Cuando desencadenaron a la muchacha, la levanté en mis brazos y la llevé a una de las carpas redondas que me habían asignado.
Allí debíamos esperar hasta que grabaran su collar de esclava.
La carpa estaba provista de gruesas alfombras multicolores y adornada con numerosas telas de seda. Una lámpara de tharlarión, que colgaba de tres cadenas, iluminaba el recinto. Había almohadas esparcidas por doquier.
Suavemente, deposité a la muchacha sobre la alfombra, y ella miró lentamente a su alrededor.
—Querrás someterme ahora ¿no es así?
—No —respondí.
Se arrodilló delante de mí y apoyó la frente sobre la alfombra.
—Golpéame —dijo.
La levanté.
—¿Acaso no me has comprado para aniquilarme? —preguntó sorprendida.
—No —dije—. ¿Fue por eso por lo que dijiste: “Cómprame, señor”?
—Pienso que sí. —respondió—. Pienso que quería que me mataras. Pero no estoy segura.
—¿Por qué deseabas morir?
—Yo que fui Tatrix de Tharna —respondió bajando la mirada—, no deseaba vivir como esclava.
—Yo no te mataré —le dije.
—Dame tu espada, Guerrero —dijo—, que yo me mataré con ella.
A un guerrero no le gusta ver la sangre de una mujer en su espada.
—Eres joven, hermosa y estás llena de vida. Olvídate de las Ciudades del Polvo.
Se rió amargamente.
—¿Por qué me compraste? —preguntó—. Seguramente deseabas satisfacer tu sed de venganza. ¿Acaso olvidaste que fui yo quien te unció a un yugo, que te mandé azotar, que te envié al ruedo y quise que el tarn te devorara? ¿Que fui yo quien te traicionó y te envió a las minas de Tharna?
—No —dije con dureza—, no lo he olvidado.
—Yo tampoco —replicó con orgullo.
Era evidente que no esperaba nada de mí y que no me pediría nada, ni siquiera que le perdonara la vida.
Me examinó sin temor, a pesar de estar tan indefensa y completamente a mi merced. Le importaba morir dignamente y yo la admiraba por eso, y me parecía muy hermosa en su desesperanza y rebelión. Su labio inferior temblaba y con un movimiento casi imperceptible lo mordió para controlarlo, para impedir que yo lo viera. Sacudí la cabeza para no seguir pensando que me hubiera gustado probar con mi lengua la sangre de sus labios y secarla con un beso.
Pero sólo dije:
—No deseo dañarte.
Me miró sin comprenderme.
—¿Por qué me compraste? —preguntó.
—Te compré para ponerte en libertad —respondí.
—Pero al hacerlo no sabías que yo era la Tatrix de Tharna —dijo burlonamente.
—No —respondí.
—Pero ahora que lo sabes ¿qué harás conmigo? ¿Seré el aceite de los tharlariones? ¿Me arrojarás en medio de las plantas carnívoras? ¿Me usarás como cebo en una trampa de eslín?
Me reí.
—Me has dado mucho en qué pensar —admití.
—¿Qué harás conmigo?
—Te pondré en libertad.
Retrocedió incrédula. En sus ojos azules se reflejaba el asombro y de repente se llenaron de lágrimas. Comenzó a sollozar.
Coloqué mis brazos alrededor de sus frágiles hombros, y advertí con sorpresa cómo esta muchacha que había llevado la máscara dorada de Tharna, que había sido Tatrix de esa ciudad sombría, apoyaba su cabeza en mi pecho y comenzaba a llorar.
—No —dijo—. Yo no merezco ser otra cosa que una esclava.
—Eso no es cierto —contesté—. Recuerda que una vez diste la orden de que no me azotaran. También otra vez dijiste que no era fácil ser la Primera Mujer de Tharna. Recuerda también que contemplaste una pradera llena de talendros y que yo fui demasiado torpe y tonto como para hablarte.
La tenía en mis brazos y sus ojos llenos de lágrimas me miraban.
—¿Por qué me llevaste de vuelta a Tharna? —preguntó.
—Para obtener la libertad de mis amigos a cambio —respondí.
—¿Y no te interesaban la plata y las piedras preciosas de Tharna? —preguntó.
—No.
Retrocedió unos pasos.
—¿Soy hermosa?
La miré.
—Eres muy hermosa —dije—, tan hermosa que mil guerreros darían su vida por ver tu rostro, tan hermosa que por ti podrían destruirse cien ciudades.
