14. El tarn negro

Me quitaron el yugo.

Los demás prisioneros fueron alejados del ruedo a latigazos, llevados a sus calabozos para ser utilizados en otra oportunidad en los espectáculos, o quizás enviados a las minas.

Andreas de Tor trató de permanecer a mi lado y compartir mi destino, pero lo habían golpeado llevándoselo del ruedo en estado inconsciente.

Los espectadores parecían aguardar con particular expectación la función que tendría lugar a continuación. Las máscaras de plata se movían impacientemente debajo de los toldos de seda que ondeaban al viento. Algunas acomodaban los almohadones de seda, otras se servían distraídamente dulces y otros manjares que les ofrecían individuos vestidos de gris. Rompían el silencio voces que reclamaban la presencia del tarn y se escuchaban burlas dirigidas hacia mí.

Tal vez los espectáculos de Tharna no habían sido estropeados del todo, quizás aún quedaba lo mejor por ver. Indudablemente mi muerte por obra del pico y las garras de un tarn ofrecería un espectáculo gratificante a las insaciables máscaras de Tharna, una adecuada compensación por la desilusión sufrida, por el menosprecio a su voluntad, por el desafío que habían debido tolerar.

Pese a que tenía conciencia de que había llegado el momento de morir, no me disgustó la manera en que ocurriría. El espectáculo podría parecerle terrible a las máscaras de Tharna, pero ellas ignoraban que yo había sido tarnsman y que conocía al tarn, su poder y ensañamiento, que lo amaba a mi manera y que, como guerrero, no consideraba deshonroso morir víctima de un tarn.

Reí torvamente para mis adentros.

A mí me ocurría lo mismo que a la mayor parte de los miembros de mi casta: el monstruoso tarn, el gigantesco halcón carnívoro de Gor, me inspiraba menos temor que otros seres como, por ejemplo, el diminuto ost, aquel pequeño reptil venenoso anaranjado, de pocos centímetros de largo, que puede acechar junto al pie de un hombre y atacar súbitamente sin provocación ni advertencia previa. Los dientes del ost son finos como agujas, y su mordedura no es más que el preludio de un tormento terrible, que indefectiblemente lleva a la muerte. Entre los guerreros, la mordedura de un ost se consideraba una de las puertas más crueles de acceso a la Ciudad del Polvo; se prefería morir destrozado por las garras afiladas de un tarn.

Me habían liberado de mis cadenas.

Estaba libre y podía caminar por la arena; las únicas murallas que me mantenían cautivo eran las que circundaban el ruedo. Disfrutaba de mi nueva libertad, sin estar uncido al yugo, si bien sabía que sólo me la concedían para hacer aún más atractivo el espectáculo. El hecho de que yo pudiera correr, gritar y patalear, que pudiera tratar de ocultarme en la arena, todo esto seguramente deleitaría a las máscaras plateadas de Tharna.

Moví las manos, los hombros, la espalda. Mi túnica hacía rato que estaba desgarrada hasta la cintura, de modo que desprendí del todo los fastidiosos harapos hasta la cintura. Mi cuerpo gozaba de la libertad reconquistada.

Lentamente me encaminé hasta el pie del muro dorado, donde se encontraba el pañuelo de la Tatrix, a cuya señal se habían iniciado los juegos.

Lo recogí.

—Guárdalo como un obsequio —dijo una voz orgullosa desde arriba.

Alcé la cabeza y fijé la vista en la reluciente máscara dorada de la Tatrix.

—Consérvalo como algo que siempre te recordará a la Tatrix de Tharna —dijo una voz detrás de la máscara de oro, en tono divertido.

Con una sonrisa sarcástica miré la máscara dorada, usé el pañuelo para quitarme del rostro el sudor y la arena.

Allá en lo alto, la soberana profirió un grito de furia.

