Entré a través de la abertura y comencé a subir penosamente un estrecho pasaje circular. El peso del yugo de metal me dificultaba la marcha, y yo me balanceaba de un lado a otro. El hombre del látigo me urgía maldiciendo. Me empujaba violentamente con el látigo, ya que el corredor, estrecho, no le permitía usarlo como deseaba.
Me dolían las piernas y los hombros por la increíble carga del yugo.
Llegamos a una amplia sala, poco iluminada, que tenía salida por varias puertas. Desdeñosamente el guardia me empujó otra vez con el látigo y me condujo a través de una de estas puertas, repitiéndose esto varias veces. Me parecía que atravesábamos un laberinto o unas alcantarillas. Los corredores estaban iluminados de vez en cuando por lámparas de aceite de tharlarión, fijadas a la pared por medio de unos soportes de hierro. El palacio parecía extrañamente vacío. No había nada colorido, ningún adorno. Yo seguí a tropezones, atormentado por el dolor provocado por las heridas del látigo, aplastado casi contra el suelo por el peso del yugo. Dudaba si podría salir de este laberinto siniestro sin ayuda ajena.
Por último, llegamos a una gran sala abovedada iluminada por antorchas. A pesar de su tamaño, también era sencilla, como las otras salas y pasillos que había visto hasta ese momento, sombría, deprimente. Un solo ornamento embellecía las melancólicas paredes: la imagen de una gigantesca máscara dorada, que mostraba los rasgos de una mujer hermosa.
Debajo de esa máscara, sobre una plataforma, se elevaba un trono de oro monumental.
Sobre los amplios peldaños que llevaban hacia el trono había sillones en los que, de acuerdo con mis suposiciones, se encontraban sentados miembros del Consejo Superior de Tharna. Sus fulgurantes máscaras de plata mostraban sin excepción el mismo rostro hermoso y me miraban fijamente, inexpresivas.
Dispersos en la sala se encontraban severos guerreros de Tharna, con sus típicos cascos azules, y cada uno llevaba un pequeño antifaz de plata sujeto a las sienes, como señal de que pertenecía a la guardia del palacio. Uno de estos guerreros se hallaba cerca del trono. Me parecía conocido.
Sobre el trono se hallaba una mujer, orgullosa, arrogante, vestida con majestuosas ropas bordadas en oro. Su máscara no era de plata, sino de oro puro. Los ojos, detrás de la máscara, me observaron atentamente. No necesitaron decirme que me encontraba delante de Lara, Tatrix de Tharna.
El guerrero que estaba junto al trono se quitó el casco. Era Thorn, Capitán de Tharna, a quien había conocido en los campos, lejos de la ciudad. Sus ojos estrechos, que parecían los de un urt, me miraban despectivamente.
Se acercó a mí.
—¡De rodillas! —ordenó—. Estás delante de Lara, Tatrix de Tharna.
No quise arrodillarme.
Thorn me dio un empujón y el peso del yugo me hizo caer, indefenso, al suelo.
—¡El látigo! —dijo Thorn y extendió el brazo con gesto imperativo. El fornido verdugo se lo alcanzó. Thorn lo levantó en el aire con intención de desgarrarme la espalda.
—No lo golpees —dijo una voz imperiosa, y el brazo de Thorn que sostenía el látigo cayó de inmediato, como si le hubieran seccionado los músculos. Era la voz de la mujer tras la máscara de oro, la voz de la misma Lara. Me sentí agradecido.
Cada fibra de mi cuerpo se rebelaba cada vez que me esforzaba por volver a erguirme, bañado en sudor. Finalmente logré ponerme de rodillas, pero la mano de Thorn no permitió que me levantara más. Estaba arrodillado, bajo el yugo, ante la Tatrix de Tharna.
Los ojos tras la máscara dorada me examinaron curiosos.
—¿Es cierto, extranjero —preguntó con voz fría—, que pretendías llevarte las riquezas de Tharna?
Me sentí desconcertado; el dolor me atormentaba, el sudor me corría por la cara y me nublaba los ojos.
—El yugo es de plata —dijo ella—. Plata de las minas de Tharna.
Quedé estupefacto, pues si el yugo realmente era de plata, el metal que pesaba sobre mis hombros habría podido rescatar a un Ubar.
