La señora Juliana Frink había salido a la mañana temprano a hacer sus compras y caminaba ahora por la acera, llevando los dos sacos de papel, deteniéndose delante de los escaparates, y disfrutando del día luminoso y fresco.
¿No tenía que comprar algo en la cafetería? Entró. No comenzaba a trabajar en la academia de judo hasta el mediodía y le sobraba tiempo. Se sentó en un taburete junto al mostrador, dejó sus paquetes a un costado y se puso a mirar las revistas.
El último número de Life, vio, traía un artículo importante titulado: TELEVISIÓN EN EUROPA. UNA OJEADA AL FUTURO. Juliana volvió las páginas, interesada, y vio la fotografía de una familia alemana que miraba televisión. El canal de Berlín, decía el artículo, transmitía ya durante cuatro horas. Un día habría estaciones de televisión en todas las principales ciudades europeas. Y en 1970 instalarían una en Nueva York.
Otra fotografía mostraba cómo unos ingenieros alemanes ayudaban a unos técnicos neoyorquinos. Era fácil descubrir quiénes eran los alemanes. Hombres de aspecto saludable, limpios, enérgicos. Los norteamericanos, por su parte, eran gente, y nada más.
Uno de los técnicos alemanes señalaba algo, y los norteamericanos trataban de ver qué señalaba. Yo diría que tienen mejor vista que nosotros, decidió Juliana. Una dieta más adecuada durante estos últimos veinte años. Se dice que pueden ver cosas que nadie ve. ¿Vitamina A quizá?
¿Cómo sería eso de estar sentado en la casa de uno y ver todo el mundo en una pantallita, gris? En verdad, si los nazis podían volar entre la Tierra y Marte no era difícil tampoco que consiguieran transmitir imágenes. Me parece que yo preferiría eso, se dijo Juliana, ver esos espectáculos cómicos con Bob Hope y Jimmy Durante. Ir de un lado a otro por Marte no le parecía tan atractivo. Sí, pensó mientras dejaba la revista en el estante. Los nazis no tenían sentido del humor, y la televisión no podía entusiasmarlos mucho. De cualquier modo habían matado a la mayoría de los grandes cómicos, casi todos judíos. En realidad habían matado casi todas las formas de entretenimiento. No se sabía muy bien por qué toleraban a Bob Hope. Por supuesto, Hope tenía que transmitir desde Canadá. Había un poco más de libertad allí. Pero Hope decía cosas realmente. Como aquel chiste sobre Goering… Goering compraba la ciudad de Roma y se la llevaba a su retiro en las montañas y luego la ponía de nuevo en su sitio. Y revivía el cristianismo para que sus leones tuvieran algo que…
—¿Va a comprar esa revista, señorita? —dijo el anciano macilento que atendía el mostrador, mirándola.
Juliana dejó el ejemplar del Reader’s Digest que había empezado a hojear.
Caminando otra vez por la acera con sus paquetes, Juliana pensó: Quizá Goering sea el nuevo Führer cuando muera Bormann. Parece distinto de los otros. Bormann subió antes porque estaba allí esperando mientras Hitler empeoraba. El viejo Goering, en cambio, se pasaba los días en su palacio de los bosques. Goering debía de haber sido Führer después de Hitler, pues su Luftwaffe había destruido los puestos de radar ingleses, y luego la RAF. Hitler hubiera preferido que bombardearan Londres, hasta no dejar una casa en pie, como en Rotterdam.
Pero Goebbels se le adelantaría seguramente, decidió. Eso era lo que decía todo el mundo. Si el espantoso Heydrich no llegaba antes. Heydrich los mataría con gusto a todos. Estaba loco de veras.
El que me gusta, pensó, es von Schirach, el único que parece normal. Pero no tenía ninguna posibilidad.
Dio medía vuelta y subió los escalones del viejo edificio de madera.
Cuando abrió la puerta del dormitorio vio que Joe Cinnadella estaba aún donde lo había dejado, en el centro de la cama, boca abajo, con los brazos colgando a los costados, durmiendo.
No, pensó. No puede estar todavía aquí. El camión se ha ido.
Entró en la cocina y dejó los paquetes en la mesa junto a los platos del desayuno.
¿Habrá esperado a que el camión se fuera a propósito? se preguntó.
Qué hombre raro… Había estado tan activo con ella, casi toda la noche. Y sin embargo, había sido siempre como si él no hubiese estado allí, como si todo el tiempo él hubiera estado pensando en otra cosa.
Guardó lo que había comprado en el congelador, y luego se puso a limpiar la mesa del desayuno. Quizá lo había hecho tantas veces, pensó, que ya era para él como una segunda naturaleza. Se mueve como yo ahora mientras pongo estos platos y estos cubiertos en la pileta, pensó. Podría hacerlo aunque le sacaran tres cuartas partes del cerebro, como la pata de una rana en una clase de biología.
—Eh —llamó—, despierta.
Joe gruñó y se agitó en la cama.
—¿Oíste el programa de Bob Hope la otra noche? —dijo Juliana—. Contó un chiste realmente gracioso. Un mayor alemán se entrevista con unos marcianos. Los marcianos no tienen certificados que prueben la ascendencia aria de la raza, y el mayor informa a Berlín que Marte está habitado por judíos. —Entró en el dormitorio —Y los marcianos miden treinta centímetros y tienen dos cabezas…
Joe había abierto los ojos. No dijo nada. Se quedó mirando a Juliana, sin parpadear. Una sombra de barba en la mejilla, la mirada tenebrosa…, Juliana calló.
—¿Qué pasa? —le dijo —al fin—. ¿Tienes miedo?
No, pensó enseguida, Frank tenía miedo. Esto es en cambio… no sé qué.
—El camión se fue —dijo Joe, sentándose.
—¿Qué vas a hacer?
Juliana se sentó también al borde de la cama y se secó los brazos y manos con el repasador.
—Me recogerá cuando pase de vuelta por aquí. Mi compañero no le dirá nada a nadie. Sabe que yo haría lo mismo por él.
—¿Ya ocurrió antes?
Joe no respondió. Lo dejaste ir, se dijo Juliana. Lo supe enseguida.
—¿Y si toma otra ruta? —preguntó.
-.Siempre toma la cincuenta. Nunca la cuarenta. Tuvo un accidente una vez en la cuarenta. Unos caballos se le cruzaron en el camino y se los llevó por delante. En las Rocosas.
Joe tomó las ropas de la silla y empezó a vestirse.
—¿Cuántos años tienes, Joe? —preguntó mientras le miraba el cuerpo desnudo.
—Treinta y cuatro.
Entonces, pensó Juliana, debes de haber estado en la guerra. Joe no tenía ningún defecto físico evidente. Un cuerpo proporcionado, delgado, con piernas largas. Joe notó que Juliana lo miraba y se volvió, encogiéndose.
—¿No puedo mirar? —dijo Juliana, preguntándose por qué no. Toda la noche juntos y ahora esta pudibundez—. ¿Somos bichos? —dijo—. ¿No toleramos vernos a la luz del día? ¿Tenemos que escondernos en los agujeros de las paredes?
Joe gruñó y fue hacia el baño en calzoncillos y calcetines, frotándose la barbilla.
