27 Lo que ha de hacerse

La labor de aventar se llevó a cabo en la nevada ribera oriental, donde ningún obstáculo frenaba el cortante viento del norte. Hombres y mujeres de la ciudad acarrearon sacos a través de los puentes en carretas tiradas por cuatro caballos y carros tirados por uno, e incluso con carretillas empujadas a mano. Normalmente los compradores llevaban sus propias carretas hasta los almacenes, o en el peor de los casos, los cereales y las judías secas había que transportarlos sólo hasta el muelle, pero Perrin no estaba dispuesto a enviar a sus conductores al interior de So Habor. O a cualquier otro de los suyos, dicho fuera de paso. Lo que quiera que aquejara a esa ciudad podía ser contagioso. Además, los conductores ya estaban bastante nerviosos, mirando ceñudos a los mugrientos vecinos, que no pronunciaban palabra pero que se echaban a reír con nerviosismo cuando sus ojos se encontraban accidentalmente con los de cualquiera. La imagen que ofrecían los mercaderes de gesto sombrío que supervisaban el trabajo no era mejor. En la nativa Cairhien de los carreteros, los mercaderes eran personas limpias, respetables, al menos en apariencia, que rara vez se sobresaltaban sólo porque vieran moverse a alguien por el rabillo del ojo. Entre los mercaderes, con su tendencia a observar con recelo a cualquiera que no conocieran, y los vecinos, que arrastraban los pies de regreso por los puentes, obviamente reacios a volver tras las murallas de su ciudad, los conductores de los carros tenían los nervios de punta. Estaban reunidos en pequeños grupos, hombres y mujeres de tez pálida y ropas oscuras asiendo las empuñaduras de sus cuchillos y mirando escrutadores a los más altos lugareños como si fuesen asesinos dementes.

Perrin se desplazaba lentamente en su caballo de aquí para allí, vigilando el trabajo de aventar, examinando la fila de carros que se extendía hasta lo alto del cerro y se perdía detrás de la cumbre esperando la carga, o las carretas, los carros y las carretillas de la ciudad que cruzaban los puentes. Se aseguró de estar bien a la vista. No entendía bien por qué el hecho de que mostrara una actitud de fingida despreocupación pudiera tranquilizar a alguien, pero al parecer lo hacía. Al menos ya era algo que nadie saliera corriendo, aunque todos seguían mirando con recelo a los vecinos de So Habor. Éstos también guardaban las distancias, y mejor que fuera así. Si la idea de que alguna de esas personas pudiera no estar viva se les metía en sus cabezas cairhieninas, la mitad azuzaría a sus caballos con el látigo para huir de allí en el acto. La mayoría del resto seguramente no esperaría mucho después de que oscureciera. Esa clase de historia podía hacer perder la cabeza a cualquiera llegada la noche. El pálido sol, casi oculto por las nubes grises, aún se encontraba a mitad de recorrido hacia su cenit, pero a medida que pasaba el tiempo se iba haciendo más evidente que tendrían que pasar allí la noche. Puede que más de una. Perrin tenía agarrotada la mandíbula por el esfuerzo de no rechinar los dientes, e incluso Neald empezó a esquivar sus miradas ceñudas. No le gritó a nadie. Sólo deseaba hacerlo.

Aventar era un arduo proceso. Hasta el último saco tenía que abrirse y vaciarse en grandes cestos planos de mimbre, y hacían falta dos personas para manejar uno y lanzar al aire el grano o las judías. El viento frío arrastraba los gorgojos en rociadas de motas negras, y hombres y mujeres contribuían dando aire con una especie de abanicos tejidos que se manejaban con las dos manos. La fuerte corriente arrastraba todo lo que caía al río; pero, a no tardar, la nieve pisoteada de la orilla era una masa fangosa y gris cubierta de insectos muertos o medio muertos por el frío, así como una generosa capa de granos de avena y de cebada salpicados de judías rojas. Nunca faltaba una nueva capa para reemplazar la que aplastaban los pies en la nieve. Sin embargo, lo que quedaba en los cestos estaba totalmente limpio cuando volvía a echarse en los toscos sacos de yute, a los que los niños habían dado la vuelta y habían sacudido con palos para librarlos de gorgojos. Una vez llenos de nuevo, los sacos iban a los carros cairhieninos tan pronto como se habían cerrado, pero los montones de sacos vacíos crecían a una velocidad prodigiosa.

Perrin estaba apoyado en la perilla de la silla de Recio, intentando calcular si haría falta la carga de dos carretas de los almacenes para llenar uno de sus carros con grano, cuando Berelain condujo a su yegua blanca hasta él, manteniendo cerrada la capa escarlata con una mano. Sereno e inescrutable su semblante intemporal, Annoura frenó su montura a unos cuantos pasos como si quisiera dejarlos solos y que su conversación fuera en privado, pero se mantuvo lo bastante cerca para escuchar cualquier cosa que hablaran que no fuera en susurros sin necesidad de usar trucos con el Poder. Por muy serena que fuera su expresión, su nariz aguileña le otorgaba una apariencia rapaz ese día. Sus trenzas con cuentas semejaban la cresta gacha de una extraña águila.

—No puedes salvar a todo el mundo —empezó tranquilamente Berelain. Lejos del hedor de la ciudad, Perrin percibió su olor, teñido de urgencia y de una ira cortante—. A veces uno tiene que elegir. So Habor es deber de lord Cowlin. No tenía derecho a abandonar a su gente.

