A las ocho de la mañana Freiherr Hugo Reiss, el cónsul del Reich en San Francisco, salió de su Mercedes Benz 224 E y subió apresuradamente los escalones del consulado, seguido por dos jóvenes empleados del Ministerio de Relaciones Exteriores, Los subordinados de Reiss ya habían abierto la puerta, y el cónsul entró saludando con la mano levantada a las dos muchachas recepcionistas, al vicecónsul Herr Frank, y luego, en la oficina, al secretario Herr Pferdehuf.
—Freiherr —dijo Pferdehuf—, acaba de llegar de Berlín un radiograma en código. Prioridad uno.
Esto significaba que el mensaje era urgente.
—Gracias —dijo Reiss, sacándose el abrigo y dándoselo a Pferdehuf.
—Hace diez minutos llamó Herr Kreuz vom Meere. Quiere que lo llame.
—Gracias —dijo Reiss.
Se sentó a la mesita junto a la ventana, sacó la tapa de la fuente del desayuno, vio en un plato unos huevos revueltos, se sirvió café de la cafetera de plata, y desplegó el periódico de la mañana.
El hombre que lo había llamado, Kreuz vom Meere, era jefe del Sicherheitsdienst en el área del Pacífico; tenía sus oficinas bajo un nombre falso, en la terminal aérea. Las relaciones entre Reiss y Kreuz vom Meere no eran fáciles. Las respectivas jurisdicciones se superponían en innumerables asuntos; una política deliberada, sin duda, de las autoridades de Berlín. Reiss tenía un cargo honorario en las SS, el rango de mayor, y esto lo convertía técnicamente en el subordinado de Kreuz vom Meere. El cargo le había sido encomendado hacía varios años, y ya en aquel tiempo Reiss había descubierto el propósito del nombramiento. Pero no podía hacer nada. Sin embargo, el problema lo irritaba todavía.
El periódico, que había llegado en el avión de la Lufthansa de las seis de la mañana, era el Frankfurter Zeitung. Reiss leyó cuidadosamente la primera página. Von Schirach estaba arrestado en su casa, y posiblemente muerto. Malo. Goering esperaba en una base de entrenamiento de la Luftwaffe, rodeado por veteranos de guerra, todos leales al Gordo. Ninguno lo traicionaría. Tampoco los novatos de la SD. ¿Y qué pasaba con el doctor Goebbels?
Quizá en el corazón de Berlín, dependiendo como siempre de su propio ingenio, de sus poderes de persuasión, que podían sacarlo de cualquier dificultad. Si Heydrich le enviaba un escuadrón, reflexionó Reiss, el menudo doctor no sólo discutiría con ellos, también los convencería de que se pasaran a su bando. Los nombraría empleados del Ministerio de Propaganda a Instrucción Pública.
Podía imaginarse al doctor Goebbels en ese momento, en las habitaciones de alguna hermosa actriz, sin prestar atención a las unidades de la Wehrmacht que desfilaban por las calles. Nada asustaba a aquel Quero. Goebbels sonriendo burlonamente continuaría acariciando el hermoso pecho de la dama con la mano izquierda, mientras escribía el artículo para el Angriff de ese día con… El secretario lo llamó interrumpiendo los pensamientos de Reiss. —Lo siento. Kreuz vom Meere está otra vez en el teléfono.
Incorporándose, Reiss se acercó al escritorio y tomó el aparato.
—Habla Reiss.
Los pesados acentos bávaros del jefe local de la SD:
—¿Alguna noticia de ese hombre de la Abwehr?
Sorprendido, Reiss trató de recordar a qué se refería Kreuz vom Meere.
—Hummm —murmuró—. Según parece hay tres o cuatro hombres de la Abwehr en la costa del Pacífico.
—El que llegó por Lufthansa la semana pasada.
—Oh —dijo Reiss, y sosteniendo el tubo del teléfono entre la oreja y el hombro, sacó la cigarrera—. Nunca vino por aquí.
—¿Qué hace?
—Dios, no lo sé. Pregúntele a Canaris.
—Me gustaría que llamara al Ministerio para que ellos hablaran a la Cancillería y se comunicaran con el Almirantazgo, pidiéndoles que la Abwehr retire a su gente o nos digan por qué están aquí.
—¿No puede hacerlo usted?
—Todo es muy confuso.
Le habían perdido completamente la pista al hombre de la Abwehr, decidió Reiss. Alguien de las oficinas de Heydrich les había dicho —a los agentes locales de la SD —que vigilaran al hombre. Y ahora querían hacerlo responsable del caso.
