Guiados por la Tatrix, vimos delante de nosotros, después de apenas unos treinta minutos, la Columna de los Canjes de Tharna. Estaba a unos cien pasangs de la ciudad en dirección noroeste, una blanca columna solitaria de mármol de cien metros de altura y treinta metros de diámetro. Sólo era accesible desde el lomo de un tarn.
No era mal lugar para el intercambio de prisioneros, ya que ninguna de las partes tenía que temer una emboscada. El sólido pilar no permitía la entrada de hombres desde abajo y desde lejos podía divisarse a cualquier tarn que se aproximara antes de que llegara al lugar.
Observé el paisaje a mi alrededor. Estaba despoblado. En la columna se encontraban tres tarns con sus guerreros correspondientes, así como una mujer cuyo rostro estaba cubierto con la máscara plateada de Tharna. Cuando sobrevolé la columna, uno de los guerreros se quitó el casco y me hizo señas para que aterrizara. Reconocí a Thorn, Capitán de Tharna. Advertí que él y sus acompañantes iban armados.
—¿Es costumbre que los guerreros lleven armas a la Columna de los Canjes? —pregunté a la Tatrix.
—No tienes por qué temer una traición —dijo la Tatrix.
Yo dudé sobre si hacer volver al tarn y abandonar esta aventura peligrosa.
—Puedes confiar en mí —dijo ella.
—¿Cómo puedo saber eso? —pregunté desafiante.
—Porque soy la Tatrix de Tharna —dijo con orgullo.
—¡Cuarta rienda! —le grité al ave, dándole de esta manera la señal de aterrizaje. Pero el tarn no pareció comprenderme.
—¡Cuarta rienda! —repetí más severamente. Por alguna razón el animal no parecía dispuesto a aterrizar—. ¡Cuarta rienda! —grité, ordenándole ásperamente.
El tarn aterrizó encima de la columna de mármol y sus garras reforzadas de acero resonaron sobre la piedra.
No descendí sino que sujeté más firmemente a la Tatrix.
El tarn parecía nervioso. Traté de tranquilizarlo, hablándole en voz baja y acariciando su cuello.
Se adelantó la mujer con la máscara plateada.
—¡Viva nuestra querida Tatrix! —exclamó. Era Dorna la Orgullosa.
—¡No te acerques más! —dije bruscamente.
Dorna se detuvo a unos cinco metros delante de Thorn y de los dos guerreros, que no se habían movido del lugar.
La Tatrix respondió al saludo de Dorna con un movimiento de cabeza.
—¡Toda Tharna es tuya, guerrero! —exclamó Dorna la Orgullosa—, si dejas en libertad a nuestra noble Tatrix. ¡La ciudad está de luto! ¡Temo que no habrá alegría en Tharna hasta que vuelva a ocupar su trono dorado!
No pude por menos que reírme al escuchar esas palabras.
Dorna se puso rígida.
—¿Cuáles son tus condiciones, guerrero?
—Una silla de montar y armas —respondí—, y la libertad para Linna de Tharna, Andreas de Tor y todos aquellos que lucharon en los espectáculos de Tharna.
Durante unos instantes reinó un silencio absoluto.
—¿Eso es todo? —preguntó Dorna la Orgullosa perpleja.
—Sí —dije.
Detrás de ella se oyó la risa de Thorn.
Dorna miró a la Tatrix:
—A ese precio yo agregaré el peso de cinco tarns en oro y además una habitación llena de plata y cascos llenos de joyas.
—En verdad quieres mucho a tu Tatrix —dije.
—Así es, guerrero —dijo Dorna.
—Y eres excesivamente generosa —agregué.
La Tatrix se movía nerviosamente en mis brazos.
—Ofrecer menos sería una ofensa para nuestra querida Tatrix.
El ofrecimiento me alegraba, pues aunque yo no tendría ocasión de aprovechar tales riquezas en los Montes Sardos, seguramente serían de provecho para Linna, Andreas y los pobres esclavos de Tharna.
Lara, la Tatrix, se incorporó. —Estas condiciones no me satisfacen —dijo—. Aparte de lo exigido por él, dadle el peso de diez tarns en oro, dos habitaciones repletas de plata y cien cascos llenos de joyas.
Dorna la Orgullosa se inclinó gentilmente.
—En efecto, guerrero, por nuestra Tatrix daríamos hasta las piedras de nuestras murallas.
—¿Te satisfacen mis condiciones? —preguntó la Tatrix, en un tono condescendiente. Por lo menos, así me pareció.
—Sí —dije. Intuí la afrenta que esto significaba para Dorna la Orgullosa.
—Entonces ponme en libertad —ordenó.
Me deslicé del lomo de mi tarn con la Tatrix en brazos. La bajé, allí arriba en la columna azotada por los vientos en la frontera de Tharna, y me incliné para quitarle el pañuelo dorado.
Apenas tuvo sus manos libres volvió a ser la Tatrix real de Tharna, de la cabeza a los pies.
Me pregunté si ésta podía ser la joven que acababa de soportar una aventura violenta, cuyos vestidos habían sido desgarrados, cuyo cuerpo debía estar aún dolorido por su contacto con las garras de mi tarn.
Con un movimiento imperioso, sin dirigirme la palabra, señaló los guantes dorados que yo había guardado en mi cinturón. Se los devolví, y ella se los puso lenta, deliberadamente, sin dejar de mirarme.
Algo en su manera de comportarse empezó a inquietarme.
Se volvió y avanzó majestuosamente hacia Dorna y los guerreros.
