Capítulo 11

Para el cónsul del reich en San Francisco, Freiherr Hugo Reiss, la primera tarea con que tropezó en ese día particular fue inesperada y perturbadora. Cuando llegó a la oficina ya había alguien esperándolo, un hombre corpulento, de mediana edad, mandíbulas prominentes, piel arrugada y un ceño fruncido que le juntaba las cejas revueltas y espesas. El hombre se incorporó a hizo el saludo del Partei murmurando al mismo tiempo:

—Heil.

—Heil —dijo Reiss, ahogando un gruñido,, pero exhibiendo siempre una cordial sonrisa de negocios—. Herr Kreuz vom Meere. Estoy sorprendido. ¿No quiere entrar? —Reiss abrió la puerta de la oficina privada preguntándose dónde demonios estaría el vicecónsul y quién habría dejado entrar al jefe de la SD. De cualquier modo aquí estaba el hombre ahora. Nada podía hacerse.

Herr vom Meere caminó sin prisa detrás de Reiss, con las manos metidas en el abrigo de lana oscura, y dijo: —Escuche, Freiherr. Encontramos a ese individuo de la Abwehr. Rudolf Wegener. Lo descubrimos en un viejo escondrijo de la Abwehr que teníamos vigilado. —Kreuz vom Meere rió mostrando unos enormes dientes de oro.

—Magnífico —dijo Reiss observando que le habían dejado la correspondencia sobre la mesa. De modo que Pferdehuf no andaba lejos. Era evidente: había cerrado la oficina para que el jefe de la SD no tuviera la tentación de echar un vistazo.

—Esto es importante —dijo Kreuz vom Meere—. Ya le avisaré a Kaltenbrunner. Prioridad máxima. Es muy posible que en cualquier momento le llegue a usted un mensaje de Berlín. A no ser que esos Unratfressers lo confundan todo allá en casa. —El hombre se sentó en el escritorio del cónsul, sacó unos papeles del bolsillo de la chaqueta, los desplegó cuidadosamente, moviendo los labios. —El nombre por el que se hace llamar es Baynes. Se presenta como industrial a hombre de negocios sueco, conectado de algún modo con manufacturas. Esta mañana a las ocho y diez lo llamaron por teléfono a propósito de una cita a las diez y veinte en la casa del Japón. Estamos tratando de localizar la llamada. Quizá lo averigüemos antes de media hora. Me llamarán aquí.

—Ya veo —dijo Reiss.

—Bien, tenemos que echarle las manos encima a ese Baynes —continuó Kreuz vom Meere—. Si lo logramos lo mandaremos enseguida de vuelta al Reich, en el primer avión de la Lufthansa. No obstante, es posible que los japoneses o las autoridades de Sacramento protesten y traten de impedirlo. Le protestarán a usted, si se atreven. En realidad creo que presionarán de veras. Y hasta mandarán una patrulla de esos hombres de la Tokkoka al aeropuerto.

—¿No es posible evitar que se enteren?

—Demasiado tarde. Baynes ya está en camino hacia su cita. Habrá que detenerlo allí mismo. Entrar, apoderarse de Baynes, escapar.

—No me gusta —dijo Reiss—. ¿Y si la cita fuese con un japonés de muy alta jerarquía? Estoy seguro de que ahora mismo hay un representante personal del emperador, aquí en San Francisco. Oí un rumor el otro día…

Kreuz vom Meere lo interrumpió. —No importa. Baynes es ciudadano alemán, sujeto a las leyes del Reich.

Y ya sabemos lo que son las leyes del Reich, pensó Reiss.

—Tengo lista una patrulla de Kommando —siguió diciendo Kreuz vom Meere—. Cinco hombres estupendos. —Rió entre dientes. —Parecen violinistas. Caras simpáticas, ascéticas. Se los confundiría con seminaristas quizá. No les cerrarán el paso. Los japoneses creerán que son un cuarteto de cuerdas…

—Quinteto —dijo Reiss.

—Sí. Irán directamente a la puerta, y llevarán las ropas adecuadas. —Vom Meere miró a Reiss —Parecidas a ese traje suyo.

Gracias, pensó Reiss.

