5. El valle de Ko-ro-ba

Ahora el camino comenzaba a ascender.

Conocía bien ese camino, la subida larga, relativamente empinada hasta las cumbres de una serie de colinas, detrás de las cuales se encontraba Ko-ro-ba, una subida que era el tormento de todos los conductores de caravanas, portadores de cargas y demás viajeros.

Ko-ro-ba se encontraba en medio de verdes colinas, unos centenares de metros sobre la superficie del alejado Golfo de Tamber y de aquellas aguas misteriosas que los goreanos simplemente llaman Thassa, el mar. La ciudad de Ko-ro-ba no se encontraba tan elevada y remota como por ejemplo Thentis, en las montañas de Thentis, famosa por sus bandadas de tarns, pero tampoco se contaba entre las ciudades de las grandes llanuras, como la lujosa metrópoli de Ar, o entre las de la costa, como el sensual y populoso Puerto Kar, junto al Golfo de Tamber. Si bien a Ar podía llamársela grandiosa, una ciudad cuyo esplendor y belleza eran reconocidos aun por sus enemigos mortales, Thentis prosperaba en la orgullosa violencia de las ásperas montañas de su mismo nombre y Puerto Kar podía tratarse fraternalmente con el ancho Tamber y el reluciente y misterioso Thassa, situado detrás de él, sin embargo consideraba a mi ciudad la más hermosa de todo Gor, una acumulación única de delicados cilindros, que se alzaba graciosamente entre las verdes colinas.

Un poeta antiguo, que había cantado las glorias de diversas ciudades de este mundo —tarea bastante poco común para una mente goreana—, había llamado a Ko-ro-ba “Las Torres de la Mañana”, y aún se la llama así ocasionalmente. La palabra goreana Ko-ro-ba no es más que una expresión para mercado de pueblos en goreano arcaico.

La tempestad seguía bramando, pero a mí ya no me importaba. Empapado, frío, seguía trepando, sosteniendo mi escudo oblicuamente para desviar el viento y facilitar mi ascenso. Cuando finalmente llegué a la cima, me detuve y me sequé los ojos, húmedos de agua fría, esperando el próximo relámpago, que después de tantos años me revelaría por fin mi ciudad.

Extrañaba esta ciudad y a mi padre, el magnífico Matthew Cabot, que había sido una vez Ubar de Ko-ro-ba y se desempeñaba ahora como su Administrador. Me alegraba volver a encontrar a mis amigos, al orgulloso Tarl el Viejo, mi instructor en el manejo de las armas, y a Torm, el pequeño escriba alegre y gruñón que hasta en el sueño y la comida veía parte de una conjuración que se proponía mantenerlo alejado de sus amados rollos escritos. Pero a quien más extrañaba era a Talena, a quien había elegido como compañera, por quien había luchado en el Cilindro de la Justicia de Ar, que me quería así como yo a ella, la hermosa Talena de cabellos oscuros, hija de Marlenus, ex Ubar de Ar.

—¡Te quiero, Talena! —exclamé.

En el instante mismo en que el grito escapó de mis labios, una serie de relámpagos iluminó el valle entre las colinas, un valle en el que no se veía nada.

¡Ko-ro-ba ya no existía!

¡La ciudad había desaparecido!

La claridad producida por la luz de los relámpagos fue seguida por la oscuridad, y el estruendo del trueno me llenó de espanto.

Una y otra vez relampagueaba, retumbaba el trueno y nuevamente me envolvía la oscuridad. Y una y otra vez volvía a ver lo mismo. El valle estaba vacío. Ko-ro-ba había desaparecido.

—Has sido tocado por los Reyes Sacerdotes —dijo una voz detrás de mí.

Me di la vuelta rápidamente, alzando el escudo; la lanza preparada para el ataque.

La luz del próximo relámpago me permitió ver la blanca vestimenta de un Iniciado, la cabeza rasurada y los ojos tristes de un miembro de la casta bendita, de los supuestos servidores de los Reyes Sacerdotes. Se encontraba delante de mí una figura erguida en medio del camino, con los ojos fijos en mí.

De algún modo este hombre me parecía diferente de los demás Iniciados que había conocido en Gor. No lograba precisar la diferencia; sin embargo parecía haber algo en él que lo diferenciara de los demás miembros de su casta. Podía haber sido un simple Iniciado, pero no lo era. No había en él nada de extraordinario, prescindiendo quizás de la expresión de su rostro, que era más orgullosa que de costumbre, y de sus ojos, que pudieran haber contemplado algo que pocos hombres habrían visto.