Entonces, no estaba furiosa con él. Perrin frunció el entrecejo. ¿Acaso pensaba que se sentía culpable? Con la vida de Faile en un lado de la balanza, los problemas de So Habor no movían los platillos lo más mínimo. No obstante, hizo que su zaino se volviera para mirar las grises murallas de la ciudad, al otro lado del río, no a los niños de ojos hundidos que amontonaban sacos vacíos. Uno hacía lo que podía. Lo que tenía que hacer.

—¿Tiene Annoura alguna idea de lo que está ocurriendo aquí? —gruñó. En voz baja, pero de algún modo no le cupo duda de que la Aes Sedai lo había oído.

—No sé mucho sobre lo que piensa Annoura —respondió Berelain, sin hacer el menor esfuerzo por bajar la voz. No era sólo que no le importara quién podía escucharla, sino que quería que se la escuchara—. Ya no es tan comunicativa como lo era antes. O como yo creía que era. Depende de ella arreglar lo que ha roto. —Sin mirar a la Aes Sedai, se dio media vuelta y se alejó en su yegua.

Annoura siguió en el mismo sitio, los ojos fijos en el rostro de Perrin, sin parpadear.

—Eres ta’veren, sí, pero aun así sólo eres un hilo en el Entramado, como yo. Al fin y a la postre, hasta el Dragón Renacido no es más que un hilo que ha de tejerse en el Entramado. Ni siquiera un hilo ta’veren decide cómo ha de tejerse.

—Esos hilos son personas —repuso, cauteloso, Perrin—. En ocasiones quizá la gente no quiere que se la teja en el Entramado sin contar con ella.

—¿Y piensas que eso cambia algo? —Sin esperar respuesta, cogió las riendas y taconeó a su yegua marrón de finos tobillos para partir a galope en pos de Berelain, con la capa ondeando tras ella.

Ella no era la única Aes Sedai que quería hablar con Perrin.

—No —le contestó firmemente a Seonid después de escucharla, palmeando el cuello de Recio. Esta vez, sin embargo, quien necesitaba tranquilizarse era el jinete. Perrin quería marcharse de So Habor—. Ya dije que no, y lo dije en serio.

La pálida y menuda mujer semejaba una talla de hielo de tan rígida que era su postura sobre la silla. Sólo que sus ojos eran oscuras brasas ardientes y ella apestaba a ofendida cólera contenida a duras penas. Seonid era apocada con las Sabias, pero él no era una Sabia. Detrás de ella, el oscuro rostro de Alharra parecía de piedra; las canas teñían de gris su rizado cabello negro como si fuese escarcha. El semblante de Ivierno estaba rojo por encima del bigote de puntas retorcidas. Tenían que aguantar lo que pasaba entre su Aes Sedai y las Sabias, pero él no era… El viento zarandeó sus capas cambiantes, dejando sus manos libres para llevarlas a la espada si era menester. Ondeando al viento, las capas cambiaban en tonalidades grises y marrones, azules y blancas. Era menos inquietante que verlas hacer desaparecer partes de un hombre. Algo menos inquietante.

—Si es preciso, enviaré a Edarra para traeros de vuelta —le advirtió Perrin.

El semblante de la mujer permaneció impasible y sus ojos ardientes, pero un escalofrío la sacudió haciendo que la pequeña gema blanca que colgaba sobre su frente se meciera. No por miedo a lo que las Sabias le hicieran si tenían que llevarla de vuelta, sino por la misma reacción de ofensa provocada por Perrin que dio a su olor la sensación punzante de un espino. Perrin empezaba a acostumbrarse a ofender a las Aes Sedai. No era una costumbre recomendable para un hombre sensato, pero no parecía haber modo de evitarlo.

—¿Y vos? —le preguntó a Masuri—. ¿También queréis quedaros en So Habor?

La delgada mujer tenía fama de hablar sin tapujos, tan directa como una Verde a pesar de ser Marrón.

—¿Y no ibais a enviar también a Edarra en mi busca? —contestó calmosamente, sin embargo—. Hay muchas formas de servir y no siempre podemos elegir la forma que querríamos. —Lo que, pensándolo bien, era un modo de ir al grano, en cierto sentido. Aún no tenía ni idea de por qué visitaba a Masema en secreto. ¿Sospecharía ella que lo sabía? El rostro de Masuri era una máscara inexpresiva. El de Kirklin denotaba aburrimiento, ahora que habían salido de So Habor. El tipo se las ingeniaba para dar la impresión de estar laxo cuando en realidad se sentaba erguido en la silla, y de no tener la menor preocupación o el cerebro completamente vacío de ideas. Quien creyera eso de Kirklin es que era de los que regresarían al día siguiente para que le dieran otra vez gato por liebre.

Los vecinos trabajaban de forma mecánica mientras el sol ascendía en el cielo como haría alguien que quisiera embeberse en la tarea para olvidar algo y temiera que los recuerdos volverían si se paraba. Perrin llegó a la conclusión de que So Habor lo estaba haciendo desvariar. Aun así, pensó que tenía razón. El aire al otro lado de las murallas todavía parecía sombrío, como si hubiese una nube colgada sobre la ciudad.