—Si viene por aquí —dijo Reiss —trataré de que lo sigan. No tenga ninguna duda.
Por supuesto había pocas posibilidades de que el hombre apareciera. Y los dos lo sabían.
—El nombre es indudablemente falso —opinó Kreuz vom Meere—. No sabemos cómo se llama, por supuesto. Es un individuo de aspecto aristocrático. Alrededor de cuarenta. Capitán. Se hace llamar Rudolf Wegener. Una de esas viejas familias monárquicas del este de Prusia. Apoya probablemente a von Papen en el Systemzeit. —Reiss se puso cómodo mientras Kreuz von Meere charlaba —La única explicación es que estos monárquicos traten de reducir el presupuesto de la marina, ya que de ese modo les sería posible…
Al fin Reiss consiguió librarse del teléfono. Cuando volvió a la mesa del desayuno descubrió que los huevos estaban fríos. El café sin embargo se conservaba caliente; lo bebió y volvió a la lectura del periódico pensando que aquello no se terminaba nunca. La gente de la SD trabajaba toda la noche. Podían llamarlo a uno a las tres de la mañana.
El secretario Pferdehuf metió la cabeza en la oficina, vio que Reiss no estaba en el teléfono, y dijo: —Acaban de llamar de Sacramento, muy alterados. Dicen que hay un judío suelto por las calles de San Francisco.
Pferdehuf y Reiss se rieron.
—Muy bien —dijo Reiss—, dígales que se calmen y que nos envíen los papeles. ¿Alguna otra cosa?
—Mensajes de condolencia.
—¿Más?
—Muy pocos. Los tengo en mi escritorio, para cuando usted los necesite. Ya hemos mandado las respuestas.
—Hoy tengo que hablar en esa reunión —dijo Reiss—. A la tarde, a esos hombres de negocios.
—Se lo recordaré —dijo Pferdehuf.
Reiss se reclinó en la silla. —¿Una apuesta?
—No a propósito de las deliberaciones del Partido. Si se refiere a eso.
—Elegirán al verdugo.
Morosamente, Pferdehuf dijo: —Heydrich no puede ir más lejos. Nunca tratará de pasar por encima del Partido. Se asustaría mucho. La sola idea los pondría furiosos a los cabecillas del Partido. Habría una coalición en veinticinco minutos, tan pronto como el primer coche de la SS saliera de Prinzalbrechtstrasse. Tienen el apoyo de esos potentados como Krupp y Thyssen…
Pferdehuf se interrumpió. Uno de los criptógrafos se le había acercado con un sobre.
Reiss extendió la mano. El secretario le dio el sobre.
Era un radiograma urgente en código, descifrado y pasado. a máquina.
Cuando Reiss acabó de leer vio que Pferdehuf estaba esperando. Reiss arrugó el papel y lo echó en el cenicero de cerámica del escritorio, acercándole el encendedor.
—Hay un general japonés que está aquí de incógnito. Tedeki. Será mejor que baje a la biblioteca pública y consiga una de esas revistas japonesas del ejercito con el retrato de este hombre. Hágalo discretamente, por supuesto. No creó que tengamos aquí nada sobre él. —Fue hacia el mueble del archivo, y enseguida cambió de parecer. —Consiga la información posible. Las estadísticas. Tienen que estar en la biblioteca. —Añadió: —Este general Tedeki era comandante en jefe hace unos años. ¿Lo recuerda?
—Un poco —dijo Pferdehuf—. Un hombre de agallas. Ha de tener unos ochenta ahora. Me parece que apoyó una especie de programa acelerado, que llevaría al Japón al espacio.
—En eso falló —dijo Reiss.
—No me sorprendería que hubiese venido aquí por cuestiones de salud —dijo Pferdehuf—. Ya han venido otros viejos militares japoneses al hospital de la U.C. De ese modo pueden aprovechar las técnicas quirúrgicas alemanas que no tienen allá. Naturalmente mantienen el secreto. Razones patrióticas, usted sabe. De modo que quizá convenga tener un hombre vigilando en el hospital, si Berlín no quiere perderlo de vista.
Reiss asintió. Era posible que el viejo general anduviese metido en especulaciones comerciales. La gente que había conocido mientras estaba en actividad podía serle útil ya retirado. ¿O no estaba retirado? El mensaje lo llamaba general no general retirado.
—Tan pronto como tenga la fotografía —dijo Reiss —pase unas copias a nuestro agente del aeropuerto y los muelles. Ya ha de estar en la ciudad. Estas cosas tardan siempre un tiempo en llegar a nuestras manos.