Esta es mi casa, pensó Juliana. Dejo que te quedes, y tú no permites que lo mire. ¿Para qué te quedas entonces?
Fue también al baño. Joe estaba llenando la palangana con agua caliente, para afeitarse. Tenía un tatuaje en el brazo, descubrió Juliana, una letra C de color azul.
—¿Qué es eso? ¿Tu mujer? ¿Conne? ¿Corinne?
—Cairo —dijo Joe, enjabonándose.
Que nombre exótico, pensó Juliana con envidia. Y sintió enseguida que enrojecía. Soy realmente estúpida, se dijo. Un italiano de treinta y cuatro años que venía de la parte nazi del mundo… Había estado en la guerra, por supuesto, del lado del Eje. Y había combatido en El Cairo. El tatuaje era el sello de los veteranos italianos y alemanes, un recuerdo de la campaña en la que el Afrikan Korps del general Rommel había derrotado a los australianos y a los ingleses comandados por el general Gott.
Salió del baño, volvió al dormitorio, y empezó a hacer la cama con manos rápidas.
Las cosas de Joe estaban apiladas ordenadamente en la silla. La ropa, una valija pequeña, artículos personales. Entre ellos una cajita de felpa, algo parecida a un estuche de anteojos. Juliana la abrió y miró adentro.
Peleaste en El Cairo, realmente, se dijo mientras contemplaba la cruz de hierro con el nombre de Joe y la fecha grabados en la parte superior. No le daban la cruz a todos, sólo a los valientes. Se preguntó qué habría hecho Joe. No tenía entonces más de diecisiete años.
Joe apareció en la puerta del cuarto de baño cuando Juliana sacaba la medalla de la caja. Juliana se sobresaltó, sintiéndose culpable. Pero Joe no parecía enojado.
—Estaba mirándola —dijo Juliana—. Nunca había visto una antes. ¿Te la puso el mismo Rommel?
—Me la dio el general Bayerlein. Rommel había sido transferido a Inglaterra, para que dirigiera allí las últimas batallas.
Joe había hablado con una voz serena, pero había empezado a frotarse la frente de nuevo, con aquel movimiento monótono que parecía un tic nervioso, meciéndose los dedos en el pelo como si se peinara.
—¿Me contarás? —preguntó Juliana.
Joe volvió al baño y mientras se afeitaba y se daba una ducha caliente le contó a Juliana una breve historia, nada parecida a la que ella hubiese querido escuchar. Los dos hermanos mayores habían combatido en la campaña de Etiopía. Él tenía entonces trece años y era miembro de una organización fascista de jóvenes, en Milán, su ciudad natal. Más tarde los dos hermanos se habían enganchado en un batallón de artilleros, a las órdenes de un mayor llamado Ricardo Pardi, y cuando estalló la segunda guerra mundial, Joe se había unido a ellos. Combatieron juntos en el ejército de Graziani. El equipo, los tanques sobre todo, no servía para nada. Cada vez que se encontraban con los ingleses, los soldados y hasta los oficiales de Graziani caían como moscas. Para que las puertas de los tanques no se abrieran las sostenían desde dentro con sacos de arena. El mayor Pardi, sin embargo, consiguió al fin unos proyectiles defectuosos. El batallón los pulió, los engrasó, y los disparó contra el enemigo. La artillería de Pardi detuvo así a los tanques del general Wavell en el 43.
—¿Viven aún tus hermanos? —preguntó Juliana.
Los hermanos de Joe habían muerto en el 44. Los comandos ingleses, el grupo del desierto que operaba detrás de las líneas alemanas, los habían estrangulado con alambre. Los comandos habían peleado ferozmente en los últimos días de la guerra, cuando era claro ya que los aliados no podían ganar.
—¿Qué piensas ahora de los ingleses? —preguntó Juliana, titubeando.
Joe habló con un tono inexpresivo. —Me hubiera gustado que hubiesen hecho en Inglaterra lo que hicieron en Africa.
—Pero han pasado… dieciocho años —dijo Juliana—. Sé que los ingleses, especialmente, se comportaron de un modo terrible. Pero,..
—Hablan de las cosas que los nazis les hicieron a los judíos —dijo Joe—. Los británicos los superaron. En la batalla de Londres. —Una pausa —Aquellas armas de fósforo y petróleo. Vi las tropas alemanas, luego. Barcazas y barcazas reducidas a cenizas. Y las cañerías bajo el agua, que incendiaban el mar. Y las incursiones aéreas sobre la población civil. Churchill pensaba que los bombardeos aún podían salvar la guerra, en los últimos días. Los ataques terribles a Hamburgo y Essen…
—No hablemos de eso —dijo Juliana. Se puso a freír jamón, en la cocina, y se volvió al aparatito de radio Emerson, de caja plástica, que Frank le había regalado en un cumpleaños—. Te prepararé algo de comer. —Buscó en la radio una música ligera y agradable.
—Mira esto —dijo Joe, sentado en la cama junto a la valijita. La había abierto sacando un libro gastado por el uso. Le sonrió a Juliana, mostrando los dientes—. Acércate. ¿Sabes qué dicen algunos? Este hombre… —señaló el libro —es muy gracioso. Siéntate. —Tomó a Juliana por el brazo y la obligó a sentarse. —Quiero leerte. Imagina que hubieran ganado ellos. ¿Qué hubiese ocurrido? No tenemos por qué preocuparnos. Este hombre lo ha pensado todo ya.
—Joe abrió el libro y pasó lentamente las hojas —El Imperio Británico controlaría toda Europa. Todo el Mediterráneo. Ni Italia ni Alemania estarían allí. Soldaditos de altos sombreros de piel en todas partes. Los dominios del rey llegarían al Volga.
—¿Eso sería tan malo? —preguntó Juliana, en voz baja.
—¿Leíste el libro?
—No —reconoció Juliana, inclinándose para ver la cubierta. Había oído hablar del libro, sin embargo. Mucha gente estaba leyéndolo—. Pero Frank y yo, mi primer marido y yo, hablábamos a menudo de cómo sería el mundo si los aliados hubiesen ganado la guerra.
Joe no escuchaba, aparentemente. Tenía los ojos clavados en el ejemplar de La langosta se ha posado.
—Y en este libro —dijo—, ¿sabes cómo ganaron los ingleses? ¿Cómo batieron al Eje?
Juliana meneó la cabeza, sintiendo la tensión creciente de Joe. La barbilla le temblaba ahora a Joe; se pasaba la lengua por los labios, y se acariciaba el pelo. Habló al fin con una voz ronca: —Italia traiciona al Eje.
—Oh —dijo Juliana.
—Italia se pasa a los aliados. Se une a los anglosajones y abre lo que este hombre llama el “suave bajo vientre” de Europa. Pero es natural que lo imagine de este modo. Todos sabemos qué cobardes eran los soldados italianos: echaban a correr cada vez que veían a los ingleses. Siempre con la botella de vino en la mano. Hombres blandos, poco amigos de la guerra. Este hombre… —Joe cerró el libro y miró la contratapa. —Abendsen. No lo acuso. Escribe esta fantasía, imagina cómo sería el mundo si el Eje hubiera perdido. ¿Cómo hubiera podido perder sino por la traición de los italianos? —Joe carraspeó —El duce… era un payaso. Nadie lo ignora.