—Todo a plena luz. Directamente hasta Wegener. Lo rodearán. Como en una charla. Un mensaje importante. —Kreuz vom Meere prosiguió mientras Reiss abría el correo —Ninguna violencia. Sólo: “Herr Wegener. Acompáñenos, por favor. Entienda.” Y entre las vértebras de la espina dorsal, rápido una aguja. Los ganglios superiores paralizados.

Reiss asintió.

—¿Me escucha?

—Ganz bestimmt.

—Afuera de nuevo. Al coche. De vuelta a mi oficina. Los japoneses no nos dejarán tranquilos un momento, pero corteses hasta lo último. —Herr vom Meere bajó del escritorio para hacer la pantomima de una reverencia japonesa —“Muy vulgar de parte de usted, Herr Kreuz vom Meere, engañarnos de este modo. En fin, adiós Herr Wegener…”

—Baynes —dijo Reiss—, ¿no es así como lo llaman?

—Baynes. “Lástima que se vaya. Quizá podamos hablar un poco más la próxima vez.” —Sonó el teléfono en el escritorio de Reiss, y Kreuz vom Meere se interrumpió —Ha de ser para mí.

Kreuz von Meere extendió la mano, pero Reiss se adelantó y alzó el tubo.

—Habla Reiss.

Una voz desconocida dijo: —Cónsul, esta es la Ausland Fernsprechamt de Nova Scotia. Llamada transatlántica de Berlín para usted, urgente.

—Muy bien —dijo Reiss.

—Un momento, cónsul. —Estática débil, siseos. Luego otra voz, una telefonista —Kanzlei.

—Sí, la Ausland Fernsprechamt de Nova Scotia. Llamada para el cónsul del Reich en San Francisco, Herr H. Reiss. El cónsul está en la línea.

—Que espere. —Una larga pausa. Reiss continuó inspeccionando el correo, con una mano. Kreuz vom Meere miraba sin ver, las mandíbulas flojas. —Herr cónsul, lamento haberlo hecho esperar. —La voz de un hombre. Reiss sintió que la sangre se le helaba en las venas, un instante. Una voz de barítono, cultivada, fácil, que Reiss conocía. —Aquí el doctor Goebbels.

—Sí, Kanzler.

Frente a Reiss, Kreuz vom Meere esbozó una sonrisa, apretando las mandíbulas.

—El general Heydrich me ha pedido que lo llame. Hay un agente de la Abwehr ahí en San Francisco, Rudolf Wegener. La policía necesitará de la más amplia cooperación de usted. No hay tiempo de darle los detalles. Basta con que usted los ayude. Ich danke Ihnen sehr dafür.

—Entendido, Herr Kanzler —dijo Reiss.

—Buenos días, Konsul.

El Reichskanzler cortó la comunicación.

Kreuz vom Meere miró ansiosamente mientras Reiss colgaba el tubo.

—¿Yo tenía razón?

Reiss se encogió de hombros.

—Todo está muy claro.

—Necesitamos una autorización escrita de usted para repatriar por la fuerza a Wegener.

Reiss tomó una lapicera, escribió la autorización, la firmó, y se la dio al jefe de la SD.

—Gracias —dijo Kreuz vom Meere—. Bien, cuando las autoridades japonesas lo llamen a usted quejándose…

—Si llaman.

Kreuz vom Meere miró a Reiss de reojo.

—Llamarán. Estarán aquí quince minutos después que nosotros nos hayamos llevado a este Wegener. —Vom Meere había abandonado el tono de chanza.

—Ningún quinteto de cuerdas —dijo Reiss.

Kreuz vom Meere no replicó.

—Lo tendremos en algún momento de esta mañana —dijo—, así que esté preparado. Puede decirle a los japoneses que es un homosexual o un monedero falso, o algo parecido. Que lo reclaman allá por un crimen grave: No les diga que se trata de crímenes políticos. Ya sabe usted que se niegan a reconocer el noventa por ciento de las leyes nacionalistas.

—Lo sé muy bien —dijo Reiss—, no se preocupe.

Se sentía irritado y humillado. Otra vez pasaron por encima de mí, se dijo: Como de costumbre. Hablaron con la cancillería. Bastardos.

