De pie sobre el puente, en medio de la lluvia, mirando al obsequioso y embozado conspirador, de pronto me sentí triste. Hasta allí, en la noble ciudad de Tharna, había intrigas, luchas políticas por el poder y hombres poseídos por la ambición. Se me había tomado por un asesino o un proscripto, adecuado instrumento para los sucios proyectos de un grupo de descontentos dentro de los muros de Tharna.
—Me niego —dije.
El hombrecillo con cara de limón retrocedió como si le hubiera asestado un golpe.
—Yo represento a un personaje poderoso de esta ciudad —dijo.
—No deseo ocasionar ningún daño a Lara, Tatrix de Tharna.
—¿Qué significa ella para ti? —preguntó el hombre.
—Nada.
—¿Y sin embargo, rehusas?
—Sí, rechazo la propuesta.
—Tienes miedo —dijo.
—No, no tengo miedo.
—Nunca conseguirás un tarn —siseó el hombre.
Giró sobre sus talones y se precipitó hacia la entrada del cilindro, mientras seguía aferrándose a la barandilla del puente. Su compañero le precedía. Se detuvo a la entrada y se volvió hacia mí.
—No abandonarás vivo los muros de Tharna —dijo.
—Y aunque así fuera —respondí—, no acepto tu propuesta.
El hombrecillo vestido de gris, que parecía tan insignificante como la niebla misma, hizo ademán de irse, pero de repente vaciló. Por un instante pareció irresoluto, pero al final se volvió hacia su compañero, discutieron ambos brevemente y parecieron llegar a un acuerdo. Mientras su compañero se quedaba rezagado, él volvió precavidamente al puente.
—Hablé de forma precipitada —dijo—. No correrás ningún peligro en Tharna, somos un pueblo honrado y trabajador.
—Me complace saberlo.
Advertí con sorpresa que me puso en la mano un pesado saquito de cuero con monedas. Me sonrió; una sonrisa irónica que percibí a través de los pliegues de su túnica.
—Bienvenido a Tharna —dijo, y se alejó corriendo a través del puente hacia el cilindro.
—¡Vuelve! —grité, alzando el bolso con las monedas—. ¡Vuelve!
Pero ya había desaparecido.
Por lo menos esa noche, esa noche lluviosa, no tendría que dormir otra vez al raso, pues, gracias al desconcertante regalo del conspirador encapuchado, tenía los medios para proporcionarme alojamiento. Abandoné el puente y bajé por la escalera de caracol del cilindro, encontrándome otra vez en las calles de la ciudad.
Los hospedajes no abundan en Gor, lo que no es sorprendente si se tiene en cuenta la enemistad existente entre las ciudades, pero por regla general se puede encontrar alguno en cada ciudad. Después de todo, hay que proporcionar alojamiento a los mercaderes y delegaciones de otras ciudades, visitantes autorizados por un motivo u otro y, digámoslo abiertamente, el hotelero no siempre es escrupuloso en cuanto a las credenciales de sus huéspedes y no hace muchas preguntas a cambio de un puñado de discotarns. En Tharna, sin embargo, famosa por su hospitalidad, creía no tener dificultades para encontrar alojamientos; por eso me sorprendió no poder hallar ninguno.
Consideraba que en caso de necesidad podía ir a una simple taberna de Paga donde, si las tabernas en Tharna se parecían a las de Ko-ro-ba, podía pasar la noche de forma disimulada bajo una mesa, lo que sólo me costaría una jarra de Paga, esa fuerte bebida fermentada, que se obtenía del dorado grano Sa-Tarna, o Hija de la Vida. Esta expresión se encuentra relacionada con Sa-Tassna, la palabra que sirve para designar carne o alimento en general, que se traduce por Madre de la Vida. Paga es una corrupción de Pagar-Sa-Tarna, que significa Placer de la Hija de la Vida. En las tabernas de Paga se solían encontrar también otras diversiones, además del alcohol, pero en la gris ciudad de Tharna seguramente el sonido de címbalos, tambores y flautas de los músicos, así como el tintineo de las campanillas de los tobillos de las bailarinas debían ser sones desacostumbrados.