—Tengo que dar vuelta al jamón.
Juliana se apartó y se metió otra vez en la cocina.
Joe fue detrás de ella, llevando el libro.
—Y luego entraron los norteamericanos en la guerra. Después de vencer a los japoneses. Y terminada la guerra, los ingleses y los norteamericanos se dividen el mundo. Exactamente como lo hicieron en la realidad los japoneses y los alemanes.
—Los japoneses, los alemanes y los italianos —dijo Juliana.
Joe se quedó mirándola.
—Te olvidabas de los italianos —dijo Juliana mirándolo, serenamente. ¿Tú también te olvidas?, pensó. ¿Cómo todos los demás? El pequeño imperio del Cercano Oriente… la comedia musical Nueva Roma.
Joe se sentó a la mesa y Juliana le sirvió un plato de jamón con huevos tostados y mermelada, y café. Joe comió rápidamente.
—¿Qué te servían en Africa del Norte? —preguntó Juliana, sentándose.
—Carne de asno —dijo Joe.
—Qué asco.
Torciendo la cara, Joe continuó:
—Asino Morto. Las latas tenían las iniciales estampadas: AM. Los alemanes las llamaban Alter Mann. Hombre Viejo.
Joe se puso a comer otra vez.
Me gustaría leer esto, pensó Juliana mientras tomaba el libro de debajo del brazo de Joe. ¿Se quedará aquí tanto tiempo? El libro tenía manchas de grasa, y páginas rotas, y marcas de dedos en todas partes. Había sido leído por camioneros en las largas paradas, pensó Juliana, a altas horas de la noche… Apuesto a que lees lentamente, Joe, se dijo. Apuesto a que estás metido en este libro desde hace semanas o meses.
Abriendo el libro por cualquier parte, leyó:
—…ahora, en la ancianidad, imaginaba un porvenir tranquilo, un dominio que los antiguos podían haber concebido, pero sin comprender: naves que iban de Crimea a España, y en todas partes la misma moneda, la misma bandera, el mismo lenguaje. La vieja Unión que se extendía de la salida del sol a la puesta del sol: había sido alcanzado al fin, el sol y la bandera…
—El único libro que llevo siempre conmigo —dijo Juliana —no es realmente un libro: es un oráculo, el I Ching… Frank me acostumbró a usarlo, y recurro a él cada vez que tengo que decidir. —Cerró La langosta se ha posado. —¿Quieres verlo? ¿Quieres que lo consultemos?
—No —dijo Joe.
Apoyando el mentón en los brazos cruzados, sobre la mesa, y mirando a Joe de soslayo, Juliana dijo: —¿Te has mudado aquí para siempre? ¿Qué proyectos tienes?
Todo el tiempo inventando insultos y calumnias, pensó. Joe la horrorizaba, con ese odio a la vida. Pero… tenía algo. Era como un animalito, poco importante, pero listo. Estudiando la cara limitada, morena y desierta de Joe, Juliana se preguntó cómo era posible que en algún momento le hubiese parecido más joven. Pero aun esto era cierto, se dijo. Estaba todavía en la infancia, el hermanito menor que adora a los dos hermanos mayores, al mayor Pardi, y al general Rommel, y que jadea y suda para soltarse y arrojarse sobre los soldados británicos. ¿Habrían ahorcado realmente a los hermanos de Joe, con alambre? Los cuentos de atrocidades y las fotos que se habían publicado luego de la guerra… Juliana se estremeció. Pero los comandos británicos habían sido juzgados y condenados hacía ya mucho tiempo.
En la radio había cesado la música, y ahora se oía lo que parecía ser un programa de noticias, transmitido en onda corta desde Europa. La voz se apagó y fue sólo un farfulleo. Una pausa, y nada. Silencio. Luego el locutor de Denver, con mucha claridad. Juliana se inclinó para cambiar la estación pero Joe le detuvo la mano.
—…la noticia de la muerte del canciller Bormann ha sorprendido al pueblo alemán, pues ayer apenas se había anunciado…
Juliana y Joe se pusieron de pie de un salto.
—…todas las estaciones de radio alemanas cancelaron sus programas habituales y los oyentes escucharon los compases solemnes, del coro de la división SS Das Reich que entonó el himno del Partido, el Horst Wessel Lied. Más tarde, en Presde, donde se encuentran el Secretario del Partido y los jefes de la Sicherheitsdienst, la policía de seguridad nacional que reemplazó a la Gestapo luego de…
Joe subió el volumen.
—…la reorganización del gobierno, de acuerdo con los consejos del desaparecido Reichsführer Himmler—, Albert Speer y otros, se han proclamado dos semanas de duelo nacional, y se informa que muchas tiendas y oficinas ya han cerrado sus puertas. Y sin embargo nada se ha dicho aún de la convocatoria del Reichstag, el antiguo parlamento del Tercer Reich, que ha de aprobar…
—Será Heydrich —dijo Joe.
—Me gustaría que fuese ese hombre grande y rubio, Schirach —dijo Juliana—. Cristo, de modo que al fin se murió. ¿Crees que Schirach tiene alguna oportunidad?
—No —dijo Joe, secamente.
—Quizá estalle una guerra civil —dijo Juliana—. Pero son tan viejos ahora, Goering y Goebbels, todos los muchachos del viejo Partido.
La radió decía en ese momento:—… entrevistado en su retiro de los Alpes, cerca de Brenner…
—Ese es el gordo Hermann —comentó Joe.
—…dijo simplemente que se sentía muy apenado por la muerte de alguien que no era sólo un soldado, un patriota y un leal jefe del Partido sino también, como lo había dicho muchas veces, un amigo personal, y a quien, como todos recuerdan, apoyó poco después de la guerra, cuando los elementos que se oponían al ascenso de Herr Bormann al poder supremo…
Juliana apagó la radio.
—Pura charla dijo—. ¿Por qué usan las palabras de ese modo? Hablan de esos criminales terribles como si fuesen parecidos a nosotros..
—Son como nosotros —dijo Joe. Se sentó otra vez y volvió a la comida—. No hicieron nada que no hubiéramos hecho nosotros si hubiésemos estado en su lugar. Salvaron al mundo del comunismo. Estaríamos viviendo ahora gobernados por los rojos, si no hubiese sido por Alemania. Estaríamos peor.
—Hablas y hablas —dijo Juliana—. Como la radio. Charla pura.
