Las calles de Tharna estaban transitadas por una multitud, pero reinaba un silencio extraño. Las puertas de la ciudad estaban abiertas, y a pesar de que había sido examinado minuciosamente por sus guardias —altos portadores de lanzas con cascos azules—, nadie se había opuesto a mi entrada en la ciudad. Parecía ser cierto lo que se decía, o sea, que las calles de Tharna se hallaban abiertas a todos los hombres que llegaran con fines pacíficos, no importa de qué ciudad procedieran.
Examiné con curiosidad a las multitudes humanas, aparentemente concentradas en sus negocios. Los habitantes de Tharna eran extrañamente taciturnos y apagados, se diferenciaban considerablemente de las muchedumbres normales, animadas, de otras ciudades goreanas. Los hombres, en su mayoría, llevaban una túnica gris quizás como un indicio de superioridad frente al goce del placer, a su decisión de ser serios y responsables, a mostrarse como dignos representantes de una ciudad sobria y laboriosa.
En su conjunto me pareció una multitud pálida y deprimida, pero presentía que podían llevar a cabo lo que se proponían, que podrían tener éxito en tareas que el hombre goreano medio simplemente rechazaría considerando que eran desagradables o que no valía la pena hacerlas, en su típica impaciencia y despreocupación. Tenemos que admitir que el goreano medio del sexo masculino tiende a valorar algo más las alegrías de la vida que sus responsabilidades.
En los hombros de sus túnicas grises sólo una pequeña franja de color indicaba a qué casta pertenecía su dueño. Por lo general, los colores de las castas no pueden pasarse por alto en las calles goreanas; animan las calles y puentes de la ciudad, un espectáculo maravilloso en el claro y resplandeciente aire goreano.
Me pregunté si los hombres de esta ciudad no se sentirían acaso orgullosos de sus castas, como sucedía con los demás goreanos, aun los que pertenecen a las así llamadas castas inferiores. Hasta los miembros de una casta tan baja como la de los Criadores de Tarns se sentían increíblemente orgullosos de su misión, pues ¿quién, aparte de ellos, podría criar y entrenar a las monstruosas aves de rapiña de Gor? Suponía que también Zosk, el Portador de Leña, era consciente de que, con su hacha ancha y poderosa, podía derribar un árbol de un solo golpe, algo que posiblemente hasta ni un Ubar podría llevar a cabo. Hasta la Casta de los Campesinos llegaba a considerarse el “buey que lleva el peso de la Piedra del Hogar” y raramente se lograba que abandonaran sus estrechas franjas de tierra, que ellos, así como sus antepasados, habían poseído y cultivado.
Eché de menos la presencia de las muchachas esclavas en las calles, muchachas que se encuentran con frecuencia en otras ciudades, generalmente jóvenes hermosas con sus cortas túnicas características, con rayas oblicuas, vestidos cortos sin mangas que terminan algunos centímetros por encima de las rodillas, y que de ese modo contrastan violentamente con las pesadas y entorpecedoras Vestiduras de Encubrimiento, que visten las mujeres libres. Efectivamente, se sabía que algunas mujeres libres envidiaban a sus hermanas esclavas, ligeras de ropas, que si bien debían soportar la carga de un collar, eran relativamente libres en su vida, que podían sentir, sobre los puentes elevados, el viento sobre su cuerpo, así como los brazos de un amo que sabía valorar su belleza y las reclamaba para sí. Recordé que en Tharna, bajo el reinado de la Tatrix, existirían pocas esclavas mujeres, si es que existían. En cambio, si se encontraban esclavos varones era algo que no podría determinar, ya que los collares estarían ocultos bajo las túnicas grises. En Gor no existe una vestimenta típica para los esclavos varones ya que, se decía, no sería conveniente que descubrieran cuán numerosos eran.
Lo que más me intrigaba en las calles silenciosas de Tharna eran las mujeres libres. No iban acompañadas, su paso era algo imperioso, y los hombres de Tharna se hacían a un lado para dejarlas pasar, para evitar todo roce. Todas estas mujeres llevaban espléndidas Vestiduras de Encubrimiento, de colores alegres y aspecto refinado, una vestimenta que contrastaba con las túnicas grises de los hombres; pero en lugar del velo, que suele acompañar tal vestimenta, utilizaban una máscara de plata que ocultaba sus rostros. Estas máscaras eran todas idénticas, todas mostraban el mismo rostro hermoso pero frío. Algunas de estas máscaras se habían vuelto para contemplarme; mi roja túnica guerrera parecía llamarles la atención. Me sentía incómodo al ser objeto de sus miradas, y verme enfrentado a estas máscaras de plata relucientes y frías.
Recorriendo la ciudad llegué a la plaza de Tharna. A pesar de que evidentemente era día de mercado, a juzgar por los numerosos puestos de verdura, carne, barriles con pescado salado, ropas, telas y artículos de regalo, detrás de los cuales se hallaban los mercaderes, no se observaba el ajetreo que suele encontrarse en los mercados goreanos.