Y por supuesto si el general ya estaba en San Francisco, la gente de Berlín estaría furiosa con el consulado de los EEPA. El consulado habría podido interceptarlo… antes que Berlín hubiese enviado la orden.
Pferdehuf dijo: —Sellaré el radiograma de Berlín, y si más tarde hay algún problema mostraremos cuándo lo recibimos. La hora exacta.
—Gracias —dijo Reiss. Los funcionarios de Berlín eran maestros en el arte de transferir responsabilidades, y Reiss estaba cansado de su papel de chivo emisario. Había ocurrido demasiadas veces —Para estar más seguros —dijo —me parece mejor que contestemos el mensaje. Diga: “Instrucciones llegaron demasiado tarde. Individuo visto ya en la zona. Posibilidad de interceptación remota en este momento.” Dele forma y mándelo. Que parezca adecuado y vago a la vez. Ya entiende.
Pferdehuf asintió. —Lo mandaré enseguida y anotaré la fecha y la hora.
Salió del cuarto y cerró la puerta.
Tenía que cuidarse, reflexionó Reiss, o se encontraría de pronto como cónsul de un montón de negros en una isla de la costa de Sudáfrica. Casi sin darse cuenta tendría como amante a una mamá negra, y once o doce negritos lo llamarían papá.
Se sentó de nuevo a la mesa del desayuno y encendió un cigarro egipcio Simon Artz 70, cerrando cuidadosamente la caja de metal.
No parecía que fueran a interrumpirlo durante un rato, de modo que sacó del portafolios el libro que había estado leyendo, lo abrió en la página del señalador, se puso cómodo y continuó.
…¿Había caminado tanto por estas calles de coches silenciosos, en la paz dominical de una mañana del Tiergarten? Otra vida. Helado de crema, un sabor que podía no haber existido nunca. Ahora hervían ortigas y estaban contentos. Dios, exclamó. ¿No pararían nunca? Los enormes tanques británicos continuaban llegando. Otro edificio, podía haber sido una casa habitación o una tienda, una escuela o unas oficinas; quizá… las ruinas se sacudieron, cayendo en fragmentos. Debajo de los escombros otro puñado de supervivientes, enterrados sin ni siquiera el sonido de la muerte. La muerte se había extendido alrededor, sobre los vivos, los heridos, las pilas de cadáveres. El hediondo, estremecido cadáver de Berlín, las torres ciegas todavía en pie, que desaparecían sin una protesta, como ahora este edificio anónimo que el orgullo del hombre había levantado en otro tiempo.
Una película gris, notó el muchacho, le cubría los brazos. Una ceniza en parte inorgánica, en parte el producto final de la vida, devorado por el fuego. Todo estaba mezclado ahora, sabía él, y se sacudió los brazos. No pensó mucho más; ya tenía otro pensamiento, si es que era posible pensar en medio de los gritos y los estruendos de las granadas. Hambre. Durante seis días no había comido otra cosa que ortigas, y ahora las ortigas habían desaparecido. El campo de matorrales se había hundido en un vasto cráter de tierra. Otras figuras pálidas y delgadas se habían acercado al cráter, como el muchacho, habían estado allí en silencio, y luego se habían ido. Una madre anciana que llevaba una babushka alrededor de la cabeza gris, y una canasta vacía bajo el brazo. Un manco, los ojos vacíos como la canasta.
Una muchacha. Desaparecida ahora entre los árboles desgarrados donde se escondía el muchacho, Eric.
Y la serpiente continuaba acercándose.
¿Terminaría alguna vez? se preguntó él. ¿Y qué ocurriría entonces? ¿Los alimentarían, estos…?
—Freiherr —llegó la voz de Pferdehuf—. Lamento interrumpirlo. Sólo una palabra.
Reiss saltó, cerró el libro. —Adelante.
Cómo escribe este hombre, pensó. Lo había llevado a otro mundo, un mundo real. La caída de Berlín en manos de los ingleses, tan vívida como si hubiese ocurrido de veras. Reiss se estremeció.
Era ese poder de evocación que tienen las novelas, se dijo, aun las novelas populares. No era raro que el libro hubiese sido prohibido en el territorio del Reich, él mismo lo hubiese prohibido. Lamentaba haber empezado a leerlo. Pero era demasiado tarde; tenía que terminarlo ahora.
—Unos marinos de un barco alemán —dijo el secretario—. Se les pidió que se presentaran a usted.
—Sí —dijo Reiss. Fue rápidamente hacia la puerta y entró en la oficina de adelante. Allí esperaban tres marineros con pesados suéteres grises, todos de pelo rubio, caras fuertes, un poco nerviosos. Reiss alzó la mano derecha—. Heil Hitler. —Una breve sonrisa.