—He vivido bajo los nazis —dijo Joe—. Sé cómo es. ¿Es sólo charla haber vivido con ellos trece, casi quince años? Conseguí una tarjeta de trabajo de la OT. Trabajé para la Organización Todt desde 1947, en Africa del Norte y los Estados Unidos. Escucha. —sacudió el índice ante la cara de Juliana. —Yo tenía ese talento de los italianos para trabajar los terrenos; la OT me clasificó entre los mejores. No me dedicaba a palear asfalto y a mezclar cemento para los autobahns. Era ayudante de un ingeniero. Un día el doctor Todt vino a inspeccionar el trabajo de la cuadrilla. “Tiene usted buenas manos”, me dijo. Fue un gran momento, Juliana. Te reconocen la dignidad del trabajo, no son sólo palabras. Antes de los nazis. todo el mundo despreciaba el trabajo manual, yo también. Todos éramos aristócratas. El Frente de Trabajo puso fin a todo eso. Me vi las manos por primera vez en la vida. —Hablaba ahora muy rápidamente y con tanto acento que a Juliana le costaba trabajo seguirlo. —Todos vivíamos allá en los bosques, en el norte del Estado de Nueva York, como hermanos. Cantábamos canciones. Íbamos a trabajar entonando marchas. Era el espíritu de la guerra, pero para la construcción, no la destrucción. Aquellos fueron los mejores días, la reconstrucción luego de la lucha, hileras de edificios públicos, sólidos, limpios, hermosos; levantábamos otra vez manzana a manzana todo el centro de las ciudades, Nueva York y Baltimore. Ahora, por supuesto, ese trabajo ha quedado atrás. Los grandes monopolios como Krupp and Sohnen de Nueva Jersey son los que mandan. Pero esto no es nazi; es el viejo poder europeo. Y algo peor. Los nazis como Rommel y Todt son hombres millones de veces mejores que los industriales como Krupp y los banqueros, y todos esos prusianos. Tendrían que haber pasado por las cámaras de gas. Todos esos caballeros de etiqueta.
Pero, pensó Juliana, los caballeros de etiqueta están aquí para siempre. Y tus ídolos, Rominel y el doctor Todt, vinieron aquí luego de la guerra sólo a sacar la basura, a construir los caminos, a poner en marcha las industrias. Hasta dejaron a los judíos con vida, una sorpresa afortunada. Una amnistía, para que los judíos pudieran trabajar también. Hasta el 49 por lo menos… y luego adiós Rommel y Todt, retírense a descansar.
¿No lo sabía acaso? se preguntó Juliana. ¿No se lo había oído todo esto a Frank? Joe no podía decirle nada nuevo acerca de la vida bajo los nazis. Mi marido era —es —judío, pensó; sabían bien que el doctor Todt era un hombre incomparablemente modesto, educado, que sólo pretendía dar trabajo —trabajo decente y respetable —a millones de hombres y mujeres norteamericanos que iban de un lado a otro entre las ruinas, pálidos y sin esperanza. Todt quería dar asistencia médica y habitación y vacaciones a todos los hombres, sin tener en cuenta la raza. Era un constructor, no un pensador… y en la mayoría de los casos había conseguido lo que quería, lo había conseguido realmente. Pero…
Una idea que venía molestándola salió de pronto a la luz.
—Joe. La langosta, ¿no está prohibido en el Este?
Joe asintió con un movimiento de cabeza.
—¿Cómo puedes leerlo entonces? —Había algo poco claro aquí —¿No fusilan a la gente que lee libros prohibidos?
—Eso depende de tu grupo racial. De la banda que lleves en el brazo.
Por supuesto. Los eslavos, los polacos, los portorriqueños no podían leer o escuchar cualquier cosa. Los anglosajones habían salido mejor del paso. Mandaban a sus niños a las escuelas públicas, iban a los museos, las bibliotecas, los conciertos. Sin embargo… La langosta no era lectura reservada a algunos. Estaba prohibido, y para todos.
—Lo leo en los cuartos de baño —dijo Joe—. Lo escondo en la almohada. En realidad, lo leo porque está prohibido.
—Eres valiente —dijo Juliana.
Joe. titubeó: —¿Me estás tomando el pelo?
—No.
Joe aflojó el cuerpo.
—Es fácil para ustedes aquí. Viven a salvo, sin propósito definido, sin nada que hacer, sin preocupaciones. Fuera de la corriente de la historia, aún en el pasado, ¿no es así?
Miró a Juliana burlonamente.
—Te estás envenenando —dijo Juliana —con tu propio cinismo. Te han llevado todos tus ídolos, uno por uno, y ahora no tienes a nadie a quien querer.
Le alcanzó a Joe el tenedor. Come, pensó. O renuncia también a los procesos biológicos.
—Joe, mientras comía, señaló el libro con un movimiento de cabeza y dijo: —Ese hombre, Abendsen, vive cerca de aquí, según dice la cubierta. En Cheyenne. Desde un sitio tan seguro puede tener realmente una buena perspectiva del mundo, ¿no te parece? Lee lo que dice, léelo en voz alta.
Juliana tomó el libro y leyó en la contratapa: —“Ex marino. En Inglaterra, durante la segunda guerra mundial, fue herido por un sargento nazi del cuerpo de tanques. Escribe en lo que es prácticamente una fortaleza, rodeado de armas.” —Juliana dejó el libro y comentó: —No lo dice aquí, pero he oído que es casi paranoico. Alambre de púa electrizado alrededor de la casa, y eso en plena montaña. Es difícil llegar.
—Quizá tenga razón —lijo Joe —al vivir así. Luego de escribir ese libro. Los jerarcas nazis pusieron el grito en el cielo cuando lo leyeron.
—Ya vivía así antes. Escribió el libro allí. El sitio se llama… —Juliana echó una ojeada a la solapa del libro. —El Castillo. Así lo llama él.
—No lo detendrán —dijo Joe, masticando rápidamente—. Ha de estar siempre atento. Es un hombre listo.
—Pienso que se necesita mucho coraje para escribir un libro así —dijo Juliana—. Si el Eje hubiera perdido la guerra podríamos decir y escribir cualquier cosa, como antes. Éramos un país unido y teníamos un sistema legal justo, igual para todos.
Juliana, sorprendida, vio que Joe asentía.
—No lo entiendo —dijo—. ¿En qué crees? ¿Qué buscas? Defiendes a esos monstruos que asesinaron a los judíos; y luego tú…
Tomó a Joe por las orejas y tironeó. Joe parpadeó sorprendido y dolorido. Juliana se puso de pie, arrastrándolo.
Se miraron, resollando, incapaces de hablar.
—Déjame terminar la comida que me has preparado —dijo Joe al fin.
—¿No me lo dirás? ¿No quieres decírmelo? Lo sabes muy bien, y sigues comiendo como si no tuvieras la menor idea de lo que hablo.
Juliana le soltó las orejas a Joe, brillantes y rojas.
—Charla sin sentido —dijo Joe—. No vale nada. Como la radio, lo que tú dijiste. ¿No recuerdas cómo llamaban los camisas pardas a la gente que se pasa las horas tejiendo filosofías? Eierkofif. Cabeza de huevo. Pues esas cabezas redondas se quiebran muy fácilmente… en los tumultos callejeros.
—Si piensas eso de mí —dijo Juliana—, ¿por qué no te vas? ¿Para qué te quedas?
La sonrisa enigmática de Joe le heló la sangre.
Ojalá nunca te hubiera dejado venir conmigo, se dijo. Y ahora es demasiado tarde. Sé que no puedo librarme de él, es demasiado fuerte.
Algo terrible está pasando, pensó. Algo que sale de él. Y me parece que yo ayudo.
—¿Qué te ocurre? —Joe se acercó a ella, le tocó la barbilla, le acarició el cuello, metió los dedos por debajo de la blusa y le apretó los hombros afectuosamente. —Estás de mal humor. Tienes un problema. Te analizaré.