Se me ocurrió de pronto que yo, Tarl de Ko-ro-ba, un simple mortal, aquí en este sendero, de noche, quizás estaba contemplando el rostro de un rey sacerdote.

Mientras nos encontrábamos allí mirándonos recíprocamente, cedió la tormenta, cesaron los relámpagos y el trueno dejó de ensordecerme. El viento se calmó y el cielo se había despejado. En los fríos charcos de agua sobre el camino se reflejaban las tres lunas de Gor.

Me volví y miré el valle en el cual se había levantado Ko-ro-ba.

—Tú eres Tarl de Ko-ro-ba —dijo el hombre.

Me sobresalté. —Sí —dije—. Soy Tarl de Ko-ro-ba —y me volví para mirarlo.

—Te he estado esperando —dijo el hombre.

—¿Eres un rey sacerdote? —le pregunté.

—No —respondió.

Examiné a esta persona que parecía ser un hombre corriente y al mismo tiempo algo más.

—¿Hablas en nombre de los Reyes Sacerdotes? —pregunté.

—Sí —dijo. Yo le creí.

Naturalmente, no era nada extraño el hecho de que los Iniciados pretendieran hablar en nombre de los Reyes Sacerdotes; de hecho, según su propia opinión, la misión de su casta consistía en interpretar a los hombres la voluntad de los Reyes Sacerdotes.

Pero a este hombre yo le creía.

No se parecía a los demás Iniciados, a pesar de llevar su vestimenta.

—¿Perteneces verdaderamente a la Casta de los Iniciados? —pregunté.

—Soy un hombre que trasmite a los mortales la voluntad de los Reyes Sacerdotes —dijo el hombre sin responder a mi pregunta.

Callé por un instante.

—De ahora en adelante —dijo el hombre—, serás Tarl sin ciudad.

—Yo soy Tarl de Ko-ro-ba —dije orgullosamente.

—Ko-ro-ba ha sido destruida —respondió el hombre—. Es como si esa ciudad no hubiera existido nunca. Sus piedras y sus habitantes han sido dispersados hacia los rincones más apartados del mundo, y nunca más dos piedras o dos personas de esa ciudad podrán volver a encontrarse.

—¿Por qué ha sido destruida Ko-ro-ba? —pregunté.

—Ha sido la voluntad de los Reyes Sacerdotes —dijo el hombre.

—Pero ¿por qué razón ha sido la voluntad de los Reyes Sacerdotes?

—Por ser su voluntad —dijo el hombre—. Y no hay nada que pueda cuestionar la voluntad de los Reyes Sacerdotes.

—Yo no acepto su voluntad —dije.

—¡Sométete! —exclamó el hombre.

—¡No!

—Como quieras —contestó—. De ahora en adelante estarás condenado a recorrer el mundo solo y sin amigos, sin ciudad, sin muros que puedas llamar tuyos, sin Piedra del Hogar que puedas honrar. Desde este momento eres un hombre sin ciudad, una advertencia para todos aquellos que quieran desdeñar la voluntad de los Reyes Sacerdotes, pero aparte de esto no eres nada.

—¿Y qué ha sido de Talena? —exclamé— ¿Qué ha sido de mi padre, de mis amigos, de los habitantes de mi ciudad?

—Se hallan dispersos en los rincones más alejados del mundo —dijo la figura embozada— y ni siquiera dos piedras pueden volver a juntarse.

—¿Acaso no he servido a los Reyes Sacerdotes en el sitio de Ar? —pregunté.

—Los Reyes Sacerdotes te han puesto al servicio de sus fines según sus propias conveniencias.

Alcé mi lanza y pensé que hubiera podido matar a la figura que se me enfrentaba de manera tan serena y aterradora.

—Mátame si ese es tu deseo —dijo el hombre.

Bajé mi lanza. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Me sentía confuso. ¿Acaso una ciudad había desaparecido por mi culpa? ¿Había sido yo quien trajo la desgracia a sus habitantes, a mi padre, a mis amigos y a Talena? ¿Acaso había sido demasiado necio y no había comprendido que yo no era nada frente al poder de los Reyes Sacerdotes? ¿Y habría de recorrer ahora, cargado de culpa y agonía, los caminos y campos abandonados de Gor, un triste ejemplo del destino que los Reyes Sacerdotes deparan a todos los hombres necios y orgullosos?