—¿Le gustaría yo a un... a un animal? —quiso saber.
—Sería una gran victoria para un hombre tenerte atada a su cadena —dije.
—Y a pesar de ello, Guerrero, no quisiste retenerme. Amenazaste venderme en el mercado de Ar.
Callé.
—¿Por qué no quisiste retenerme?
Era una pregunta audaz para una muchacha que una vez había sido Tatrix de Tharna.
—Mi amor pertenece a Talena, la hija de Marlenus, que fue hace tiempo Ubar de Ar.
—Un hombre puede tener muchas esclavas —dijo altiva—. Seguramente en tus Jardines de Placer, donde quiera que estén, muchas jóvenes hermosas llevan tu collar.
—No —dije.
—Eres un guerrero extraño.
Me encogí de hombros.
Estaba de pie delante de mí. —¿No me deseas?
—Verte es desearte —admití.
—¡Entonces tómame! Soy tuya.
Bajé la mirada, en busca de la palabra adecuada.
—No te comprendo —dije.
—¡Los animales son necios! —exclamó.
Después de este increíble arrebato se apartó hacia un costado de la carpa, cogió una de las sedas y ocultó su rostro entre los pliegues.
Por último se dio la vuelta. En sus ojos había lágrimas, pero estaba enojada. Dijo:
—Me llevaste de nuevo a Tharna.
—Por amor a mis amigos —contesté.
—¡Y por el honor!
—Quizá también a causa del honor —admití.
—¡Odio tu honor! —exclamó.
—Algunas cosas son aún más imperiosas que la hermosura de una mujer.
—Te odio.
—Lo siento.
Lara soltó una carcajada triste y se sentó, colocando la cabeza sobre una rodilla.
—No te odio, sabes —dijo.
—Ya lo sé.
—Pero antes sí te odiaba. Cuando era Tatrix de Tharna te odié mucho.
No respondí. Sabía que decía la verdad. Había percibido el sentimiento virulento que había experimentado hacia mí.
—¿Sabes, Guerrero, por qué te odiaba?
—No —respondí.
—Porque al verte por primera vez te reconocí: ya te había visto en miles de sueños prohibidos —hablaba suavemente. Me miró—. En esos sueños yo era la orgullosa Tatrix de mi ciudad, rodeada de mi Consejo y de mis guerreros, y de pronto aparecía un poderoso tarn que descendía por el techo, que se hacía trizas como si fuera de vidrio, un tarn enorme con un guerrero provisto de un casco. Disolvía mi Consejo, aniquilaba mis ejércitos y me llevaba consigo en la silla de su tarn a su ciudad, donde yo, la orgullosa Tatrix de Tharna, debía llevar la marca de fuego y su collar.
—No debes temer esos sueños —dije.
—Y en su ciudad —prosiguió la muchacha con ojos luminosos— ponía campanillas alrededor de mis tobillos y me vestía con ropas de baile. Yo no tenía otra opción. Debía obedecerle. Y cuando no podía bailar más, me tomaba en sus brazos y me obligaba a que le diera placer como un animal.
—Un sueño muy cruel —dije.
Se reía y su rostro reflejaba vergüenza:
—No —dijo—, el sueño no era cruel.
—No comprendo.
—En sus brazos aprendí algo que Tharna no nos podía enseñar. En sus brazos aprendí a compartir la llama ardiente de su pasión. En sus brazos conocí montañas y flores, oí el grito de los tarns salvajes y percibí el contacto de la garra de un larl salvaje. Por primera vez en mi vida mis sentidos fueron estimulados, por primera vez sentí el movimiento de mi vestimenta en mi cuerpo, por primera vez vi cómo se abre un ojo, sentí qué es, de verdad, el roce de una mano; y entonces supe que yo no era ni más ni menos que ese hombre o cualquier otro ser viviente ¡y le amé!
Permanecí callado.
—Yo no hubiera renunciado a su collar ni por todo el oro y la plata de Tharna, ni siquiera por todas las piedras de sus grises muros —continuó.
—Pero tú, en ese sueño, no eras libre —dije.
—¿Acaso era libre en Tharna?
Miré fijamente el diseño de la alfombra y callé.