—Aquí en Tharna —dijo la Tatrix—, estimamos en tan poco las riquezas que las utilizamos para uncir a los esclavos al yugo.
Mi mirada furiosa le hizo saber que yo no me consideraba esclavo.
De una butaca junto al trono se levantó otra mujer. Llevaba una máscara de plata magníficamente trabajada y ropas espléndidas, hechas con pesada tela de plata. Se irguió soberbia junto a la Tatrix, y su máscara inexpresiva me miró fijamente. A la luz de las antorchas, su rostro metálico daba la impresión de crueldad. Habló a la Tatrix, sin desviar de mí la máscara.
—Destruye a este animal —era una voz clara, fría, resonante, autoritaria.
—Dorna la Orgullosa, Segunda en Tharna, ¿la ley de Tharna no permite que hable un prisionero? —preguntó la Tatrix, cuya voz fría y acostumbrada a dar órdenes pese a todo, me caía mejor que la de la mujer de la máscara de plata.
—¿Acaso la ley reconoce a las bestias? —preguntó la mujer cuyo nombre era Dorna la Orgullosa. Esto sonó como si desafiara a su Tatrix, y me pregunté si Dorna estaría conforme con su papel de Segunda en Tharna. El sarcasmo había sido claramente perceptible en su voz.
La Tatrix no hizo caso de la observación de Dorna.
—¿Tiene todavía lengua? —preguntó la Tatrix, volviéndose al hombre del látigo, colocado detrás de mí.
—Sí, Tatrix —dijo.
Tenía la sensación de que Dorna se alteró al oír esa respuesta. La máscara de plata se volvió hacia el hombre del látigo. Este comenzó a balbucear y me pareció que había comenzado a temblar.
—La Tatrix ordenó expresamente que el esclavo, uncido al yugo, fuera llevado ileso y lo antes posible a la Sala de la Máscara de Oro.
Reí para mis adentros, recordando los dientes del urt y el látigo, que me habían lastimado.
—¿Por qué no te arrodillaste, extranjero? —preguntó la Tatrix.
—Soy un guerrero —respondí.
—¡Eres un esclavo! —siseó Dorna la Orgullosa. Se volvió hacia la Tatrix—. Arráncale la lengua —dijo.
—¿Quieres dar órdenes a quien es la Primera en Tharna? —preguntó la Tatrix.
—No, amada Tatrix —respondió Dorna la Orgullosa.
—Esclavo —dijo la Tatrix.
Ignoré el tratamiento.
—Guerrero —dijo.
Levanté lentamente la cabeza, que se encontraba bajo el yugo, y dirigí la mirada hacia su máscara. En la mano, cubierta por un guante dorado, tenía un pequeño y oscuro saco de cuero medio lleno de monedas. Supuse que debían ser las monedas de Ost y me pregunté dónde estaría el conspirador.
—Confiesa que has robado estas monedas a Ost de Tharna —dijo la Tatrix.
—No he robado nada, dame la libertad —contesté.
Thorn soltó una carcajada desagradable a mis espaldas.
—Te aconsejo que confieses —dijo la Tatrix.
Tuve la sensación que, por alguna razón, estaba interesada en mi confesión, pero como yo era inocente me rehusé a confesar.
—No he robado el dinero.
—Entonces, extranjero, lo siento por ti —dijo la Tatrix.
No pude comprender el significado de su comentario; mi espalda parecía querer estallar bajo el peso del yugo. El cuello me dolía, el sudor me corría por todo el cuerpo y la espalda ardía por los incontables latigazos con que me habían castigado.
—Trae a Ost —ordenó la Tatrix.
Creí percibir que Dorna la Orgullosa perdía la calma en su butaca. Su mano, cubierta por un guante de plata, alisaba nerviosamente los pliegues de su vestido.
Se escuchó un sordo gimoteo, seguido de un forcejeo en el suelo. Con sorpresa advertí que Ost, el conspirador, fue arrojado al suelo delante del trono, por uno de los guardias, uncido a un yugo igual al mío. El yugo de Ost era mucho más liviano pero como Ost era también más pequeño, el peso podría oprimirlo tanto como a mí.
—De rodillas ante la Tatrix —ordenó Thorn, que aún retenía el látigo.
Con un grito de miedo, Ost intentó erguirse, pero no pudo alzar el yugo.
Thorn levantó la mano con el látigo.