De repente dejé de autocompadecerme, y me sentí impactado, porque al mirar ahora los ojos del hombre vi en ellos calor humano, vi lágrimas, lástima, el sentimiento prohibido se reflejaba en su mirada, un impulso que no podía contener. De alguna manera el poder que yo había sentido en su presencia parecía haber desaparecido. Ahora sólo me hallaba frente a un hombre, mi prójimo, aunque llevara las sublimes vestiduras de la orgullosa Casta de los Iniciados.

Parecía estar luchando consigo mismo, como si quisiera decirme sus propias palabras y no el mensaje de los Reyes Sacerdotes. Parecía sacudido por el dolor, apretaba las manos contra la cabeza, tratando de hablarme, tratando de decirme algo. Una mano se extendió hacia mí y las palabras, sus propias palabras, que no tenían nada de la autoridad resonante de sus enunciados anteriores, llegaron hasta mí de forma ronca y casi imperceptible.

—Tarl de Ko-ro-ba —dijo—, quítate la vida con la espada.

Parecía tambalearse y yo lo sostuve.

Me miró a los ojos:

—Quítate la vida con la espada —rogó.

—¿No se frustraría de este modo la voluntad de los Reyes Sacerdotes? —pregunté.

—Sí —dijo.

—¿Por qué me dices que haga eso? —pregunté.

—Yo te seguí en el sitio de Ar —dijo—. Sobre el Cilindro de la Justicia luché a tu lado contra Pa-Kur y sus Asesinos.

—¿Tú, un Iniciado? —pregunté.

Sacudió la cabeza.

—No —dijo—. Yo era uno de los guardias de Ar y luché por salvar mi ciudad.

—Ar, la gloriosa —dije en voz baja.

Se estaba muriendo.

—Ar, la gloriosa —dijo en voz baja, pero llena de orgullo y volvió a mirarme—. Muere ahora, Tarl de Ko-ro-ba, héroe de Ar.

Sus ojos comenzaron a arder en su cabeza.

—No te deshonres —dijo.

De repente aulló como un perro torturado, y apenas puedo describir lo que ocurrió a continuación. Parecía como si todo el interior de su cabeza empezara a explotar y arder, a hervir como lava líquida y terrible dentro del cráter de su cráneo.

Fue una muerte horrible, y solamente por haber querido hablar conmigo, por haber querido decirme lo que conmovía su corazón.

Lentamente comenzó a aclarar, y los primeros resplandores del amanecer aparecieron por encima de las colinas que en tiempos pasados habían protegido a Ko-ro-ba. Liberé al cuerpo del muerto de las odiadas vestiduras de los Iniciados y lo alejé del camino.

Cuando comencé a cubrirlo con rocas, observé los restos del cráneo, que apenas consistían en algo más que un puñado de desechos óseos. El cerebro había sido literalmente extraído por las llamas. La luz matinal brilló brevemente sobre algo dorado entre los blancos trozos óseos. Lo levanté. Era una pequeña red de fino alambre dorado. No sabía qué hacer con ella y la arrojé a un costado.

Amontoné unas piedras sobre su cuerpo, suficientes en cantidad como para que la tumba fuera visible y para mantener alejadas a las fieras.

Coloqué una gran piedra plana cerca de la cabecera de la tumba y grabé en ella las siguientes palabras con la punta de mi lanza: “Soy un hombre de Ar, la gloriosa”. No conocía nada más acerca de ese hombre.

De pie junto a la tumba desenvainé mi espada. El muerto me había dicho que me matara con ella para evitar mi deshonra, para frustrar una vez al menos la voluntad de los poderosos Reyes Sacerdotes de Gor.

—No, amigo —le dije a los restos del guerrero de Ar—. No, no me mataré. Tampoco me someteré a los Reyes Sacerdotes ni viviré la vida vergonzosa que me tienen destinada.

Alcé la espada en dirección hacia el valle en el cual se había levantado la ciudad de Ko-ro-ba.

—Hace mucho tiempo —dije— consagré esta espada al servicio de Ko-ro-ba. Este compromiso no se ha modificado.

Como todo goreano, conocía la ubicación de los Montes Sardos, la patria de los Reyes Sacerdotes, una vasta zona prohibida en la que no podía penetrar ningún mortal, ningún ser humano que viviera a la sombra de las Montañas. Se decía que la Piedra del Hogar suprema de todo Gor se encontraba en esos montes y que era la fuente del poder de los Reyes Sacerdotes; se decía también que ningún hombre había regresado vivo de aquellas montañas, que nadie había visto jamás a un rey sacerdote y sobrevivido a ese encuentro.

Volví a envainar la espada, sujeté el casco a mi hombro, recogí el escudo y la lanza y me encaminé en dirección hacia los Montes Sardos.

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