Al mediodía, los conductores limpiaron trozos de nieve en la cuesta de la ribera para preparar lumbres y hacer té con hojas que ya se habían cocido tres veces o quizá cuatro. En la ciudad no había té para comprar. Algunos de los conductores miraron hacia los puentes como si se plantearan entrar en So Habor para ver si encontraban algo de comer. Una ojeada a la gente cubierta de mugre y barro que trabajaba con los cestos de aventar les hizo volver a sacar sus pequeñas bolsas de harina de avena y bellotas molidas. Al menos sabían que esa mezcla estaba limpia. Unos cuantos miraron los sacos cargados ya en los carros, pero las judías había que ponerlas en remojo y el grano pasarlo por los grandes molinillos que se habían quedado en el campamento, y eso después de que los cocineros apartaran tantos gorgojos como creyeran que los hombres no serían capaces de engullir.

Perrin no tenía hambre, ni aunque dispusiera del pan más blanco, pero estaba bebiendo algo que parecía té en una taza de latón abollada cuando Latian lo encontró. El cairhienino no se dirigió directamente a él. Por el contrario, el hombre bajo con chaqueta oscura de rayas pasó de largo con su caballo ante la lumbre donde Perrin se encontraba y después frenó un poco más arriba en la cuesta. Desmontó y levantó la pata delantera de su castrado, que examinó con el ceño fruncido. Por supuesto, no levantó la vista para comprobar si Perrin se aproximaba.

Con un suspiro, Perrin devolvió la abollada taza a la rechoncha mujer que se la había prestado, una canosa conductora que extendió la falda haciendo una reverencia, y sonrió y sacudió la cabeza a Latian. Seguramente sabía moverse a hurtadillas diez veces mejor que él. Neald, en cuclillas junto al fuego y con las manos cerradas sobre otra taza de latón, se echó a reír con tantas ganas que tuvo que limpiarse las lágrimas. A lo mejor era que empezaba a volverse loco. Luz, cómo podía nadie tener una idea divertida en aquel sitio. Latian se irguió justo lo suficiente para hacer una inclinación a Perrin.

—Os veo, milord —dijo, tras lo cual volvió a agacharse para levantar otra vez la misma pata del caballo, como un idiota.

A los caballos no se les levantaban las patas así a menos que uno buscara que le dieran una coz. Claro que, a fuer de ser sincero, Perrin sólo esperaba tonterías. Primero, estaba el juego de Latian a ser Aiel, con el largo cabello atado en la nuca en una mala imitación del corte de pelo al estilo de los Aiel, y ahora jugaba a ser espía. Perrin posó la mano en el cuello del castrado y tranquilizó al animal, adoptando un aire de interés mientras miraba el casco al que no le pasaba absolutamente nada. Salvo una hendidura en la herradura por la que podría romperse al cabo de unos días si no se cambiaba. Sus manos anhelaron asir las herramientas de un herrero. Parecían haber pasado años desde la última vez que había cambiado las herraduras a un caballo o trabajado en una forja.

—Maese Balwer os envía un recado, milord —dijo quedamente Latian, gacha la cabeza—. Su amigo está de viaje vendiendo sus mercancías, pero se lo espera de vuelta mañana o pasado. Dice que os pregunte si os parece bien que os alcancemos entonces. —Escudriñando por debajo del vientre del caballo a la gente que aventaba el grano junto al río, añadió—: Aunque no parece probable que podáis emprender la marcha antes.

Perrin miró ceñudo a los que trabajaban, y a la hilera de carros que esperaban su turno para que los cargaran, a la media docena, más o menos, que ya tenían las cubiertas de lona atadas. Uno de esos carros llevaba cuero para remendar botas, velas y cosas por el estilo. Pero no aceite. ¿Y si Gaul y las Doncellas traían noticias de Faile? ¿Que la habían visto, por ejemplo? Daría cualquier cosa por hablar con alguien que la hubiese visto, que pudiera decirle que no había sufrido daño alguno. ¿Y si los Shaido se ponían en marcha de repente?

—Dile a Balwer que no se entretenga demasiado —gruñó—. En lo que a mí respecta, saldré dentro de una hora.

Y así lo hizo, tal como había prometido. La mayoría de los carros y los conductores tendrían que quedarse y hacer el viaje de un día de marcha hasta el campamento, y también Kireyin y sus soldados de yelmos verdes para protegerlos, con orden de que nadie cruzara los puentes. Fría la mirada, al parecer completamente recuperado de su desmoronamiento, el ghealdano le aseguró que estaba a punto y dispuesto. Seguramente, ni que hubiese dado esa orden ni que no, regresaría a So Habor sólo para convencerse de que no tenía miedo. Perrin no perdió tiempo en intentar convencerlo de que no lo hiciera. Para empezar, había que encontrar a Seonid. No es que se estuviera escondiendo, pero la Aes Sedai se había enterado de su marcha y, tras dejar a sus Guardianes cuidando de su caballo bien a la vista, echó a andar tratando de poner entre Perrin y ella los carros. No obstante, la pálida Aes Sedai no podía ocultar su olor y, aunque hubiese podido, ignoraba que fuera necesario. Se sorprendió cuando Perrin la encontró enseguida y se indignó cuando la condujo hasta su caballo, delante de Recio. Aun así, antes de que hubiese pasado una hora Perrin se alejaba a caballo de So Habor, con la Guardia Alada formando su círculo de rojas armaduras alrededor de Berelain, los hombres de Dos Ríos flanqueando los ocho carros cargados que traqueteaban detrás de los tres estandartes restantes y Neald sonriendo de oreja a oreja, nada menos; por no mencionar sus intentos de charlar con las Aes Sedai. Perrin no sabía qué hacer si el tipo se estaba volviendo loco realmente. Tan pronto como el cerro ocultó So Habor a su espalda, percibió que se aflojaba el nudo de tensión entre los hombros que le había agarrotado la espalda sin que él se hubiese percatado. Así sólo le quedaban otros diez, además del nudo de impaciencia en su estómago. La evidente compasión de Berelain no podía aflojarlos.

