26. Una carta de Tarl Cabot

Escrito en la Ciudad de Tharna a los 23 días de En´Kara, en el cuarto año del reinado de Lara, Tatrix de Tharna, en el año 10.117 posterior a la fundación de Ar.


¡Tal a los hombres de la Tierra!

Durante los últimos días que pasé en Tharna me he tomado el tiempo necesario para redactar este relato. Ahora que lo he concluido deberé emprender el viaje hacia los Montes Sardos.

Dentro de cinco días me encontraré delante del portón negro, en las empalizadas que rodean las Montañas Sagradas.

Golpearé el portón con mi lanza y éste se abrirá, y cuando lo atraviese oiré el sonido lastimero de la enorme barra hueca que cuelga junto al portón, y que indica que nuevamente un ser que habita a la Sombra de los Montes, un mortal, se ha aventurado a pisar los Montes Sardos.

Entregaré este manuscrito a un miembro de la Casta de los Escribas que seguramente encontraré en el mercado de En´Kara, al pie de las Montañas. Si el manuscrito sobrevivirá depende, como tantas otras cosas en este mundo bárbaro que yo he llegado a amar, de la voluntad inescrutable de los Reyes Sacerdotes.

Ellos me han maldecido a mí y a mi ciudad.

Ellos me han separado de mi padre y de la muchacha que amo, así como también de mis amigos, y me vi expuesto al sufrimiento, a privaciones y peligros; y sin embargo, siento que, de alguna manera extraña, a pesar de mí mismo, he servido a los Reyes Sacerdotes, que fue su voluntad la que me condujo a Tharna. Ellos destruyeron una ciudad y, en cierto modo, dieron a otra una nueva vida.

Yo no sé quiénes o qué son los Reyes Sacerdotes: pero estoy decidido a averiguarlo.

Pero hablemos de Tharna.

Tharna se ha convertido en una ciudad totalmente diferente a la que había sido jamás a lo largo de su historia.

Su soberana, la dulce y hermosa Lara es, sin lugar a dudas, una de las soberanas más inteligentes y justas en este mundo bárbaro, y ha sido su ingente tarea la de unir una ciudad dividida por las luchas civiles, de reconciliar los distintos grupos y de tratarlos con justicia a todos. Si los hombres de Tharna no la hubieran querido como la quieren, esta labor le habría resultado imposible de realizar.

Cuando ascendió nuevamente al trono, no fueron pronunciadas proscripciones de ninguna clase, sino por el contrario se declaró una amnistía general para todos, tanto para aquellos que habían luchado a su lado como para los que habían defendido a Dorna la Orgullosa.

Sólo las máscaras de plata de Tharna no fueron incluidas en esta amnistía.

En las calles reinaba una atmósfera violenta y los hombres, rebeldes y defensores, se unieron en una caza brutal de las máscaras de plata. Estos pobres seres eran acosados de cilindro en cilindro, de cámara en cámara.

Cuando finalmente eran descubiertas, se les arrancaba la máscara del rostro, eran arrastradas a la calle, encadenadas y llevadas al palacio.

Muchas máscaras de plata fueron encontradas ocultas en salas sombrías del mismo palacio, y los calabozos de los sótanos se colmaron muy pronto de bellas y tristes prisioneras. Poco tiempo después las jaulas de los animales en los sótanos del ruedo de los Espectáculos de Tharna tuvieron que ser habilitadas como cárceles y, por último, se tuvo que hacer lo mismo con el ruedo.

Algunas máscaras de plata fueron descubiertas incluso hasta en las alcantarillas debajo de la ciudad. Eran arrastradas por urts gigantescos, atados a correas y luego apresadas a la salida, con redes.

Otras máscaras de plata habían buscado refugio en las montañas, lejos de la ciudad, y eran cazadas como eslines por los campesinos airados; juntaban a todas y finalmente las llevaban a la ciudad.

Sin embargo, la mayoría de las máscaras de plata, cuando se dieron cuenta que habían perdido la batalla y que las leyes de Tharna habían cambiado inexorablemente, salieron por propia voluntad a la calle. Se sometían de la forma tradicional a la mujer goreana cautiva: se arrodillaban, bajaban la cabeza y levantaban los brazos con las muñecas prontas para ser esposadas.

Me encontraba al pie del trono de oro cuando Lara dio la orden de que se destruyera la enorme máscara que colgaba detrás de ella. Ese rostro frío y sereno ya no presidiría la cámara del Trono de Tharna.