Eché de menos los gritos interminables y chillones, diferentes unos de otros, de los vendedores, las bromas bienintencionadas de amigos, que intercambiaban chismes e invitaciones a cenar, los gritos de los robustos mozos de cordel, que se abrían paso entre el tumulto; las voces de los niños, que se habían escapado de sus tutores, y que jugaban al escondite entre los puestos, la risa de las muchachas embozadas, que bromeaban con los hombres jóvenes, muchachas que en realidad debían hacer las compras para sus familias, y sin embargo siempre encontraban unos instantes para dedicarse a los hombres jóvenes, aunque sólo consistiera en un breve centelleo de sus ojos negros y un arreglo disimulado del velo que cubría sus rostros.
A pesar de que una joven libre, de acuerdo con el uso goreano, tan sólo puede ver a su futuro compañero después de que sus padres han hecho la elección, a menudo se trata de un joven con quien la muchacha ya se ha encontrado antes en el mercado. El compañero que pide su mano pocas veces le es desconocido, sobre todo si ella pertenece a una casta baja.
Pero este mercado era diferente a otros mercados de Gor. Aquí reinaba una atmósfera extrañamente aplastante, y las personas se limitaban a hacer sus compras o a intercambiar sus mercaderías. Hasta el trato por los precios, que nunca son fijos en un mercado de Gor, se llevaba a cabo de una manera monótona y torva, y carecía por completo del ímpetu y la alegre rivalidad de otros mercados que yo conocía, con sus espléndidas exclamaciones e insultos superlativos, intercambiados con estilo y placer entre el comprador y el vendedor.
Aquí el comprador simplemente entraba y se acercaba a la tienda, señalaba un artículo y mantenía algunos de sus dedos en alto. El vendedor levantaba algunos dedos más, que a veces doblaba en el nudillo para dar a entender una fracción de la unidad de valor, con frecuencia discotarns de cobre.
En lo posible, el comprador mejoraba la oferta o se aprestaba a seguir su camino. El vendedor entonces lo dejaba ir o rebajaba su precio, mientras alzaba menos dedos que antes. Si alguna de las partes daba por finalizado el trato, cerraba el puño. Terminado el trato, el comprador tomaba la suma exigida en monedas perforadas que colgaban de un cordel sobre su hombro izquierdo, se las daba al vendedor, recogía la mercancía y se marchaba. Si se llegaba al diálogo, se conversaba sólo en voz baja.
Cuando abandoné el mercado advertí la presencia de dos hombres que parecían seguirme disimuladamente. Sus rostros estaban ocultos entre los pliegues de sus túnicas grises que, a modo de capucha, habían echado sobre sus cabezas. Supuse que eran espías. Una inteligente medida de precaución de la ciudad. Siempre era bueno no perder de vista a los extranjeros, para que no abusasen de la hospitalidad. No me tomé el menor trabajo en sacarme a los hombres de encima, ya que quizás hubiera sido interpretado como una violación a la etiqueta por parte mía, y hasta como una confesión de malas intenciones. Además, ellos no sabían que yo los había observado, de modo que les llevaba cierta ventaja. Por otra parte, existía la posibilidad de que sólo fuesen curiosos. Después de todo ¿cuántos guerreros vestidos de rojo se dejaban ver en las calles de Tharna?
Subí a una de las grandes torres para abarcar el panorama de la ciudad. Así alcancé el puente más alto que pude encontrar. A diferencia de la mayoría de los puentes goreanos, tenía una balaustrada. Lentamente dejé vagar la mirada sobre la ciudad que, en lo que respecta a la gente y sus costumbres, era una de las más inusitadas de Gor.
Aunque Tharna era una ciudad de cilindros, no me parecía tan hermosa como muchas otras ciudades que había visto. Puede ser que fuera porque los cilindros en general resultaban menos elevados y mucho más anchos que los de otras ciudades, lo que producía la impresión de ser una serie de discos chatos, acumulados, que los diferenciaba mucho de las altas torres que ascendían como buscando el cielo en otras ciudades goreanas. Además, los cilindros de Tharna parecían excesivamente solemnes, como abrumados bajo su propio peso. Apenas se diferenciaban unos de otros, y presentaban una mezcla de tonos grises y pardos muy distintos a los mil alegres colores de las otras ciudades, en las cuales cada cilindro parecía querer sobrepujar a los demás.
También las llanuras que rodeaban la ciudad, ocasionalmente quebradas por trozos de rocas desprendidas, daban una impresión fría, gris, sombría, quizás triste.
Tharna no era una ciudad que levantara el espíritu de un hombre. Al mismo tiempo, sabía que esta ciudad, desde mi punto de vista, era una de las más civilizadas y avanzadas en todo Gor. A pesar de esta convicción, incomprensiblemente, Tharna me deprimía un poco, y me preguntaba si, a su manera, no sería en algún modo sutil, más bárbara, inhumana, dura, que sus ciudades hermanas, más rudas, menos nobles y más hermosas. Resolví que trataría de adquirir un tarn y proseguir mi viaje a los Montes Sardos tan pronto como me fuera posible, para concretar mi entrevista con los Reyes Sacerdotes.