Me colgué el pañuelo al cuello y regresé al centro del ruedo

Apenas hube llegado, una parte de la pared fue enrollada dejando un portón al descubierto, que llegaba casi a la misma altura que la pared, y un ancho de aproximadamente cinco metros. Por el portón avanzaban dos largas filas de esclavos uncidos a un yugo que, azuzados por los latigazos de los guardias traían a rastras una gran plataforma de madera asentada sobre ruedas enormes.

Desde las gradas se oían gritos de sorpresa y alegría procedentes de las excitadas máscaras de plata de Tharna.

La crujiente plataforma fue sacada al ruedo, lentamente, arrastrada por los esclavos que, uncidos como bueyes, caminaban pesadamente en la arena y, poco a poco, vi aparecer al tarn, un animal negro y gigantesco que llevaba la cabeza envuelta y el pico atado. Una de sus patas estaba encadenada a una pesada barra de plata. El pájaro no podría volar, pero sí podría moverse, arrastrando consigo la barra. También él estaba uncido a un yugo en Tharna.

La plataforma se iba aproximando y la multitud advertía, con sorpresa, que yo iba a su encuentro.

El corazón me latía violentamente.

Examiné al tarn.

El diseño de sus plumas no me era desconocido. Observé el plumaje, de un negro resplandeciente, y el monstruoso pico amarillo, ahora cruelmente atado. Contemplé el aleteo de las alas enormes, que batían el aire, arrojando al suelo a los esclavos al pasar por encima de ellos como un huracán, haciendo rechinar las cadenas. El enorme animal alzó la cabeza. Olió el aire libre y empezó a aletear violentamente.

Por supuesto no intentaría volar mientras tuviese la cabeza cubierta; yo dudaba también de que el ave intentara tomar altura mientras tuviera que arrastrar la enorme barra de plata. Si realmente se trataba del pájaro que yo creía reconocer, no se prestaría fácilmente a servir de espectáculo a sus carceleros. Sé que esto podrá parecer extraño, pero creo que muchos animales conocen el orgullo, y sí es así, este monstruo era uno de ellos.

—¡Atrás! —gritó uno de los guardias, provisto de un látigo.

Le arranqué el látigo de la mano y lo hice a un lado con mi brazo. Trastabilló y cayó en la arena. Despreciativamente arrojé el látigo detrás de él.

Me hallaba cerca de la plataforma y quería ver el aro del ave. Comprobé con satisfacción que sus garras estaban reforzadas con acero. Se trataba de un tarn de guerra, un animal adiestrado para demostrar su resistencia, su temeridad; un animal adiestrado para la lucha por los cielos de Gor. Mi olfato inhaló la fragancia salvaje y penetrante del tarn, que a algunos les resulta repugnante, pero que a un tarnsman le huele a perfume.

De pie junto al pájaro casi me sentí feliz, a pesar que sabía que el tarn se encontraba allí para matarme. Era como si por fin hubiera regresado a Ko-ro-ba, como si en esta ciudad gris y hostil hubiera encontrado algo que me era conocido y propio, que también había contemplado las Torres del Amanecer. Cogí el aro del ave con la mano y, como suponía, comprobé que con una lima habían borrado el nombre de su ciudad natal.

—Este tarn —le dije a uno de los esclavos— procede de Ko-ro-ba.

El esclavo se estremeció bajo el yugo al oír el nombre la ciudad. Se apartó de mí, ansioso de ser llevado de nuevo, como si se tratara de un animal, a la seguridad de su celda.

Aunque a la mayor parte de los espectadores debió parecerle que el tarn se hallaba extrañamente tranquilo, yo sabía que el animal temblaba de excitación, al igual que yo. Parecía inseguro. El tarn había levantado la cabeza, parecía alerta en la oscuridad de cuero de su envoltura. Me preguntaba si habría inhalado mi olor. En ese preciso momento el pico amarillo se volvió inquisitivamente en mi dirección.

