Los Montes Sardos, que nunca había visto hasta entonces, se hallaban a una distancia de más de mil pasangs de Ko-ro-ba. Mientras que los hombres que viven a la sombra de los Montes, como se suele llamar a los mortales, raramente los penetran y en el caso de hacerlo nunca regresan, muchos llegan hasta sus orillas aunque sólo sea para hallarse a la sombra de estas rocas que ocultan los secretos de los Reyes Sacerdotes. De hecho, se espera de todo goreano que al menos una vez en su vida lleve a cabo tal peregrinación.
Cuatro veces al año, coincidiendo con los solsticios y equinoccios, se realizan ferias en las llanuras al pie de los Sardos, presididas por comités de Iniciados, ferias en las que los hombres de muchas ciudades se mezclan sin derramamiento de sangre, épocas de tregua, de juegos y competencias, de compras y ventas.
Torm, mi amigo perteneciente a la Casta de los Escribas, había concurrido a tales ferias para intercambiar rollos escritos con los estudiosos de otras ciudades, hombres a quienes nunca hubiera conocido a no ser por estas ferias, hombres de ciudades enemigas, a quienes sin embargo les interesaban más las ideas que el odio al enemigo, hombres como Torm, que amaban el saber de tal manera que de buena gana arriesgaban el peligroso viaje a los Montes Sardos, si esto les brindaba la posibilidad de discutir acerca de un texto o tratar de adquirir un rollo valioso. De la misma manera, hombres pertenecientes a las Castas de los Médicos, Constructores y de otras profesiones, utilizaban las ferias para difundir e intercambiar información.
Las ferias contribuyen a unir intelectualmente a las ciudades goreanas, aisladas en otros aspectos. Y supongo que las ferias contribuyen, de manera similar, a que se estabilicen los dialectos goreanos, que de lo contrario se desarrollarían independientemente unos de otros, de modo que en el curso de pocas generaciones se volverían mutuamente ininteligibles. Esto es algo que comparten todos los goreanos: el saber su lengua materna, a través de sus centenares de variantes, a la que simplemente llaman “el idioma”, y aquel que no lo habla, sin tener en cuenta su origen o su rango, es considerado inaceptable. A diferencia de los habitantes de la Tierra, el goreano otorga poca importancia al criterio de la raza, y en cambio valora en alto grado el idioma y la ciudad. Al igual que nosotros, encuentra razones para odiar a sus semejantes, pero sus razones difieren de las nuestras.
Habría dado mucho por poder contar con un tarn para mi viaje, a pesar de saber que estas aves nunca vuelan por zonas montañosas. Por alguna razón los intrépidos tarns, semejantes a los halcones, así como los más lerdos tharlariones, los lagartos que sirven de cabalgadura y animales de carga a los goreanos, se niegan a internarse en las montañas. Los tharlariones se vuelven incontrolables, y a pesar de que el tarn se esfuerza en volar, el ave pierde casi de inmediato su sentido de la orientación; no logra coordinarse y cae en medio de chillidos sobre las llanuras, al pie de los montes.
En Gor, cuyo índice de población humana es relativamente bajo, prolifera la vida animal, y en las semanas subsiguientes me resultó fácil alimentarme gracias a la caza. Completaba mi dieta con frutos frescos que recogía de los árboles y arbustos, y con pescado, atrapando a los peces con mi lanza en los fríos y rápidos ríos de Gor. En una ocasión, llevé a la choza de una pareja de campesinos un tabuk, un antílope amarillo de un solo cuerno, que había cazado en una espesura de Ka-la-na. Sin formular preguntas, lo cual ante la ausencia de insignias en mis ropas tampoco hubiera sido aconsejable, compartieron el festín y ellos, a su vez, me dieron hilo, pedernal y un odre.
El campesino goreano no teme al proscripto, ya que raramente tiene algo que valga la pena que le sea robado, a menos que tenga una hija. En efecto, la población campesina y los proscriptos de Gor viven según un acuerdo casi tácito, según el cual el campesino protege al proscripto y éste, como retribución, comparte con el campesino parte de su botín o presa. El campesino no ve esto como algo deshonesto; para él es una forma de vida a la que está acostumbrado. Por supuesto, la situación es diferente cuando se conoce de manera explícita que el proscripto procede de una ciudad que no es la propia. En tal caso suele considerárselo un enemigo que debe ser denunciado cuanto antes a las patrullas.
