Lara y yo subimos a una colina que se encontraba delante del campamento de Targo y miramos a nuestro alrededor. A cierta distancia delante de nosotros, se divisaban los pabellones del Mercado de En´Kara y más lejos los picos rocosos de los Montes Sardos, sombríos, negros, amenazantes.
Más allá de las luces multicolores del mercado, distinguí el cerco de madera construido con estacas puntiagudas, que separaba el Mercado de las montañas.
Los hombres que querían penetrar en las Montañas, hombres cansados de vivir, jóvenes idealistas, oportunistas que deseaban hallar el secreto de la inmortalidad, todos ellos utilizaban el portón que estaba al final de la calle principal del mercado, un portón doble de vigas negras montado sobre bisagras gigantescas, un portón que se balanceaba, abriéndose en el centro y revelando los Montes Sardos.
Lara estaba de pie junto a mí. Llevaba la vestimenta de una mujer libre pero no las Ropas de Encubrimiento. Había acortado uno de los hermosos vestidos goreanos de modo que la falda le llegaba sólo hasta las rodillas, y también había achicado las mangas hasta los codos. El vestido era de color amarillo claro, y lo usaba atado con un cinturón rojo. En los pies calzaba unas sencillas sandalias de cuero rojo. Sobre sus hombros llevaba, por sugerencia mía, un pesado manto de lana. Era de color rojo. Supuse que lo necesitaría para abrigarse. Pero pienso que ella más bien lo cogió porque hacía juego con su cinturón.
Sonreí. Lara era libre, y me alegré al ver que parecía feliz.
Se había negado a llevar la acostumbrada Ropa de Encubrimiento. Sostenía que con dicha vestimenta significaría un estorbo mayor para mí. No discutí, pues era cierto. Mientras contemplaba su cabello rubio que ondeaba en el viento, mientras observaba su rostro alegre y hermoso, estaba contento porque había renunciado a la vestimenta tradicional.
Sin embargo, a pesar de mi admiración por la muchacha y por la transformación operada en ella: de Tatrix fría a esclava humillada y finalmente a la magnífica criatura que estaba de pie junto a mí, mis pensamientos vagaban en gran medida por los Montes Sardos. Me preocupaba la idea de que todavía no había acudido a la cita con los Reyes Sacerdotes.
Presté atención al ruido sordo que llegaba hasta nosotros desde el portón.
—Alguien ha ido a las Montañas —dijo Lara.
—Sí.
—Morirá.
Asentí con la cabeza.
Le había contado a Lara mis planes, le había dicho que quería ir a las Montañas y enfrentarme allí a mi destino. Ella había comentado simplemente:
—¡Yo te acompañaré!
Ella sabía, tan bien como yo, que nadie regresaba de esas Montañas, y conocía aún mejor que yo, el poder, basado en el terror, que sustentaban los Reyes Sacerdotes.
Y a pesar de todo quería acompañarme.
—Eres libre —le había dicho.
—Cuando era esclava —respondió—, me hubieras podido ordenar que te siguiera. Ahora que soy libre te acompañaré por decisión propia.
Observé a la muchacha: una muchacha orgullosa y maravillosa estaba a mi lado. Vi que había recogido un talendro en la colina y se lo había puesto en el cabello.
Sacudí la cabeza.
A pesar de que mi voluntad me impulsaba a los Montes Sardos, a pesar de que en las montañas los Reyes Sacerdotes me esperaban, aún no podía emprender ese viaje. Era inconcebible llevar a la muchacha conmigo, para que fuera destruida como yo. Sacrificar esta vida joven, que apenas había comenzado a conocer las alegrías de los sentidos, que acababa de despertar a la vida y al sentimiento.
¿Qué podría ofrecer yo frente a esto: mi honor, mi sed de venganza, mi curiosidad, mi frustración, mi ira?
La tomé por el hombro y descendimos de la colina. Ella me miró inquisitivamente.
—Los Reyes Sacerdotes deberán esperar —dije.
—¿Qué piensas hacer?
—Devolverte al trono de Tharna.
Se apartó de mí con lágrimas en los ojos.
La atraje y la besé con ternura.
Me miró nuevamente con los ojos llenos de lágrimas.
—Sí —dije—, lo deseo.
Apoyó su cabeza en mi hombro.
—Hermosa Lara —dije—, perdóname. No puedo llevarte a los Montes Sardos. Tampoco puedo dejarte aquí. Serías atacada por los animales salvajes o te convertirían nuevamente en una esclava.
