El señor Ramsey dijo:
—Señor Tagomi, el señor Yatabe.
Ramsey se retiró a un rincón de la oficina y el caballero delgado y de edad madura se adelantó unos pasos.
El señor Tagomi extendió la mano y dijo: —Me alegra verlo a usted aquí en persona, señor.
La mano leve y frágil se deslizó en la mano de Tagomi, que la estrechó sin apretarla y la soltó enseguida. Espero no haber roto nada, pensó. Examinó los rasgos del anciano caballero, y se sintió complacido.
Un carácter tan serio, coherente. Una inteligencia libre de nieblas, y la lúcida presencia de las tradiciones más antiguas y estables. Las mejores virtudes de la ancianidad…Y de pronto Tagomi descubrió que estaba frente al general Tedeki, el penúltimo jefe imperial del concejo.
Tagomi saludó con una reverencia.
—General —dijo.
—¿Dónde está esa tercera persona? —dijo el general Tedeki.
—Ya viene hacia aquí —dijo el señor Tagomi—. Lo llamé yo mismo a la habitación del hotel.
Azorado, el señor Tagomi retrocedió varios pasos todavía doblando el cuerpo, como si casi no fuera capaz de alcanzar de nuevo una posición erecta.
El general se sentó. El señor Ramsey, quien sin duda ignoraba aún la identidad del anciano, ayudó con la silla pero no mostró ninguna particular atención. El señor Tagomi se sentó titubeando en una silla, frente a los dos hombres.
—Perdemos el tiempo —dijo el general—. Lamentablemente, e inevitablemente.
—Es cierto —dijo el señor Tagomi.
Pasaron diez minutos. Ninguno habló.
—Perdón; señor —dijo al fin el señor Ramsey, inquieto—. Tendré que irme, si no me necesitan.
El señor Tagomi asintió y el señor Ramsey salió del cuarto.
—¿Té, general? —dijo el señor Tagomi.
—No, señor.
—Señor —dijo Tagomi—. Admito que siento miedo. Siento que en este encuentro hay algo de terrible.
El general inclinó la cabeza.
—El señor Baynes, a quien he conocido —dijo el señor Tagomi —y que estuvo visitándome en mi casa, se presentó como ciudadano sueco. Sin embargo nuestros informes privados indican que es alemán y ocupa Tina alta posición. Digo esto porque…
—Por favor, continúe…
—Gracias. General, la agitación del señor Baynes a propósito de este encuentro me ha llevado a pensar que todo esto tiene algo que ver con las perturbaciones políticas en, el Reich.
El señor Tagomi no mencionó otro hecho, que él había notado: el general no había podido presentarse a la hora prevista.
—Señor —dijo el general—, ahora está usted a la pesca de información, no informando.
En los ojos del anciano hubo un centelleo amable y paternal, sin ninguna malicia.
El señor Tagomi aceptó la observación. —Señor, ