraban al otro extremo del pasadizo, y cuatro de ellos llevaban también linternas sujetas en las puntas de largas varas. Otros doce, la mitad seanchan, sostenían alabardas que podían golpear a un hombre montado y tirarlo de la silla. Dos seanchan, con los yelmos quitados, atisbaban desde el vano iluminado del cuartelillo construido en la muralla enlucida, y unas sombras en movimiento detrás de ellos revelaban que había más dentro. Demasiados para abrirse paso a la fuerza sin meter jaleo; quizá demasiados hasta para abrirse camino. No sin que todo estallara como un fuego de artificios de los Iluminadores reventando de golpe en su mano.

De todos modos, el peligro —el mayor peligro— no radicaba en los guardias. Una mujer alta, de rostro llenito, con el vestido azul oscuro de falda dividida exhibiendo franjas rojas con rayos plateados, salió de la casa de guardia. En su mano izquierda llevaba envuelta una correa larga y plateada, cuyo extremo opuesto la unía a una mujer canosa, con el vestido gris oscuro, que la seguía exhibiendo una sonrisa anhelante. Mat sabía que estarían allí. Ahora los seanchan tenían sul’dam y damane en todas las puertas. Incluso podía haber otro par dentro, o dos. No estaban dispuestos a dejar que ninguna mujer capaz de encauzar escapara a sus redes. La cabeza de zorro plateada metida bajo la camisa tenía un tacto frío contra su piel; no por el frío que indicaba que alguien estuviera abrazando la Fuente en las inmediaciones, sino por el helor nocturno acumulado que su cuerpo aterido no podía calentar, pero aun así seguía esperando sentir el otro. ¡Luz, sí que estaba haciendo juegos malabares con fuegos de artificio esa noche, y con las mechas encendidas!

A lo mejor a los guardias los había desconcertado que una noble saliera de Ebou Dar en plena noche y con aquel tiempo, acompañada por más de una docena de sirvientes y una hilera de caballos de carga que indicaban un viaje largo, pero Egeanin pertenecía a la Sangre, como señalaban su capa con el bordado de un águila de alas blancas y negras extendidas y los largos dedos de los guantes rojos, adaptados para las uñas. Los soldados normales no cuestionaban lo que la Sangre decidía hacer, ni siquiera si era de la baja Sangre. Lo que no significaba que no hubiera requisitos. Cualquiera era libre de salir de la ciudad cuando quisiera, pero los seanchan anotaban los movimientos de damane, y había tres en el séquito, gachas las cabezas y los rostros cubiertos por las capuchas de las capas grises, cada cual unida por la correa plateada del a’dam a una sul’dam montada.

La sul’dam de cara rellenita caminó junto a ellos sin apenas dirigirles una mirada, pasadizo adelante. No obstante, su damane escrutó intensamente a cada mujer junto a la que pasaban, y Mat contuvo la respiración cuando se paró frente a la última damane montada y frunció ligeramente el entrecejo. Incluso con su suerte, no apostaría a que una seanchan no reconocería el rostro intemporal de una Aes Sedai si miraba bajo la capucha. Había Aes Sedai retenidas como damane, pero ¿qué probabilidades había de que las tres de Egeanin lo fueran? Luz, ¿qué probabilidades había de que alguien de la baja Sangre poseyera tres?

La mujer de cara rellenita hizo un ruido como chasqueando la lengua, semejante al que uno haría a su perro faldero, al tiempo que tiraba del a’dam, y la damane siguió caminando tras ella. Buscaban marath’damane intentando escapar de la correa, no damane. Mat creyó que iba a ahogarse. El ruido de los dados rodando en su cabeza había empezado otra vez, lo bastante alto para rivalizar con el retumbo de los truenos lejanos. Algo iba a salir mal; lo sabía. El oficial de guardia, un fornido seanchan de ojos rasgados como un saldaenino pero con la tez de un tono melado, cobrizo claro, hizo una cortés reverencia e invitó a Egeanin a entrar en la casa de guardia para tomar una copa de vino caliente con especias mientras un escribano anotaba la información sobre las damane. Todos los cuartelillos que había visto Mat eran sitios austeros, pero la luz de las lámparas que salía por las saeteras hacía que ése pareciera casi apetecible. También un nepente debía de parecerle apetecible a una mosca. Se alegraba de que la lluvia goteara de la capucha y le corriera por la cara. Así disimulaba el sudor provocado por los nervios. Asía uno de sus cuchillos, que descansaba sobre el bulto alargado que llevaba sujeto en la parte delantera de la silla. Colocado así ninguno de los soldados debería reparar en él. Bajo sus manos podía sentir la respiración de la mujer que iba envuelta en la tela, y tenía los hombros agarrotados por la tensión de esperar que gritara pidiendo auxilio en cualquier momento. Selucia mantenía su montura cerca de la suya y lo miraba desde la protección de la capucha echada, oculta la dorada trenza, sin apartar la vista ni cuando la sul’dam y la damane pasaron junto a ella. Un grito de Selucia habría levantado la liebre tanto como uno de Tuon. Suponía que la amenaza del cuchillo había mantenido en silencio a ambas —tenían que creer que estaba tan desesperado o tan loco como para utilizarlo—, pero aun así no las había tenido todas consigo. Eran tantas las cosas esa noche de las que no podía estar seguro, tantas pendientes de un hilo, tantas que se habían torcido.

Recordaba haber contenido la respiración, preguntándose cuándo se daría cuenta alguien de que el bulto que llevaba tenía ricos bordados y se extrañaría de que no le importara que la lluvia lo empapase, y maldiciéndose por haber cogido una colgadura sólo porque la tenía a mano. En su memoria todo pareció transcurrir muy despacio. Egeanin desmontó y le tendió las riendas a Domon, que las tomó haciendo una reverencia, desde su silla. La capucha de Domon estaba echada hacia atrás lo suficiente para mostrar que llevaba afeitado un lado de la cabeza y el cabello restante recogido en una coleta que le colgaba hasta el hombro. Gotas de lluvia resbalaban de la corta barba de illiano, pero éste se las ingenió para adoptar la oportuna actitud envarada de un so’jhin, un alto sirviente hereditario de un miembro de la Sangre y, en consecuencia, casi igual a la Sangre. Indiscutiblemente muy por encima de cualquier soldado corriente. Egeanin echó una ojeada hacia Mat y el bulto que cargaba en la silla con el semblante cual una máscara petrificada que podía pasar por altivez si uno no sabía que estaba aterrada por lo que estaban haciendo. La alta sul’dam y su damane dieron media vuelta y regresaron a buen paso tras acabar su inspección. Vanin, que se encontraba detrás de Mat conduciendo una de las filas de caballos de carga, se inclinó por un lado de la silla y escupió. Mat no sabía por qué se había quedado grabado en su memoria ese detalle, pero así era. Vanin escupió, y entonces sonaron trompetas, un toque penetrante en la distancia, a su espalda, lejos, en el sur de la ciudad, donde los hombres habían planeado incendiar los suministros seanchan almacenados a lo largo de la calzada de la Bahía.

El oficial de guardia vaciló al oír el toque, pero de repente se oyó el fuerte repique de una campana en la propia ciudad, y después otro, y entonces pareció que fueran centenares las que daban la alarma en mitad de la noche mientras en el negro cielo se sucedían más relámpagos de los que nunca hubiera generado una tormenta, cuando los rayos blanco azulados se descargaron dentro de las murallas y bañaron el túnel con una luz titilante. Fue entonces cuando estalló el griterío en medio de explosiones y gritos en la ciudad.

Por un instante Mat había maldecido a las Detectoras de Vientos por ponerse en movimiento antes de lo que le habían prometido. Pero entonces reparó en que los dados habían dejado de rodar en su cabeza. ¿Por qué? Aquello lo hizo desear maldecir una y otra vez, pero no hubo tiempo ni siquiera para eso. Al instante, el oficial corría impartiendo órdenes a los hombres que salían en tromba de la casa de guardia, enviando a uno a la ciudad a todo correr para que viera a qué se debía la alarma, a la par que desplegaba a los demás contra cualquier amenaza, ya viniera del interior o del exterior. La mujer de cara rellena corrió a situarse con su damane junto a los soldados, al igual que otro par de mujeres unidas por el a’dam que salieron corriendo de la casa de guardia. Y Mat y los demás salieron a galope bajo la tormenta, llevándose consigo tres Aes Sedai, dos de ellas damane huidas, y secuestrada a la heredera del Trono de Cristal seanchan, mientras que a sus espaldas estallaba sobre Ebou Dar una tormenta mucho peor. Los rayos más numerosos que briznas de hierba…

Con un escalofrío, Mat se obligó a volver al presente. Egeanin lo miraba ceñuda y le dio un exagerado empujón.

—Los amantes cogidos del brazo no van deprisa —rezongó el joven—. Pasean. —La mujer adoptó un aire despectivo. A Domon debía cegarlo el amor. O eso o es que le habían dado muchos golpes en la cabeza.