—Heil Hitler —farfullaron los hombres, y sacaron los papeles.
Tan pronto como acabó de certificar la visita de los marinos, Reiss corrió de vuelta a su oficina.
Ya solo otra vez reabrió La langosta se ha posado.
Se encontró leyendo una escena donde aparecía… Adolf Hitler. Esta vez ya no pudo detenerse, y continuo, sintiendo un calor en la nuca.
El juicio, comprendió, de Hitler. Luego del fin de la guerra. Hitler en manos de los aliados, Dios. También Goebbels, Goering, todo el resto. En Munich.
Evidentemente Hitler estaba respondiendo al fiscal norteamericano.
…Durante un momento el viejo espíritu oscuro flameó y pareció encenderse. Un estremecimiento sacudió el cuerpo vacilante; la cabeza se alzó. Los labios que babeaban emitieron un murmullo apagado, un ladrido ronco: Deutsche, hier steh’ Ich. Los hombres miraron y escucharon estremeciéndose, algunos ajustaron los auriculares; las caras de los rusos, los norteamericanos, los ingleses y los alemanes se endurecieron, atentas. Sí, pensó Karl. Aquí está una vez más… nos han derrotado, y eso no es todo. Le han quitado la máscara a este superhombre, mostrándolo como es. Sólo… un…
—Freiherr.
Reiss descubrió que el secretario había entrado en la oficina.
—Estoy ocupado —dijo de malhumor. Cerró el libro—. Estoy tratando de leer este libro, ¡Dios santo!
Era inútil. Lo sabía.
—Otro radiograma en código de Berlín —dijo Pferdehuf—. Alcancé a entender algo cuando empezaba a descifrarlo. Se refiere a la situación política.
—¿Qué decía? —murmuró Reiss frotándose la frente con los dedos.
—El doctor Goebbels habló por radio inesperadamente. Un discurso importante. —El secretario estaba excitado. —Recibiremos el texto y tiene que aparecer en la prensa de aquí.
—Sí, sí —dijo Reiss.
El secretario dejó la oficina y Reiss abrió de nuevo el libro. Una ojeada más, a pesar de su resolución… Buscó el párrafo.
…en silencio Karl contempló el ataúd envuelto en una bandera. Ahí yacía, y ahora había desaparecido, realmente. Ni siquiera los poderes demoníacos podían traerlo de vuelta. El hombre —¿o era al fin y al cabo un Uebermensch? —a quien Karl había seguido ciegamente, había adorado… hasta el borde de la tumba. Adolf Hitler había muerto, pero Karl se aferraba a la vida. No lo seguiré, murmuró la mente de Karl. Iré adelante, vivo. Y reconstruiré. Y todos reconstruiremos. Es necesario.
Qué lejos, qué terriblemente lejos lo había llevado la magia del líder. ¿Y qué quedaba ahora que habían puesto punto final a aquella historia increíble, el viaje desde el aislado pueblo aldeano de Austria a la pobreza miserable de Viena, desde la pesadilla de las trincheras, pasando por las intrigas políticas, la fundación del Partido, la cancillería, lo que por un instante había parecido la dominación del mundo?
Karl sabía. Bluff. Hitler les había mentido. Los había gobernado con palabras vacías.
No es demasiado tarde. Nos hemos dado cuenta, Adolf Hitler. Y al fin sabemos qué eres realmente. Y el partido nazi, esa terrible época de crímenes y fantasías megalomaníacas, sabemos qué es. Qué era.
Karl se volvió alejándose del ataúd silencioso…
Reiss cerró el libro y se quedó pensando. A pesar de sí mismo se sentía perturbado. Tenía que haber presionado un poco más a los japoneses, se dijo, para que prohibieran el maldito libro. La obra, obviamente, estaba de parte de ellos. Hubiera podido arrestar también a… como se llamaba… Abendsen. Disponía de poder suficiente en el Medio Oeste.
Lo más perturbador era eso: La muerte de Adolf Hitler, la derrota y destrucción de Hitler, el Partido, y Alemania misma, tal como se describían en el libro de Abendsen… Todo esto, de algún modo, tenía mayor grandeza, estaba más de acuerdo con el viejo espíritu que el mundo actual. El mundo de la hegemonía alemana.
¿Cómo podía ser? se preguntó Reiss. ¿El motivo era sólo la habilidad de Abendsen como escritor?