Detuve a uno de los anónimos seres vestidos de gris que caminaba apresuradamente en el crepúsculo húmedo y frío.
—Hombre de Tharna —pregunté—, ¿dónde puedo encontrar un albergue?
—No hay albergues en Tharna —respondió el hombre y me miró atentamente—. Eres un extranjero —añadió.
—Un viajero cansado que busca alojamiento.
—Huye, extranjero —dijo el otro.
—Yo he sido bienvenido en Tharna.
—Huye mientras puedas hacerlo —murmuró y miró a su alrededor como si temiera a un oyente inoportuno.
—¿No existe ninguna taberna de Paga en la vecindad donde pueda descansar? —pregunté.
—No hay tabernas de Paga en Tharna —respondió el hombre levemente divertido, según me pareció.
—¿Dónde puedo pasar la noche?
—Fuera de los muros de la ciudad, al aire libre —dijo—, o en el palacio de la Tatrix.
—Me parece que el palacio de la Tatrix me resultaría más cómodo.
El hombre se rió amargamente.
—¿Hace cuántas horas —preguntó— que estás dentro de los muros de Tharna, guerrero?
—Llegué alrededor de la sexta hora.
—Entonces ya es demasiado tarde —dijo el hombre con cierta tristeza—, pues hace más de diez horas que estás en la ciudad.
—¿Qué quieres decir con eso? —pregunté.
—Bienvenido a Tharna —dijo el hombre y desapareció en la oscuridad.
El diálogo me había intranquilizado y, sin proponérmelo realmente, eché a andar por el camino que lleva hacia los muros de la ciudad. Allí permanecí ante la gran puerta de Tharna. Las dos gigantescas trancas que la cierran estaban echadas. Eran dos vigas que sólo una yunta de robustos tharlariones o cien esclavos hubieran podido mover. Las puertas, engastadas en aros de acero y cubiertas por placas de metal que relucían opacas en la niebla, estaban cerradas.
—Bienvenido a Tharna —dijo un guardia que se apoyaba sobre una lanza detrás de la puerta.
—Muchas gracias, guerrero —dije.
Regresé a la ciudad.
Le oí reír a mis espaldas, con la misma risa amarga que ya había oído ese día en otro momento.
En mi peregrinación a través de las calles de la ciudad di por último con una puerta baja en el muro de un cilindro. A cada lado de la puerta, en pequeños nichos que la protegía de la llovizna, oscilaba una llama amarilla de lamparitas de aceite de tharlarión. A la luz titilante de las lámparas leí las palabras VENTA DE KAL-DA.
Kal-da es una bebida caliente, que se hace con vino Ka-la-na diluido, mezclado con jugos de cítricos y especias picantes. No me gustaba mucho esa bebida picante y sumamente caliente, pero era muy estimada por algunos de los miembros de las castas bajas, especialmente por los hombres que tenían que llevar a cabo duros trabajos corporales. No sospechaba que su popularidad se debía más a su capacidad de calentar a un hombre a módico precio que a su sabor, ya que para hacerla sólo se empleaba un vino Ka-la-na de baja calidad. Llegué a la conclusión que esa noche como en ninguna otra, en esa fría, deprimente, húmeda oscuridad, un jarro de Kal-da sería muy bienvenido. Además donde hay Kal-da, seguramente se puede conseguir pan y carne. Pensé en el dorado pan goreano, que se cuece en hogazas planas y redondas y se sirve fresco y caliente, y se me hacía agua la boca al imaginar una tajada de carne de tabuk asada o quizás, si tenía suerte, una tajada de tark, de aquella formidable especie de jabalí de seis colmillos, de los templados bosques goreanos. Sonreí para mis adentros; palpé la bolsa de monedas que llevaba en la túnica, me incliné y abrí la puerta de un empellón.
Tres escalones conducían a una sala con numerosas mesas bajas tan comunes en Gor, apenas iluminada, cálida, alrededor de las cuales se encontraban sentados grupos de cinco a seis hombres vestidos de gris.
Enmudecieron en cuanto yo entré. Los parroquianos me examinaron. No parecía haber guerreros entre ellos; ninguno de los hombres parecía estar armado. Debí causarles una extraña impresión, la presencia de un guerrero armado, vestido de rojo, que de pronto surge en la noche, un visitante de otra ciudad que sorprendentemente irrumpe en su círculo.