Notó que las manos le temblaban. Un llamado del doctor Goebbels, ¿era esto el problema? ¿Asustado por la autoridad? O quizá se trataba de resentimiento, la impresión de que lo manejaban… Maldita policía; pensó. Cada día era más fuerte. Ya habían conseguido que Goebbels trabajara para ellos. Estaban gobernando el Reich.

¿Pero quién podía oponerse? Ni él ni ningún otro.

Había que resignarse, pensó. Lo mejor era cooperar, y no tomar decisiones equivocadas. Parecía muy posible que este Kreuz vom Meere tuviera un poder ilimitado en Alemania, y que esto incluyese la eliminación de todos aquellos que se mostraran hostiles.

—Alcanzo a ver —dijo en voz alta —que no exagera usted la importancia del asunto, Herr Polizeiführer. Es evidente que la seguridad de Alemania depende en gran parte de que usted sea capaz de detectar enseguida a este espía, traidor, o lo que sea.

Reiss calló sintiendo que estaba adulando a Kreuz vom Meere de un modo demasiado ostensible.

No obstante, Kreuz vom Meere parecía complacido.

—Gracias, cónsul.

—Quizá nos haya salvado usted a todos nosotros.

Kreuz vom Meere dijo sombríamente: —Bueno, todavía no lo tenemos. Ojalá todo marche bien. Cómo tarda ese llamado.

—Deje a los japoneses a mi cuidado —dijo Reiss—. No me falta experiencia, como usted sabe. Las quejas posibles…

—No divague, por favor —interrumpió Kreuz vom Meere—. Tengo que pensar.

Era evidente que el llamado de la cancillería los había molestado a los dos. Kreuz vom Meere se sentía también presionado.

Si este hombre llega a escapar, pensó el cónsul Hugo Reiss, quizá me cueste el puesto., Este puesto a mí, y el suyo a vom Meere. No sería raro que pronto se encontraran los dos de patitas en la calle. En verdad ninguno tenía por qué sentirse más seguro que el otro.

En realidad, pensó, valdría la pena ver cómo una leve zancadilla aquí o allá echaba por tierra los planes del Herr Polizeiführer. Algo negativo, donde nunca habría pruebas. Por ejemplo, cuando los japoneses se aparecieran por allí a quejarse, podía dejar caer como al descuido. una insinuación acerca del vuelo de la Lufthansa en que se llevarían al hombre… Aunque quizá fuese preferible animarlos a que se envalentonaran, mostrándoles apenas un cierto desprecio, sugiriéndoles que el Reich estaba muy divertido con ellos, que no se tomaba en serio a los hombrecitos amarillos. Era fácil aguijonearlos. Y si se enojaban lo suficiente, quizá recurriesen directamente a Goebbels.

Toda clase de posibilidades. La SD no podía sacar de veras a aquel hombre de los EEPA sin su cooperación activa. Si llegaba a acertar con la triquiñuela adecuada…

Odio que la gente me pase por encima, se dijo Freiherr Reiss. Sé sentía incómodo, y nervioso, y no podía dormir, y cuando no dormía no hacía bien su trabajo. De modo que entre sus obligaciones para con Alemania estaba la de resolver ese problema. Se habría sentido mucho mejor de noche, y también de día, si esa bestia bávara no hubiera salido de Alemania y estuviese aún allí redactando informes en algún puesto policial subalterno.

La dificultad era que no había tiempo. Mientras trataba dé decir cómo…

La campanilla del teléfono.

Esta vez Kreuz vom Meere se inclinó hacia el aparato y Reiss no se lo impidió.

—Hola —dijo Kreuz vom Meere en el receptor. Un momento de silencio.

¿Ya? pensó Reiss.

Pero el jefe de la SD le estaba alcanzando el aparato. —Para usted.

Secretamente aliviado, Reiss tomó el tubo.

—Es una maestra —dijo Kreuz von Meere—. Quiere saber si usted puede darle unos posters de Austria para la escuela.

A las once de la mañana Robert Childan cerró la tienda y se encaminó a pie hacia las oficinas del señor Paul Kasoura.

Por suerte Paul no estaba ocupado. Saludó amablemente a Childan y le ofreció una taza de té.

—No lo molestaré mucho —dijo Childan cuando ya estaban tomando el té, a sorbos. La oficina de Paul aunque pequeña era moderna y sencilla. En la pared se veía un grabado notable: El tigre de Mokkei, una obra maestra de fines del siglo trece.