El acceso de Neald los llevó del campo nevado al pequeño claro de la zona de Viaje, en medio de los imponentes árboles, cuatro leguas de un paso, pero Perrin no esperó a que el puñado de carros cruzara el acceso. Creyó oír a Berelain articular un sonido irritado cuando taconeó a Recio para salir a un trote ligero, de vuelta al campamento. O quizás había sido una de las Aes Sedai. Sí, eso era más probable.

Una atmósfera de quietud envolvía el campamento cuando entró a caballo entre las tiendas y los chozos de los hombres de Dos Ríos. El sol no había recorrido mucho trecho en su curva descendente en el cielo gris, pero no se veían ollas ni lumbres, y a muy pocos hombres reunidos alrededor de las hogueras, arrebujados en sus capas y contemplando fijamente las llamas.

Un puñado de hombres estaba sentado en las toscas banquetas que Ban Crawe sabía construir; el resto se encontraba en cuclillas o de pie. Ninguno alzó la vista; y por supuesto tampoco ninguno salió a su encuentro para ocuparse del caballo. No era quietud, comprendió. Era tensión. El olor le recordaba de algún modo un arco doblado hasta casi partirse. Casi podía oír el crujido.

Cuando desmontaba frente a la tienda de rayas rojas, Dannil apareció procedente de la dirección de las tiendas Aiel, a paso rápido. Sulin y Edarra, una de las Sabias, lo seguían y mantenían bien el paso aunque daban la sensación de no apresurarse. El rostro de Sulin era una máscara de cuero curtida al sol. El de Edarra, apenas visible bajo el oscuro chal que le envolvía la cabeza, era la viva imagen de la calma. A despecho de las amplias faldas, caminaba tan silenciosa como la Doncella de cabello blanco; ni siquiera se oía un tintineo de los brazaletes de marfil y oro ni de los collares. Dannil se mordisqueaba el borde del espeso bigote, sacando un par de dedos la espada y volviendo a meterla con fuerza en la tosca vaina con aire ausente. Tirando y empujando. Respiró hondo antes de hablar.

—Las Doncellas trajeron a cinco Shaido, lord Perrin. Arganda se los llevó a las tiendas de los ghealdanos para interrogarlos. Masema está con ellos.

Perrin apartó a un lado la presencia de Masema en el campamento.

—¿Por qué permitisteis que Arganda los cogiera? —le preguntó a Edarra. Dannil no habría podido impedírselo, pero las Sabias eran otro cantar.

Edarra no parecía ser mucho mayor que Perrin, pero aun así sus fríos ojos azules daban la impresión de haber visto mucho más de lo que él vería jamás. Se cruzó de brazos en medio de un tintineo de brazaletes. Y con cierto aire de impaciencia.

—Hasta los Shaido saben cómo abrazar el dolor, Perrin. Llevará días conseguir que hablen, y no parecía que hubiese motivo para esperar.

Si los ojos de Edarra eran fríos, los de Sulin semejaban trozos de hielo.

—Mis hermanas de lanza y yo podríamos haberlo hecho un poco más rápido, un poco, pero Dannil Lewin dijo que no querías que se llegara a las manos con ellos. Gerard Arganda es un hombre impaciente y desconfía de nosotras. —Hablaba como si fuera a escupir, de no haber sido Aiel—. En cualquier caso, no se les sacará gran cosa. Son Soldados de Piedra. Se doblegarán despacio, y lo menos posible. En esto, siempre es necesario unir un poco de aquí con otro poco de allí para sacar un cuadro completo.

Abrazar el dolor. Tenía que haber dolor cuando se interrogaba a un hombre. Hasta ahora no había dejado que esa idea cobrara forma en su mente. Pero con tal de rescatar a Faile…

—Que alguien cepille a Recio —ordenó con dureza mientras entregaba las riendas a Dannil.

La zona ghealdana del campamento no podría ser más diferente de los toscos refugios y tiendas colocados al azar de los hombres de Dos Ríos. Allí, las tiendas de pico se alzaban en filas rectas, la mayoría con el cono formado por lanzas colocado delante de las solapas de entrada y caballos ensillados y amarrados a un lado, listos para montar. Las sacudidas de las colas de los caballos y las cintas de las lanzas agitadas por el viento era lo único desordenado que se veía. Los caminos entre las tiendas eran todos de la misma anchura y se podría haber trazado una línea recta entre las hileras de lumbres. Hasta los dobleces de las lonas, de cuando las tiendas habían estado guardadas en el fondo de las carretas hasta que las nieves llegaron, se marcaban en líneas rectas. Todo ordenado y metódico.

Se percibía en el aire un olor a gachas de avena y bellotas; algunos hombres de chaqueta verde rebañaban el almuerzo en los platos de latón con los dedos. Otros ya fregaban las ollas. Nadie denotaba la menor tensión. Simplemente estaban comiendo y realizando tareas, ambas cosas casi con igual falta de placer. Era algo que había que hacer.