—¿Qué asuntos te traen por aquí? —preguntó el dueño del establecimiento, un hombrecillo calvo que vestía una túnica gris de mangas cortas y un brillante delantal negro. No se acercó sino que permaneció tras su mostrador de madera mientras lenta y deliberadamente secaba algunas gotas de Kal-da, derramadas sobre la superficie.
—Estoy de paso por Tharna —dije—, y querría comprar un tarn para continuar mi viaje. Esta noche necesito comida y alojamiento.
—Este no es lugar para un hombre de las castas elevadas.
Miré a mi alrededor, examiné a los presentes, miré sus rostros abatidos y extenuados. A media luz era difícil reconocer a qué casta pertenecían, pues vestían sin excepción las grises túnicas de Tharna y sólo una franja de color en el hombro indicaba su puesto en la escala social. Lo que me llamó la atención y que nada tenía que ver con la casta era la falta de bríos. No sabía si eran débiles o simplemente se tenían a sí mismos en poca estima. Parecían no tener energía, ni orgullo; hombres chatos, secos, aplastados, hombres sin respeto a sus personas.
—Tú perteneces a una casta elevada, la Casta de los Guerreros —dijo el tabernero—, no está bien que permanezcas con nosotros.
La perspectiva de tener que salir otra vez a la noche fría y lluviosa y continuar luego mi desconsolada peregrinación a través de las calles desiertas, buscando un lugar donde comer y dormir, no tenía nada de atrayente. Saqué una moneda del bolso de cuero y se la arrojé al tabernero. La atrapó con destreza en el aire como un cormorán. Examinó la moneda; era un discotarn de plata. Mordió el metal, y los músculos de su mandíbula se pusieron tensos a la luz de las lámparas. Sus ojos se iluminaron con cierto brillo codicioso. No le depararía ningún placer devolverme la moneda.
—Y bien ¿a qué casta pertenece esto? —le pregunté.
El tabernero sonrió. —El dinero no tiene casta —contestó.
—Entonces tráeme de comer y de beber —dije.
Me acerqué a una mesa oscura y solitaria en el fondo del establecimiento, desde donde podía ver la puerta. Apoyé escudo y lanza contra la pared, coloqué el casco junto a la mesa, me desabroché el cinto de la espada, y colocando el arma sobre la mesa delante de mí, esperé.
Apenas me hube acomodado, cuando el tabernero me trajo un jarro grande y pesado de Kal-da humeante. Casi me quemo las manos con el jarro. Bebí un trago largo y ardiente y, aunque normalmente el sabor no me agradara, sentí adentro de mí como unas burbujas de fuego. Bebida chispeante y brutal que levantaba el ánimo. Sabía mal, no obstante sentí ganas de reír.
Lancé una carcajada.
Los hombres de Tharna, sentados a sus mesas, me miraron como si estuviera loco. Sus rostros manifestaban incredulidad y falta de comprensión. Ese hombre se había reído. Me pregunté si en Tharna los hombres reían con frecuencia.
Era un lugar melancólico, pero a la luz del Kal-da, lo veía algo más prometedor.
—¡Conversad, reíd! —dije a los hombres de Tharna, que desde mi llegada no habían cambiado palabra. Los miré con enojo. Bebí una vez más de mi jarro y sacudí la cabeza para quitar de mis ojos y de mi cerebro ese torbellino de fuego. Tomé mi lanza de la pared y golpeé con ella sobre la mesa.
—¡Si no sabéis hablar, si no sabéis reír, entonces cantad!
Los hombres estaban convencidos que se encontraban frente a un demente. Probablemente sería por causa del Kal-da, pero quisiera creer también que era la impaciencia hacia los hombres de esa ciudad, mi desmedida exasperación frente a ese lugar gris y lóbrego y sus habitantes solemnes y sumisos. Los hombres de Tharna continuaban en silencio.
—¿No hablamos todos nosotros el Idioma? —pregunté, refiriéndome a la bella lengua materna, que se habla en la mayoría de las ciudades de este mundo—. ¿No es vuestro idioma?