—Me hace feliz verlo, Robert —dijo Paul en un tono que a Childan le pareció de algún modo distante.

O quizá era todo imaginaciones suyas. Childan echó una mirada por encima de la taza. El hombre parecía sincero. Y sin embargo… Childan sentía que algo había cambiado.

—Mi regalo tan torpe —dijo Childan —ha decepcionado a la esposa de usted. Quizá se sintió insultada. No obstante, cuando se trata de algo nuevo y todavía poco probado, no es fácil una evaluación justa, sobre todo desde el punto de vista del comerciante. Por cierto que usted y Betty están en mejores condicione, que yo…

—Betty no está decepcionada, Robert —dijo Paul—. No le di esa pieza de orfebrería. —Buscó en el escritorio y mostró la cajita blanca —No la he sacado de aquí.

Paul sabía, pensó Childan. Para un hombre listo. Ni siquiera se lo había dicho a ella. Ahora solo tocaba esperar que Paul no se enfureciera, acusándolo por ejemplo de querer seducir a Betty.

Paul podría arruinarme, se dijo Childan. Siguió tomando el té, impasible.

—Oh —dijo —Interesante.

Paul abrió la cajita, extrajo el alfiler, y se puso a examinarlo. Lo alzó a la luz, mirándolo de un lado y del otro.

—Me he tomado la libertad de mostrárselo a alguno, pocos conocidos —dijo Paul—. Gente aficionada como yo a los objetos históricos norteamericanos o artefactos artísticos en general. —Le echó una mirada a Robert Childan. —Nadie por supuesto había visto nunca algo parecido. Como usted me explicó, no ha habido hasta ahora obras contemporáneas de esta especie. Creo recordar que es usted el representante exclusivo.

—Sí, así es —dijo Childan.

—¿Quiere saber cómo reaccionaron?

Childan asintió con una reverencia.

—Esas personas —dijo Paul —se rieron.

Childan no dijo nada.

—Yo también me reí, llevándome la mano a la boca para que usted no se diese cuenta —dijo Paul—. Fue el otro día cuando usted me mostró la pieza. Por supuesto, oculté esa diversión, en honor de usted. Recordará usted que mi reacción aparente no fue muy notable.

Childan asintió.

—Sí —dijo Paul—, la he mirado varios días y sin ninguna razón lógica siento ahora un —cierto apego emocional. ¿Por qué? Ni siquiera proyecto en la pieza mi propia psique, como en ciertos tests psicológicos alemanes. No veo aún ni forma ni estilo. Pero sin embargo de algún modo participa del Tao. ¿Ve usted? —Le hizo una seña —a Childan. —Hay equilibrio.. Las fuerzas interiores están estabilizadas, en reposo. Podría decirse que este objeto ha hecho las paces con el universo. Se ha separado del mundo y de ese modo ha alcanzado el nivel de la homeostasis.

Childan asintió, estudiando la pieza; pero Paul no le prestaba atención.

—No tiene wabi —dijo Paul—, ni podría tenerlo. Sin embargo —tocó el alfiler con la uña—, Robert, esto tiene wu.

—Creo que no se equivoca —dijo Childan, tratando de recordar el significado de wu. No era una palabra japonesa, sino china. Sabiduría, decidió, o comprensión. De cualquier modo, algo muy bueno.

—Las manos del artífice —continuó Paul —tienen wu, y han permitido que el wu pase a la pieza. Quizá lo único que él sabe es que la pieza transmite satisfacción. Es algo completo, Robert. Mirando el alfiler, tenemos más wu nosotros mismos. Alcanzamos entonces la serenidad que no se asocia comúnmente con el arte sino con lo sagrado. Recuerdo un santuario en Hiroshima donde se exhibía la tibia dé algún santo medieval. Sin embargo, esto es un artefacto, y aquello era una reliquia. Esto está vivo ahora, mientras que la reliquia viene de otro tiempo. En estas reflexiones que se me han ocurrido desde que estuvo usted aquí la última vez, he llegado a reconocer el valor de este objeto, y que no tiene relación con el sentido histórico. Estoy profundamente emocionado, como usted puede ver.

—Sí —dijo Childan.