Cuando estuvo junto a ellos, se dio la vuelta y señalándome con el dedo dijo:
—¡Prendedlo!
Thorn y los guerreros se adelantaron de un salto y de inmediato me vi rodeado de armas.
—¡Traidora! —rugí.
La Tatrix respondió alegremente:
—¡Insensato! ¿Acaso no sabes aún que no se pacta con un animal, que no se negocia con una bestia?
—Me diste tu palabra —grité.
La Tatrix ciñó sus ropas alrededor de su cuerpo:
—No eres más que un hombre —comentó.
—Matémoslo —dijo Thorn.
—No —dijo la Tatrix imperiosamente—, eso no bastaría.
La máscara resplandeciente, que reflejaba ahora la luz del sol poniente, me pareció más que nunca feroz y repulsiva.
—Encadenadlo —dijo—, y llevadlo a las minas de Tharna.
Detrás de mí el tarn de repente lanzó un grito de rabia y comenzó a batir las alas.
Thorn y los guerreros se sobresaltaron, y yo aproveché la ocasión para dar un salto entre sus armas, agarrar a Thorn y a uno de sus guerreros, apretarlos uno contra el otro, y arrastrarlos con estrépito de armas al suelo de mármol de la columna. La Tatrix y Dorna la Orgullosa chillaron.
El otro guerrero me atacó con la espada; yo esquivé el golpe y agarrándolo por la muñeca le retorcí la mano que sostenía el arma. La levanté por encima de mi brazo izquierdo y le di un tirón hacia abajo. El guerrero cayó al suelo emitiendo un grito quejumbroso.
Thorn estaba otra vez de pie y me atacó desde atrás, seguido por el otro guerrero. Me defendí violentamente. Maldecían sin poderse defender cuando los eché por encima de mis hombros, haciéndolos caer de golpe sobre el suelo. En aquel instante, la Tatrix y Dorna la Orgullosa se adelantaron y me pincharon con unos objetos agudos, una especie de agujas, en la espalda y en el brazo.
Me reí de este absurdo ataque, pero de inmediato se me turbó la vista, la columna comenzó a girar y me caí a sus pies. Mis músculos ya no me obedecían
—Encadenadlo —dijo la Tatrix.
Mientras el mundo giraba lentamente a mis pies, sentí cómo los brazos y las piernas parecían carecer de toda energía y no opusieron resistencia cuando fueron brutalmente encadenados.
La risa alegre, victoriosa de la Tatrix resonó en mis oídos.
Oí decir a Dorna la Orgullosa:
—¡Matad al tarn!
—Se ha escapado —respondió el guerrero ileso.
Sin recuperar la fuerza perdida, lentamente, mis ojos volvieron a ver claramente, primero en el centro y luego gradualmente en los costados, hasta que pude divisar la columna, el cielo allá a lo lejos, y a mis enemigos.
En la lejanía descubrí una mancha diminuta: debía ser mi tarn. Al verme caer, evidentemente, había alzado el vuelo de inmediato. Ahora, pensaba yo, gozaría nuevamente de la libertad, de una vida sin sillas ni riendas, sin trabas que lo sujetaran, y se convertiría en el Ubar de los cielos que en realidad era. Su desaparición me entristeció, pero estaba contento de que se hubiera podido poner a salvo. Mejor que morir traspasado por la lanza de uno de los guerreros.
Thorn me agarró por las esposas y me arrastró por el suelo de mármol hacia uno de los tres tarns que estaba esperándome. Me sentía completamente indefenso. Mis piernas y brazos estaban tan flojos como si cada nervio hubiera sido cortado por un cuchillo.
Me encadenaron al aro que uno de los tarns llevaba en la pata.
La Tatrix, al parecer, había dejado de interesarse por mí, pues se volvió hacía Dorna la Orgullosa y Thorn, Capitán de Tharna.
El guerrero cuyo brazo había roto poco antes, estaba arrodillado en el suelo, sujetando su brazo herido. Su compañero estaba de pie, cerca de mí entre los tarns, quizá para vigilarme, quizá para tranquilizar a los gigantes excitables.
De forma altanera, la Tatrix se dirigió hacia Dorna y Thorn:
—¿Por qué —preguntó— se encuentran aquí tan pocos de mis soldados?
—Somos suficientes —dijo Thorn.
La Tatrix miró por encima de la llanura en dirección hacia la ciudad.
—En estos instantes, filas de regocijados ciudadanos estarán abandonando la ciudad —dijo.
Dorna la Orgullosa y Thorn, Capitán de Tharna, callaban.
La Tatrix atravesó la columna, majestuosa en sus ropas destrozadas, y se me acercó:
—Guerrero —dijo—, si te quedaras en esta columna el tiempo suficiente podrías ver las procesiones que me darán la bienvenida a mi regreso a Tharna.
Se oyó la voz de Dorna la Orgullosa:
—No creo que así sea, querida Tatrix.
La Tatrix se volvió, perpleja:
—¿Por qué no? —preguntó.
—Porque —respondió Dorna, e intuí que sonreía detrás de su máscara plateada— tú no volverás a Tharna.
La Tatrix la miró aturdida, sin comprender.
El guerrero ileso había montado el tarn a cuya pata yo estaba encadenado. Tiró de la primera rienda y el monstruo levantó el vuelo. De un tirón fui arrastrado hacia arriba, sintiendo el dolor de las cadenas que me atenazaban. Vi la columna blanca que iba desapareciendo allí abajo con las figuras que se encontraban en ella: dos guerreros, una mujer con máscara plateada y la dorada Tatrix de Tharna.