—Te llamarán analista judío. —Juliana sonrió débilmente. —¿Quieres terminar tus días en un horno?
—Les tienes miedo a los hombres, ¿no es así?
—No sé.
—Lo vi anoche. Porque yo… —Joe se interrumpió bruscamente. —Estuve atento a lo que querías y necesitabas.
—Claro, porque te acostaste con tantas mujeres, eso habías empezado a decir.
—Pero sé que tengo razón. Escucha. Nunca te haré daño, Juliana. Te lo juro por mi madre muerta. Te doy mi palabra. Tendré una consideración especial contigo, y si quieres aprovechar mi experiencia, te ayudaré. Te quitaré los nervios. Puedo hacer que te sientas mejor, y no en mucho tiempo. Has tenido mala suerte, eso es todo.
Juliana asintió, un poco animada. Pero se sentía aún fría y triste, y no sabía realmente por qué.
Antes de empezar el día, el señor Nobusuke Tagomi estaba un rato a solas. Se sentaba en la oficina del edificio del Times nipón y meditaba.
Ya antes de dejar la casa para ir a la oficina, había recibido el informe de Ito sobre el señor Baynes. No había ninguna duda en la mente del estudiante: el señor Baynes no era sueco. El señor Baynes era indudablemente un hombre de nacionalidad alemana.
Pero el conocimiento que tenía Ito de las lenguas germanas nunca había impresionado a Misiones Comerciales ni a la Tokkoka, la policía secreta japonesa. El tonto, posiblemente, no había encontrado nada de qué hablar, se dijo el señor Tagomi. Un entusiasmo torpe, unido a doctrinas románticas. Una sospechosa manía de husmear.
De cualquier modo la conferencia con el señor Baynes y el individuo anciano de las Islas comenzaría pronto, a la hora anunciada, cualquiera que fuera la nacionalidad del señor Baynes. Y al señor Tagomi le gustaba el hombre. Esto era, decidió, el talismán básico del hombre de alta posición, como él mismo. Reconocer enseguida al hombre de valor. Intuición para juzgar a la gente. Saber ver más allá de las ceremonias de cortesía y las formalidades. Descubrir el corazón.
El corazón encerrado entre dos líneas de yin, de pasión oscura. Ahogado a veces, y sin embargo, aun entonces, en el centro, la luz de yang, el resplandor. Me gusta ese hombre, se dijo el señor Tagomi, alemán o sueco. Esperaba que la saracaína le hubiese aliviado el dolor de cabeza. Tenía que preguntárselo, antes que nada.
El intercomunicador del escritorio emitió un zumbido.
—No —dijo el señor Tagomi en el micrófono—. Nada de discusiones. Este es un momento dedicado a la Verdad Interior, la introversión.
La voz del señor Ramsey en el altoparlante minúsculo: —Señor, han llegado noticias del servicio de prensa. El Canciller del Reich ha muerto. Martin Bormann.
La voz de Ramsey se apagó secamente. Silencio.
Los negocios de hoy quedan cancelados, pensó el señor Tagomi. Dejó el escritorio y caminó rápidamente por la oficina, apretándose las manos. Reflexionemos. Habrá que despachar enseguida una nota formal al cónsul del Reich. Item menor: los subordinados pueden continuar sus tareas. Profunda pena, etc. Todo el Japón se une al pueblo alemán en esta hora de tristeza. ¿Luego? Hay que hacerse vitalmente receptivo. Prepararse a recibir inmediatamente información de Tokio.
Apretó el botón del intercomunicador y dijo: —Señor Ramsey, asegúrese de que estamos en comunicación con Tokio. Informe a las señoritas operadoras que estén alertas.
—Sí, señor —dijo Ramsey.
—No me moveré de aquí. Evíteme todos los asuntos de rutina. Retenga todos los llamados comunes.
—¿Señor?
—He de tener las manos libres para poder actuar rápidamente, si es necesario.
—Sí, señor.
Media hora más tarde, a las nueve, llegó un mensaje del más alto oficial imperial en la Costa Oeste, el embajador japonés ante los Estados del Pacífico de América, el honorable barón L. B. Kaelemakule. El ministerio de relaciones exteriores había convocado a una sesión extraordinaria en el edificio de la embajada, en la calle Sutter, y cada una de las misiones comerciales enviaría un alto representante. En este caso eso significaba el señor Tagomi en persona.
No había tiempo de cambiarse de ropa. El señor Tagomi corrió al ascensor expreso, descendió a la planta baja, y un momento más tarde estaba en camino en la limusine de la misión, un Cadillac negro de 1840 conducido por un experto chofer chino.
Los coches de otros dignatarios estaban ya estacionados alrededor de la embajada: doce en total. Funcionarios de alta jerarquía —el señor Tagomi no los conocía a todos —subían por las amplias escalinatas y entraban en el edificio. El chofer mantuvo la portezuela abierta —y el señor Tagomi salió rápidamente del coche, tomando el portafolios, estaba vacío, pues no tenía ningún papel que traer, pero había que evitar por todos los medios la impresión de que era un simple espectador. Subió por los escalones con aire de quien desempeña un importante papel en los acontecimientos, aunque en verdad nadie le había hablado del propósito de la reunión.
En el vestíbulo unos grupos pequeños discutían en voz baja. El señor Tagomi se unió a unos hombres que conocía saludando con un solemne movimiento de cabeza.
Un empleado de la embajada apareció al fin y los llevó directamente a una sala amplia, con sillas plegadizas. La gente se sentó. No se oía otro ruido que unas toses ocasionales y el movimiento de los cuerpos en los asientos. Nadie hablaba.
Un caballero que llevaba en la mano unos papeles se adelantó hasta una mesa que se alzaba en una pequeña plataforma. Pantalones a rayas: representante del ministerio.
Hubo un momento de confusión. Algunos hombres hablaron en voz baja entre ellos, juntando las cabezas.
—Señores —dijo el hombre del ministerio con voz sonora a imperativa. Todos los ojos se fijaron en él—. Como todos ustedes saben, se ha confirmado el fallecimiento del Reichskanzler. Hay una declaración oficial de Berlín. Esta reunión, que no durará mucho, de modo que todos podrán volver pronto á sus oficinas, tiene el propósito de informar a ustedes, de acuerdo con nuestras propias estimaciones, acerca de las distintas facciones en pugna en la escena política alemana y que puedan estar disputándose ya el puesto dejado por Herr Bormann.
“Ante todo los notables. El principal de todos ellos, Hermann Goering. Perdonen los detalles demasiado familiares, por favor.
