Me agaché y empujé la pesada puerta de la taberna de Kal-da. El cartel “Aquí se vende Kal-da” había sido pintado nuevamente con caracteres vivos. También aparecía pintada en las paredes la desafiante leyenda revolucionaria: “Sa’ng-Fori”.
Descendí los escalones anchos y bajos. En esa oportunidad la taberna estaba repleta. Apenas se podía avanzar entre el gentío. El ruido era ensordecedor. Me parecía estar en una taberna de Paga en Ko-ro-ba o en Ar y no en una simple taberna de Kal-da en Tharna. Oía ruidos y las risas alegres de hombres que ya no temían reír o gritar.
El tabernero delgado y pelado se encontraba detrás del mostrador. Su frente estaba orlada de sudor y su brillante delantal negro, manchado con especias, jugos y vino. Revolvía enérgicamente en una enorme olla el Kal-da hirviente; sentí su olor inconfundible.
Detrás de tres o cuatro mesas se encontraba un grupo de joviales músicos sudorosos sentado sobre la alfombra. Con sus extraños instrumentos: cuerdas, tambores, platillos, interpretaban esa música indescriptible que llegaba hasta las entrañas, las salvajes, conmovedoras, hermosas y bárbaras melodías de Gor.
Me asombré al ver esta escena, ya que la Casta de los Músicos, así como la de los Poetas, había sido exiliada de Tharna. Las sobrias máscaras de Tharna opinaban que los artistas no tenían cabida en una ciudad seria y laboriosa, ya que la música, como las canciones y el alcohol, enciende el corazón de los hombres, y una vez que está encendido nadie puede saber hacia dónde puede extenderse la llama.
Cuando entré en la taberna los hombres se pusieron de pie, gritaron y levantaron sus copas en forma de saludo.
—¡Tal, Guerrero! —exclamaron.
—¡Tal, Guerreros! —respondí y levanté el brazo. Saludé a todos con el título de mi casta, porque sabía que en su lucha colectiva cada uno de ellos había sido un guerrero. Esta había sido la consigna en las minas de Tharna.
Kron y Andreas entraron detrás de mí en la taberna, seguidos de Lara y Linna. Me preguntaba qué impresión le causaría a la auténtica Tatrix de Tharna, la taberna de Kal-da. Kron me tomó del brazo y me condujo hasta una mesa ubicada en el centro de la habitación. Tomé la mano de Lara y lo seguí. En los ojos de ésta había una expresión particular y miraba a su alrededor con la curiosidad de un niño. No había imaginado que los hombres de Tharna podían ser de esa manera.
De vez en cuando, cuando uno de ellos la miraba con demasiado atrevimiento, bajaba tímidamente la cabeza y se ruborizaba.
Luego me senté con las piernas cruzadas detrás de una mesa baja y Lara se arrodilló a mi lado, apoyándose sobre los talones, a la usanza de las mujeres goreanas.
Cuando entré, la música cesó por un instante, pero Kron batió las palmas dos veces y los músicos volvieron a sus instrumentos.
—¡Barra libre de Kal-da para todos! —exclamó Kron, y cuando el tabernero, conocedor de las reglas de su casta, quiso hacer alguna objeción, Kron le arrojó un discotarn de oro. El hombre, encantado, se inclinó para recogerla del suelo.
—Aquí el oro abunda más que el pan —dijo Andreas, sentado cerca de nosotros.
En realidad la comida en las mesas era más bien escasa y sosa, pero eso no perjudicaba en lo más mínimo el buen humor de los hombres allí reunidos. Les sabían como manjares provenientes de las mesas de los Reyes Sacerdotes. El mismo Kal-da maloliente les parecía una bebida fuerte y agradable, mientras gozaban de este primer hartazgo al sentirse hombres libres.
Kron batió nuevamente las palmas. Con sorpresa oí un tintineo repentino de campanillas, y delante de nuestra mesa se colocaron cuatro muchachas asustadas, que evidentemente habían sido seleccionadas por su encanto y belleza. Aparte de las campanillas sólo llevaban el rojo traje de baile goreano. Echaron la cabeza hacia atrás, levantaron los brazos y comenzaron a bailar al ritmo bárbaro de la música.
Con sorpresa vi que Lara las observaba encantada.
—¿Dónde has encontrado esclavas de placer en Tharna? —pregunté. Había observado los aros de plata en los cuellos de las bailarinas.