Por prudencia evité las ciudades en mi largo viaje, a pesar de que pasé por más de una. Pisar una ciudad sin permiso o sin razón satisfactoria equivale a un crimen capital, castigado por lo general con un empalamiento rápido y brutal. Las almenas de las murallas de las ciudades goreanas se hallan coronadas a menudo por los restos de visitantes poco gratos. El goreano se muestra desconfiado frente a cualquier extraño, en particular en las proximidades de su ciudad natal.
Se decía que existía una ciudad donde se trataba al extranjero de manera diferente; la ciudad de Tharna, que según afirmaban los rumores estaba dispuesta a aceptar la “aventura de la hospitalidad”, como daba en llamarse. Se comentaba que en esta ciudad muchas cosas eran diferentes, entre ellas también el hecho de ser gobernada por una reina o Tatrix, y que en consecuencia, la posición de las mujeres en esta ciudad, en contraste con las costumbres goreanas generales, era de privilegio y de oportunidad.
Me alegraba saber que al menos existiera una ciudad goreana en la cual las mujeres libres no tuvieran necesidad de llevar ropas que sirvieran para ocultarlas, y limitar sus actividades en gran medida a las tareas de la casa. Suponía que también podrían hablar con otras personas y no sólo con sus parientes y Compañeros Libres.
Yo consideraba que gran parte de la barbarie goreana quizá debía retrotraerse a esta torpe represión del bello sexo, cuya dulzura e inteligencia podría contribuir significativamente a suavizar las rudas costumbres reinantes. En efecto: las mujeres de algunas ciudades, como había sucedido en Ko-ro-ba, ya habían podido desempeñar cierto papel dentro del sistema de las castas y habían gozado de una vida relativamente libre.
En Ko-ro-ba una mujer podía abandonar su casa sin necesidad de contar antes con el permiso de un pariente del sexo masculino o del Compañero Libre, una libertad poco común en Gor. Las mujeres de Ko-ro-ba hasta podían ir al teatro sin ser acompañadas o dedicarse a la lectura de epopeyas. De entre las ciudades de Gor que yo conocía prescindiendo posiblemente de Tharna, Ko-ro-ba era la ciudad donde la mujer había gozado de mayor libertad pero ahora Ko-ro-ba ya no existía.
Me pregunté si podría adquirir un tarn en la interesante ciudad de Tharna, acortando mi viaje a los Montes Sardos en un periodo de varias semanas. Por supuesto que no tenía dinero para adquirir un tarn, pero consideré que mi paga como espada tendría que bastar para comprar una cabalgadura. Además, de acuerdo con la concepción goreana, yo, en cuanto proscripto sin ciudad natal propia, tenía derecho a apropiarme de un ave o su precio de compra de la manera que quisiera, si bien no me tomaba en serio esta posibilidad.
Mientras seguía reflexionando observé a cierta distancia, en una verde pradera, la figura oscura de una mujer que se movía en dirección hacia mí, pero sin verme. Aunque era joven caminaba lentamente, apesadumbrada, ausente, sin rumbo fijo.
Es poco común encontrarse con una mujer sin acompañamiento en las afueras de una ciudad, aun cerca de los muros. Me sentí sobresaltado al verla sola en ese paraje salvaje y desierto, alejada de los caminos y las ciudades.
Decidí esperar que se aproximara; me sentía confundido.
En Gor una mujer normalmente sólo viaja con una escolta de guardianes adecuadamente armados. En ese mundo bárbaro, las mujeres desgraciadamente a menudo son consideradas meros objetos de conquista y no personas, seres humanos con derechos, dignos de consideración. Se las veía más bien como esclavas destinadas al placer, prisioneras adornadas, bellos objetos para los jardines de sus conquistadores. Existe un dicho en Gor según el cual las leyes de una ciudad no rigen más allá de sus murallas.
La mujer todavía no me había visto. Me apoyé sobre mi lanza y esperé.
La ruda intuición de la captura es un componente esencial en la vida goreana. Se considera un mérito el rapto de mujeres de una ciudad extranjera, preferentemente enemiga. Quizá esta institución, que a primera vista parece tan deplorable, es provechosa desde el punto de vista de la raza, ya que impide la endogamia paulatina en ciudades que, de otra manera, se hallarían en gran medida aisladas, autosuficientes. Pocos parecen oponerse a esta institución, ni siquiera las mujeres que podrían parecer víctimas de ella. Al contrario, a pesar de que pueda resultar increíble, hay algunas cuya vanidad se siente terriblemente herida, cuando no se considera que vale la pena correr por ella los riesgos, que generalmente consisten en mutilación o empalamiento. Una cruel cortesana de la gran ciudad de Ar, que hoy no es más que una vieja bruja sin dientes, se jactaba de que más de cuatrocientos hombres habían muerto a causa de su belleza.