“El Gordo, llamado así a causa de sus dimensiones corporales, y que fue un valeroso as de la aviación en la primera guerra mundial fundó la Gestapo y alcanzó notable poder en el gobierno prusiano. Nazi implacable desde la primera hora, fue sin embargo un hombre inclinado a excesos de sibarita, tanto que algunos llegaron a atribuirle una disposición amable, de aficionado al vino. Nuestro gobierno los insta a ustedes a no compartir esta opinión. Se ha dicho también de este hombre que no goza de buena salud, y aun que tiene apetitos mórbidos, y se lo ha comparado a los antiguos césares romanos, que vivían complaciéndose en el vicio y cuyo poder aumentaba junto con la edad. La idea de un hombre vestido de toga, rodeado de leones, y propietario de un inmenso castillo repleto de trofeos y objetos de arte, es sin duda exacta. Durante la guerra los trenes cargueros llevaban a su residencia el producto de los saqueos, aun descuidando las necesidades militares. Nuestra evaluación: este hombre aspira a un poder enorme, y es capaz de obtenerlo. La falta de sobriedad lo ha distinguido siempre de todos los otros nazis, sobre todo si lo comparamos con el fallecido H. Himmler que fue siempre, por su propia voluntad, un pobre asalariado. Herr Goering, representante de la mentalidad consumidora, ha utilizado el poder como medio de adquirir una fortuna personal. Mentalmente primitivo, aun vulgar, pero sin embargo inteligente, quizá el más inteligente de todos los jefes nazis. Objeto de su vida: la propia glorificación al modo de los antiguos emperadores.
“Le sigue Herr J. Goebbels. Sufrió de polio en la juventud. Católico en un principio. Orador brillante, escritor, mente fanática y flexible, ingenioso, urbano, cosmopolita. Muy activo con las damas. Elegante. Educado. Notablemente capaz. Enorme capacidad de trabajo. Se dice que no descansa nunca. Personaje sumamente respetable. Puede ser encantador, pero se cuenta que es capaz de superar a todos los otros nazis en ferocidad. La orientación ideológica sugiere perspectivas jesuítico —medievales, exacerbadas por un nihilismo alemán postromántico. Se considera que es el único intelectual auténtico del Partido. Le interesó el teatro en la juventud. Pocos amigos. No es apreciado por los subordinados. Producto, sin embargo, de los mejores elementos de la cultura europea. No ambiciona ningún provecho personal. Quiere el poder por el poder mismo. Amor a la organización de acuerdo con el modelo clásico prusiano.
“Herr R. Heydrich.
El oficial del ministerio hizo una pausa, miró alrededor, y prosiguió:
—Mucho más joven que los ya citados. Ayudó a la revolución en 1932. Hombre de carrera en la élite de la SS. Subordinado de H. Himmler. Pudo haber tenido parte en los incidentes de 1948, cuando H. Himmler murió de modo misterioso. Eliminó oficialmente a otros contendores que comandaban el aparato policial, como A. Eichmann, W. Schellenberg, y alguien más. Se dice que es temido por mucha gente del Partido. Responsable del control de los elementos de la Wehrmacht luego del famoso conflicto entre la policía y el ejército y que llevó a la reorganización del gobierno. Apoyó incondicionalmente a M. Bormann. Producto de élite y sin embargo anterior al llamado sistema de la SS. Desprovisto, se dice, de mentalidad afectiva en el sentido tradicional. Impulsos de naturaleza enigmática. Parece interpretar la sociedad como un juego de conflictos humanos. Un desinterés casi científico, como el que se encuentra a veces en ciertos círculos tecnológicos. No interviene en las disputas ideológicas. En resumen: puede atribuírsele una mentalidad muy moderna, del tipo postiluminista, capaz de prescindir de las llamadas ilusiones necesarias, como la creencia en Dios, etcétera. Los especialistas en ciencias sociales de Tokio no han podido descubrir el significado de esta mentalidad, que algunos llaman realista. Este hombre, por lo tanto, es un signo de interrogación. No obstante, nótese que el deterioro de la afectividad es uno de los signos de la esquizofrenia patológica.
El señor Tagomi se sintió de pronto enfermo.
—Baldur von Schirach. Antiguo jefe de las juventudes hitlerianas. Presuntamente idealista. De aspecto físico atractivo, pero poco competente, y falto de experiencia. Creyente sincero en los fines del Partido. Fue el responsable del secado del Mediterráneo y de la ganancia para la agricultura de muy vastos terrenos. En los primeros años de la década del cincuenta trató de mitigar la exterminación racial en tierras eslavas. Expuso el caso directamente ante el pueblo alemán, sugiriendo que los eslavos vivieran en zonas de reserva. Trató también de eliminar ciertas formas misericordiosas de asesinato y ciertos experimentos médicos, pero fracasó.
“Doctor Seyss-Inquart. Nazi de origen austriaco, ahora encargado de las áreas coloniales del Reich. El hombre más odiado, posiblemente, en todo el territorio del Reich. Se dice que fue el inspirador de todas o casi todas las medidas de represión que diezmaron a los pueblos conquistados. Trabajó con Rosenberg en favor del triunfo de doctrinas ideológicas grandiosas, de tipo muy alarmante, como la esterilización de toda la población rusa al fin de la guerra. No hay pruebas ciertas sobre esto, pero se lo considera responsable, junto con otros, de los holocaustos de la población africana. Posiblemente el de temperamento más parecido al primer Führer, A. Hitler.
El hombre del ministerio interrumpió el monótono recitado.
Me parece que me estoy volviendo loco, pensó el señor Tagomi. Tengo que salir de aquí, voy a sufrir un ataque. Me estallan las entrañas, me muero. Se incorporó trabajosamente, y se abrió paso entre las sillas, hacia el pasillo. Apenas podía ver. Tenía que llegar al lavatorio. Corrió pasillo arriba.
Unas cabezas se volvieron. Qué humillación, pensó el señor Tagomi. Enfermo en una reunión importante. Perderé el puesto y mi honor. Un empleado de la embajada le abrió la puerta. Salió de la sala.
El señor Tagomi dejó de sentir pánico, casi instantáneamente. Veía otra vez las cosas. El piso y las paredes habían dejado de moverse.
Un ataque de vértigo, se dijo. Un mal funcionamiento del oído medio, sin duda.
El diencéfalo, el cerebelo, que han actuado, pensó. Un colapso orgánico momentáneo.
Piensa algo tranquilizador.. Recobra el orden del mundo. ¿A qué recurrir? ¿La realidad? Pensó: Ahora suena una gavota serena. Todo lo ves de un modo tan exacto. Así son precisamente las cosas. Una forma pequeña del mundo habitual. Gondoleros. Cerró los ojos e imaginó la compañía D’Oyle tal como la había visto en uno de sus viajes, luego de la guerra. El mundo finito, finito…
Un empleado de la embajada, junto a él, preguntó:
—Señor, ¿puedo ayudarle de algún modo?
El señor Tagomi hizo una reverencia.
—Estoy bien ahora. Me he recuperado.
En la cara del otro había calma, consideración. Ninguna expresión de burla. ¿Se estarán riendo todos de mí? pensó el señor Tagomi. ¿Dentro de ellos?
¡El mal existe! Es real, como el cemento.
No puedo creerlo, se dijo. No puedo soportarlo. El mal no es un punto de vista. Caminó por el vestíbulo, oyendo el ruido del tránsito de la calle Sutter, la voz del hombre del ministerio. Toda nuestra religión es un error. ¿Qué haré? Se encaminó hacia la calle. Un empleado de la embajada le abrió la puerta y el señor Tagomi bajó por la escalinata hacia los coches estacionados. Los chóferes esperaban de pie.
El mal es un elemento consustanciado con el mundo, se dijo el señor Tagomi. Se derrama sobre nuestras cabezas, entra en nuestros cuerpos, nuestras mentes, nuestros corazones, hasta en las piedras de la calle.