Andreas, que acababa de llevarse un trozo de pan a la boca, respondió:
—Detrás de cada máscara de plata existe una esclava de placer en potencia.
—¡Andreas! —exclamó Linna y simuló querer golpearlo por su atrevimiento, pero él la hizo callar con un beso, y ella empezó a mordisquear en forma juguetona el pedazo de pan que él sostenía aún entre sus dientes.
—¿Es cierto que éstas son máscaras de plata de Tharna? —pregunté escépticamente a Kron.
—Sí —respondió—. Están bien ¿verdad?
—¿Cómo aprendieron esto? —pregunté.
Se encogió de hombros.
—Es algo instintivo en las mujeres —dijo—. Pero naturalmente, éstas no están todavía entrenadas.
Me reí para mis adentros. Kron hablaba exactamente como un hombre de cualquier ciudad de Gor, a excepción de Tharna.
—¿Por qué bailan para ti? —preguntó Lara.
—Si no bailan serán azotadas —respondió Kron.
Lara bajó la mirada.
—¿Veis los collares? —dijo Kron y señaló las delicadas cintas de plata que rodeaban el cuello de las muchachas. Fundimos las máscaras y utilizamos la plata para hacer los collares.
A continuación, aparecieron otras muchachas entre las mesas, que sólo vestían las cortas túnicas de las esclavas y que llevaban collares al cuello. En silencio comenzaron a servir hoscamente el Kal-da que Kron había pedido. Cada una llevaba un pesado jarrón con el líquido maloliente y se lo servía a los hombres.
Algunas observaban a Lara con envidia, mientras que otras la miraban llenas de odio. Sus miradas parecían decirle: ¿por qué no estás vestida como nosotras, por qué no llevas tú también un collar?
Con sorpresa advertí que Lara se quitó el manto, tomó un jarrón con Kal-da de manos de una muchacha y comenzó a servir a los hombres.
Algunas muchachas la miraban agradecidas, porque ella era libre y demostraba con su forma de actuar que no se consideraba superior.
—Ella —dije a Kron y señalé a Lara— es la Tatrix de Tharna.
Cuando Andreas se dio la vuelta para mirarla, dijo suavemente:
—Es realmente una Tatrix.
Linna se puso de pie y ella también comenzó a servir.
Cuando Kron se cansó de contemplar a las bailarinas, batió palmas y éstas desaparecieron del recinto con su tintineo de campanillas.
Kron levantó una copa con Kal-da y me miró. —Andreas me dijo que te proponías penetrar en los Montes Sardos —dijo—; por lo visto no lo has hecho.
Quería decirme así que si realmente hubiera estado en los Montes Sardos no habría regresado.
—Iré a los Montes Sardos —dije—, pero antes tengo que ocuparme de un asunto en Tharna.
—Bien —dijo Kron—, necesitamos tu espada.
—He regresado para devolverle a Lara el trono de Tharna —dije.
Kron y Andreas me miraron sorprendidos.
—No —dijo Kron—. No sé cómo te habrá embrujado a ti; pero nosotros no volveremos a tener una Tatrix en Tharna.
—¡Representa todo aquello contra lo que hemos luchado! —protestó Andreas—. Si asciende nuevamente al trono, habremos perdido nuestra batalla. Tharna volvería a ser la misma de antes.
—Tharna —dije— nunca más será la misma.
Andreas movió la cabeza como si procurara entenderme.
—¿Cómo podemos esperar que sea razonable? —dijo dirigiéndose a Kron—. Al fin y al cabo no es ningún poeta.
Kron permaneció serio.
—Y tampoco un metalista —agregó Andreas esperanzado.
Pero Kron siguió serio.
Su hosca personalidad, forjada entre yunques y fuelles, no podía tomar a la ligera la atrocidad que yo acababa de decir.
—Antes tendrías que matarme —dijo Kron.
—¿No seguimos perteneciendo a la misma cadena? —pregunté.
Kron guardó silencio. Luego, sus ojos de un azul acero me miraron y dijo:
—Siempre perteneceremos a la misma cadena.
—Entonces déjame hablar —dije.
Kron asintió.
Otros hombres se iban acercando a nuestra mesa.
—Vosotros sois hombres de Tharna —dije—. Pero los hombres contra los que lucháis también pertenecen a esta ciudad.