El hombre de los brazaletes de cuero, que tantas veces me había azotado con su correa en las últimas horas, se acercó con el látigo en alto.

—¡Sal de ahí! —gritó.

Clavé mis ojos en él.

—¡Ya no soy un esclavo uncido al yugo! —exclamé—. ¡Te hallas frente a un guerrero!

Su puño se crispó en torno al látigo.

Me reí en su cara.

—¡Si me golpeas te mataré!

—No te temo —dijo. Tenía el rostro pálido—, retrocedió. Bajó el brazo que sostenía el látigo, un brazo que temblaba.

Volví a reírme.

—De todos modos, pronto estarás muerto —balbuceó—. Cien tarnsmanes intentaron montar este ave y ninguno sobrevivió al intento. La Tatrix decidió que este tarn se reservara únicamente para los espectáculos, a fin de que devorara a eslines como tú.

—¡Quítale la envoltura de la cabeza! —Ordené—. ¡Ponlo en libertad!

El hombre me miró como si yo hubiese perdido el juicio. A decir verdad, a mí mismo me sorprendió la vivacidad con que pronuncié estas palabras. Algunos guerreros, armados con lanzas, se acercaron apresuradamente y me hicieron retroceder, alejándome del tarn. Quedé de pie en la arena, a alguna distancia de la plataforma, mirando como soltaban al animal.

La multitud, en las tribunas, había enmudecido.

Me preguntaba qué estaría ocurriendo detrás de la máscara dorada de Lara, la Tatrix de Tharna, y también si el ave me reconocería.

Un esclavo de talla menuda, sostenido en vilo por otro esclavo, empezó a soltar las cuerdas que sujetaban el pico con movimientos rápidos, y la envoltura en torno a la cabeza del tarn. Luego saltó al suelo.

El ave abrió el pico y las cuerdas sueltas se cayeron al suelo. Con un altivo movimiento de cabeza estalló en el aire el estremecedor grito de guerra del tarn. Las plumas negras de su cerviz se erizaron y el viento parecía agitarlas una a una.

Me impresionó como un espectáculo magnífico.

Sabía que tenía delante de mí a uno de los animales de rapiña más peligrosos de Gor, pero aun así me parecía hermoso.

Sus brillantes ojos redondos, con pupilas semejantes a estrellas negras, se volvieron hacia mí.

—¡Sí, Ubar de los cielos! —exclamé y extendí los brazos. Había lágrimas en mis ojos—. ¿No me conoces? ¡Soy Tarl! ¡Tarl de Ko-ro-ba!

No supe qué efecto pudo tener esta exclamación sobre los espectadores, pues me había olvidado de ellos. Me dirigía al tarn gigantesco, como si fuese un guerrero, un miembro de mi casta:

—Tú, al menos, no temes al nombre de mi ciudad.

Despreciando el peligro corrí hacia el ave. Salté sobre la pesada plataforma de madera sobre la cual se encontraba. Le eché los brazos al cuello y empecé a llorar. El tarn me tocó con su gran pico, como si estuviera interrogándome. Naturalmente un animal como él no podía sentir emociones; sin embargo, cuando sus grandes ojos redondos me examinaron, me pregunté qué pensamientos albergaría su cerebro de ave. ¿Recordaría acaso las aventuras que habíamos vivido juntos, el sonido de las armas en la lucha aérea?

¿Recordaba el Vosk que, semejante a una cinta plateada, se deslizaba debajo de nosotros, la escarpada Cordillera Voltai, recordaría Thentis, las luces de la ciudad de Ar, en la que en cierta oportunidad se había festejado la fiesta de Sa-Tarna, cuando los dos nos habíamos atrevido a apoderarnos de la Piedra del Hogar de la ciudad más grande que se conocía en Gor? No; probablemente el ave no compartía estos recuerdos, que tanto significaban para mí. Suavemente el gigantesco tarn metió su pico debajo de mi brazo. En ese momento tuve la certeza de que los guerreros de Tharna tendrían que matar a dos seres, ya que el tarn me defendería a muerte.