¿Por qué?
Somos topos ciegos, que se arrastran y se meten en el suelo¡, percibiendo el mundo con nuestros hocicos. No sabemos nada. Lo comprendí de pronto… Y ahora no sé a dónde ir. No hice otra cosa que chillar de miedo, y escaparme. Qué lastimoso.
Se ríen de mí, pensó al ver que los chóferes lo miraban mientras él se acercaba al coche. Me olvidé el portafolios. Lo dejé allá, junto a la silla. Todos los ojos vueltos hacia él mientras saludaba al chofer. El hombre le abrió la portezuela. El señor Tagomi se escurrió en el coche.
Lléveme al hospital, pensó. No, lléveme de vuelta a la oficina.
—Edificio de Times nipón —dijo en voz alta—. Conduzca lentamente.
Observó la ciudad, los coches, las tiendas, los edificios nuevos y altos, muy modernos. La gente. Los hombres y las mujeres que iban a sus distintos asuntos.
Cuando llegó a la oficina le pidió al señor Ramsey que se pusiera en contacto con otra de las Misiones, la de Minerales No Ferrosos. Que el representante ante el ministerio lo llamara tan pronto como estuviera de vuelta.
El llamado llegó poco antes del mediodía.
—Habrá notado usted probablemente que me sentí mal durante la reunión —dijo el señor Tagomi en el teléfono—. Seguramente todos se dieron cuenta, especialmente cuando salí deprisa.
—No noté nada —dijo el hombre de los No Ferrosos—. Pero no lo vi luego y me pregunté qué se habría hecho de usted.
—Tiene usted mucho tacto —dijo el señor Tagomi con voz apagada.
—De ningún modo. Le aseguro que todos estaban demasiado pendientes del orador para prestar atención a alguna otra cosa. En cuanto a lo que ocurrió luego de la partida de usted… ¿Oyó usted el comentario acerca de los aspirantes al poder? Eso fue lo primero.
—Oí hasta la parte del doctor Seyss-Inquart.
—El orador se detuvo luego en el examen de la situación económica del Reich. Las Islas opinan que la pretensión alemana de reducir las poblaciones de Europa y el norte de Asia a la condición de esclavos —esquema completado con el asesinato de intelectuales, elementos burgueses, jóvenes patriotas, etcétera ha sido una catástrofe económica. Sólo se han salvado gracias al formidable progreso tecnológico de la ciencia y la industria alemanas. Un arma milagrosa.
—Sí —dijo el señor Tagomi. Sentado al escritorio, sosteniendo el teléfono con una mano se sirvió una taza de té—. Como las otras armas milagrosas de la guerra, las bombas V-1 y V-2 y los cazas.
—Es todo un juego de manos —dijo el hombre de Minerales No Ferrosos—. La utilización de la energía atómica los ha ayudado a mantener el equilibrio. Y también la diversión circense de esos cohetes que viajan a Marte y a Venus. El hombre del ministerio señaló que aunque esos viajes lean encendido la imaginación popular no han producido ningún beneficio económico importante.
—Pero son dramáticos —dijo el señor Tagomi.
—El pronóstico del hombre del ministerio es sombrío. Opina que la mayoría de los jerarcas nazis se niegan a enfrentar la crisis económica. De este modo se acrecienta la tendencia a aventuras azarosas, cada vez de mayor riesgo, menos seguras. El ciclo comienza con un entusiasmo maníaco, luego sigue el miedo, las soluciones políticas desesperadas. Bueno, todo esto parecería favorecer a los candidatos más irresponsables y más implacables.
El señor Tagomi asintió inclinando la cabeza.
—Podemos presumir por lo tanto que el elegido estará entre los peores y no entre los mejores. Los derrotados en esta lucha serán los elementos sobrios y responsables.
—¿Quiénes serían los peores?
—De acuerdo con la opinión del gobierno imperial R. Heydrich, el doctor Seyss-Inquart, y H. Goering.
—¿Y los mejores?
—Posiblemente B. von Schirach y el doctor Goebbels. Pero fue menos explícito en este punto.
—¿Algo más?
—Nos dijo que debíamos tener fe en el emperador y. en el gabinete, en estas circunstancias más que en ninguna otra. Que tengamos confianza en el Palacio.
—¿Hubo un momento de respetuoso silencio?
—Sí.
El señor Tagomi le dio las gracias al hombre de Minerales No Ferrosos y colgó.
Bebía aún el té cuando el intercomunicador zumbó brevemente. La voz de la señorita Ephreikian dijo: —Señor, usted deseaba enviar un mensaje al cónsul alemán. —Una pausa. —¿Desea dictármelo ahora?
Es cierto, musitó el señor Tagomi. Me había olvidado.
—Venga a la oficina —dijo.
La muchacha entró al rato, sonriendo animadamente. —¿Se siente usted mejor, señor?
—Sí. Gracias a una inyección de vitaminas. —El señor Tagomi meditó —Por favor. ¿Cómo se llama el cónsul alemán?
—Tengo aquí el nombre, señor. Freiherr Hugo Reiss.
—Mein Herr —comenzó el señor Tagomi—. Ha llegado a mí la dolorosa noticia de que el conductor de ustedes, Herr Martin Bormann, ha muerto. Escribo estas palabras y las lágrimas me suben a los ojos. Cuando recuerdo las hazañas audaces perpetradas por Herr Bormann para proteger al pueblo alemán de los enemigos del interior y el exterior, tanto como las medidas extremas de rigor dictadas para enfrentar a los escépticos y los traidores que traicionaban esa esencia de la humanidad que es la visión del cosmos, al que luego de eones se han lanzado al fin las rubias razas nórdicas de ojos azules…
El señor Tagomi se detuvo. No sabía cómo terminar. La señorita Ephreikian detuvo el grabador y esperó.
—Son tiempos de esplendor —dijo Tagomi.
—¿Grabo esto también, señor? ¿Es parte del mensaje?
La muchacha, titubeando, encendió otra vez el aparato.
—Le hablaba a usted —dijo el señor Tagomi.
La muchacha sonrió.
—Hágame escuchar mis palabras —dijo el señor Tagomi.
La cinta del grabador giró. Luego el señor Tagomi se oyó decir con una vocecita metálica que salía del altoparlante de diez centímetros:—… perpetradas por Herr Bormann para proteger al pueblo alemán…
Tagomi escuchó las palabras, que sonaban como chillidos de insecto. Aleteos y rasguños corticales, pensó.
—Ya tengo la conclusión —dijo cuando la cinta dejó de girar—. Decididas a exaltarse y a inmolarse y obtener así un nicho en la historia de donde ninguna forma de vida podrá desalojarlas, por más que se esfuerce. —Hizo una pausa. —Somos todos insectos —le dijo a la señorita Ephreikian—. Escurriéndonos hacia algo terrible o divino. ¿No está usted de acuerdo?
Hizo una reverencia. La señorita Ephreikian, sentada con la grabadora, respondió a su vez con una leve inclinación de cabeza.
—Envíe eso —dijo el señor Tagomi—. Fírmelo, etcétera. Modifique las frases, si le parece, para que signifiquen algo. —La muchacha fue hacia la puerta y el señor Tagomi añadió: —O para que no signifiquen nada. Como usted prefiera.