Un hombre dijo:
—Uno de mis hermanos es soldado de la guardia.
—¿Os parece justo que los hombres de Tharna levanten sus armas unos contra otros, hombres que se hallan dentro de los mismos muros?
—Es triste —dijo Kron—, pero no podemos evitarlo.
—Podríamos evitarlo —protesté—. Los soldados y guardias de Tharna han prestado juramento a la Tatrix, pero la Tatrix que defienden es una traidora. La verdadera Tatrix de Tharna, Lara en persona, se encuentra aquí entre nosotros.
Kron observó a la muchacha, que no se había enterado de la discusión. Del otro lado del local, vertía Kal-da en las copas levantadas.
—Mientras ella viva —dijo Kron—, la revolución no estará segura.
—Eso no es cierto —dije.
—Debe morir —dijo Kron.
—No —respondí—. Ella también conoció la cadena y el látigo.
Se oyeron exclamaciones de asombro.
—Los soldados de Tharna y sus guardias abandonarán a la falsa soberana para servir a la Tatrix auténtica —proseguí.
—Si vive... —dijo Kron observando a la inocente muchacha que estaba del otro lado de la habitación.
—Tiene que vivir —dije enfáticamente—. Traerá un nuevo amanecer a Tharna. Sólo ella podrá aunar a los soldados y a los rebeldes. Ella tuvo que experimentar en carne propia cuán crueles eran las costumbres de Tharna. ¡Miradla!
Y los hombres contemplaron a la muchacha que servía Kal-da con movimientos suaves, que voluntariamente compartía el trabajo con las demás mujeres de Tharna. Ese no era el comportamiento al que estaban habituados por parte de una Tatrix.
—Ella merece gobernar —dije.
—¡Ella representa aquello contra lo cual luchamos! —dijo Kron.
—No —respondí—, vosotros luchasteis en contra de las tradiciones crueles de Tharna. Vosotros luchasteis para salvar vuestro orgullo y para obtener vuestra libertad, no en contra de esta muchacha.
—Hemos luchado en contra de la máscara de oro de Tharna —exclamó Kron, golpeando la mesa con el puño.
El ruido repentino atrajo la atención de todos y todos los ojos miraban en nuestra dirección. Lara dejó el jarrón de Kal-da y vino hacia nosotros.
—Ya no llevo más la máscara de oro —dijo, dirigiéndose a Kron.
Y Kron miró a la hermosa muchacha que estaba de pie delante de él, llena de gracia y dignidad, pero sin rastros de orgullo, crueldad o miedo.
—Mi Tatrix —murmuró.
Marchamos por la ciudad, las calles que íbamos dejando detrás de nosotros estaban colmadas por la presencia de los rebeldes, a la manera de un río grisáceo. Cada uno llevaba su propia arma, pero el sonido de aquellos ríos, que convergían hacia el palacio de la Tatrix, no era ni gris ni sombrío. Era el sonido del canto de labranza, tan lento e irresistible como el deshielo de un río, un himno sencillo y melodioso a la tierra, a los comienzos de la tarea, cuando la tierra es removida o abierta.
Eramos cinco quienes encabezábamos aquella fantástica y harapienta procesión: Kron, jefe de los rebeldes; Andreas, un poeta; su mujer, Linna de Tharna, que marchaba con el rostro descubierto; yo, un guerrero de una ciudad devastada y maldita por los Reyes Sacerdotes y una muchacha de cabellos dorados, una muchacha que no llevaba máscara, que había conocido el látigo y el amor, la intrépida y magnífica Lara, auténtica Tatrix de Tharna.
No les cabía duda a los defensores del palacio —que constituían el bastión principal del controvertido régimen de Dorna—, que ese mismo día se definiría la situación y por medio de la espada. Los rumores se nos adelantaban, como si tuvieran alas de tarn, de que los rebeldes habían dejado de lado su táctica de emboscada y evasión y marchaban finalmente hacia el palacio.
Una vez más vi delante de nosotros aquella avenida ancha, sinuosa, que luego se estrechaba y que llevaba hacia el palacio de la Tatrix. Los rebeldes comenzaron a ascender el camino empinado cantando. A través de las suelas delgadas de nuestras sandalias se podían sentir claramente las negras piedras del empedrado.