Los hombres de Tharna habían contemplado incrédulos cómo la enorme máscara se había tambaleado, cómo había caído hacia adelante y, arrastrada por su propio peso, finalmente se había soltado y había caído por los escalones del trono, quebrándose en cien pedazos.

—¡Fundid la máscara! —dijo Lara—. Con el oro deben acuñarse discotarns de oro, que serán distribuidas entre quienes han sufrido en estos tiempos sombríos. ¡Y agregad a los discotarns de oro —exclamó— monedas de plata, que serán acuñadas con las máscaras de nuestras mujeres! ¡De ahora en adelante ninguna mujer de Tharna podrá llevar una máscara, sea de oro o de plata, ni siquiera si se trata de la Tatrix en persona!

Y como según las tradiciones goreanas su palabra era ley, desde ese día ninguna mujer goreana pudo llevar una máscara.

Poco tiempo después de la revolución comenzaron a brillar en las calles de Tharna los colores de las castas goreanas en la vestimenta de los ciudadanos. Las maravillosas sustancias satinadas de los Constructores que habían sido prohibidas hacía mucho tiempo, por considerárselas caras y frívolas, adornaban ahora los muros de los cilindros e incluso las murallas de la ciudad. Las calles de grava fueron provistas de empedrados multicolores con diseños que alegran la vista. La madera del gran portón fue pulida y los puentes, pintados de colores vivos.

Es frecuente oír en Tharna el sonido de las campanas de las caravanas, pues multitudes de mercaderes se han acercado a los portones de la ciudad para explotar ese mercado tan sorprendente.

De vez en cuando la montura de un tarnsman se adorna con un jaez de oro. En un día de mercado vi a un campesino con una bolsa de Sa-Tarna sobre su espalda y ataba sus sandalias con un cordón de plata.

He visto viviendas en las cuales relucían tapices provenientes de los talleres de Ar y de vez en cuando observé bajo mis pies las alfombras coloridas del lejano Tor.

Quizá parezca un detalle insignificante el descubrir en el cinturón de un artesano una hebilla de plata al estilo de las que se usan en las montañas de Thentis o descubrir en el mercado las sabrosas anguilas desecadas provenientes de Puerto Kar; pero estas cosas, aunque parezcan insignificantes hablan de una nueva Tharna.

En las calles oigo los gritos, cantos y ruidos típicamente goreanos. La plaza del mercado ya no es sólo una superficie empedrada donde los hombres se limitan a comprar y vender. Se ha convertido en un lugar de reunión donde se encuentran los amigos, se intercambian invitaciones, se discute de política y se habla del tiempo, la estrategia, la filosofía y la manera de tratar a las esclavas.

Un cambio que me parece interesante, aunque no pueda aprobarlo del todo, es el hecho de que han sido retiradas las barandas de los elevados puentes de Tharna. Pensé que ésta era una medida carente de sentido y peligrosa, pero Kron dijo simplemente:

—Quien tema transitar por los puentes elevados debe mantenerse alejado de ellos.

También podría mencionar que los hombres de Tharna se han acostumbrado a llevar en el cinto de sus túnicas dos cordones amarillos, que miden aproximadamente cincuenta centímetros. Gracias a esta peculiaridad, los hombres de otras ciudades pueden reconocer a un habitante de Tharna.

Veinte días después de que se lograra la paz en Tharna se determinó la suerte que correrían las máscaras de plata.

Despojadas de sus máscaras, sin velos, atadas una a otra por el cuello, con las muñecas sujetas en la espalda, fueron llevadas al ruedo de los espectáculos de Tharna. Allí tendrían que oír la sentencia de Lara, su Tatrix. Se arrodillaron delante de ella —estas mujeres que habían sido una vez las orgullosas máscaras de plata y ahora sólo eran prisioneras indefensas y aterrorizadas—, en la misma arena brillante sobre la cual tantas veces se había derramado la sangre de los hombres de Tharna.

Lara había pensado durante mucho tiempo acerca del fallo adecuado y se había dejado aconsejar por muchos, entre los cuales también me encontraba yo. Finalmente tomó ella sola su decisión. No creo que mi sentencia hubiera sido tan dura, pero admito que Lara conocía mejor que yo a su ciudad y a las máscaras de plata.

Por supuesto sabía que no era posible ni deseable restablecer el viejo orden vigente en Tharna. También estaba claro que Tharna no estaba preparada, después de la destrucción de sus instituciones, para ofrecer un refugio indefinido a la gran cantidad de mujeres libres dentro de sus murallas. La familia, por ejemplo, no había existido en Tharna a lo largo de generaciones, siendo remplazada por la división de los sexos y los segregados hogares públicos infantiles.