El ave alzó su terrible cabeza de gigante y clavó la mirada en las tribunas. Luego sacudió la pata que lo sujetaba a la gran barra de plata.

Me arrodillé y comprobé que la barra no estaba soldada, ya que en la jaula del tarn se la habían quitado para que pudiera posarse en ella y moverse con libertad. Por suerte, tampoco había candado; lo que sí descubrí fue un perno pesado de aproximadamente cinco centímetros de diámetro.

Tiré del perno, pero éste no se movió; lo habían ajustado con una llave de tuerca. Lo agarré con más fuerza, pero continuó sin ceder. Luché, comencé a lanzar maldiciones. Una voz interior imploraba para que el perno se moviera; pero no pasó nada.

Tomé conciencia de los gritos de las tribunas. No eran simplemente gritos de impaciencia, sino de consternación. Las máscaras plateadas de Tharna no sólo se veían defraudadas por segunda vez al privárselas del espectáculo, sino que estaban confusas, perplejas. No tardaron mucho en advertir que el tarn, cualquiera fuera la extraña causa que lo motivara, no me atacaría y que yo, fuera cual fuere mi suerte, estaba dispuesto a ponerlo en libertad.

La voz de la Tatrix llegó a mis oídos.

—¡Matadle! —gritó.

También oí la voz de Dorna la Orgullosa que azuzaba a los guerreros para que se apresuraran. Pronto las lanzas de Tharna estarían junto a nosotros. Dos o tres guerreros ya habían saltado los muros de las tribunas y se aproximaban. La gran puerta por la que habían traído al tarn se fue abriendo y un grupo de guerreros se precipitó al ruedo.

Mis manos se aferraron con más fuerza al extremo del perno, manchado ahora con mi sangre. Podía sentir los músculos de mis brazos y de mi espalda, presionando el metal que se resistía. Una lanza se clavó en la madera de la plataforma. Yo estaba bañado en sudor. Una segunda lanza vibró en la madera, más cerca que la primera. Tenía la sensación de que el metal me desgarraba la carne, de que quebrantaba los huesos de mis dedos. Una tercera lanza cayó y rozó mi pierna. El tarn deslizó su cabeza por encima de mí y lanzó un grito penetrante y feroz, un grito terrible de rabia, que debió paralizar a todos, espectadores y guerreros. Los lanceros parecían petrificados y retrocedían, como si el gigantesco tarn ya estuviese en libertad.

—¡Imbéciles! —gritó el hombre del látigo—. ¡El tarn está encadenado! ¡Atacad! ¡Matadlos a ambos!

En ese momento cedió el perno, desprendiendo la cadena con la barra plateada del aro de la pata.

Como si comprendiera que estaba en libertad, el tarn sacudió el metal aborrecido de su pata, levantó el pico al cielo y lanzó un grito que seguramente se debió oír en toda Tharna, un grito de aquellos que quizá sólo se oyen en las montañas de Thentis o en la Cordillera Voltai: el grito del tarn salvaje, victorioso, que reclama para sí toda la tierra con todo lo que en ella se encuentre.

Durante un segundo tuve la sensación humillante de que el ave alzaría el vuelo de inmediato; pero a pesar de que el metal ya no la sujetaba, a pesar de estar libre, a pesar de que los guerreros se aproximaban, el ave permaneció inmóvil.

Salté sobre su lomo y me aferré a las plumas del cuello. Habría dado cualquier cosa por una silla de tarn y el ancho cinto color púrpura que sujeta al guerrero a la silla.

Apenas el tarn sintió mi peso, gritó una vez más y con una explosión de sus anchas alas levantó el vuelo y enseguida ganó altura, describiendo círculos vertiginosos. Algunas lanzas cayeron lentamente, describiendo una parábola debajo nuestro sobre la coloreada arena del ruedo. Se escucharon gritos de ira, cuando las máscaras de plata de Tharna se empezaron a dar cuenta que la presa se les escapaba, que los espectáculos habían fracasado.