Nuevamente vi cómo los muros que bordeaban la calle se elevaban a medida que la avenida se hacía más angosta; pero esta vez, además, un buen trecho antes de llegar a la angosta puerta de hierro, divisamos un terraplén doble que atravesaba la calle, mientras que el segundo muro se elevaba por encima del primero. De este modo los guerreros que intentaran derribar el primer muro podían ser alcanzados por las flechas. El primer terraplén mediría unos cuatro metros de altura y el segundo unos seis metros.
Detrás de ellos, pude distinguir el brillo de las armas y el movimiento de los cascos azules.
Estábamos al alcance de un tiro de ballesta.
Hice una señal a los demás para que se quedaran atrás y armado con un escudo y una lanza, además de mi espada, me acerqué al terraplén.
De vez en cuando distinguía sobre el techo del palacio, detrás de ambos terraplenes, la cabeza de un tarn y escuchaba sus gritos. Pero estos animales no serían muy eficaces en la lucha contra los rebeldes. Muchos revolucionarios se habían fabricado grandes arcos y otros estaban armados con lanzas y ballestas de los soldados caídos. No dejaba de ser peligroso para un tarnsman acercarse a los grupos de rebeldes, durante una batalla.
Y si los guerreros hubiesen hecho el intento de disparar sobre las calles desde los lomos de los tarns, los revolucionarios se habrían puesto a cubierto hasta que las sombras de los animales hubieran desaparecido, y luego podrían avanzar otros cien metros hacia el palacio.
A unos cien pasos del terraplén coloqué a mis pies el escudo y la lanza como señal de una tregua temporal.
Una figura apareció sobre el terraplén e hizo lo mismo que yo. A pesar de que llevaba el casco azul de Tharna, reconocí de inmediato a Thorn.
Nuevamente me puse en movimiento.
El camino me pareció muy largo.
Escalón por escalón, fui ascendiendo la calle y me preguntaba si la tregua sería respetada. Si quien dominara el terraplén hubiera sido Dorna la Orgullosa, en lugar de Thorn, un capitán y miembro de mi casta, seguramente mi cuerpo habría sido traspasado por algún proyectil.
Cuando por fin llegué sano y salvo al pie del doble terraplén, supe que aunque Dorna la Orgullosa reinara en Tharna, aunque ella estuviera sentada en el trono de oro, en este terraplén valían más las palabras de un guerrero que sus órdenes.
—Tal, guerrero —dijo Thorn y se quitó el casco.
—Tal, guerrero —respondí.
Los ojos de Thorn me parecieron más claros de lo que yo recordaba y su cuerpo macizo que tendía a la corpulencia había adelgazado y ganado en vigor en las duras batallas de las semanas pasadas. Las manchas rojas que se destacaban en su rostro amarillento parecían menos pronunciadas. Seguía conservando una franja de barba rala a ambos lados del mentón y su pelo largo estaba atado en un nudo mongólico. Me observaba con sus ojos oblicuos.
—Debí matarte en la Columna de los Canjes —dijo Thorn.
Hablé en voz alta para que me pudieran escuchar todos los hombres que se encontraban en el doble terraplén.
—Vengo en nombre de Lara, que es la Tatrix auténtica de Tharna. Envainad vuestras armas. Que la sangre de los hombres de vuestra ciudad no siga siendo derramada. Os lo pido en nombre de Lara y en nombre de la ciudad de Tharna y de sus habitantes. ¡Y lo pido en nombre de los códigos de vuestra propia casta, ya que vuestra espada ha sido comprometida a la verdadera Tatrix, Lara, y no a Dorna la Orgullosa!
Pude percibir algo de la reacción de los hombres que se hallaban detrás del terraplén.
Thorn también habló en voz alta para que sus hombres lo escucharan:
—¡Lara ha muerto! ¡Dorna es la Tatrix de Tharna!
—¡Yo estoy viva! —exclamó una voz detrás de mí. Me di la vuelta y comprobé consternado que Lara me había seguido. Si la mataban, a los rebeldes les quedaban pocas oportunidades de vencer y podría ser que la ciudad se sumergiera en una guerra civil interminable.
Thorn observó a la muchacha y yo admiré su sangre fría. Su mente debía sentirse confundida, ya que nunca hubiera podido suponer que la Tatrix auténtica se hallara en manos de los rebeldes.
—Esa no es Lara —dijo fríamente.
—Lo soy —exclamó ella.
—La Tatrix de Tharna —dijo Thorn con ironía mirando el rostro de la muchacha— ¡lleva una máscara de oro!