—¿Es necesario que me lleves a Tharna? —preguntó—. Odio Tharna.
—No tengo ninguna otra ciudad a la cual llevarte —dije—. Y creo que tú podrías hacer de Tharna una ciudad a la que no odiarías más.
—¿Qué debo hacer? —preguntó.
—Eso lo debes decidir tú sola.
La besé.
Tomé su rostro entre mis manos y la miré a los ojos.
—Sí —dije con orgullo—, tú eres capaz de reinar.
Sequé las lágrimas de sus ojos.
—Nada de lágrimas, pues eres la Tatrix de Tharna.
Levantó la vista y sonrió, con una sonrisa triste.
—Naturalmente, Guerrero, no debe haber lágrimas, ya que yo soy la Tatrix de Tharna y una Tatrix no llora.
Sacó la flor de talendro de sus cabellos.
La recogí del suelo y volví a prendérsela al pelo.
—Te amo —dijo.
—No es fácil ser la Primera Mujer de Tharna —contesté, y descendimos la colina, alejándonos de los Montes Sardos.
El fuego que había empezado a arder en las Minas de Tharna todavía no había sido sofocado. La sublevación de los esclavos se había extendido desde las Minas hasta las Grandes Granjas. Los esclavos se habían liberado de sus cadenas y habían tomado las armas. Hombres enfurecidos, provistos con cualquier arma que tuvieran disponible, vagaban por todo el territorio, eludiendo el encuentro con los soldados de Tharna, y robaban graneros, prendían fuego a los edificios y liberaban a otros esclavos.
La rebelión avanzaba de granja en granja y la entrega de provisiones para la ciudad, proveniente de las granjas, era cada vez más esporádica hasta que finalmente cesó por completo. Los esclavos segaban o quemaban todo aquello que no podían consumir u ocultar.
A no más de dos horas de marcha de la colina, donde había tomado la decisión de devolver a Lara nuevamente a su ciudad, el tarn nos había encontrado, tal como yo lo había supuesto. El ave anduvo rondando por los alrededores, como ya lo había hecho en la Columna de los Canjes, y su paciencia fue recompensada. Aterrizó a cincuenta metros de nosotros y corrimos hacia él; Lara me seguía a alguna distancia con cierto temor.
Me alegré tanto que abracé al monstruo negro.
Sus ojos negros y brillantes me observaban, sus enormes alas se agitaron, el pico se elevó hacia el cielo y resonó el grito estridente del tarn.
Lara retrocedió espantada cuando el inmenso animal se me acercó con su pico.
No me moví cuando los bordes agudos de su pico se cerraron cariñosamente alrededor de mi brazo. Con un solo movimiento de cabeza me hubiera podido separar el miembro de mi cuerpo. Pero su gesto tenía algo de tierno. Le di una palmada en el pico, hice montar a Lara sobre el ancho lomo del animal y salté arriba, detrás de ella.
Una vez más me inundó esa indescriptible excitación, la que creo era compartida por Lara.
—¡Primera rienda! —exclamé, y nuevamente el enorme tarn alzó vuelo.
Durante el vuelo vimos debajo de nosotros muchos campos de Sa-Tarna carbonizados. La sombra del tarn se deslizaba sobre edificios totalmente quemados, sobre corrales en los cuales había sido robado el ganado y sobre huertas que ya no eran otra cosa que árboles derribados; las hojas y los frutos estaban secos y podridos.
Lara comenzó a llorar cuando vio la desolación en que se hallaba sumido su país.
—Es cruel lo que han hecho —dijo Lara.
—También es cruel lo que se les ha hecho a ellos —respondí. Lara guardó silencio.
El ejército de Tharna había atacado aquí y allá, en supuestos escondites de los esclavos, pero en muy pocos casos había encontrado algo. A lo sumo eran objetos inservibles y cenizas de los fuegos de campamentos. Los esclavos, avisados de antemano del avance de las tropas por otros esclavos o por campesinos empobrecidos, escapaban a tiempo para atacar tan sólo cuando estaban preparados, fuertes, y el ataque se realizaba por sorpresa.
Las expediciones de los tarnsmanes eran más eficaces, pero las bandas de esclavos, que ya casi llegaban a tener la magnitud de regimientos, avanzaban por lo general sólo durante la noche, y durante el día se mantenían escondidas. Con el transcurso del tiempo, a la reducida caballería de Tharna le resultó peligroso enfrentarse con ellos y exponerse así al ataque de proyectiles que parecían surgir de la tierra misma.