Tampoco debemos olvidar que los hombres de Tharna hacían valer ahora sus derechos sobre las mujeres, a quienes habían conocido más de cerca durante la revolución. Ningún hombre que hubiera visto a una mujer en vestido de baile, oído sonar las campanillas en sus tobillos o que hubiera visto sus cabellos largos que caían libremente hasta la cintura, estaba dispuesto a vivir durante mucho tiempo sin poseer una criatura tan deliciosa.

Tampoco resultaba lógico ofrecerles a las máscaras de plata la alternativa del exilio, pues esto hubiera significado condenarlas a una muerte violenta o a la esclavitud en tierras extrañas.

A su manera, y teniendo en cuenta las circunstancias presentes, la sentencia de Lara fue compasiva, a pesar de ser recibida con gritos de queja por parte de las prisioneras.

Cada máscara de plata tenía seis meses de plazo, durante los cuales podía vivir libremente en la ciudad y alimentarse en los comedores públicos, como había sido costumbre hasta antes de la revolución. Pero durante esos seis meses debía buscarse un hombre de Tharna, a quien ofrecerse como Compañera Libre.

Si él no la tomaba como tal —y pocos hombres de Tharna estaban dispuestos a conceder los privilegios de una camaradería libre a una máscara de plata—, podía convertirla sin más en su esclava, o bien rechazarla por completo. Si era rechazada, podía ofrecerse en las mismas condiciones a otro hombre, y quizás a otros más.

Pero transcurridos los seis meses, en los que tal vez no hubiera encontrado a nadie, se le quita su derecho de iniciativa al respecto y pertenecerá al primer hombre que le coloque el collar delgado de la esclavitud alrededor del cuello. En este caso será tratada del mismo modo que una muchacha raptada sobre el lomo de un tarn de una ciudad lejana.

En efecto; en vista de la disposición anímica de los hombres de Tharna, Lara les dio a las máscaras de plata una oportunidad en su sentencia, otorgándoles tiempo para que eligieran a un señor y después de ese lapso serían elegidas ellas mismas como esclavas. Así cuando hubieran pasado los seis meses estipulados, cada máscara de plata pertenecería a un hombre.

No queda mucho más que contar.

Kron permaneció en Tharna, donde ocupa un alto cargo en el Consejo de la Tatrix Lara.

Andreas y Linna abandonarán la ciudad, ya que él afirma que hay muchos caminos de Gor que aún no conoce, y piensa encontrar en alguno de ellos la canción que siempre ha buscado. Le deseo de todo corazón que su búsqueda sea fructífera.

Vera de Ko-ro-ba vivirá, al menos por ahora, en Tharna como mujer libre. Como no procede de Tharna no está sujeta a las limitaciones impuestas a las máscaras de plata.

Si realmente permanecerá en la ciudad, es algo que yo no puedo saber. Ella es una exiliada, como yo y todos los demás habitantes de Ko-ro-ba, y a los exiliados a veces les resulta difícil acostumbrarse a una ciudad extranjera. A veces prefieren los riesgos del camino al amparo de las murallas extranjeras. En Tharna también se encontraría con el recuerdo de Thorn, el guerrero.

Esta mañana me he despedido de la Tatrix, la noble y hermosa Lara. Sé lo que hemos experimentado el uno por el otro, pero nuestro destino no es el mismo.

Al despedirnos nos besamos.

—Sé una buena soberana —dije.

—Trataré de serlo —respondió, reclinando su cabeza en mi hombro—. Y si alguna vez sintiera la tentación de ser orgullosa o cruel —dijo sonriendo— recordaré que una vez fui vendida por cincuenta discotarns de plata y que un guerrero me adquirió a cambio de una vaina de espada y un casco.

—Por seis esmeraldas —la corregí, sonriendo.

—Y un casco —dijo y se rió. Pero había lágrimas en sus ojos.

—Te deseo que seas feliz, hermosa Lara —dije.

—Y yo te deseo lo mismo, guerrero —respondió.

Me miró, con sus ojos llenos de lágrimas, pero sonriente.

—Y si llegara el momento, guerrero, en que desearas una esclava —dijo—, piensa en Lara, Tatrix de Tharna.

—Lo haré, Lara —le contesté.

La besé y nos separamos. Ella reinará en Tharna y reinará bien, y yo comenzaré mi viaje hacia los Montes Sardos.

No sé qué es lo que encontraré allí.