Un grupo numeroso de hombres formaba un corro cerca de las afiladas estacas del borde exterior del campamento. Sólo la mitad vestía chaqueta verde y petos bruñidos de lanceros ghealdanos. Algunos de los otros llevaban lanzas y tenía espadas ceñidas a la cintura por encima de las chaquetas arrugadas, que eran tanto de fina seda o buen paño como simples harapos, pero de ninguna podía decirse que estuviera limpia salvo en comparación con lo de So Habor. Era fácil distinguir a los hombres de Masema, incluso de espaldas.

Perrin percibió otro olor a medida que se acercaba al círculo de hombres. El de carne asándose. Y había un sonido apagado que trató de no escuchar. Cuando empezó a abrirse paso con los codos, los soldados se volvieron a mirarlo y se apartaron de mala gana. Los hombres de Masema lo siguieron con la mirada a la par que mascullaban algo sobre ojos amarillos y Engendros de la Sombra. En cualquier caso, Perrin consiguió llegar a la parte delantera.

Cuatro hombres altos, con el cabello pelirrojo o rubio y vestidos con el cadin’sor de tonos pardos y grises, yacían con las muñecas atadas a los tobillos a la altura de los riñones, y con trozos de gruesas ramas sujetas en la parte posterior de las rodillas y los dobleces de los codos. Tenían la cara llena de golpes y moretones y les habían puesto mordazas entre los dientes. El quinto hombre estaba desnudo, sujeto a cuatro fuertes estacas clavadas en el suelo y con las cuatro extremidades tan tirantes que se le marcaban los tendones. Aun así, se revolvía todo lo que le permitían las ataduras y a través de los trapos metidos en la boca se escuchaban sus ahogados gritos de dolor. Unas ascuas formaban un pequeño montón sobre su vientre y soltaban un ligero humo. El olor que Perrin había notado era el de su carne achicharrándose. Las ascuas se pegaban a la tensa piel del hombre, y cada vez que sus sacudidas hacían rodar alguna al suelo, un tipo sonriente con una mugrienta chaqueta verde se agachaba junto a él y con unas tenazas la sustituía por otra de las que llenaban un puchero, alrededor del cual se había fundido la nieve formando un círculo de barro. Perrin lo conocía. Se llamaba Hari y le gustaba coleccionar orejas, que después ensartaba en un cordón de cuero. Orejas de hombres, de mujeres, de niños; a Hari eso le daba igual.

Sin pensar, Perrin se adelantó y de una patada quitó el pequeño montón de ascuas del vientre del Shaido. Algunas le saltaron a Hari, que reculó de un brinco al tiempo que soltaba un chillido de sobresalto que se volvió un aullido cuando plantó la mano en el puchero. Rodó sobre su costado sujetándose la mano quemada mientras lanzaba una mirada fulminante a Perrin; era una rata con cuerpo de hombre.

—El salvaje sólo está haciendo comedia, Aybara —dijo Masema. Perrin ni siquiera había reparado en el hombre, cuyo rostro semejaba una talla ceñuda de piedra bajo el cráneo afeitado. Sus oscuros y febriles ojos denotaban cierto desdén. El olor a locura se entremezcló con el de carne quemada—. Los conozco. Fingen sentir dolor, pero no lo sienten; no como cualquier otro hombre. Hay que estar dispuesto y preparado para herir a una piedra para conseguir que hable.

Arganda, rígido al lado de Masema, asía la empuñadura de la espada con tanta fuerza que la mano le temblaba.

—Quizá vos estéis dispuesto a perder a vuestra esposa, Aybara —dijo con voz chirriante—, ¡pero yo no perderé a mi reina!

—Había que hacerlo —intervino Aram en un tono entre suplicante y exigente. Estaba al otro lado de Masema, agarrando los bordes de su capa verde como queriendo mantener las manos lejos de la espada colgada a la espalda. El brillo de sus ojos era casi tan abrasador como el de Masema—. Vos me enseñasteis que un hombre hace lo que tiene que hacer.

Perrin se obligó a aflojar los puños. Hacer lo que había de hacer; por Faile.

Berelain y las Aes Sedai se acercaron abriéndose paso a empujones entre la multitud. La Principal encogió ligeramente la nariz al ver al hombre atado a las estacas. Por su gesto impasible, habríase dicho que las tres Aes Sedai contemplaban un trozo de madera. Edarra y Sulin estaban con ellas, en apariencia tan poco afectadas como las Aes Sedai. Algunos soldados ghealdanos miraron ceñudos a las dos Aiel y mascullaron entre dientes, Masema frunció el entrecejo, y hombres de rostros sucios lanzaron miradas furibundas tanto a las Aiel como a las Aes Sedai, pero la mayoría se apartó de los tres Guardianes, y a los que no, los empujaron sus compañeros. Algunos necios conocían los límites de la estupidez. Los abrasadores ojos de Masema asestaron una mirada fulminante a Berelain antes de que el tipo decidiera hacer como si la mujer no existiera. Algunos necios no tenían límites.

Perrin se inclinó, desató la mordaza del hombre atado a las estacas y le sacó la bola de trapos de la boca. Retiró los dedos justo a tiempo para no recibir un mordisco tan feroz como podría darlo Recio. De inmediato, el Aiel echó la cabeza atrás y empezó a cantar con voz profunda y clara.

Prestas las lanzas… mientras el sol suba a su cenit.