A menudo se preparaban emboscadas: grupos pequeños de esclavos se dejaban perseguir hasta los desfiladeros rocosos en los alrededores de Tharna, y allí, bandas ocultas atacaban a sus perseguidores. Cuando los tarnsmanes descendían para apresar a un esclavo, eran alcanzados por innumerables flechas arrojadas por centenares de hombres.
Quizás con el tiempo se hubieran podido disolver y destruir estas bandas valientes pero indisciplinadas de esclavos, si la revolución que se había iniciado en las minas y extendido hasta las Grandes Granjas no hubiera comenzado a invadir también la ciudad.
No sólo los esclavos de la ciudad enarbolaban el estandarte de la resistencia, sino también algunos hombres de las castas inferiores, cuyos hermanos o amigos habían sido enviados a las minas o a los espectáculos, se atrevían por fin a apoderarse de sus herramientas de trabajo y enfrentarse con ellas a guardias y soldados. Se decía que el levantamiento en la ciudad lo conducía un hombre bajo y corpulento de ojos azules y cabeza rapada, un hombre de la Casta de los Metalistas.
Algunos barrios de la ciudad habían sido totalmente quemados para exterminar a los elementos insurrectos, y este acto cruel trajo como consecuencia que hombres indecisos y confundidos hicieran causa común con los rebeldes. Se decía que zonas enteras de la ciudad habían caído en manos de los revolucionarios. Las máscaras de plata de Tharna, en lo posible, habían escapado a las partes de la ciudad que se encontraban aún bajo la influencia de los soldados. Muchas permanecían, según se decía, dentro de las murallas del palacio real. Se desconocía la suerte de las mujeres que no habían podido escapar de los rebeldes.
En las últimas horas de la tarde del quinto día, divisamos a lo lejos los muros grises de Tharna. Ninguna patrulla se interpuso en nuestro camino. Aquí y allá veíamos tarnsmanes entre los cilindros, pero nadie intentó detenernos.
En muchos lugares había columnas de humo sobre la ciudad, que ascendían lentamente hacia el cielo azul.
El portón principal de Tharna estaba abierto, inclinado sobre sus bisagras, y pequeñas figuras entraban y salían corriendo. En el comercio no parecía reinar ningún movimiento. Fuera de los muros, varios edificios pequeños habían sido totalmente quemados. En la muralla misma, sobre el portón principal, habían garabateado las palabras “Sa´ng-Fori”, lo que traducido literalmente significa “sin cadenas”, aunque quizás fuera más correcto traducirlo simplemente como “Libertad”.
Hicimos aterrizar al tarn, sobre el muro, cerca del portón. Puse al ave en libertad. No había ninguna jaula de tarn en las proximidades, para guardarlo, pero aunque hubiera existido, lo hubiera puesto de mala gana en manos de los cuidadores de tarns de la ciudad. No sabía quién estaba de parte de los rebeldes y quién no. Después de todo, quizás quería que el animal estuviera libre en caso de que no se cumplieran mis deseos, en caso de que la Tatrix y yo tuviéramos que morir en alguna apartada calle de Tharna.
En lo alto del muro vimos la silueta de un vigía caído, que se movía con dificultad. Dejó escapar un grito de dolor. Aparentemente se le había dado por muerto, y estaba volviendo lentamente en sí. La túnica gris con las franjas rojas en su hombro estaba manchada de sangre.
Le aflojé el casco y se lo saqué de la cabeza; estaba roto por un lado, una rotura tal vez ocasionada por un hachazo. La correa del casco, el revestimiento de cuero y el cabello rubio del soldado estaban empapados en sangre. Era muy joven todavía.
Al verme quiso sacar su espada, pero la vaina estaba vacía.
—No te muevas —le dije y examiné su herida. El casco había atenuado el golpe, pero el filo del arma había penetrado en la carne, haciendo sangrar la herida. Probablemente se había desvanecido por el impacto del golpe, y la sangre había persuadido a los atacantes de que allí no había nada más que hacer.
Con un pedazo de tela del vestido de Lara vendé la herida. Estaba limpia y no era muy profunda.
—Todo está en orden —dije.
Él nos observaba.
—¿Estáis de parte de la Tatrix? —preguntó.