Durante más de siete años he cavilado acerca de los misterios escondidos en aquellas regiones apartadas. He cavilado acerca de los Reyes Sacerdotes, acerca de su poder, sus naves espaciales y sus agentes, sus planes relativos a Gor y a mi mundo; pero ante todo quiero saber por qué fue aniquilada mi ciudad, por qué sus habitantes fueron dispersados, por qué no puede volver a colocarse una piedra sobre otra; y tengo que saber qué fue de mis amigos, de mi padre y de Talena, mi amada. Pero busco algo más que la verdad en esos Montes; dentro de mi cerebro arde un grito de venganza, mía por el derecho de la espada, mía porque yo soy el hombre que puede vengar a un pueblo desaparecido, a muros y torres derribados, a una ciudad que los Reyes Sacerdotes no aprobaban, pues ¡yo soy un guerrero de Ko-ro-ba! Yo busco algo más que la verdad en los Montes Sardos: ¡busco la sangre de los Reyes Sacerdotes!

¡Pero qué insensato es hablar de ese modo!

Hablo como si mi frágil brazo pudiera hacer algo contra el poder de los Reyes Sacerdotes. ¿Quién soy yo para desafiar su poder? No soy nada, ni siquiera una partícula de polvo levantada por el viento, como un minúsculo puño desafiante; ni siquiera soy una hierba que puede rozar los tobillos de los dioses en su marcha; pero a pesar de todo, yo, Tarl Cabot, iré a los Montes Sardos, me enfrentaré con los Reyes Sacerdotes y, así fueran los dioses de Gor, les exigiré que me rindan cuentas.

A veces me pregunto si habría emprendido este viaje si mi ciudad no hubiera sido destruida. Ahora me parece que si hubiera regresado a Gor, y a mi ciudad, y a mi padre, y a mis amigos y a mi amada Talena, quizá no me hubiera interesado penetrar en los Montes Sardos, no me hubiera interesado renunciar a las alegrías de la vida para averiguar los secretos de aquellos montes sombríos. Luego surge ante mí la temida pregunta: ¿Y si la ciudad sólo había sido destruida para enviarme a los montes de los Reyes Sacerdotes, ya que ellos debían saber que yo iría a desafiarlos, que treparía incluso hasta las lunas de Gor para pedir explicaciones?

De este modo, es posible que yo acaso me mueva según los designios de los Reyes Sacerdotes, que todo esto haya sido calculado y planeado por ellos. Por otra parte me repito a mí mismo que, sin embargo, soy yo el que me muevo y no los Reyes Sacerdotes, aun si me moviera según sus designios. Si su intención es que yo exija que me rindan cuentas, ésta es también mi propia decisión.

Pero ¿por qué razón los Reyes Sacerdotes querrían que Tarl Cabot viniera a sus montañas? Él no es nadie para ellos, es sólo un guerrero, un hombre sin una ciudad a la cual poder llamar su patria, un proscripto. ¿Acaso los Reyes Sacerdotes con todo su poder y saber necesitan a semejante hombre?

Ha llegado el momento de dejar la pluma.

Sólo lamento que nadie vuelva de los Montes Sardos, porque yo he amado la vida. Y en este mundo bárbaro la conocí en toda su hermosura y crueldad, con toda su gloria y tristeza. He aprendido que la vida es maravillosa y terrible y preciosa. La he visto en las torres desaparecidas de Ko-ro-ba y en el vuelo de un tarn, en los movimientos de una mujer hermosa, en el brillo de las armas y en el retumbar del trueno sobre los campos verdes. La he encontrado en las mesas de los compañeros de lucha y en el tintineo de las armas, en el contacto de los labios y el cabello de una muchacha, en la sangre de un eslín, en el ruedo y en las cadenas de Tharna, en el perfume de los talendros y en el chasquido del látigo.

Estoy agradecido a los elementos inmortales que permitieron que yo viviera.

Yo fui Tarl Cabot, guerrero de Ko-ro-ba.

Y esto no pueden modificarlo ni siquiera los Reyes Sacerdotes de Gor.

Está anocheciendo y en muchas ventanas de los cilindros de Tharna se encienden las lámparas del amor. Los fuegos de señal están encendidos sobre las murallas y el grito de vigías lejanos me dice que en Tharna todo está en orden.

Los cilindros se van convirtiendo en siluetas oscuras. Pronto va a ser de noche. Pocos advertirán que un extranjero abandona la ciudad, quizá sólo unos pocos recuerden que alguna vez habitó tras sus muros.

Mis armas, mi escudo y mi casco están a mano.

Fuera oigo el grito del tarn.

Estoy satisfecho.


Os deseo buena suerte.

Tarl Cabot

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