No tenía posibilidad de guiar al tarn a mi voluntad. Generalmente este ave es conducida con la ayuda de arreos. Se le pasa un aro alrededor del cuello, el que, a intervalos regulares, lleva seis riendas. Éstas pasan al aro que está firmemente sujeto a la silla. Presionando las riendas se logra conducir al animal; pero yo carecía tanto de silla como de riendas y ni siquiera tenía un aguijón de tarn, sin el cual la mayor parte de los tarnsmanes ni se atreven a aproximarse a sus salvajes cabalgaduras.

Esto último no me preocupaba seriamente, ya que muy rara vez había utilizado este instrumento. Al principio lo usaba poco, pues temía que el efecto de su cruel estímulo pudiera menguar si lo aplicaba con excesiva frecuencia; finalmente dejé de emplearlo por completo, y sólo lo llevaba conmigo para poder defenderme en caso de que el ave, particularmente si estaba hambrienta, se volviera contra mí. En efecto: se sabía que en caso de pasar mucha hambre los tarns devoraban a sus propios dueños, y no es raro que, cuando buscan alimento, ataquen a un ser humano con la misma avidez que dedican al antílope amarillo, el tabuk, su presa favorita, o al maligno y corpulento bosko, un buey salvaje de larga y enmarañada pelambre, que se encuentra en las llanuras goreanas. En mi opinión, el aguijón de tarn, al menos con mi monstruo, no mejoraba sino, por el contrario, perjudicaba su actuación.

Vi como se iban empequeñeciendo las torres de Tharna y el óvalo brillante del ruedo debajo de las alas del tarn. Me colmaba el sentimiento de exaltación que había experimentado en mi primer vuelo con este animal. Más allá de Tharna y sus parajes sombríos, divisé los verdes campos de Gor, los bosques de árboles amarillos de Ka-la-na, la superficie resplandeciente de un plácido lago y allí arriba el cielo azul que me atraía.

—¡Estoy libre! —grité.

Pero al emitir esta exclamación sabía para mis adentros, que esto no era cierto y la vergüenza me hizo arder las mejillas. Porque ¿cómo podía estar libre si otros tenían que seguir viviendo cautivos en aquella ciudad gris?

Allí estaba, por ejemplo, la muchacha, la cálida Linna que me había ayudado, cuyo pelo color castaño estaba anudado con un tosco cordón y que llevaba el collar gris de una esclava estatal de Tharna. Ahí estaba Andreas de Tor, de la Casta de los Cantores, joven, valiente, indomable, un hombre que prefería morir antes que matarme, condenado a los espectáculos o a las minas de Tharna. Y tantos otros, libres o uncidos a un yugo esposados o no, en las minas y en las Grandes Granjas, en la ciudad misma. Y todos ellos sufrían bajo el poder de Tharna y de sus leyes, aplastados por el peso de las tradiciones de la ciudad, seres humanos que sabían que lo mejor que podía sucederles en su vida era cuando, al final de una ardua jornada de trabajo, recibían una escudilla de Kal-da.

—¡Tabuk! —le grité al gigante emplumado—. ¡Tabuk!

El tabuk es el antílope goreano más común, un animal pequeño y gracioso, de color amarillo y provisto de un solo cuerno, que habita las espesuras de Ka-la-na del planeta, y que a veces se interna cautelosamente en las praderas en busca de sal y bayas. El tabuk es una de las presas favoritas del tarn.

El tarnsman emplea el grito de “tabuk” en vuelos largos cuando el tiempo es precioso, y desea que el tarn cace sin necesidad de desmontar. Si divisa en los campos un tabuk o cualquier otro animal que suela servir de alimento al ave, grita “tabuk”.