Pensé que la Tatrix intervendría en su favor, como lo había hecho conmigo, pero calló. Parecía estar observándome y me preguntaba qué pensamientos habría detrás de aquella reluciente máscara dorada.
—No lo golpees —dije.
Sin apartar la vista de mí, Lara dijo a Thorn:
—Prepárate para golpearlo.
Sobre el rostro amarillento, con manchas rojas, apareció una sonrisa irónica, y el puño de Thorn se cerró alrededor del extremo del látigo. No apartaba sus ojos de la Tatrix, dispuesto a golpear en cuanto ella le diera permiso.
—Levántate —dijo la Tatrix—, o morirás sobre tu vientre como la víbora que eres.
—No puedo —sollozó Ost—, no puedo.
La Tatrix levantó la mano. En cuanto la bajara el látigo caería sobre Ost.
—¡No! —dije.
Todos los músculos de mi cuerpo se encontraban en tensión para conseguir mantener el equilibrio, y los tendones de las piernas y de la espalda parecían cables torturados. Lentamente extendí mi mano hacia la de Ost, y poniendo en juego mis últimas fuerzas, deslicé mi yugo debajo del suyo y logré que se pusiera de rodillas.
Las mujeres enmascaradas prorrumpieron en un grito de sorpresa. Algunos guerreros, desdeñando los cánones de Tharna, manifestaron su aprobación golpeando los escudos con sus lanzas.
Thorn, irritado, arrojó el látigo al verdugo.
—Eres fuerte —dijo la Tatrix de Tharna.
—La fuerza es el atributo de las bestias —dijo Dorna la Orgullosa.
—Es cierto —dijo la Tatrix.
—Pero es una hermosa bestia ¿no es cierto? —preguntó una de las mujeres.
—Que se le utilice entonces en las Diversiones de Tharna —sugirió otra.
Lara levantó la mano imponiendo silencio.
—¿Cómo puede ser que le ahorres los latigazos a un guerrero y mandes azotar a un ser tan mísero como Ost? —pregunté.
—Tenía la esperanza de que fueras inocente, extranjero —dijo ella—, en cambio sé que Ost es culpable.
—Soy inocente —dije.
—Sin embargo admites que no robaste las monedas.
Me sentí confundido, —Así es —dije—, yo no las robé.
—Entonces eres culpable —dijo Lara tristemente—, o así al menos me lo parece.
—¿De qué? —quise saber.
—De conspiración contra el trono de Tharna —dijo la Tatrix.
No supe qué decir.
—Ost —prosiguió la Tatrix, con tono glacial—, tú eres culpable de traición. Se sabe que conspiraste contra el trono.
Uno de los guardias que había conducido a Ost a la sala tomó la palabra:
—El informe de tus espías es correcto, Tatrix. En su alojamiento encontramos documentos comprometedores, cartas con instrucciones que aludían a la toma del poder, además de unos sacos de oro que debían emplearse en el reclutamiento de cómplices.
—¿Ha confesado estos hechos? —preguntó Lara.
Ost comenzó a hablar implorando piedad, y su flaco cuello se mecía en la abertura del yugo.
El guardia se rió. —A la vista del blanco urt, las palabras fluyeron de sus labios —dijo.
—¿Quién te dio el dinero, víbora? —dijo la Tatrix—. ¿De quién son las cartas con las instrucciones?
—No sé, amada Tatrix. Las cartas y el dinero me los trajo un guerrero con el rostro cubierto por un casco.
—¡Al urt con él! —bufó Dorna la Orgullosa.
Ost comenzó a temblar con todo su cuerpo y a implorar perdón. Thorn le propinó un puntapié para hacerlo callar.
—¿Qué más sabes de la conspiración contra el trono? —preguntó Lara.
—Nada, amada Tatrix —gimió Ost.
—Pues bien —dijo Lara, y volvió su máscara fulgurante hacia el guardia que había arrojado a Ost a sus pies—, ¡llévale a la Cámara de los urt!
—¡No, no! —imploró Ost—, sé más.
Las mujeres de la máscara de plata se inclinaron hacia adelante. Sólo la Tatrix y Dorna permanecieron inmóviles en sus asientos. Aunque la sala era fresca, advertí que a Thorn, oficial de Tharna, el sudor le corría por la frente. Cerraba y abría los puños.