¿Por qué se encontraba sola la joven?
¿Habrían matado a sus protectores? ¿Sería acaso una esclava fugitiva, que huía de un dueño odiado? ¿Acaso podría ser, como yo, una exiliada de Ko-ro-ba? Los habitantes de esta ciudad habían sido dispersados, me dije, y ni dos piedras ni dos personas de Ko-ro-ba podían volver a juntarse nuevamente. Me rechinaron los dientes. Este pensamiento me perseguía.
Si efectivamente esa mujer era oriunda de Ko-ro-ba, no podía quedarme a su lado o ayudarla por su propia seguridad. Significaría la muerte llameante, probablemente para los dos. Una vez había visto morir a un hombre en la muerte llameante, al Iniciado Supremo de Ar, consumido por una repentina llamarada de fuego azul, que indicaba la ira de los Reyes Sacerdotes. A pesar de las escasas posibilidades que tenía de salvarse de los animales salvajes o de los traficantes de esclavos, su situación era mejor que si trataba conmigo y conjuraba así la ira de los Reyes Sacerdotes.
En el caso de que se tratara de una mujer libre y no desgraciada, su presencia en este lugar denotaba imprudencia y necedad.
Ella tenía que saberlo, pero no parecía importarle.
La naturaleza de la institución goreana de la captura quizá se vuelva más comprensible si decimos que a menudo se cuenta entre las primeras tareas de los jóvenes tarnsmanes la captura de una esclava para su propia morada. Cuando lleva a su casa a la cautiva, que yace desnuda delante de él en la silla de montar, la pone en manos de sus hermanas que bañan a la muchacha, la perfuman y la visten con las ropas propias de una esclava.
Esa misma noche se realiza una gran fiesta, en la que se presenta a la cautiva, que para esa ocasión viste la seda roja y transparente de las danzas goreanas. Campanas pequeñas resuenan en sus tobillos y las manos esposadas. Orgullosamente el joven la presenta a sus padres, amigos y compañeros de lucha.
Mientras resuenan festivamente las flautas y los tambores, la muchacha se arrodilla. El joven se acerca y le coloca un collar de esclava, en el que están grabados su nombre y su ciudad.
La muchacha no olvidará jamás el sonido del “clic” de su collar de esclava.
A continuación felicitan al joven. Este regresa, a su sitio; se instala entre sus familiares, se sienta, de acuerdo con el uso goreano con las piernas cruzadas, detrás de una mesa de madera larga y baja, repleta de comida.
Entonces todas las miradas se dirigen hacia la muchacha.
Se le quitan las esposas que traban sus movimientos. Ella se levanta. Sus pies se mueven descalzos sobre la alfombra gruesa y ornamentada que cubre el suelo de la habitación. Las campanitas suenan levemente. Está enojada, desafiante. Aunque sólo está vestida con un traje de seda transparente, se mantiene erguida y alza orgullosa la cabeza. Está decidida a no dejarse dominar, a no someterse. Con los puños apretados, se encuentra de pie en el medio de la habitación, sola, con todas las miradas fijas en ella, hermosa bajo la luz de las lámparas colgantes.
Se dirige hacia el joven cuyo collar lleva.
—¡Nunca me domarás! —grita.
Su exclamación provoca risas, comentarios escépticos y algunas burlas benévolas.
—Te domaré a la manera que más me plazca a mí —responde el joven y hace señas a los músicos.
Nuevamente se escucha la música. Quizá la muchacha vacile. De la pared pende un látigo para los esclavos. Finalmente comienza a bailar para su dueño al ritmo de la música bárbara y embriagadora de las flautas y tambores; al hacerlo, las campanas en sus tobillos subrayan cada movimiento, los movimientos de una muchacha que ha sido robada de su hogar, y que ahora debe vivir para agradar al audaz extraño cuyo collar siente en el cuello.
Al final del baile recibe una copa de vino, pero no puede beberla. Se acerca al joven, se postra delante de él, las rodillas en la posición prescrita para la esclava de placer y con la cabeza gacha le ofrece el vino.
El joven bebe. Nuevamente los espectadores lo felicitan, y la fiesta comienza, pues nadie puede empezar a comer antes que él en esta ocasión. Desde este instante las hermanas no servirán nunca más a su hermano, ya que ésta es ahora la tarea de la muchacha. Ella es su esclava.