—Pues sí —murmuró uno de los hombres.
—¿Por qué no habláis entonces? —dije desafiante.
El hombre calló.
El tabernero me trajo pan caliente, miel, sal y para mi embeleso, un gran pedazo de carne de tark asada. Llené mi boca de comida y la acompañé con otro trago de Kal-da.
—¡Tabernero! —grité golpeando la mesa con mi lanza.
—Sí, Guerrero.
—¿Dónde están las esclavas de placer?
El tabernero parecía perplejo.
—Me gustaría ver bailar a una mujer.
Los hombres parecían horrorizados. Uno susurró:
—No hay esclavas de placer en Tharna.
—¡Qué lástima! —exclamé— ¡Ninguna portadora de collar en Tharna!
Dos o tres hombres se rieron. Por fin había logrado romper el hielo.
—Esos seres que atraviesan las calles tras sus máscaras de plata ¿son realmente mujeres? —pregunté.
—Sin lugar a dudas —dijo uno de los hombres, al tiempo que contenía la risa.
—Pues yo no lo creo —exclamé—, ¿Queréis que busque una para ver si baila para nosotros?
Los hombres volvieron a reírse.
Hice ademán de levantarme y el tabernero, aterrorizado, me sentó nuevamente sobre la silla y fue a buscar más Kal-da. Evidentemente quería servirme tanta Kal-da como para que no pudiera hacer otra cosa que rodar bajo la mesa y dormir. Algunos hombres se me acercaron.
—¿De dónde vienes? —preguntó uno ansiosamente.
—He pasado toda mi vida en Tharna.
Resonantes carcajadas festejaron mi respuesta.
Poco después ya estaba dirigiendo un bronco coro de hombres, marcando el ritmo con el extremo de mi lanza sobre la mesa y entonaba canciones; en su mayor parte, fogosas canciones báquicas y guerreras: cantos de los campamentos y de las marchas, pero también enseñé a los hombres canciones que había aprendido en las caravanas del comerciante Mintar. Eran canciones que había cantado hacía tanto tiempo, cuando comenzaba a amar a Talena; canciones de amor, de soledad, de la belleza de la ciudad natal y de los campos de Gor.
Esa noche el Kal-da corrió a torrentes, y tres veces el regocijado tabernero tuvo que llenar con aceite las lámparas de tharlarión. Atraídos por el ruido insólito, entraron algunos hombres de la calle y también algunos guerreros, que se quitaron el casco, e increíblemente, lo llenaron con Kal-da y participaron de nuestro coro.
Las lámparas de tharlarión llamearon finalmente por última vez y se extinguieron, y el primer reflejo del alba penetró pálidamente en la sala. Muchos hombres se habían ido, otros dormían sobre las mesas o yacían en el suelo. Hasta el tabernero dormía, con la cabeza apoyada sobre el mostrador, detrás del cual se encontraban los grandes jarros de Kal-da, finalmente vacíos y fríos. Miré a mi alrededor y sacudí el sueño de mis párpados. Sentí una mano sobre mi hombro.
—Despiértate —dijo una voz.
—Es éste —se oyó decir a una segunda voz que me resultó conocida.
Me levanté con esfuerzo y vi ante mí al hombrecillo de cara de limón.
—Te hemos estado buscando —dijo la otra voz, que pertenecía a un robusto guardia de la ciudad. Tras él se hallaban otros tres guardias con sus cascos azules.
—Este es el ladrón —dijo el hombre de la cara arrugada, señalándome. Echó mano al saco de monedas, que se encontraba medio abierto sobre la mesa manchada. Se lo mostró al guardia.
—Estas son mis monedas —dijo el conspirador—. Mi nombre está bordado en el cuero del saco.
Acercó el bolso al guardia.
—Ost —leyó el hombre. Ese era también el nombre de un pequeño reptil de color naranja claro, el más venenoso de Gor.
—Yo no soy un ladrón —dije—. Él me dio las monedas.
—Miente —dijo Ost.
—¡No miento!
—Estás detenido —dijo el guardia.
—¿En nombre de quién? —pregunté.
—En nombre de Lara, Tatrix de Tharna.