En cualquier caso, lo peor ya había pasado. Mat esperaba que salir de la ciudad hubiera sido lo peor. No había vuelto a sentir los dados desde entonces, y siempre eran una mala señal. Había enturbiado su rastro todo lo posible, y tenía el convencimiento de que sería necesario alguien tan afortunado como él para separar el oro de la escoria. Los Buscadores ya estaban siguiendo el rastro de Egeanin antes de esa noche, y ahora la perseguirían también por el cargo de robar damane, pero las autoridades supondrían que huiría a todo galope y que se encontraría a muchas leguas de Ebou Dar para entonces, no sentada justo a las afueras de la ciudad. Nada salvo la coincidencia del momento la relacionaba con Tuon.

O con él, y eso era importante. Por supuesto, Tylin habría presentado sus propios cargos contra él —ninguna mujer perdonaría a un hombre que la ataba y la metía debajo de una cama, aun en el caso de que lo hubiera sugerido ella misma—, mas, con un poco de suerte, no estaría bajo sospecha de ninguna otra cosa ocurrida esa noche. Con suerte, nadie excepto Tylin se acordaría de él. Por lo general, atar a una reina como si fuese un cerdo para llevarlo al mercado bastaría para llevar a un hombre a la muerte, pero debía contar menos que unas cebollas podridas al lado de la desaparición de la Hija de las Nueve Lunas, y ¿qué tenía que ver el Juguete de Tylin con eso? Aún le irritaba que se lo hubiera tenido por un parásito —¡peor aún, un animalito de compañía!—, pero tenía sus ventajas.

Creía estar a salvo —de los seanchan, en cualquier caso—, si bien había un punto que le molestaba como una espina clavada en el talón. Bueno, había varios, la mayoría a costa de la propia Tuon, pero ése tenía una punta muy, muy larga. La desaparición de Tuon tendría que haber sido tan conmocionante como la desaparición del sol a mediodía, pero no se había dado la alarma. ¡Nada! Ni anuncios de recompensas ni ofertas de rescate ni soldados de miradas abrasadoras registrando cada carreta y cada carro en un radio de kilómetros, rastreando el campo para encontrar hasta el último cuchitril o hueco donde podría esconderse a una mujer. Los viejos recuerdos le hablaban de algo de rastrear miembros de la realeza secuestrados, mas, aparte de los ahorcamientos y los barcos quemados en la bahía, desde fuera Ebou Dar parecía igual que el día anterior al secuestro. Egeanin argumentaba que la búsqueda se haría bajo el más estricto secreto, y posiblemente muchos seanchan ni siquiera sabían que Tuon había desaparecido. En su explicación se incluían la conmoción para el imperio y los malos presagios para el Retorno y la pérdida de sei’taer, y lo dijo como si creyera cada palabra, pero Mat se negaba a tragárselo. Los seanchan eran gente rara, pero nadie podía ser raro hasta tal punto. El sosiego de Ebou Dar le ponía la piel de gallina. Percibía una trampa en aquella quietud. Cuando llegaron a la Gran Calzada del Norte, agradeció que la ciudad quedara oculta detrás de las colinas bajas.

La calzada era una ancha vía, una carretera principal de comercio lo bastante amplia para que avanzaran con holgura cinco o seis carretas a la vez, y la superficie de tierra y arcilla prensada que cientos de años de uso habían endurecido casi tanto como los antiguos adoquines de los que de vez en cuando asomaba una esquina o un borde varios centímetros sobre el suelo. Mat y Egeanin cruzaron deprisa al otro lado de la calzada, con Noal pegado a sus talones, entre una caravana de mercaderes que se dirigía traqueteando hacia la ciudad protegida por una mujer con el rostro marcado con cicatrices y diez hombres de mirada dura y equipados con brigantinas, y una fila de carretas de colonos de forma rara que formaban picos en los extremos y que se encaminaban hacia el norte, algunas tiradas por caballos o mulas y otras por bueyes. Agrupados en torno a las carretas, chiquillos descalzos utilizaban varas para conducir cabras de cuatro cuernos, con largas guedejas negras, y vacas grandes, blancas y con papada. Un hombre al final de la fila de carretas, vestido con amplios pantalones azules y tocado con un gorro redondo de color rojo, conducía un inmenso toro jorobado tirando de una gruesa cuerda atada a un anillo que perforaba la nariz del animal. Salvo por sus ropas, podría haber sido de Dos Ríos. Miró a Mat y a los otros, que caminaban en la misma dirección, como si fuera a hablar, pero después sacudió la cabeza y siguió adelante sin volver a mirarlos. Lidiando con la cojera de Mat no avanzaban deprisa, y los colonos siguieron su marcha a un ritmo lento pero constante.