—Sí —respondí.
—Yo peleé por ella —dijo el joven, apoyándose en mi brazo—. He cumplido con mi deber.
Intuí que no había sentido ningún placer en cumplir con esa obligación, que quizás íntimamente estaba de parte de los rebeldes, pero su orgullo de casta no le había permitido vacilar en su puesto. A pesar de su juventud, ya conocía la lealtad ciega del guerrero, una lealtad que yo respetaba, y que quizá no era más ciega que la que yo mismo había experimentado en ocasiones. Tales hombres eran enemigos temibles, aunque sus espadas estuvieran al servicio de la causa más despreciable.
—Tú no luchaste por tu Tatrix —dije tranquilamente.
El joven se sobresaltó. —Sí, yo luché por ella —exclamó.
—No —dije—, tú luchaste por Dorna la Orgullosa pretendiente al trono de Tharna, una traidora y usurpadora.
El joven abrió los ojos desmesuradamente contemplándonos.
—Aquí —dije y señalé a la hermosa muchacha que estaba a mi lado— está Lara, la auténtica Tatrix de Tharna.
—Sí, valiente soldado —dijo la muchacha, colocando suavemente su mano sobre la frente del hombre, como si quisiera tranquilizarlo—, yo soy Lara.
El vigía se agitó en mis brazos, cayó hacia atrás y cerró los ojos, dolorido.
—Lara —dijo con los ojos cerrados— fue secuestrada por un tarnsman que participaba de los espectáculos.
—Yo soy ese hombre —dije.
Sus ojos, de un azul grisáceo, se abrieron lentamente y me examinaron durante un largo rato. Gradualmente el joven pareció reconocerme.
—Sí —dijo—, recuerdo.
—El tarnsman —dijo Lara suavemente— me llevó a la Columna de los Canjes. Allí fui tomada prisionera por Dorna la Orgullosa y Thorn, su cómplice, y vendida a un traficante de esclavos. El tarnsman me ha liberado y me devuelve a mi pueblo.
—Yo he luchado por Dorna la Orgullosa —dijo el joven; había lágrimas en sus ojos—. Perdóname, auténtica Tatrix de Tharna.
Si no hubiera estado prohibido que él, un hombre de Tharna tocara a una mujer de Tharna, seguramente habría extendido su mano hacia ella.
El joven advirtió con sorpresa que Lara tomaba su mano entre las suyas.
—Has obrado bien —dijo—, estoy orgullosa de ti.
El joven cerró los ojos, relajándose en mis brazos.
Lara me miró llena de temor.
—No —dije—, no está muerto. Es joven y ha perdido mucha sangre.
—¡Mira! —exclamó la muchacha y señaló hacia el muro en toda su extensión.
Unas seis figuras grises con lanzas y escudos se acercaban corriendo.
—Vigías —dije, y desenvainé mi espada.
De repente vi el movimiento de los escudos que se colocaban en posición oblicua, vi cómo los brazos derechos se levantaban, cómo aparecían las puntas de las lanzas en alto, sin que los hombres se detuvieran en su marcha. Pronto las seis lanzas volarían dirigidas hacia nosotros.
Sin perder un instante puse la espada en el cinto y tomé a Lara por la cintura. Como se resistía la hice correr a mi lado.
—¡Espera! —me pidió—. ¡Quiero hablar con ellos!
La tomé en mis brazos y seguí corriendo.
Apenas habíamos alcanzado la escalera de caracol que descendía de lo alto del muro, cuando las seis puntas de lanza se clavaron en la pared, encima de nuestras cabezas.
En cuanto hubimos llegado a la base del muro nos mantuvimos pegados a éste, para no ofrecer un blanco a las lanzas. Por otra parte, no creía que los hombres arrojarían sus armas desde allí arriba, pues dieran o no en el blanco, debían bajar del muro para recuperarlas, y la persecución de dos rebeldes no debía parecerles tan importante.
Lentamente fuimos avanzando a través de las calles tenebrosas y cubiertas de sangre de Tharna. Algunos edificios estaban totalmente destruidos, los negocios, clausurados, y por todas partes se encontraba basura desparramada. Las calles, en su gran parte, estaban desiertas. Solamente se veía algún muerto aquí o allá; a veces, el cadáver de un guerrero de Tharna, más frecuentemente el de uno de sus ciudadanos vestidos de gris. En muchos muros se había inscrito la consigna: “Sa´ng-Fori”.