—¿Qué más sabes? —preguntó la Tatrix.
Ost miró a su alrededor, dentro de sus posibilidades. Los ojos se le salían de las órbitas debido al miedo que sentía.
—¿Conoces al guerrero que te llevó las cartas y el dinero? —preguntó.
—No lo conozco.
—¡Déjame que bañe su yugo en sangre! —dijo Thorn y sacó la espada—. Terminemos con la vida de este miserable.
—No —dijo Lara—. ¿Qué más sabes, víbora? —preguntó al mísero conspirador.
—Sé que el cabecilla de la conjura es de alto rango en Tharna. Una persona que lleva máscara de plata: una mujer.
—¡Imposible! —exclamó Lara y se levantó de un salto—. Nadie que lleve máscara de plata podría ser desleal a Tharna.
—Y sin embargo es cierto —lloriqueó Ost.
—¿Quién es la traidora? —preguntó Lara.
—No conozco su nombre.
Thorn se rió.
—Pero —dijo Ost lleno de esperanzas— yo hablé con ella una vez y quizá reconozca su voz si me perdonaran la vida.
Thorn rió otra vez.
—Es un truco para comprar su vida.
—¿Qué piensas tú, Dorna la Orgullosa? —preguntó Lara, volviéndose hacía la Segunda Soberana de Tharna.
Pero Dorna quedó extrañamente muda. No contestó, sino que extendió su mano enguantada y ejecutó un violento movimiento hacia abajo, como si fuera una cuchilla.
—¡Piedad, gran Dorna! —chilló Ost.
Dorna repitió el movimiento, lenta y cruelmente.
Pero Lara había extendido las manos con la palma hacia arriba y las levantó levemente, un gentil ademán que significaba piedad.
—Gracias, amada Tatrix —gimió Ost, mientras las lágrimas corrían por su rostro—. ¡Muchas gracias!
—¡Dime, víbora! —dijo Lara— ¿El guerrero te robó las monedas?
—No, no —dijo Ost sollozando.
—¿Se las diste?
—¡Sí, sí!
—¿Y él las aceptó?
—Así es.
—Tú me urgiste a aceptar las monedas y te apartaste corriendo —dije—, no me quedó otra alternativa que tornarlas.
—Él aceptó las monedas —murmuró Ost y me miró malignamente. Parecía decidido a hacerme compartir el destino que le esperara.
—No me quedó otra alternativa —dije tranquilamente.
Ost me lanzó una mirada venenosa.
—Si yo fuera un conspirador —proseguí—, si me hubiera confabulado con este hombre, ¿por qué me habría acusado del robo de las monedas? ¿Por qué me habría hecho arrestar?
Ost palideció. Su mente estrecha, de roedor, saltaba de una idea a otra, pero su boca se movía en silencio, descontrolada.
Thorn tomó la palabra:
—Ost sabía que estaba bajo sospecha de ser partícipe de una conjura contra el trono.
Ost le miró perplejo.
—Así que debió crear la impresión de que él no había dado dinero a este guerrero o Asesino, según fuera el caso —dijo Thorn, y continuó:
—Afirmó entonces que le había sido robado. De este modo pasaría por inocente y al mismo tiempo podía aniquilar al hombre que sabía de su complicidad.
—¡Así es! —gritó Ost, agradecido, listo para echar mano al cable que le arrojaba el poderoso Thorn.
—¿De qué manera te dio Ost las monedas, guerrero? —preguntó la Tatrix.
—Ost me las dio... como regalo —respondí.
Thorn echó la cabeza hacia atrás, riéndose.
—En toda su vida Ost no ha regalado nada a nadie —dijo con voz ahogada por la risa. Se limpió los labios e intentó recuperar la seriedad.
Incluso las figuras cubiertas por las máscaras de plata, sentadas en los escalones que conducían al trono, se mostraron levemente divertidas.
También Ost se rió con risa sofocada.
Pero la máscara de la Tatrix resplandeció sobre él y la risa sorda se ahogó en su cuello. La Tatrix se levantó de su trono y señaló al conspirador. Se volvió hacia el guardia que lo había traído a la sala y le dijo con voz helada:
—¡Llévale a las minas!