La señorita Ephreikian abrió la puerta mirando de soslayo al señor Tagomi.
El señor Tagomi, solo otra vez, se puso a trabajar en cuestiones de rutina. Pero la voz del señor Ramsey sonó casi enseguida en el intercomunicador: —Señor, un llamado del señor Baynes.
Bien, pensó el señor Tagomi. Ahora podremos iniciar discusiones importantes.
—Comuníqueme —dijo tomando el teléfono.
—Señor Tagomi —dijo la voz del señor Baynes.
—Buenas tardes. La noticia de la muerte del canciller Bormann me obligó a dejar inesperadamente la oficina, esta mañana. Sin embargo…
—¿El señor Yatabe se ha puesto ya en contacto con usted?
—No todavía —dijo el señor Tagomi.
El señor Baynes parecía agitado: —¿Les recomendó usted a sus empleados que estén atentos?
—Sí —dijo el señor Tagomi—. Lo harán pasar tan pronto como llegue. —Anotó mentalmente que se lo advertiría al señor Ramsey. Hasta ahora no se había acordado. ¿Las discusiones no comenzarían entonces hasta que llegara el viejo caballero? Se sintió desanimado. —Señor —dijo—, estoy ansioso por empezar. ¿No nos presentará usted esos moldes de inyección? Aunque hoy ha habido mucha confusión…
—Ha ocurrido un cambio —dijo el señor Baynes—. Esperaremos por el señor Yatabe. ¿Está usted seguro de que no ha llegado? Quiero que me dé usted su palabra de que me avisará tan pronto como él llame. No lo olvide, por favor, señor Tagomi.
La voz del señor Baynes parecía ahora tensa, vibrante.
—Le doy mi palabra —dijo el señor Tagomi, sintiéndose también agitado. La muerte de Bormann; eso era la causa del cambio—. Mientras —continuó rápidamente—, me agradaría mucho disfrutar de la compañía de usted, durante el almuerzo quizá. No he tenido aún la oportunidad de almorzar. —Improvisó: —Aunque no discutamos cuestiones específicas podríamos examinar juntos la situación mundial, en particular…
—No —dijo el señor Baynes.
¿No? pensó el señor Tagomi. —Señor —dijo—. Hoy no me siento bien. He tenido un lamentable accidente. Era mi esperanza confiarme en usted.
—Lo siento —dijo el señor Baynes—. Lo llamaré más tarde.
Un golpe seco en el teléfono. El hombre había colgado abruptamente.
Lo he ofendido, pensó el señor Tagomi. Ha tenido que darse cuenta de que no avisé a mi gente acerca del viejo caballero. Pero aquello era una fruslería. Apretó el botón del intercomunicador y dijo: —Señor Ramsey, venga a mi oficina por favor.
Lo corregiría inmediatamente. Había algo más, decidió. La muerte de Bormann había sido un sacudón para el señor Baynes.
Una fruslería, que señalaba sin embargo insensatez y descuido. El señor Tagomi se sintió culpable. No tenía un buen día. Debía de haber consultado el oráculo, descubrir el significado del Momento. Se había alejado del Tao, era evidente.
¿Cuál de los sesenta y cuatro hexagramas estaba dominando ahora su vida? se preguntó. Abrió el cajón, sacó el I Ching y dejó los dos volúmenes sobre el escritorio. Había tanto que preguntarles a los sabios. Tantas preguntas que apenas lograba articular…
Cuando Ramsey entró en la oficina, el señor Tagomi ya había obtenido el hexagrama.
—Mire, señor Ramsey.
Le mostró el libro. El hexagrama era el Cuarenta y siete. Opresión. Agotamiento.
—Un mal presagio, generalmente —dijo el señor Ramsey—. ¿Qué preguntó usted, señor? Espero no ser indiscreto.
—Pregunté acerca del Momento —dijo el señor Tagomi—. El momento para todos nosotros. Ninguna línea móvil. Un hexagrama estático.
El señor Tagomi cerró el libro.
A las tres de la tarde, Frank Frink esperaba aún junto con su socio y amigo a que Wyndam-Matson tomara una decisión acerca del dinero. Decidió al fin consultar el oráculo. ¿Cómo marcha la situación?, preguntó, y arrojó las monedas.
El hexagrama era el Cuarenta y siete. Obtuvo una línea móvil. Un nueve en el quinto lugar.
Le arrancan la nariz y los pies.
Opresión a manos del hombre con bandas rojas en las rodillas.
La alegría viene dulcemente.
Ofrendas y libaciones son aconsejables.
Durante mucho tiempo —media hora por lo menos Frink estudió la línea y sus connotaciones, preguntándose qué podría significar. El hexagrama y especialmente la línea móvil lo perturbaban. Al fin concluyó de mala gana que no recibirían el dinero.
—Te fías demasiado de ese libro —dijo Ed McCarthy.
A las cuatro llegó un mensajero de la Compañía W-M y les entregó a Frink y a McCarthy un sobre de papel de Manila. Lo abrieron y encontraron dentro un cheque certificado por dos mil dólares.
—De modo que estabas equivocado —dijo McCarthy.
Frink pensó: Entonces el oráculo se refería a una consecuencia futura. Esto es lo malo; más tarde, cuando ha ocurrido, uno mira hacia atrás y descubre qué quería decir el oráculo. Pero ahora…
—Podemos empezar a instalar la tienda —dijo McCarthy.
Frink se sintió cansado de pronto.
—¿Hoy? ¿Ahora mismo?
—¿Por qué no? Hemos escrito ya las cartas pidiendo materiales. Sólo falta que las llevemos al correo. Cuanto antes mejor. Y los materiales locales los podemos traer personalmente.
Poniéndose la chaqueta, Ed fue hacia la puerta del cuarto de Frink.
Le habían dicho al propietario que le alquilarían el sótano del edificio. Ahora se lo utilizaba como depósito. Una vez que sacaran los cajones podían armar el banco de trabajo, arreglar la instalación eléctrica, montar los motores. Ya habían preparado los planos, y las listas de materiales. De modo que habían comenzado ya; realmente.
Hemos entrado en el mundo de los negocios, pensó Frank Frink. Hasta estaban de acuerdo a propósito del nombre: JOYAS TRADICIONALES DE EDFRANK.
—Todo lo que podemos hacer hoy —dijo —es comprar la madera para el banco, y quizá las partes eléctricas. Pero no los materiales de las joyas.
Fueron a un depósito de madera en el sur de San Francisco. Media hora después ya tenían la madera.
—¿Qué te preocupa? —dijo Ed McCarthy mientras entraban en una ferretería al por mayor.
—El dinero. Me deprime. Financiar un negocio de este modo.
—El viejo W-M es un hombre comprensivo —dijo McCarthy.
Lo sé, pensó Frink. Por eso mismo me siento deprimido. Hemos entrado en el mismo mundo. Somos como él. No es agradable.
—No mires hacia atrás —dijo McCarthy—. Mira hacia adelante. A los negocios.
Estoy mirando adelante, —pensó Frink. Recordó el hexagrama. ¿Qué ofrendas y libaciones podría hacer? ¿Y a quién?