A través de las rendijas de las ventanas ojos asustados nos atisbaban por momentos. Sospechaba que en toda Tharna no habría una puerta que no tuviera echados los cerrojos.
—¡Alto! —gritó una voz y nos detuvimos.
Por detrás y por delante de nosotros aparecieron hombres como surgidos de la nada. Algunos sostenían ballestas, por lo menos cuatro tenían lanzas, algunos llevaban espadas, pero muchos no tenían otra cosa que una cadena o una estaca afilada.
—¡Rebeldes! —exclamó Lara.
—Sí —dije.
Pudimos captar la expresión de desafío en sus rostros. La resolución, la capacidad de matar de aquellos ojos, que a causa de la falta de sueño estaban inyectados de sangre, el aspecto desolador de los cuerpos vestidos de gris, hambrientos y consumidos por las luchas callejeras.
Lentamente desenvainé mi espada y retiré a la muchacha hacia un lado, contra el muro.
Uno de los hombres se rió.
Yo también sonreí, ya que la resistencia no tenía ningún sentido; sin embargo sabía que me resistiría, que no me desarmarían hasta caer muerto sobre las piedras de la calle.
¿Pero qué sería de Lara?
¿Qué harían con ella estos hombres enloquecidos y desesperados? Observé a mis enemigos harapientos, algunos de los cuales habían sido heridos. Estaban sucios, agotados, furiosos, quizás famélicos. Probablemente matarían a Lara de espaldas al muro en el que se apoyaba. Sería una muerte brutal pero rápida.
Las lanzas estaban dirigidas hacia nosotros, las ballestas, preparadas. Incluso las cadenas fueron sujetas con más firmeza y las pocas espadas de que disponían, dispuestas a atacarme.
—¡Tarl de Ko-ro-ba! —exclamó una voz, al tiempo que vi a un hombre pequeño y delgado con un mechón de cabello rubio, que se abría paso entre los demás.
Era el hombre que estaba al comienzo de la cadena de la mina, el primero, por lo tanto, en ascender por el pozo que lo llevaría desde el cautiverio a la libertad.
En su rostro resplandecía la alegría y me abrazó.
—¡Es él! —exclamó—. ¡Tarl de Ko-ro-ba!
De inmediato advertí con asombro cómo los rebeldes depusieron su actitud hostil y lanzaron un grito de alegría. Me tomaron en brazos y me levantaron sobre sus hombros. Me llevaron en volandas por las calles, donde se nos unieron otros rebeldes que iban apareciendo en las puertas y ventanas, algunos incluso parecían brotar de entre las grietas del empedrado, formando una especie de caravana triunfal. Estos hombres extenuados, pero también trasformados, comenzaron a cantar. Reconocí la canción. Era la canción de la labranza, que había escuchado entonar a un campesino en las minas. Se había convertido en el himno de la revolución.
Lara, no menos asombrada que yo, corría junto a nosotros y procuraba no alejarse de mí.
Así fui llevado de calle en calle sobre las espaldas de los hombres, acompañado de exclamaciones alegres. A mi alrededor se levantaban armas a modo de saludo y en mis oídos resonaba la canción de la labranza. Fui llevado a la taberna de Kal-da que recordaba tan bien, donde había cenado en Tharna y me había despertado traicionado por Ost. La taberna se había convertido en el cuartel general de la revolución, tal vez porque los hombres de Tharna recordaban que fue allí donde habían aprendido a cantar.
Delante de la pequeña puerta volví a encontrarme con la enorme figura de Kron, de la Casta de los Metalistas. El gran martillo colgaba de su cinto y sus ojos brillaban llenos de alegría. Sus manos grandes y llenas de cicatrices se extendieron hacia mí.
Con alegría descubrí a su lado el rostro sonriente de Andreas, cuya frente desaparecía bajo los enormes mechones negros de su cabello. Detrás de él, estaba la deslumbrante Linna de Tharna. Llevaba la vestimenta de una mujer libre.
Andreas se abrió paso entre los hombres que estaban junto a la puerta y corrió a mi encuentro. Asió mis manos y me llevó a la calle, tomándome por los hombros y riendo alegremente.
—¡Bienvenido a Tharna! —dijo—. ¡Bienvenido a Tharna!
—Sí —dijo Kron, que lo seguía de cerca y me tomó por el brazo—. ¡Bienvenido a Tharna!