—No tener valor histórico, ni siquiera valor artístico, estético, y sin embargo ser de algún modo expresión de un valor casi inasible… es maravilloso. Más precisamente porque esta pieza es mísera, pequeña, en apariencia sin valor. Esto, Robert, contribuye a que tenga wu. Pues es un hecho que el wu se encuentra en los sitios menos imponentes, como en el aforismo cristiano: “piedras rechazadas por el constructor”. Se tiene conciencia del wu en cosas tales como un viejo bastón, o una lata de cerveza a un costado del camino. Sin embargo, en esos casos, el wu está en el interior del observador. Es una experiencia religiosa. En este caso un artífice ha puesto wu en el objeto, y no ha sido sólo testigo del wu inherente. —Paul alzó los ojos —¿Soy claro?

—Sí —dijo Childan.

—En otras palabras, esto anuncia todo un nuevo mundo. No podemos llamarlo arte, pues carece de forma, ni religión. ¿Qué es? He meditado en este alfiler una y otra vez, y no he alcanzado a resolver el enigma. Es evidente que no hay palabras para un objeto de esta especie. De modo que tiene usted razón, Robert. La novedad es auténtica.

Auténtica, pensó Childan. Sí, ciertamente lo es. Entiendo eso; en cuanto a lo demás…

—Habiendo llegado en mi meditación hasta este punto —continuó Paul —convoqué aquí de nuevo a los mismos hombres de negocios. Hice con ellos lo que acabo de hacer con usted: darles una explicación directa. Tan imperiosa es la necesidad de que la conciencia de wu se manifieste que no es posible mantenerse dentro de las formalidades comunes. Les pedí a estos hombres una completa atención.

Childan sabía que para un japonés como Paul forzar a otro a que acepte alguna idea era una situación casi increíble.

—El resultado —dijo Paul —fue entusiasta. Todos advirtieron mi punto de vista, entendieron lo que yo les insinuaba. De modo que valió la pena. Luego, descansé. Nada más, Robert. Estoy agotado. —Puso el alfiler de vuelta en la cajita —Mi responsabilidad ha concluido.

Empujó la cajita hacia Childan.

—Señor, es suya —dijo Childan, sintiendo cierta aprensión; la situación no se parecía a nada que hubiese conocido antes. Un japonés de mucha autoridad que pone por las nubes un regalo que se le ha hecho, y que luego lo devuelve. Childan sintió que se le aflojaban las rodillas. No sabía qué hacer. Se —quedó sentado, tironeándose de la manga, el rostro encendido.

Serenamente, aun con cierta dureza, Paul dijo: —Robert, enfrente la realidad, muestre usted más coraje.

Palideciendo, Childan farfulló:

—Estoy confundido por…

Paul se puso de pie, frente a Childan.

—Preste atención. La tarea es suya. Es usted el único que tiene estas piezas. Además es usted un profesional. Retírese un tiempo, a solas. Medite usted, consulte el Libro de los cambios. Luego dedique un tiempo al estudio de los escaparates de la tienda, los anuncios, los sistemas de comercialización.

Childan lo miró con la boca abierta.

—Encontrará la manera —dijo Paul—. Cómo hacer que estos objetos se pongan realmente de moda.

Childan estaba estupefacto. ¡El hombre le hablaba de responsabilidad moral en relación con las joyas de Edfrank! La concepción japonesa del universo, insensata y neurótica: a los ojos de Paul Kasoura la relación con las joyas no podía ser sino de primer orden, tanto en un sentido espiritual como comercial, y lo peor era que Paul hablaba con autoridad, desde el callejón sin salida de la cultura y la tradición japonesas.

Mi obligación, pensó Childan con amargura. La había tomado una vez y ahora la arrastraría consigo hasta el último día, directamente hasta la tumba. Paul se había librado de ella, y se sentía satisfecho, sin duda. Pero para Childan, ah, el problema llevaba la marca inequívoca de lo que no tiene fin.

Han perdido la cabeza, se dijo Childan. Por ejemplo. no prestan ayuda a un hombre herido en la calle por las obligaciones que seguirían. ¿Qué nombre darle a esto? Parecía típico, lo que podía esperarse de una raza que cuando se le pide que duplique un destructor británico llega al extremo de copiar las abolladuras de la caldera además de…

Paul estaba mirándolo a la cara. Por fortuna, Childan había desarrollado el hábito de no mostrar automáticamente sus verdaderos sentimientos. Tenía la expresión sobria y tranquila de alguien que entiende perfectamente la naturaleza de la situación. Podía sentirla sobre su propia cara, la máscara.