Es la señal para que el tarn emprenda la caza. Da el zarpazo, devora su presa y prosigue el vuelo, sin que el tarnsman tenga que apearse en ningún momento. Era la primera vez que yo exclamaba “tabuk”; pero mi tarn seguramente estaba bien amaestrado por los criadores de tarns de Ko-ro-ba y tal vez reaccionaría frente a la orden, aprendida hacía tantos años. Por mi parte, siempre había puesto en libertad a mi tarn cuando se disponía a cazar. Sentía que era conveniente que el animal pudiera descansar de vez en cuando, y además, para ser sincero, no sentía muchos deseos de presenciar las comilonas del animal.

Advertí con alegría que el gran tarn negro no tardó en describir largos círculos, como si me lo hubiera entregado el criador un día antes. Realmente era el tarn de los tarns; mi Ubar de los cielos.

Me había decidido por llevar a cabo un plan desesperado, que me ofrecía muy pocas perspectivas de éxito, a menos que el tarn trabajara a mi favor. Sus ojos malignos brillaban examinando el suelo, la cabeza y el pico estaban extendidos, las alas apenas se movían mientras que, describiendo amplios círculos, volaba sobre las grises torres de Tharna, perdiendo cada vez más altura.

Sobrevolamos el ruedo de Tharna en el que aún reinaba el bullicio de las multitudes furiosas. Las tribunas seguían llenas de personas, a la espera que la dorada Tatrix abandonara la primera el escenario de las macabras diversiones de la ciudad gris.

En medio de la muchedumbre descubrí allí abajo, en la distancia, la vestidura dorada de la Tatrix.

—¡Tabuk! —exclamé— ¡Tabuk!

El gran animal de rapiña giró hábilmente en su vuelo. Se detuvo con el sol a sus espaldas. Sus garras armadas de acero colgaban como ganchos. Inmóvil, parecía estremecerse en el aire y luego levantó las alas, que me envolvieron casi por completo y no se movió más.

La caída fue tan suave y silenciosa como la de una piedra, como cuando se abre una mano. Me aferré violentamente al ave. Sentía el corazón en la boca. Las tribunas, repletas de vestiduras y máscaras, parecían venírseme encima.

Debajo de nosotros se oían gritos estridentes de terror. Allí abajo se notaba una gran agitación en las vestiduras relucientes de las máscaras de plata; las mujeres de Tharna, sedientas de sangre hasta hacia pocos minutos, huían ahora presas de terror, corrían para salvar sus vidas, se atropellaban unas a otras, se arañaban y forcejeaban, saltaban sobre los bancos, e inclusive se arrojaban por encima de la muralla a la arena del ruedo.

En un instante, que debió ser el más terrible de su vida, la Tatrix de Tharna se encontró sola delante de su trono, abandonada por todos, de pie en medio de los almohadones y platos con dulces desparramados. Miraba hacia arriba. Un grito salvaje resonó detrás de la dorada máscara plácida e inexpresiva. Las mangas doradas de su vestidura, las manos protegidas por guantes de oro, se alzaron y cubrieron su rostro. Por una fracción de segundo pude ver sus ojos detrás de la máscara y leer en ellos un temor histérico.

El tarn atacó a su presa.

Las garras reforzadas de acero se cerraron como ganchos poderosos alrededor del cuerpo de la Tatrix. Durante un instante, mi animal se mantuvo quieto, extendiendo la cabeza y el pico, batiendo las alas, con la presa entre las garras, profiriendo el terrible grito de captura del tarn, un grito de triunfo y desafío.

La Tatrix no estaba siquiera en condiciones de gritar.

El ave gigantesca batió las alas y levantó el vuelo delante de todos los espectadores, se alzó por encima de las tribunas del ruedo, de las torres y los muros de Tharna y partió rumbo al horizonte. El reluciente cuerpo de la Tatrix pendía de sus garras.

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