—Extranjero —dijo una voz a mis espaldas.
Me volví.
Uno de los dos hombres que me habían seguido estaba detrás de mí. No se podía reconocer su rostro bajo la capucha. Con una mano sujetaba su túnica, para que el viento no moviera el paño y descubriera sus rasgos. Con la otra, se aferró a la balaustrada del puente, como si se sintiera incómodo por la altura.
Había comenzado a llover suavemente.
—Tal —dije y levanté mi mano para el obligado saludo goreano.
—Tal —respondió el hombre, sin quitar el brazo de la balaustrada, acercándose a mí desagradablemente.
—Tú eres un extranjero en esta ciudad —dijo.
—Sí —respondí.
—¿Quién eres, extranjero?
—Soy un hombre sin ciudad y mi nombre es Tarl.
Quise evitar una reacción parecida a la que ya había ocasionado anteriormente con la mera mención del nombre de Ko-ro-ba.
—¿Cuáles son tus planes en Tharna? —me preguntó.
—Quisiera adquirir un tarn para un viaje que proyecto —respondí con bastante franqueza. Supuse que sería un espía que debía averiguar el motivo de mi visita. No tenía el propósito de callar ese motivo, a pesar de reservarme la mención del objetivo de mi viaje. Mi interlocutor no tenía por qué saber que yo estaba resuelto a avanzar hasta los Montes Sardos. Mis asuntos con los Reyes Sacerdotes no eran de su incumbencia.
—Un tarn es caro —dijo.
—Ya lo sé.
—¿Tienes dinero?
—No.
—¿Y cómo piensas entonces obtener tu tarn?
—No soy ningún proscripto —respondí—, aunque no tenga insignias sobre mi túnica o escudo.
—Naturalmente que no —dijo con rapidez—. En Tharna no hay lugar para proscriptos. Somos hombres laboriosos y honestos.
Me di cuenta de que no me creía, y de algún modo tampoco yo le creía a él. Comenzó a molestarme, sin causa especial. Con ambas manos agarré su capucha y se la arranqué del rostro. Él cogió la tela bruscamente y la colocó de nuevo en su lugar. Eché un vistazo sobre un rostro descolorido de pálidos ojos azules, cuya piel se parecía a un limón seco. Su compañero, que había estado mirando furtivamente a su alrededor, dio un paso hacia adelante y se detuvo. El primer hombre, ocultando nuevamente el rostro tras la capucha, volvió la cabeza a derecha e izquierda para ver si había alguien cerca, que pudiera haberle observado.
—Me gusta ver con quién hablo —dije.
—Naturalmente —respondió el hombre de forma insinuante, un tanto inseguro, a la par que se ocultaba cada vez más tras la capucha.
—Quiero adquirir un tarn —dije— ¿Puedes ayudarme?
Si su respuesta era negativa, me proponía dar por terminado el diálogo.
—Sí —dijo el hombre.
Me interesé.
—No sólo puedo ayudarte a adquirir un tarn —continuó el hombre—, sino también mil discotarns de oro y todas las provisiones que pudieras necesitar para un largo viaje.
—No soy ningún Asesino —dije.
—Ah —respondió el hombre.
Desde los tiempos del sitio de Ar, cuando Pa-Kur, Asesino Supremo, transgredió los límites marcados a su casta, oponiéndose a las tradiciones goreanas, y condujo una horda contra la ciudad con la intención de convertirse en Ubar, los miembros de la Casta de los Asesinos habían vivido como hombres odiados y perseguidos. Dejaron de ser los apreciados mercenarios a cuyo servicio recurrían las ciudades, y muy frecuentemente también, distintos bandos de éstas. Ahora muchos Asesinos erraban por Gor y no se atrevían a llevar la sombría túnica negra de su casta. Se vestían como miembros pertenecientes a otras, con frecuencia como guerreros.
—No soy ningún Asesino —repetí.
—Naturalmente —dijo el hombre—, la Casta de los Asesinos ya no existe.
Lo puse en duda.
—¿Pero no te sientes intrigado, extranjero? —preguntó el hombre y sus ojos descoloridos me hacían guiños a través de los pliegues de su túnica gris— ¿Por la oferta de un tarn, oro y provisiones?
—¿Qué debo hacer a cambio de esto? —pregunté.
—No necesitas matar a nadie —dijo el hombre.
—¿Qué entonces? —quise saber.
—Tú eres audaz y fuerte.
—¿Qué debo hacer?
—Sin duda has tenido experiencias en asuntos de esta índole —sugirió el hombre.
—¿Qué queréis de mí? —pregunté de forma cortante.
—El secuestro de una mujer —dijo.
La fina llovizna, que casi parecía una niebla gris que cuadraba con la oprimente solemnidad de Tharna, no había cesado y mis ropas estaban empapadas. El viento, que apenas había sentido, ahora me resultaba frío.
—¿Qué mujer? —pregunté.
—Lara —dijo.
—¿Y quién es Lara?
—La Tatrix de Tharna —respondió.