Prestas las lanzas… mientras el sol baje a su ocaso.

Prestas las lanzas… ¿Quién teme a la muerte?

Prestas las lanzas… ¡Nadie que yo conozca!

Masema se echó a reír en mitad de la canción. A Perrin se le erizó el vello de la nuca. Nunca había oído reírse a Masema. Era un sonido desagradable.

No quería perder un dedo, así que sacó el hacha de la presilla del cinturón y, con cuidado, empujó la barbilla del hombre con la parte alta de la pala para cerrarle la boca. Unos ojos del color del cielo lo miraron desde un rostro curtido por el sol en el que no se reflejaba miedo alguno. El hombre sonrió.

—No te pido que traiciones a tu pueblo —empezó Perrin. Le dolía la garganta del esfuerzo de mantener la voz tranquila—. Vosotros, los Shaido, capturasteis a unas mujeres. Sólo quiero saber cómo recobrarlas. Una se llama Faile. Es tan alta como vuestras mujeres, con los ojos oscuros y rasgados, nariz firme y labios carnosos. Una mujer hermosa. De verla, la recordarías. ¿La has visto? —Apartó el hacha y se incorporó.

El Shaido lo miró fijamente un momento, después alzó la cabeza y se puso a cantar otra vez, sin apartar los ojos de Perrin. Era una canción alegre, con el ritmo animado de una danza.

Conocí a un hombre de un país lejano.

Tenía los ojos dorados y el cerebro atrofiado.

Me pidió que en mi mano el humo agarrara,

y dijo que podía enseñarme una tierra anegada.

Puso la cabeza en el suelo y en el aire los pies

y dijo que podía bailar tan bien como una mujer.

Dijo que hasta volverse piedra podía estar de pie.

Había desaparecido cuando parpadeé.

El Shaido echó la cabeza hacia atrás y se puso a reír con ganas, como si estuviese repantigado en un colchón de plumas.

—Si… si no podéis hacerlo, entonces marchaos —pidió desesperadamente Aram—. Yo me ocuparé de ello.

Lo que tenía que hacerse. Perrin miró los rostros que había a su alrededor. Arganda lo observaba ahora con tanto odio como al Shaido. Masema, que apestaba a locura y rebosaba un odio desdeñoso. Había que estar dispuesto y preparado para herir a una piedra. Edarra, tan inescrutable su expresión como la de las Aes Sedai, cruzada tranquilamente de brazos. Hasta los Shaido sabían cómo abrazar el dolor. Llevaría días. Sulin, con la cicatriz cruzándole la piel de la mejilla curtida como cuero, la mirada impasible y su olor implacable. Se doblegarían despacio, y lo menos posible. Berelain, oliendo a enjuiciamiento, una gobernante que había sentenciado a muerte a hombres y no había perdido el sueño por ello una sola noche. Lo que había de hacerse. Dispuesto y preparado para herir a una piedra. Abrazar el dolor. Oh, Luz, Faile.

El hacha pesaba menos que una pluma cuando la levantó; el arma se descargó como un martillo sobre el yunque y la pesada hoja cortó limpiamente por la muñeca la mano izquierda del Shaido.

El hombre gimió de dolor y después se incorporó entre convulsiones al tiempo que gruñía, salpicando a propósito el rostro de Perrin con la sangre que manaba a borbotones de la muñeca.

—Curadlo —ordenó Perrin a las Aes Sedai mientras se apartaba. No hizo intención de limpiarse la cara; la sangre empezaba a impregnarle la barba. Se sentía vacío. No habría podido alzar el hacha de nuevo aunque en ello le fuera la vida.

—¿Estáis loco? —exclamó Masuri, furiosa—. ¡No podemos devolverle la mano!

—¡He dicho que lo curéis! —bramó.

Seonid ya se había puesto en movimiento, recogiéndose la falda para caminar deprisa, y se arrodilló junto a la cabeza del hombre. Éste se estaba mordiendo el muñón de la muñeca en un fútil intento de frenar la hemorragia con la presión de los dientes. Pero no había miedo en sus ojos. Ni en su olor. Ni asomo.

Seonid tomó la cabeza del Shaido entre sus manos y de repente el hombre sufrió una sacudida y sus brazos se agitaron violentamente. La hemorragia menguó al tiempo que seguía sacudiéndose y el flujo de sangre se cortó completamente antes de que se desplomara en el suelo, con el semblante ceniciento. Vacilante, levantó el brazo izquierdo para mirar la suave piel que ahora cubría el muñón. Si había cicatriz, Perrin no la vio. El hombre le enseñó los dientes. Seguía sin oler a miedo. Seonid también se tambaleó como si estuviera agotada al límite. Alharra e Ivierno dieron un paso hacia ella, pero la mujer los hizo detenerse con un ademán y se levantó por sí misma al tiempo que suspiraba profundamente.

—Me han contado que podéis aguantar días sin conseguir que digáis poco más que nada —empezó Perrin. La voz le sonaba demasiado fuerte en los oídos—. No tengo tiempo para que demostréis lo duros o lo valientes que sois. Sé que sois valientes y duros. Pero mi esposa lleva demasiado tiempo prisionera. Se os separará y se os preguntará sobre algunas mujeres. Si las habéis visto y dónde. Eso es lo único que quiero saber. No habrá ascuas ardientes ni ninguna otra cosa; sólo preguntas. Pero si alguno se niega a contestar o si vuestras respuestas difieren mucho, entonces todos perderéis algo. —Le sorprendió descubrir que, después de todo, sí podía enarbolar el hacha. La hoja del arma estaba teñida de rojo.

