Conocí a Tarl Cabot en un pequeño collège en New Hampshire donde ambos éramos profesores. Él enseñaba Historia Inglesa, mientras que yo me desempeñaba como profesor de gimnasia, una materia que, para mi fastidio, Cabot nunca consideró propia de una institución educacional.
Nos hicimos amigos, organizábamos programas, discutíamos y nos batíamos. Simpatizaba con el joven inglés. Era tranquilo y agradable, a pesar de que en algunas ocasiones parecía estar extrañamente absorto, algo retraído, quizás a la manera de muchos de sus compatriotas.
El joven Cabot era bastante alto, ancho de hombros y tenía una manera elástica de caminar, que quizá debía atribuirse al hecho de proceder de los muelles de Bristol. Sus ojos eran celestes, de mirada franca y directa. Tenía la piel clara y era pelirrojo. Solía andar con el pelo revuelto y pongo en duda que tuviera un peine. En conjunto respetábamos a Tarl Cabot como a un joven y amable inglés de la Universidad de Oxford. Pero más tarde ya no estuvimos tan seguros de este juicio.
Con gran sorpresa mía, compartida por todo el collège, Tarl Cabot desapareció poco después de terminar el primer semestre. Estoy seguro de que éste no era su propósito, ya que Cabot es de los hombres que cumplen con sus compromisos.
Cabot decidió ir a acampar a las White Mountains, próximas al lugar donde nos encontrábamos, muy hermosas en esa época, en el blanco esplendor del febrero de New Hampshire. Yo le presté mi equipo para acampar y lo llevé en coche hacia las montañas, dejándolo en la autopista. Me pidió, y lo dijo en serio, que volviera a buscarlo a los tres días al mismo lugar. Desgraciadamente no acudió a la cita. Esperé varias horas; regresé luego, al día siguiente a la misma hora, pero tampoco apareció. Alarmado, informé a las autoridades y esa misma tarde se comenzó una búsqueda a gran escala.
Al fin se encontró la ceniza de su fogata; eso fue todo. Más tarde me enteré de que Tarl Cabot habría regresado algunos meses después sano y salvo de las montañas. Aunque con un shock, que le produjo una amnesia con respecto al tiempo de su ausencia.
No regresó a nuestro collège, para alivio de algunos colegas mayores que probablemente opinaban que ése no era su lugar. Poco tiempo después yo llegué a la misma conclusión con respecto a mí mismo, y dejé el collège. Recibí un cheque de parte de Cabot con el que me pagaba el equipo de acampar que aparentemente había perdido. Fue un gesto amable de su parte, pero yo habría preferido que me hubiera venido a ver. Así lograría averiguar qué le había ocurrido.
De algún modo, el relato sobre su amnesia me había resultado extraño. Era demasiado simple; no bastaba como explicación. ¿Cómo había vivido en estos meses, dónde había estado, qué había hecho?
Casi siete años después volví a verlo en las calles de Manhattan. En aquella época ya hacía tiempo que había ahorrado el dinero necesario para mis estudios de Derecho y ya no enseñaba desde tres años atrás. Prácticamente había concluido mis estudios y me faltaba poco para el examen final.
Cabot apenas había cambiado —si es que hubo algún cambio—. Corrí detrás de él y sin pensarlo dos veces lo agarré del hombro. Lo que ocurrió entonces fue increíble. Con un fuerte grito de rabia se volvió rápidamente como un tigre, me gritó algo en un idioma extraño, y me sentí en poder de unas manos de acero que me tumbaron en el suelo.
Me soltó de inmediato y comenzó a disculparse precipitadamente, aun antes de reconocerme. Horrorizado me di cuenta de que su proceder había sido un mero reflejo; algo así como el parpadeo del ojo o la contracción de la rodilla bajo el martillo del médico. Era el reflejo de un animal que, al dictado de su instinto, debe ser el primero en atacar para evitar ser aniquilado, o de un ser humano entrenado a matar en forma rápida y salvaje si es que pretende sobrevivir. Yo estaba empapado en sudor. Sabía que había estado cerca de la muerte. ¿Era éste el dulce y tranquilo Cabot de mis días de collège?
—¡Harrison! —exclamó— ¡Harrison Smith!
Me levantó sin el menor esfuerzo a la par que me hablaba de forma atropellada, tratando de tranquilizarme. “Lo siento muchísimo”, decía una y otra vez. “¡Discúlpame, discúlpame, viejo amigo!”
Nos miramos y me tendió la mano impulsivamente, disculpándose. Yo también le di un apretón de manos, pero temo que éste fuera un poco débil y que mi mano temblara, —Sinceramente lo siento muchísimo —dijo.
Algunos transeúntes se habían detenido y nos rodeaban a una distancia prudencial.
Sonrió como solía hacerlo, de forma ingenua y juvenil, una sonrisa que yo todavía recordaba bien de nuestra época en New Hampshire.
—¿Quieres tomar algo? —preguntó.
Yo también sonreí. —No me vendría mal —dije.