Esto es terrible, comprendió. Una catástrofe. Hubiera sido mejor que Paul creyera que él, Childan, quería quitarle la mujer.

Betty. Ya no había posibilidad de que ella viese la pieza, de que el plan original resultara. Wu y la sexualidad no parecían compatibles; wu era, como decía Paul, algo solemne y sagrado, como una reliquia.

—Le di una tarjeta de usted a cada uno de estos individuos —dijo Paul.

—¿Perdón? —dijo Childan, preocupado.

—Una tarjeta comercial. Así ellos pueden ir y mirar otras muestras.

—Ya veo —dijo Childan.

—Hay algo más —dijo Paul—. Uno de estos individuos quiere que usted vaya a verlo y discutir allí la totalidad del asunto. He anotado aquí el nombre y la dirección. —Paul le tendió a Childan un papel plegado. —Quiere que otros colegas estén también presentes —añadió Paul—. Es un importador. Exporta a importa en niveles masivos. Especialmente a América del Sur. Radios, cámaras, binoculares, grabadores, cosas así.

Childan le echó una ojeada al papel.

—Trabaja, por supuesto, con grandes cantidades —dijo Paul—. Quizá decenas de miles de cada artículo.

La compañía de este hombre controla otras varias empresas que trabajan para él a bajo precio, todas situadas en el Oriente donde la mano de obra es más barata.

—Por qué él… —comenzó Childan.

—Piezas como esta… —dijo Paul tomando otra vez el alfiler, un instante. Cerró el estuche, y se lo devolvió a Childan—… podrían producirse en masa. En metal o plástico, de un molde, y en cualquier cantidad.

Al cabo de un rato Childan preguntó: —¿Y qué me dice del wu? ¿Quedará algo en las piezas?

Paul no respondió.

—¿Me aconseja pues que lo vea? —dijo Childan.

—Sí —dijo Paul.

—¿Por qué?

—Amuletos —dijo Paul.

Childan lo miró.

—Amuletos de buena suerte, para gentes relativamente pobres de toda la América Latina y el Oriente. —La cara de Paul era de madera y hablaba sin ninguna entonación en la voz. —La mayor parte de la masa cree todavía en la magia, ya sabe usted. Encantamientos. Pociones. Es un gran negocio, me han dicho.

—Parece —dijo Childan lentamente —que hay ahí mucho dinero en juego.

Paul asintió.

—¿Esto fue idea suya? —dijo Childan.

—No —dijo Paul y calló.

Tu patrón, pensó Childan. Le mostraste la pieza a tu jefe, que conocía a este importador. El jefe o alguien de influencia que estaba por encima de él, alguien que tenía poder sobre él, importante y de mucho dinero, se había puesto en contacto con ese comerciante.

Y por eso Paul le devolvía ahora el alfiler, comprendió Childan. Se lavaba las manos. Pero sabe algo que yo también sé, se dijo Childan:. que iré a esta dirección y veré a este hombre. Tenía que hacerlo. No había otra posibilidad. Arrendaría los dibujos, o los vendería de acuerdo con un porcentaje; algo se negociaría sin duda.

Paul se había lavado de veras las manos, del todo, pensó Childan, ahorrándose así el mal gusto de pretender que no estaba de acuerdo, o de enredarse en una discusión.

—Tiene usted aquí la posibilidad —dijo Paul mirando estoicamente adelante —de llegar a ser muy rico.

—La idea es bastante extraña —dijo Childan—, cambiar objetos de arte en amuletos. No puedo imaginarlo.

—Porque no está en la línea de negocios de usted, que se ha dedicado a las curiosidades esotéricas. Lo mismo me pasa a mí, y también a esos caballeros que le he mencionado y que pronto lo visitarán.

—¿Qué haría usted en mi lugar? —dijo Childan.