Mientras le sirve una y otra vez durante la larga fiesta le mira furtivamente y observa que es aún más atractivo que lo que ella había creído. En cuanto a su fuerza y su valor, el joven ya ha dado pruebas positivas. Come y bebe abundantemente durante esta fiesta triunfal, y la joven le examina una y otra vez con una extraña mezcla de temor y alegría.
—Sólo un hombre como éste —se dice— podría domarme.
Quizá habría que añadir que el amo goreano, si bien es severo, raramente es cruel. La muchacha sabe que su vida será fácil si complace a su amo. No se la trata con sadismo o maldad, ya que el clima psicológico en el que brotan tales enfermedades es prácticamente desconocido en Gor. Ello no significa que no será castigada si en alguna ocasión desobedece a su amo o provoca su disgusto. Por otra parte, hay casos en que la relación entre amo y esclava se vuelve más estrecha, de una manera muy particular.
Me pregunté si la muchacha que se aproximaba sería bonita, y sonreí para mis adentros.
Paradójicamente, el goreano, que en algunos aspectos parece tener tan poco en cuenta a la mujer, en otros la aprecia de modo extravagante. Es sumamente sensible a la belleza que alegra su corazón, y sus canciones y su arte se relacionan a menudo con esto. Las mujeres goreanas, ya sean esclavas o mujeres libres, saben que su mera presencia regocija a los hombres, y no puedo creer que esta circunstancia no les agrade.
Llegué a la conclusión de que la muchacha debía ser hermosa. Quizá esto se relacionara con su porte, sutil y agraciado, algo que no podían ocultar ni su abatimiento, su paso lento, su evidente agotamiento, ni siquiera las toscas y pesadas ropas que vestía. Semejante muchacha, estaba seguro, indudablemente tenía un amo o bien, y así lo deseaba pensando en su propio interés, un compañero y protector.
En Gor no existe el matrimonio tal como nosotros lo conocemos, pero existe la institución del así llamado Compañerismo Libre, que es lo que más se le aproxima. Resulta sorprendente que una mujer, que es comprada a sus padres por unos tarns o por oro, sea considerada una Compañera Libre, aunque no hubiera sido consultada en la transacción. Aun más: una mujer libre puede también, por propia iniciativa, dar su consentimiento para convertirse en compañera de un hombre. Y no es poco frecuente que ciertos amos concedan la libertad a una de sus esclavas para convertirla en Compañera Libre, con todos los derechos y privilegios que ello implica. En Gor se puede tener, en un momento dado, tantas esclavas como se desee, pero sólo una Compañera Libre. Tales vínculos no se contraen, pues, con ligereza y por lo general sólo son destruidos por la muerte. El goreano, como sus hermanos en nuestro mundo, y quizá con mayor frecuencia que nosotros, llega a conocer el verdadero sentido del amor.
La muchacha se encontraba ya bastante cerca de mí, pero todavía no me había visto. Llevaba la cabeza gacha. Vestía ropas que la ocultaban, confeccionadas sólo con una arpillera tosca. Sus ropas estaban rotas y sucias. Todo en ella indicaba miseria y abatimiento.
—Tal —dije en voz baja, para no asustarla demasiado, alzando mi brazo con un leve saludo.
A pesar de que todavía no me había visto, apenas pareció sorprendida. Era sin duda el instante que había estado esperando desde hacía muchos días. Alzó la cabeza y me miró, con sus hermosos ojos grises apenados. No parecía interesarse por mí, ni por su destino.
Durante un instante nos contemplamos sin hablarnos.
—Tal, guerrero —dijo suavemente, con voz inexpresiva.
A continuación hizo algo increíble, tratándose de una mujer goreana.
En silencio apartó lentamente el velo de su rostro y lo dejó caer sobre sus hombros. Se encontraba de pie delante de mí, con el rostro descubierto, y me miró abiertamente, sin desafío y sin temor. Tenía hermosos cabellos castaños y sus maravillosos ojos grises se veían aún más claros; su rostro era hermoso, más hermoso de lo que había supuesto.
—¿Te gusto? —preguntó.
—Sí —dije—. Me gustas mucho.
Sabía que esa era posiblemente la primera vez que un hombre veía su rostro, prescindiendo de los miembros de su familia.
—¿Soy hermosa? —preguntó.
—Sí —dije—. Eres hermosa.
Con ambas manos deslizó un poco hacia abajo su vestimenta, mostrando su cuello blanco. No había señales de ningún estrecho collar goreano. Era una mujer libre.