—Naturalmente —continuó—, como mujer que llevaba la máscara de Tharna reprimía ese sueño, lo odiaba. Me aterrorizaba. Me sugería que incluso yo, la Tatrix, compartía la naturaleza indigna de un animal —sonrió—. Al verte, Guerrero, creí reconocer en ti al guerrero de mi sueño. De manera que te odiaba y quería aniquilarte porque me amenazabas a mí y todo lo que yo era, y en tanto que te odiaba y te temía, también te deseaba.
Alcé la vista sorprendido.
—Sí —dijo—, te deseaba.
Inclinó la cabeza y habló en voz tan baja que apenas pude entenderla:
—A pesar de que yo era la Tatrix de Tharna deseaba estar a tus pies, quería ser atada con cordones amarillos sobre una alfombra roja.
Recordé que en la sala del Consejo de Tharna ya había hablado de cordones amarillos.
—¿Qué significan la alfombra y los cordones amarillos?
—En épocas antiguas las cosas en Tharna eran muy diferentes de como son en la actualidad.
Y en la carpa del traficante de esclavos, Lara me habló acerca de la singular historia de su ciudad.
Al principio, Tharna apenas se diferenciaba de las demás ciudades goreanas, en las que las mujeres gozaban de poca consideración y de pocos derechos. Había sido parte de los Ritos de la Sumisión, practicados en Tharna, el que la cautiva fuera atada con cordones amarillos y colocada sobre una alfombra roja. El color amarillo de los cordones era el símbolo que representaba a los talendros, flores que muy a menudo se asociaban con el amor y la belleza, y el rojo de la alfombra, el color de la sangre, y quizás de la pasión.
El amo colocaba su espada sobre el pecho de la muchacha y pronunciaba las frases rituales de la esclavitud, las últimas palabras que la joven escucharía como mujer libre.
Cuando su dueño dejaba a la muchacha en libertad y el ritual llegaba a su fin, cuando ella se incorporaba y lo seguía era, a sus propios ojos y a los del hombre, una esclava.
Con el tiempo, estos ritos crueles fueron olvidados y las mujeres de Tharna fueron tratadas de una manera más razonable y humana. A través de su amor y ternura enseñaron a sus amos que ellas también merecían respeto y afecto. Y cuanto más cerca se hallaban del corazón de sus amos, tanto menor era el deseo de éstos de humillarlas, ya que pocos hombres desean humillar a una mujer por la que experimentan verdaderos sentimientos, a menos que teman perderla si le dan libertad.
Sin embargo, cuando la posición de las mujeres mejoró, comenzaron a modificarse también las diferencias sutiles de dominación y sumisión, que en el mundo animal están regidas por el instinto.
El equilibrio de la mutua estima es siempre muy delicado y, estadísticamente, se considera improbable que se mantenga por mucho tiempo en la totalidad de la población. En consecuencia, las mujeres de Tharna comenzaron a explotar, tal vez inconscientemente, las oportunidades que se les presentaban gracias a la educación de los hijos y al afecto de sus hombres, y con el paso de las generaciones pudieron mejorar mucho su posición, adquiriendo cierto poder social así como también económico.
Con el correr del tiempo, las facultades específicas que la naturaleza le ha otorgado a la mujer, a saber: la educación de los jóvenes y el control sobre su formación, llegaron a predominar sobre las facultades propias del hombre. Y así como en nuestro mundo es posible educar a toda una población para que acepte cosas que para otros pueblos son totalmente increíbles y absurdas, así entre los hombres y mujeres de Tharna se afianzaba más y más la idea de la superioridad de la mujer, lo que gradualmente llevó al establecimiento de una ginecocracia.
Esta situación, a pesar de ser viable a través de muchas generaciones, no favorece de verdad a la felicidad humana.
En efecto: no es fácil decidir si esto es preferible al patriarcado reinante en la mayoría de las ciudades goreanas que, por cierto, también tiene sus aspectos negativos. En una ciudad como Tharna, los hombres, que han sido enseñados a considerarse animales y seres inferiores, raramente desarrollan respeto por sí mismos, indispensable para lograr una auténtica hombría. Pero lo que es más extraño, tampoco las mujeres de Tharna parecen totalmente satisfechas con este sistema. A pesar de menospreciar a los hombres y felicitarse a sí mismas por su status elevado, me parece que ellas tampoco logran respetarse. Odiando a los hombres se odian a sí mismas.
Me he preguntado algunas veces si un hombre para ser hombre no debe dominar a una mujer, y si una mujer para ser mujer no debe sentirse dominada por el hombre. También me pregunté durante cuánto tiempo las leyes de la naturaleza, si es que tales leyes existen, podían pasarse por alto en Tharna.