—No subestime las posibilidades que el estimado importador ha sugerido. Es un personaje astuto. Usted y yo… no tenemos idea de la cantidad de gente que no ha tenido educación, capaz de obtener de productos idénticos fabricados en serie una satisfacción que a nosotros nos ha sido negada. Tendríamos que suponer ante todo que el objeto es único entre los de su clase, o por lo menos algo raro, que sólo conocen unos pocos.. Y, por supuesto, algo realmente auténtico. No un modelo o una réplica. —Paul miraba aún el espacio vacío, más allá de Childan. —No algo fabricado en decenas de miles.

¿Habrá tropezado Paul, se dijo Childan, con la idea correcta de que algunos de los objetos históricos exhibidos en tiendas como la mía (o en colecciones como la suya) son meras imitaciones? Algo insinuaban sus palabras. Como si en un irónico sobreentendido me estuviese trasmitiendo un mensaje muy diferente. La ambigüedad del oráculo… la cualidad, decían, de la mente oriental.

El hombre le preguntaba realmente: ¿Quién eres, Robert? ¿Aquel a quien el oráculo llama “el hombre inferior”, o ese otro a quien están destinados todos los buenos consejos? Había que decidirlo, allí mismo. Se podía tomar un camino o el otro, pero no ambos. El momento de la decisión, ahora.

¿Y qué camino tomaría el hombre superior? se preguntó Childan. Por lo menos de acuerdo con las ideas de Paul Kasoura. Y lo que tenía allí delante no era una compilación de sabiduría divinamente inspirada y de miles de años atrás, sino simplemente la opinión de una criatura mortal, un joven hombre de negocios japonés.

Sí, esto tenía su fondo. Wu, como diría Paul. El wu de la situación era este: dejando a un lado las aversiones personales parecía evidente que la realidad estaba en la dirección del importador. Nada de acuerdo con lo previsto, pero había que adaptarse, como decía el oráculo.

Y al fin y al cabo todavía podía vender los originales en la tienda. A conocedores, como los amigos de Paul.

—No se decide usted —observó Paul—. Sí, en situaciones como esta siempre es mejor estar solo.

Paul había empezado a ir hacia la puerta.

—Ya he decidido.

Los ojos de Paul centellearon.

Inclinándose, Childan dijo:

—Seguiré su consejo. Me iré ahora mismo a visitar al importador —y alzó el papelito plegado.

Curiosamente, Paul no parecía complacido; gruñó entre dientes y volvió a su escritorio. No muestran hasta el fin ninguna emoción, reflexionó Childan.

—Muchas gracias por su ayuda en el negocio —dijo Childan ya listo para irse—. Algún día le devolveré la atención. Lo recordaré.

No se veía aún ninguna reacción en el joven japonés. Demasiado cierto lo que dicen de ellos, recordó Childan: son inescrutables.

Paul lo acompañó hasta la puerta, como abstraído en algo. De pronto estalló: —Esta pieza fue hecha a mano por artesanos de aquí, ¿no es cierto? ¿Trabajo físico personal?

—Sí; desde el diseño hasta el pulido.

—Señor, ¿estarán de acuerdo estos artesanos? Pienso que imaginaron otro destino para sus piezas.

—Me atrevería a asegurar que se convencerán —dijo, Childan; el problema le parecía menor.

—Sí —dijo Paul—, supongo que sí.

Childan advirtió algo en el tono de Paul. Un énfasis nebuloso y peculiar, que de pronto lo inundó. Era indudable, había dejado atrás la ambigüedad: ahora veía.

Por supuesto. Todo el asunto había sido un duro rechazo a cualquier esfuerzo de las gentes del país, y había ocurrido ante los propios ojos de Childan. Cinismo, pero por Dios, se había tragado el anzuelo, la plomada y el sedal. Lo habían llevado paso a paso por el sendero de jardín hasta esta conclusión: los productos manufacturados norteamericanos no servían para nada sino como modelos de talismanes baratos.

Así gobernaban los japoneses, sin crudeza, con perspicacia, ingenio, y una astucia intemporal.

Cristo, los norteamericanos eran bárbaros comparados con esos hombres, se dijo Childan, unos pobres bobos enfrentados a una razón implacable. Paul no había dicho —no se lo había dicho —que el arte norteamericano no tenían ningún valor; había conseguido en cambio que él, Childan, lo dijera. Y, como ironía final, concluyó Childan, lamentó que yo se lo dijera. Apenas una civilizada expresión de tristeza oyendo cómo la verdad salía de mí.