Conocían un millón de trucos, estos novelistas. El doctor Goebbels, por ejemplo; así había empezado, escribiendo novelas. Los escritores apelaban a los instintos básicos, comunes a todos, aun detrás de las superficies más respetables. Sí, el novelista conocía a los seres humanos, qué poco valían, gobernados por los testículos, empujados por el miedo, vendiéndose a todo en nombre de la codicia… el novelista sólo tenía que tocar el tambor, y obtenía una respuesta. Y observando las reacciones de la gente, el novelista reía, por supuesto, llevándose la mano a la boca.
Ese libro, por ejemplo, reflexionó Herr Reiss, apelaba a los sentimientos, no a la inteligencia; y naturalmente el autor obtenía su paga… Siempre en estos casos había una cuestión de dinero. Era obvio que alguien le había puesto la Hundsfott encima, le dijo qué historia debía escribir, y estos hombres escribían cualquier cosa si les pagaban bien. Contaban un montón de mentiras, y luego el público se tomaba la sopa bien preparada. ¿Dónde habían publicado el libro? Herr Reiss examinó el ejemplar. Omaha, Nebraska. El último reducto de la industria editorial plutocrática, en un tiempo instalada en el centro de Nueva York, apoyada por el oro de judíos y comunistas…
Quizá este Abendsen era judío.
Están todavía acechándonos, tratando de envenenarnos, se dijo Herr Reiss. Este jüdische Buch… Cerró de golpe el ejemplar de La langosta. El nombre real era probablemente Abendstein. La SD ya estaría investigando, sin duda.
Tendrían que enviar a alguien a los EEMR pensó, para que visitara a Herr Abendstein. Se preguntó si Kreuz vom Meere habría recibido instrucciones. Quizá no, a causa de toda aquélla charla en Berlín. Los asuntos domésticos eran graves, no tenían tiempo para otras cosas.
Pero ese libro, pensó Reiss, era peligroso. Si en alguna hermosa mañana alguien encontrase a Abendstein colgando del cielo raso, la noticia devolvería la sensatez a cualquiera que pudiese haber sido influido por el libro. Ellos, los alemanes, tendrían así la última palabra. Habrían escrito el colofón.
Necesitarían un hombre blanco, por supuesto. Herr Reiss se preguntó qué estaría haciendo Skorzeny en esos días.
Releyó la sobrecubierta del libro. El hombre vivía en una barricada. Allá arriba, en un verdadero castillo. No era tonto. Quien entrara allí y llegase a Abendstein no saldría con vida.
Quizá fuese una insensatez. Al fin y al cabo él libro ya estaba impreso. Era demasiado tarde. La zona estaba ocupada por los japoneses… los hombrecitos amarillos harían un escándalo.
Sin embargo, si se llevaba a cabo hábilmente… si se manejaba con cuidado…
Freiherr Hugo Reiss escribió unas palabras en el memorándum. Habría que hablar con el general de la SS, Otto Skorzeny, o mejor aún Otto Ohlendorf del Amt III del Reichssicherheitshauptamt. ¿No comandaba Ohlendorf el Einsatzgruppe D?
Y enseguida, de pronto, sin ningún síntoma previo, Reiss se sintió enfermo de rabia. Pensé que esto había acabado, se dijo. ¿No tendría fin? La guerra había terminado hacía años. Y pensaron que había terminado de veras. Pero el fiasco de África, ese loco de Seyss-Inquart tratando de llevar a la práctica los esquemas de Rosenberg…
Herr Hope tenía razón, pensó Reiss. Ese chiste a propósito de los contactos alemanes en Marte. Marte poblado de judíos. También los verían allí: judíos bicéfalos, quizá, de treinta centímetros de altura.
No podía olvidar las tareas de rutina, decidió. No le quedaba tiempo para aquellas aventuras propias de una cabeza de chorlito; Einsatzkommandos persiguiendo a Abendsen. Tenía las manos ocupadas; saludos de bienvenida a marinos alemanes y respuestas a radiogramas en código. Un asunto semejante correspondía a alguien de mayor jerarquía.
De cualquier modo, pensó, si se metía en algo parecido y todo salía mal no era difícil saber qué le pasaría: miembro de la custodia en el gobierno general del Este, o en una cámara de gas de cianuro hidrogenado Zyklon B.
Extendiendo la mano tachó cuidadosamente la nota del memorándum, y luego quemó la hoja en el cenicero de cerámica.
Llamaron a la puerta y entró el secretario trayendo un puñado de papeles.
—El discurso del doctor Goebbels. Completo. —Pferdehuf dejó las hojas sobre el escritorio. —Tiene que leerlo. Muy bueno; uno de los mejores.
Encendiendo otro cigarrillo Simon Arzt 70, Reiss se puso a leer el discurso del doctor Goebbels.