He sospechado el deseo contenido de los hombres de Tharna de quitarles la máscara a las mujeres y también que las mujeres deseaban precisamente eso. Si en Tharna se produjera alguna vez una revolución, sentiría compasión por sus mujeres, ya que ellas serían, por lo menos al principio, las víctimas de una frustración contenida durante generaciones. Si el péndulo oscilara en Tharna, oscilaría considerablemente, retrocediendo quizá incluso hasta la alfombra roja y los cordones amarillos.
Delante de la carpa resonó la voz de Targo.
Con sorpresa observé que Lara cayó de rodillas, se colocó en la posición de una esclava de placer y bajó sumisamente la cabeza.
Targo entró en la carpa, trayendo un pequeño envoltorio. Examinó a la muchacha con satisfacción.
—Bien, señor —dijo—, me parece que contigo aprende muy pronto —me hizo un guiño—. He ordenado todos los papeles. Te pertenece.
Me entregó el envoltorio. Era una túnica de esclava doblada y un collar.
—Una pequeña atención para un buen cliente —dijo Targo—. No te cobraré nada por ello.
Sonreí. La mayoría de los traficantes de esclavos habrían dado mucho más. Además advertí que Targo me entregaba un vestido de esclava que evidentemente ya había sido usado.
Metió la mano en el bolso que llevaba en su cinto y me alcanzó dos cordones amarillos que medirían unos cincuenta centímetros.
—Por tu casco me di cuenta —dijo—, de que procedes de Tharna.
—No —dije—, no es así.
—Bueno —dijo Targo—, ¿Cómo podía saberlo? —y tiró los cordones sobre la alfombra, delante de la muchacha.
—No tengo ningún látigo para esclavas —dijo encogiéndose tristemente de hombros—. Pero podría remplazarse sin dificultad por el cinto de la espada.
—En efecto —dije, y le devolví la túnica y el collar.
Targo me miró perplejo.
—Tráele una vestimenta de mujer libre —dije.
Targo abrió la boca, asombrado.
—De mujer libre —repetí.
Targo cerró los ojos y luego miró a su alrededor. Parecía buscar las huellas de una pelea.
—¿Estás seguro? —preguntó.
Me reí y le hice girar. Con una mano lo tomé por el cuello de su vestimenta y con la otra un poco más abajo. Le empujé hacia la salida de la carpa. Allí, mientras sus aros se bamboleaban, recuperó el equilibrio; me miró como si yo hubiera perdido la razón.
—¿Tal vez el señor comete un error? —sugirió.
—Tal vez —admití.
—¿Dónde imaginas que un traficante de esclavos como yo, puede conseguir una vestimenta de mujer libre?
Me reí y Targo sonrió, a su vez, y se fue.
Me pregunté cuántas mujeres libres, atadas ya, habrían estado a sus pies para ser tasadas y vendidas, cuántas mujeres libres habrían cambiado sus costosos vestidos por una túnica de esclava y un aro en sus tobillos sujeto a la cadena de Targo.
Poco después volvió a la carpa, con un gran paquete de ropa bajo el brazo. Respirando con dificultad lo arrojó sobre la alfombra.
—Elige lo que te guste, señor —dijo, y desapareció meneando la cabeza.
Sonreí y miré a Lara.
La muchacha se había puesto de pie.
Con sorpresa vi que se dirigía hacia la entrada de la carpa, cerró la lona que hacía de puerta y la anudó por dentro.
Luego se volvió hacia mí, anhelante.
Estaba muy hermosa, a la luz de la lámpara. Las ricas sedas de la carpa le servían de fondo.
Recogió los dos cordones amarillos, los sostuvo en sus manos y se arrodilló delante de mí en la posición de una esclava de placer.
—Voy a ponerte en libertad —dije.
Sumisamente sostenía delante de mí los cordones para que los aceptara y, cuando me miraron, sus ojos brillantes parecían pedirme algo.
—Yo no soy de Tharna —dije.
—Pero yo sí.
Estaba arrodillada sobre una alfombra roja.
—Voy a liberarte —dije.
—Todavía no soy libre —respondió.
Permanecí callado.
—Por favor —pidió—, señor.
Entonces tomé los cordones de sus manos y en la misma noche, Lara, que tiempos atrás había sido la orgullosa Tatrix de Tharna, se convirtió, según los antiguos ritos de su ciudad, en mi esclava, y en una mujer libre.