»Dos manos y dos pies —continuó fríamente. Luz, su voz sonaba como el hielo. Él era hielo hasta la médula—. Eso significa que tendréis cuatro oportunidades de responder a lo mismo. Y si aun así todos seguís guardando silencio, no os mataré. Encontraré un pueblo donde dejaros, algún lugar donde os permitan mendigar, donde los niños echarán una moneda a los feroces Aiel sin manos ni pies. Pensad en ello y decidid si merece la pena mantener a mi esposa alejada de mí.

Hasta Masema lo miraba de hito en hito, como si nunca hubiera visto al hombre que tenía enfrente empuñando un hacha. Cuando Perrin se volvió para marcharse, los hombres de Masema y los ghealdanos por igual se apartaron a su paso como si dejaran espacio libre a un puñado de trollocs.

En su camino se encontró con la estacada y el bosque cien pasos más allá, pero no cambió de dirección. Con el hacha en la mano siguió caminando hasta que estuvo rodeado de árboles y el olor del campamento quedó atrás. El olor a sangre lo llevaba consigo, penetrante y metálico. De eso no podía huir.

No habría sabido decir cuánto tiempo caminó a través de la nieve. Apenas si notó los haces oblicuos de luz que hendían las sombras bajo el dosel del bosque. Notaba la sangre pringosa en la cara y en la barba. Empezaba a secarse. ¿Cuántas veces había dicho que haría cualquier cosa para recuperar a Faile? Uno hacía lo que tenía que hacer. Por Faile, lo que fuera.

De pronto, enarboló el hacha por encima de la cabeza con las dos manos y la lanzó con todas sus fuerzas. El arma fue dando vueltas en el aire hasta que se clavó en el grueso tronco de un roble con un golpe contundente.

Perrin exhaló el aire que parecía haberse quedado atascado en sus pulmones, se sentó pesadamente en una afloración rocosa ancha y alta como un banco y apoyó los codos en las rodillas.

—Puedes salir ya, Elyas —dijo, cansino—. Puedo olerte.

El otro hombre salió de entre las sombras, los ojos amarillos brillando débilmente bajo el ala ancha de su sombrero. Comparados con él, los Aiel era ruidosos. Ajustándose el largo cuchillo del cinturón, se sentó en la piedra, al lado de Perrin, pero durante un rato se limitó a pasarse los dedos por la barba canosa que se extendía sobre su pecho. Señaló con la cabeza el hacha hincada en el roble.

—Una vez te dije que la conservaras hasta que empezara a gustarte demasiado utilizarla. ¿Has empezado ya? ¿En el campamento?

—¡No! —Perrin sacudió la cabeza—. ¡Eso no! Pero…

—Pero ¿qué, muchacho? Creo que casi has asustado a Masema. Sólo que tú también hueles a asustado.

—Ya iba siendo hora de que ese hombre se asustara de algo —rezongó Perrin mientras se encogía de hombros, incómodo. Era muy difícil decir algunas cosas en voz alta. Quizá también iba siendo hora de hablar de ello—. El hacha. No lo sentí la primera vez; sólo al rememorarlo. Eso fue cuando conocí a Gaul y los Capas Blancas intentaron matarnos. Después, luchando con los trollocs en Dos Ríos, no estuve seguro. Pero luego, en los pozos de Dumai, sí. Tengo miedo en la batalla, Elyas, siento miedo y tristeza porque quizá no vuelva a ver a Faile. —El corazón se le encogió en el pecho hasta dolerle. Faile—. Sólo que… He oído a Grady y a Neald comentar lo que les pasa a ellos cuando asen el Poder. Dicen que se sienten más vivos. Yo tengo la boca seca de miedo en una batalla, pero me siento más vivo que nunca salvo cuanto tengo a Faile en mis brazos. No creo que pudiera soportarlo si llegara a sentirme de ese modo con lo que acabo de hacer allí. No creo que Faile me aceptara si llegara a eso.

Elyas resopló.

—Me parece que ese rasgo no está en ti, muchacho. Escúchame, el peligro se manifiesta de formas distintas en hombres distintos. Algunos actúan con la fría precisión de un mecanismo de relojería, pero tú nunca me has parecido de esa clase. Cuando el corazón empieza a latir con fuerza, se te calienta la sangre. Es lógico que también se agudicen tus sentidos. Te pones alerta. Quizá mueras dentro de cinco minutos o quizá dentro de un segundo, pero ahora no estás muerto, y eso lo sabes desde la punta del pelo hasta las uñas de los pies. Así son las cosas. No quiere decir que te guste.

—Me gustaría creer eso —repuso simplemente Perrin.

—Vive tantos años como yo y lo creerás —repuso Elyas con un tono seco—. Hasta entonces, piensa que he vivido más que tú y que he estado allí antes que tú.

Los dos hombres se quedaron sentados mirando el hacha. Perrin quería creer. Ahora la sangre en la hoja del hacha parecía negra. Nunca le había parecido tan negra la sangre. ¿Cuánto tiempo había pasado? Por el ángulo de los haces de luz que se colaban entre los árboles, el sol estaba bajando.