—¿Quieres que me arrodille para que me puedas colocar tu collar? —preguntó.
—No —le dije.
—¿Quieres verme desnuda?
—No —respondí.
—No he sido nunca esclava —dijo—. No sé qué debo hacer, aparte de obedecerte.
—Has sido libre —dije—, y seguirás siéndolo.
Por primera vez pareció sobresaltada.
—¿No eres tú uno de ellos? —preguntó.
—¿Uno de quiénes? —interrogué alerta, pues si a esta joven la buscaban traficantes de esclavas, esto podría acarrearme dificultades, quizás derramamiento de sangre.
—Uno de los cuatro hombres que me han seguido, hombres de Tharna.
—¿Tharna? —pregunté, verdaderamente sorprendido—. Creía que los hombres de Tharna eran quizás los únicos en Gor que honraban a las mujeres.
Se rió amargamente.
—Ahora no están en Tharna —dijo.
—No te podrían llevar a Tharna como esclava —argumenté—. ¿Acaso la Tatrix no te pondría en libertad?
—No me llevarían a Tharna —respondió—. Abusarían de mí y me venderían, quizá a algún traficante en el camino, o bien en el mercado de esclavas en Ar.
—¿Cómo te llamas? —inquirí.
—Vera —respondió.
—¿De qué ciudad?
Antes de que pudiera responder, si es que pensaba hacerlo, sus pupilas se dilataron aterrorizadas y yo me volví. A través de la pradera, cuatro guerreros se me aproximaban, provistos de cascos y armados de lanzas y escudos. Las insignias sobre sus escudos y los cascos azules me indicaron que procedían de Tharna.
—¡Corre! —gritó la joven y quiso huir.
La retuve con el brazo.
Se puso rígida, llena de odio hacia mí. —¡Entiendo! —gritó—. ¡Quieres retenerme y hacer valer tu derecho de conquista para obtener una parte de mi precio de venta!
Me escupió en la cara.
Me gustó su temperamento.
—No te muevas —dije—. No llegarías muy lejos.
—Estoy huyendo desde hace seis días —dijo la joven llorando—. Me alimento de bayas e insectos, duermo en zanjas y me escondo en cualquier parte.
No habría podido seguir corriendo aunque lo hubiera deseado. Sus piernas comenzaron a flaquear. La sostuve con mi brazo.
Los guerreros se me acercaron en formación marcial. Uno de ellos, que no era el oficial, se dirigió directamente hacia mí, otro lo seguía por la izquierda a algunos pasos de distancia. El primero debía atacarme, en caso de necesidad, mientras que el segundo se aproximaría desde un costado con su lanza. El oficial era el tercero en la formación y el cuarto guerrero permaneció a alguna distancia, detrás de los otros. Este último no debía perder de vista la totalidad del campo visual, ya que era posible que yo no estuviera solo, y debía cubrir con su lanza la retirada de sus compañeros, en caso necesario. Admiré la sencilla maniobra, llevada a cabo sin órdenes especiales, casi como un acto reflejo, e intuí por qué Tharna había sobrevivido en medio de las ciudades goreanas hostiles, a pesar de estar gobernada por una mujer.
—Queremos a la mujer —dijo el oficial.
Suavemente me separé de la muchacha y la empujé detrás de mí. Los guerreros comprendieron el significado de este movimiento. Pude ver cómo el oficial frunció el ceño a través de la ranura en forma de Y de su casco.
—Soy Thorn —dijo—. Un Capitán de Tharna.
—¿Para qué queréis tener a la mujer? —pregunté burlonamente—. ¿Acaso los hombres de Tharna no reverencian a sus mujeres?
—Aquí no estamos en Tharna —dijo el oficial fastidiado.
—¿Porqué habría de dártela? —continué.
—Porque soy un Capitán de Tharna —dijo.
—Pero aquí no nos encontramos en Tharna —le recordé.
Detrás de mí la joven susurró:
—¡Guerrero, no permitas que te maten por mi culpa! De todos modos da lo mismo —en voz alta dijo—: No le mates, Thorn de Tharna. Yo te seguiré.
Lancé una carcajada.
—¡Ella me pertenece! —dije—. ¡Y vosotros no la tendréis!
La joven dejó escapar un grito de sorpresa y me miró inquisitivamente.
—A menos que paguéis su precio —agregué.
Vera cerró los ojos, aplastada.
—¿Qué precio? —preguntó Thorn.
—Su precio es acero —respondí.
La muchacha me miró agradecida.
—Matadlo —ordenó Thorn a sus hombres.