—A la Tatrix de Tharna —replicó Lara— ya no le place llevar una máscara de oro.
—¿De dónde has sacado esta mujer, esta impostora? —preguntó Thorn.
—Se la compré a un traficante de esclavos —respondí.
Thorn se rió y sus hombres también se rieron.
—Al traficante de esclavos a quien tú la vendiste —agregué.
Thorn dejó de reír.
Les grité a los hombres que se encontraban detrás del terraplén.
—Yo llevé a esta muchacha, vuestra Tatrix, hasta la Columna de los Canjes, donde se la entregué a este oficial, a Thorn, y a Dorna la Orgullosa. Luego, contrariamente a lo que habíamos pactado, fui traicionado, me prendieron y enviaron a las minas de Tharna. Dorna la Orgullosa y Thorn prendieron a Lara, vuestra Tatrix, y la vendieron como esclava. Se la vendieron a Targo, el traficante de esclavos que en este momento se encuentra instalado con su campamento en el mercado de En´Kara. La vendieron por la suma de cincuenta discotarns de plata.
—Eso no es cierto —exclamó Thorn.
Oí una voz detrás del terraplén, una voz joven:
—Dorna la Orgullosa lleva un collar de cincuenta discotarns de plata.
—¡Dorna la Orgullosa es realmente atrevida! —exclamé—. Ha hecho alarde delante de todos con las monedas por las cuales se le impuso la existencia de una esclava a nuestra Tatrix verdadera, a su rival.
Se extendió un murmullo de indignación y algunos gritos de enojo detrás del terraplén.
—Miente —dijo Thorn.
—Vosotros oísteis —grité— que me dijo que debía haberme matado en la Columna de los Canjes. Vosotros sabéis que fui yo quien secuestró a vuestra Tatrix en los espectáculos de Tharna. ¿Por qué otro motivo hubiera volado hacia la Columna si no fuera para entregar a mi prisionera al delegado de Tharna?
Una voz detrás del terraplén exclamó:
—¿Por qué llevaste tan pocos hombres a la Columna de los Canjes, Thorn de Tharna?
Thorn se dio la vuelta, furioso.
Yo respondí por él:
—¿Acaso no está claro? Quería proteger el secreto de su plan de secuestrar a la Tatrix y de colocar en su trono a Dorna la Orgullosa.
Un segundo hombre apareció sobre el terraplén. Se quitó el casco. Reconocí al joven guerrero cuyas heridas habíamos curado Lara y yo sobre el muro.
—¡Yo creo a este guerrero! —exclamó señalándome.
—¡Es una treta para dividirnos! —gritó Thorn— ¡Vuelve a tu puesto!
Otros guerreros con sus cascos azules y las grises túnicas de Tharna habían subido a lo alto del terraplén para poder ver mejor lo que ocurría.
—¡Volved a vuestros puestos! —gritó Thorn.
—¡Vosotros sois guerreros! —exclamé—. ¡Vuestras espadas están comprometidas a vuestra ciudad y sus muros, a sus habitantes y a la Tatrix! ¡Servidla!
—¡Yo serviré a la verdadera Tatrix de Tharna! —exclamó el joven guerrero.
Saltó del terraplén y colocó su espada a los pies de Lara.
—Recoge tu espada —dijo ella—, en nombre de Lara, auténtica Tatrix de Tharna.
—Así lo haré —respondió el joven.
Con una rodilla apoyada en el suelo, se encontraba delante de la muchacha y tomó el arma.
—Tomo mi espada —dijo—, en nombre de Lara, auténtica Tatrix de Tharna.
Se puso de pie e hizo un saludo con el arma a la muchacha —¿Quién es la auténtica Tatrix de Tharna? —exclamó.
—¡Esta no es Lara! —gritó Thorn señalando a la muchacha.
—¿Cómo puedes estar tan seguro de ello? —preguntó uno de los guerreros desde el muro.
Thorn guardó silencio, pues ¿cómo podía pretender saber que la muchacha no era Lara, si presumiblemente nunca había visto el rostro de la verdadera Tatrix?
—Yo soy Lara —exclamó la muchacha—. ¿No hay ninguno entre vosotros que haya servido en la Cámara de la Máscara Dorada? ¿Ninguno de vosotros reconoce mi voz?