Sus oídos captaron el crujido de la nieve bajo unos cascos que se acercaban lentamente en su dirección. Al cabo de unos minutos aparecieron Neald y Aram; el otrora gitano señalaba las huellas y el Asha’man sacudía la cabeza con impaciencia. Era un rastro claro, pero a decir verdad Perrin no habría apostado a que Neald hubiera sido capaz de seguirlo. Era un hombre de ciudad.

—Arganda pensó que debíamos esperar hasta que se os pasara el arrebato de cólera —dijo Neald, apoyado en la silla y estudiando a Perrin—. A mí me parece que más tranquilo no podéis estar. —Asintió, denotando un atisbo de satisfacción en el gesto de la boca. Estaba acostumbrado a que la gente le tuviera miedo por su chaqueta negra y por lo que ésta representaba.

—Hablaron —continuó Aram—, y todos dieron las mismas respuestas. —Su ceño traslucía que no le habían gustado—. Creo que la amenaza de dejarlos para que mendigaran los asustó más que vuestra hacha. Pero afirmaron que nunca habían visto a lady Faile. O a ninguna de las otras. Podríamos probar con las ascuas otra vez. Quizás eso los haga recordar.

¿Su tono era de ansiedad? ¿Por encontrar a Faile o por utilizar las ascuas? Elyas torció el gesto.

—Os darán las respuestas que vosotros mismos les habéis proporcionado al preguntarles. Os dirán lo que queráis oír. De todos modos, era una posibilidad remota. Hay millares de Shaido y millares de prisioneros. Uno podría vivir toda su vida entre tanta gente y sólo conocer a unos centenares de los que acordarse.

—Entonces tenemos que matarlos —manifestó sombríamente Aram—. Sulin dice que las Doncellas tuvieron cuidado de prenderlos cuando no estaban armados, para poder interrogarlos. No se los puede hacer gai’shain. Con que uno de ellos escape, informará a los Shaido que estamos aquí. Entonces nos atacarán.

Perrin sentía las articulaciones como si las tuviera oxidadas, y le dolieron al levantarse. No podía dejar que los Shaido se marcharan sin más.

—Se los puede vigilar, Aram. —La precipitación casi le había hecho perder a Faile para siempre. Precipitación. Qué palabra tan inofensiva para referirse a cortarle la mano a un hombre. Y todo en balde. Él siempre había procurado pensar despacio y actuar despacio. Ahora tenía que pensar, pero cada idea le hacía daño. Faile estaba perdida en un mar de prisioneros vestidos de blanco—. Quizás otros gai’shain sabrían dónde está —murmuró mientras se daba media vuelta para regresar al campamento. Pero ¿cómo echarle mano a cualquiera de los gai’shain Shaido? Nunca les permitían salir del campamento excepto con una guardia.

—¿Qué pasa con eso, chico? —preguntó Elyas.

Perrin supo lo que quería decir sin necesidad de mirar. El hacha.

—Que se quede ahí para el primero que la encuentre. —Su voz sonó áspera—. Quizás algún juglar necio se invente una historia sobre ella. —Echó a andar hacia el campamento sin mirar atrás. Con la presilla vacía, el ancho cinturón parecía demasiado ligero. Todo en balde.

Tres días después los carros regresaron de So Habor cargados hasta los topes, y Balwer entró en la tienda de Perrin con un hombre alto y sin afeitar que llevaba una chaqueta de paño sucio y una espada que parecía estar mucho más cuidada. Al principio Perrin no lo reconoció con la barba de un mes. Entonces captó el olor del hombre.

—No esperaba volver a verte —dijo.

Balwer parpadeó, que era tanto como dar un respingo de sobresalto en cualquier otra persona. Sin duda el hombrecillo deseaba darle una sorpresa.

—He estado buscando a… a Maighdin —contestó secamente Tallanvor—, pero los Shaido se movían más rápido que yo. Maese Balwer dice que sabéis dónde está.

Balwer asestó al hombre más joven una mirada penetrante, pero cuando habló su voz sonó tan seca e impasible como su olor.

—Maese Tallanvor llegó a So Habor justo antes de que me marchara, milord. Fue pura casualidad que nos encontráramos. Pero tal vez fue una casualidad afortunada. Quizá tenga unos aliados para vos. Dejaré que os lo explique él.

Tallanvor miró sus botas con el entrecejo fruncido y no dijo nada.

—¿Aliados? —repitió Perrin—. Cualquier cosa que no sea un ejército servirá de poco, pero aceptaré cualquier ayuda que puedas prestarme.

Tallanvor miró a Balwer, que respondió con una leve reverencia y una sonrisa animosa. El hombre sin afeitar inhaló profundamente.

—Quince mil seanchan, bastante cerca. En realidad, la mayoría son taraboneses, pero cabalgan bajo estandartes seanchan. Y… Y tienen al menos una docena de damane. —Habló con más rapidez, como impulsado por la urgencia, por una necesidad de terminar antes de que Perrin lo interrumpiera—. Sé que es como aceptar ayuda del Oscuro, pero ellos también persiguen a los Shaido y yo aceptaría hasta la ayuda del Oscuro para liberar a Maighdin.

Perrin miró a los dos hombres unos segundos; Tallanvor se toqueteaba el cinturón de la espada con nerviosismo, en tanto que Balwer semejaba un gorrión esperando ver en qué dirección saltaría un grillo. Seanchan. Y damane. Sí, eso sería como aceptar ayuda del Oscuro.

—Siéntate y háblame de esos seanchan —dijo.

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