En un pequeño bar en el centro de Manhattan, poco más que un vestíbulo y un pasillo, Tarl Cabot y yo reanudamos nuestra amistad. Rozamos muchos temas, pero no hablamos sobre su reacción abrupta frente a mi saludo, así como tampoco acerca de los meses en que había desaparecido en las montañas de New Hampshire.
En los meses que siguieron nos vimos a menudo; tanto como mi estudio me lo permitía. Parecía muy necesitado de contacto humano, pues evidentemente se sentía solo y, por mi parte, también me sentía muy feliz de poder llamarme su amigo, a pesar de que, desgraciadamente, yo parecía ser su único amigo.
Presentía que llegaría un momento en que Cabot me hablaría de sus experiencias en las montañas. Pero tenía que partir de él; él era el que tenía que determinar el instante apropiado. Yo no estaba interesado en inmiscuirme en sus asuntos o en sus secretos. Me bastaba con ser otra vez su amigo. De vez en cuando me interrogaba a mí mismo por qué Cabot no se expresaba libremente sobre ciertos temas, por qué guardaba tan celosamente el secreto de aquellos meses. Ahora sé por qué no me habló antes de ciertas cosas. Temía que le tomara por un loco.
Una noche a principios de febrero nos reunirnos nuevamente en el pequeño bar en el que en una soleada tarde, hace algunos meses, habíamos tomado nuestro primer trago. Afuera estaba nevando. Cabot parecía agobiado. Recordé que la otra vez había desaparecido en febrero, hace ya algunos años.
—Quizá sería mejor ir a casa —dije.
Cabot seguía mirando fijamente por la ventana y observaba la nieve.
—La quiero —dijo de repente como dirigiéndose al vacío.
—¿A quién? —pregunté.
Sacudió la cabeza, sin apartar la vista de la ventana.
—Ven, vamos a casa —dije— Es tarde.
—¿Dónde está mi casa? —preguntó Cabot, mirando su vaso a medio llenar.
—Tu apartamento está muy cerca de aquí —respondí. Quería que viniera conmigo, que saliéramos de ese lugar. Nunca lo había visto así y empecé a preocuparme.
Cabot no quería dejarse distraer. Retiró el brazo sobre el que yo había apoyado mi mano.
—Es tarde —dijo, con lo cual aparentemente me daba la razón, aunque quizá se estuviera refiriendo a otra cosa—. No tiene que ser demasiado tarde —prosiguió, como si hubiera tomado una decisión, como si por propia voluntad pudiera detener el fluir del tiempo, la secuencia accidental de los acontecimientos.
Me recliné en mi silla. Cabot se iría a casa cuando estuviera dispuesto a hacerlo. Yo sentía su silencio, el zumbido de las voces a nuestro alrededor, el tintinear de los vasos, el ruido de los pies en el suelo.
Cabot alzó su whisky y lo sostuvo delante de sí, inclinó el vaso y dejó caer algunas gotas sobre la mesa. Mientras lo hacía murmuraba palabras en aquel extraño idioma que hasta entonces sólo había escuchado una vez, cuando temblaba atrapado entre sus manos.
—¿Qué haces? —pregunté.
—Ofrezco una libación —dijo— Ta-Sardar-Gor.
—¿Y eso qué significa?
—Significa —dijo Cabot y se rió amargamente—: ¡A los Reyes Sacerdotes de Gor!
Se levantó tambaleante. Luego, de improviso, lanzó un violento grito de rabia y estrelló su vaso contra la pared. Se rompió en innumerables trozos relucientes, que cayeron al suelo con estrépito. Y en medio de un silencio de desorientación y temor le escuché murmurar roncamente:
—¡Ta-Sardar-Gor!
El propietario del establecimiento, un hombre gordo y pesado, se acercó a nuestra mesa. En su gruesa mano sostenía un corto garrote de cuero, lleno de perdigones. El tabernero señaló hacia la puerta. Luego repitió el gesto. Cabot, que era bastante más alto que él, no parecía comprenderlo. El hombre alzó el garrote con gesto amenazante. Cabot cogió el arma y sin esfuerzo aparente se la arrancó de la mano mirando el rostro sudoroso y asustado de éste.
—Has levantado el arma contra mí —dijo—. De acuerdo con mi código yo ahora te puedo matar.
El tabernero y yo contemplamos aterrorizados cómo las grandes y fuertes manos de Cabot despedazaban el garrote haciendo saltar la juntura, de la misma forma que yo hubiera roto un rollo de cartón. Algunos perdigones cayeron al suelo y rodaron debajo de las mesas.
—Está borracho —dije dirigiéndome hacia el tabernero.
Tomé a Cabot del brazo. Su furia parecía haberse disipado y me di cuenta de que no deseaba dañar a nadie. El contacto de mi mano debió de arrancarlo de su extraño estado de ánimo. Compungido, le devolvió al tabernero el garrote retorcido.
—Lo siento —dijo—. De verdad.
Metió la mano en el bolsillo y le dio al hombre un billete. Eran cien dólares.
Nos pusimos nuestros abrigos y salimos a la calle.