—¡Es ella! —exclamó un guerrero quitándose el casco—. ¡Estoy completamente seguro!
—Tú eres Stam —dijo Lara—, primer vigía de la puerta norte y puedes arrojar tu lanza más lejos que cualquier otro hombre de Tharna. Tú fuiste el vencedor en los torneos de En´Kara el segundo año de mi reinado.
Otro guerrero se quitó el casco.
—Tú eres Tai —dijo ella—, un tarnsman, y fuiste herido en la guerra con Thentis un año antes de que yo ascendiera al trono.
Un tercer hombre se quitó el casco.
—A ti no te conozco —dijo Lara.
Se oyó un murmullo entre los hombres.
—Ni podrías conocerme —dijo el hombre—, ya que soy un mercenario de Ar y he venido aquí ahora, cuando comenzó la rebelión.
—¡Es Lara! —exclamó otro hombre. Saltó del muro y puso su espada a los pies de ella.
Nuevamente Lara le pidió que el arma fuese tomada en su nombre y así lo hizo.
Uno de los bloques del terraplén cayó sobre la calle. Los guerreros comenzaban a destruirlo.
Thorn había desaparecido del muro.
Obedeciendo a una señal que les hice con la mano, los rebeldes se acercaron lentamente. Habían depuesto las armas y marchaban cantando hacia el palacio.
Los soldados iban apareciendo por encima del terraplén y alegremente se dieron la bienvenida los unos a los otros. Los hombres de Tharna se abrazaban y daban la mano. Rebeldes y defensores se unían en medio de la calle y el hermano buscaba al hermano, allí donde hasta hacía un instante habían sido enemigos mortales.
Rodeando a Lara con mi brazo, atravesé el terraplén, seguido por el joven guerrero, otros soldados de Tharna, y Kron, Andreas, Linna y numerosos rebeldes. Andreas había traído consigo el escudo y la lanza que yo había dejado en el suelo como signo de tregua y tomé nuevamente las armas para mí. Nos acercábamos a la pequeña puerta de hierro por la que se entraba al palacio; yo iba a la cabeza.
Pedí que me trajeran una antorcha.
La puerta no estaba bien cerrada y la abrí de un puntapié, protegiéndome con mi escudo.
Pero allí dentro sólo reinaban el silencio y la oscuridad.
El rebelde que había sido el primero de nuestra cadena en las minas me entregó una antorcha.
La sostuve iluminando la abertura.
El suelo parecía sólido, pero ahora ya conocía los peligros que ocultaba.
Trajeron una tabla larga del terraplén que colocamos con cuidado sobre el suelo, desde el umbral.
Entré con la antorcha levantada, cuidándome de no apartarme de la tabla. Esta vez no se abrió ninguna trampa y me encontré en un corredor angosto y oscuro frente a la puerta del palacio.
—¡Esperad aquí! —ordené a los demás.
No hice caso de las protestas, sino que inicié silenciosamente mi marcha a través del laberinto, ahora oscurecido, de los corredores del palacio. Mi memoria y mi sentido de la orientación me llevaron certeramente de sala en sala, conduciéndome con rapidez hacia la Cámara de la Máscara Dorada.
No me encontré con nadie.
Este silencio me parecía inquietante y, después de haber estado expuesto a la luz penetrante de la calle, la oscuridad me resultaba opresiva.
Sólo escuchaba el sonido silencioso de mis sandalias sobre las baldosas del corredor.
Quizá el palacio estuviera desierto.
Por fin llegué a la Cámara de la Máscara Dorada.
Me apoyé sobre la pesada puerta e hice presión sobre ella, abriéndola.
La sala estaba iluminada. En las paredes todavía ardían las antorchas.
Detrás del trono de oro de la Tatrix se destacaba la máscara de oro, hecha a semejanza de una mujer hermosa y fría, cuya superficie lustrosa producía aversión vista a la luz de las antorchas.
Sobre el trono estaba sentada una mujer que llevaba la vestimenta y la máscara dorada de la Tatrix de Tharna. Alrededor de su cuello colgaba un collar de discotarns de plata. En los escalones delante del trono se encontraba un guerrero totalmente armado, que sostenía en su mano el casco azul de su ciudad.
Thorn se colocó lentamente el casco y aflojó la espada en su vaina. Aprestó el escudo e inclinó su lanza larga y gruesa en dirección hacia mí. —Te estaba esperando —dijo.