Me ha hecho pedazos, dijo Childan casi en voz alta. Por fortuna logró que no fuera más que un pensamiento; como antes se lo guardó para sí mismo, en una zona apartada y secreta. Lo habían humillado, a él y a su raza, y no había posibilidad de venganza. Habían sido derrotados, y la derrota era así, tan tenue, tan delicada que uno apenas se daba cuenta. En verdad, era como si tuviesen que subir otro peldaño en la escala de la evolución antes de saber qué había ocurrido. ¿Qué más se necesitaba para probar que los japoneses eran buenos gobernantes? Childan tuvo ganas de reírse, quizá con aprobación. Sí, así era, como cuando uno oye una buena anécdota. Tenía que recordarla, saborearla luego, aun contársela a alguien. ¿Pero a quién? Un problema. La historia era demasiado personal.

Un cesto de papeles en el rincón de aquella oficina. Tíralo ahí, se dijo Childan, tira ahí esa baratija, esa pieza cargada de wu.

¿Podía hacerlo? ¿Tirarla? ¿Poner fin a esa situación ante los propios ojos de Paul?

Ni siquiera podía tirarla al cesto, descubrió, mientras apretaba la pieza en la mano. No tenía que hacerlo, si pensaba en volver a ver al joven japonés.

Malditos, ni siquiera podía librarse de la influencia de estos hombres, ceder a un impulso. Le habían quitado toda espontaneidad. Paul lo examinaba, y no tenía necesidad de hablar, bastaba la presencia de ese norteamericano allí delante, esa conciencia que había caído en una trampa; un hilo invisible le ataba la pieza que Childan apretaba en la mano, brazo arriba hasta el cerebro.

Parecía evidente que había vivido con ellos demasiado tiempo. Demasiado tarde ahora para escapar y vivir entre los blancos con costumbres blancas.

Robert Childan dijo: —Paul… —La voz, notó Childan, fue como un quejido involuntario; incontrolada, sin tono.

—Sí, Robert.

—Paul, me siento… humillado.

El cuarto dio vueltas alrededor de Childan.

—¿Por qué, Robert? —Un tono de preocupación, pero desinteresado, por encima de todo compromiso.

—Paul, un momento. —Childan tocó la pieza con los dedos, resbaladiza ahora, mojada por la transpiración. Me siento… orgulloso de este trabajo. Ni pensar siquiera en amuletos comerciales de buena suerte. Me opongo.

Una vez más no alcanzó a ver ninguna reacción en el joven japonés, sólo el oído que escuchaba, la mera atención.

—Gracias de todos modos —dijo Childan.

Paul saludó con una reverencia.

Childan saludó con otra reverencia.

—Los hombres que hicieron esto —dijo Childanson norteamericanos orgullosos de su arte. Me incluyo entre ellos. Sugerirnos que se los convierta en talismanes mercantiles es un insulto para nosotros, y le pido que se excuse usted.

Un silencio muy largo.

Paul lo observaba. Una ceja levantada apenas y una mueca en los labios delgados. ¿Una sonrisa?

—Le exijo que se excuse —dijo Childan. No podía ir más lejos. Ahora sólo quedaba esperar.

Nada ocurrió.

Por favor, pensó Childan. Ayúdame.

—Olvide mi arrogante actitud —dijo Paul, y extendió la mano.

—Muy bien —dijo Robert Childan.

Se estrecharon las manos.

La calma descendió al corazón de Childan. Había estado metido en el asunto hasta las orejas y había conseguido salir. Gracias a Dios. La ocasión se había presentado en el momento justo. En otro tiempo todo hubiera sido distinto. ¿Podría atreverse una vez más, aprovechar esa racha de suerte? Quizá no.

Se sintió melancólico. Un breve instante, como si hubiese subido a la superficie y descubriera que no había allí ningún obstáculo.

La vida es corta pensó. El arte, o algo que no podía llamarse vida, era largo, y se extendía interminablemente, como un gusano de cemento. Chato, blanco, de una superficie irregular que ningún pie había pulido aún. Allí estaba él, pero ya no más. Tomó el estuche y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.

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