Delante del bar permanecimos un instante en silencio en medio de la nieve. Cabot, que aún estaba medio ebrio, miró a su alrededor, absorbió la brutal geometría eléctrica de la gran ciudad, las figuras oscuras, solitarias que se movían bajo la nieve; los pálidos y relucientes faros de los coches.
—Una gran ciudad —dijo Cabot—, pero que no es amada por sus habitantes. ¿Quién habría de morir aquí por su ciudad? ¿Quién habría de defender sus límites? ¿Quién se dejaría torturar por ella?
—Estás borracho —dije sonriendo.
—Esta ciudad no es amada —dijo— O no sería utilizada, mantenida de esta manera.
Tristemente se puso en camino.
De algún modo tuve la sensación de que esa noche me enteraría del secreto de Tarl Cabot.
—¡Espera! —grité.
Cabot se volvió y creí percibir que se alegraba de que le llamara, que esa noche precisamente, mi compañía significaba mucho para él.
Fuimos a su casa, donde en primer lugar, me preparó un jarro de café. Luego sin decir palabra se fue a su habitación y apareció trayendo una caja fuerte. La abrió con una llave que llevaba consigo y sacó un manuscrito, escrito con su letra clara y decidida, sujeto con un cordón. Colocó el manuscrito en mis manos.
Se trataba de un relato sobre sucesos que, utilizando las palabras de Cabot, se referían a la Contratierra, la historia de un guerrero, del sitio de una ciudad y de su amor por una muchacha. Quizá usted conozca ese texto bajo el título de El guerrero de Gor.
Cuando terminé de leerlo poco después de que amaneciera, miré a Cabot, que durante todo ese tiempo había estado sentado junto a la ventana, contemplando la nieve y absorto en sus pensamientos.
Se dio la vuelta:
—Todo eso es cierto, pero no tienes por qué creerlo —dijo.
No sabía qué decirle. Por supuesto la historia no era creíble, aunque por otra parte, yo considerara a Cabot uno de los hombres más honestos de este mundo.
Entonces mi mirada recayó sobre su anillo, al que por cierto ya había visto mil veces, y que llevaba el sello de la familia Cabot.
—Sí —dijo Tarl— Este es el anillo.
Señalé el manuscrito.
—¿Por qué me has enseñado esto? —le pregunté.
—Quiero que alguien esté enterado —respondió Cabot sencillamente.
Me levanté. Por primera vez sentí el efecto de la noche de insomnio, de la lectura, el alcohol y el café amargo. Sonreí.
—Será mejor que me vaya. Así que hasta mañana.
—Adiós —dijo Cabot y me ayudó a ponerme el abrigo— Pero mañana no podremos vernos. Iré nuevamente a las montañas.
Sí, era febrero; y había desaparecido un febrero, hace siete años.
Me sentí alarmado.
—No vayas —dije.
—Iré —respondió.
—¡Entonces déjame acompañarte!
—No. Quizás no regrese.
Nos dimos la mano y tuve la extraña sensación de que tal vez no volvería a ver a Tarl Cabot. Mi mano se aferró a la suya y la de él a la mía. Yo había significado algo para él y él para mí, y ahora íbamos a separarnos sin más y quizás nunca volveríamos a estar juntos.
Me encontré en el pasillo blanco y frío, frente a su apartamento, mirando la bombilla del techo. Luego caminé durante algunas horas, a pesar de mi cansancio, pensando acerca de las cosas extrañas que acababa de leer.
Entonces me di la vuelta repentinamente y volví corriendo a su casa. Había abandonado a mi amigo, si bien no tenía la menor idea de lo que le ocurriría. Golpeé con ambos puños la puerta de su apartamento, pero no recibí contestación. La derribé y arranqué la cerradura. Corrí a través de las habitaciones. ¡Pero Tarl Cabot había desaparecido!
Sobre la mesa de la pequeña sala se encontraba el manuscrito que había estado leyendo hacía unas horas, en un sobre con mi nombre y dirección. Dentro de él se encontraba un trozo de papel. “Para Harrison Smith, si le interesa tenerlo”. Deprimido abandoné la casa, llevando conmigo el manuscrito, que más tarde fue publicado como El guerrero de Gor. Esto y mi recuerdo era todo lo que me quedaba ahora de mi amigo Tarl Cabot.
Llegó la época de mis exámenes, que aprobé con todo éxito. Más tarde fui admitido como abogado en el Estado de Nueva York y comencé a trabajar en una de las grandes oficinas jurídicas de la ciudad. En medio de la jungla que era mi trabajo complicado y agotador, el recuerdo de mi amigo Cabot se fue borrando lentamente. Por lo tanto no queda mucho que decir, aparte del hecho de que no he vuelto a verlo desde entonces. No obstante tengo la impresión de que está vivo.
Al regresar una noche a mi casa, después del trabajo, encontré sobre la mesa delante del sillón un segundo manuscrito, cuyo texto se leerá a continuación. No sé cómo llegó hasta allí, ya que las puertas y ventanas estaban cerradas.
Quizá sea cierto lo que Tarl Cabot comentó alguna vez: “los agentes de los Reyes Sacerdotes se encuentran entre nosotros”.