—¡No, amada Tatrix, no! —imploró Ost. El horror pareció agazaparse tras sus ojos como un gato encerrado y comenzó a temblar bajo el yugo como si fuera un animal enfermo. El guardia le levantó despectivamente y sacó arrastrando de la sala al hombre que gemía y tropezaba. Sospeché que una condena a las minas era similar a la pena de muerte.
—Eres cruel —dije a la Tatrix.
—Una Tatrix debe ser cruel —dijo Dorna.
—Eso —dije— me gustaría oírlo de boca de la Tatrix.
Dorna se puso rígida.
Después de un momento de silencio, la Tatrix, que había vuelto a sentarse en el trono, tomó la palabra. Su voz era tranquila.
—A veces no es fácil ser la Primera Mujer de Tharna.
No había esperado semejante respuesta.
Me pregunté qué clase de mujer se escondía tras la máscara de oro. Por un instante sentí compasión por la dorada criatura, ante cuyo trono me postraba.
—En cuanto a ti —dijo Lara y su máscara centelleó—, admites no haber robado a Ost las monedas y con esta admisión afirmas al mismo tiempo que él te las dio.
—Me las puso en la mano —dije—, y se fue corriendo.
Miré a la Tatrix.
—Yo vine a Tharna para comprar un tarn. No tenía dinero. Con el dinero de Ost habría conseguido el animal y seguido mi viaje. ¿Acaso debí rechazarlas?
—Con estas monedas —dijo Lara sosteniendo la bolsa en sus manos— debía pagarse mi muerte.
—¿Con tan pocas monedas? —pregunté escépticamente.
—Evidentemente el resto debía pagarse después de que se ejecutara lo prometido —dijo.
—Las monedas fueron un regalo —respondí—, o al menos yo lo creí.
—No te creo.
Callé.
—¿Cuál fue la suma total que te ofreció Ost? —preguntó.
—Yo me negué a participar en sus proyectos —dije.
—¿Cuál fue la suma total que te ofreció Ost? —repitió.
—Habló de un tarn, mil discotarns de oro y vituallas para un largo viaje.
—Los discotarns de oro, a diferencia de los de plata, son escasos en Tharna dijo la Tatrix—. Aparentemente hay alguien dispuesto a pagar bastante por mi muerte.
—No por tu muerte —dije.
—¿Qué entonces?
—Tu rapto.
La Tatrix se puso rígida y, llena de furia, comenzó a temblar con todo su cuerpo. Se levantó de un salto y parecía fuera de sí.
—Ensangrienta el yugo —urgió Dorna.
Thorn se adelantó con la espada alzada.
—No —exclamó la Tatrix. Ante la sorpresa de todos, ella misma descendió los peldaños.
Temblando de ira se colocó delante de mí. —¡Dame el látigo! —chilló. El verdugo se arrodilló precipitadamente delante de ella y le alcanzó lo pedido. Ella hizo restallar el látigo en el aire.
—¿De modo que tú querías verme yacer sobre la alfombra roja, atada con cordones amarillos? —me dijo. Sus manos se crisparon temblorosas alrededor del mango del látigo.
No comprendí lo que quería decirme.
—¿Querías verme con el collar y las ropas de una esclava? —siseó.
Las mujeres de las máscaras de plata retrocedieron con un estremecimiento. Comenzaron a lanzar gritos de ira y de horror.
—¡Soy una mujer de Tharna! —chilló—, ¡La primera entre todas!
Fuera de sí, comenzó a golpearme.
—¡El beso del látigo para ti! —gritaba. Una y otra vez me golpeaba con todas sus fuerzas, pero logré permanecer de rodillas.
La sala a mi alrededor comenzó a ponerse borrosa. Mi cuerpo, torturado por el peso del yugo, abrasado por el fuego del látigo, se estremecía con un dolor incontrolable. Cuando se agotaron las fuerzas de la Tatrix, pude lograr lo que aún hoy me resulta increíble. Junté las últimas fuerzas que me quedaban y me puse de pie. La sangre corría a chorros sobre mi cuerpo; curvado por el peso del yugo de plata la miré desde arriba.
Ella se dio la vuelta y huyó hacia su trono. Sólo me miró cuando hubo alcanzado su asiento.
Me señaló con gesto imperioso. Su guante dorado estaba empapado con su propio sudor y oscurecido por mi sangre.
—¡Que sea usado para las Diversiones de Tharna! —dijo.