Encogidos los hombros y sujetándose el pañuelo bajo la barbilla con la mano libre, Egeanin soltó la respiración contenida y aflojó los dedos que se habían clavado en el costado de Mat casi dolorosamente. Al cabo de un momento, se puso erguida y lanzó una mirada furibunda a la espalda del granjero que se alejaba como si fuera a salir tras él para darles bofetadas tanto al granjero como a su toro. Por si eso fuera poco, una vez que el granjero se encontró a unos veinte pasos, la mujer dirigió la ceñuda mirada a una compañía de soldados seanchan que marchaba por el centro de la calzada a un paso que rebasaría enseguida a los colonos, unos doscientos hombres en columna de a cuatro, seguidos por una variopinta colección de carretas tiradas por mulas y cubiertas con lonas tirantes. El centro de la calzada se dejaba libre para el tráfico militar. Media docena de oficiales montados, con yelmos adornados con plumas finas y que les tapaban toda la cara excepto los ojos, cabalgaba al frente de la columna sin mirar ni a derecha ni a izquierda, las rojas capas extendidas perfectamente sobre las grupas de los caballos. El estandarte que ondeaba detrás de los oficiales mostraba lo que parecía una estilizada punta de flecha plateada, o quizás un ancla, cruzada por una larga flecha y un rayo dorado, con escritura y números debajo que Mat no pudo descifrar ya que el aire agitaba la bandera constantemente a uno y otro lado. Los hombres que llevaban las carretas de suministros vestían chaquetas de color azul oscuro y pantalones sueltos, así como gorros cuadrados, en rojo y azul, pero los soldados resultaban más llamativos que la mayoría de los seanchan, con la armadura segmentada, a rayas azules y ribeteada en el borde con blanco plateado, y a rayas rojas ribeteada con amarillo dorado, los yelmos pintados con los cuatro colores de manera que semejaban las cabezas de horribles arañas. Una gran insignia con el ancla —Mat creía que debía de ser un ancla— y la flecha y el rayo iba engastada en la parte delantera del yelmo, y todos los hombres, excepto los oficiales, portaban un arco de doble curva al costado, con una aljaba repleta de flechas a un lado del cinturón, equilibrando la espada corta en el lado opuesto.

—Arqueros de barco —gruñó Egeanin, que asestó una mirada fulminante a los soldados. Había dejado de sujetarse el pañuelo con la mano libre, pero la mantenía apuñada—. Camorristas de taberna. Siempre causan problemas cuando pasan demasiado tiempo en tierra firme.

A Mat le parecía que tenían aspecto de estar bien entrenados. De todos modos, no sabía de soldados que no se metieran en peleas, sobre todo cuando estaban borrachos o aburridos, y los soldados aburridos tendían a emborracharse. En un rincón de su mente se preguntó qué alcance tendrían esos arcos, pero fue un pensamiento distraído. No quería tener nada que ver con ningún soldado seanchan. Si por él fuera, no tendría nada que ver con ningún soldado nunca más. Mas, al parecer, su suerte no llegaba a tanto. El destino y la suerte eran distintos, por desgracia. Doscientos pasos, como mucho, decidió. Una buena ballesta los superaría, o cualquier arco de Dos Ríos.

—No nos encontramos en una taberna —masculló entre dientes—, y ahora no están armando gresca. Así que no empecemos una sólo porque os asustó que un granjero fuera a hablaros. —La mujer apretó los dientes y le lanzó una mirada lo bastante dura para partirle el cráneo. Pero era verdad. Le daba miedo abrir la boca cerca de cualquiera que pudiera reconocer su acento. A su entender era una buena precaución, pero es que todo parecía encresparla—. Tendremos a un alférez haciéndonos preguntas si seguís mirándolos así. Las mujeres de los alrededores de Ebou Dar tienen fama de recatadas —mintió. ¿Qué sabía ella de las costumbres locales?

Egeanin lo miró de reojo, ceñuda —quizás intentaba discernir lo que significaba «recatada»—, pero dejó de mirar con mal gesto a los arqueros. Ahora sólo parecía dispuesta a morder, en lugar de golpear.

—Ese tipo es tan oscuro como un Atha’an Miere —murmuró Noal con aire abstraído mientras observaba a los soldados que pasaban—. Atezado como un sharaní. Pero juraría que tiene los ojos azules. He visto gente así antes, pero ¿dónde? —Al intentar frotarse las sienes estuvo a punto de golpearse en la cabeza con la caña de pescar, y dio un paso como si tuviera intención de preguntar al tipo dónde había nacido.

Con un bandazo, Mat lo agarró de la manga.

—Volvemos al circo, Noal. Ahora. Nunca debimos salir.

—Eso te lo dije yo —manifestó Egeanin al tiempo que asentía bruscamente con la cabeza.

Mat gimió, pero lo único que podía hacer era seguir caminando. Oh, sí, ya tendrían que haberse marchado. Sólo esperaba no haberlo decidido demasiado tarde.

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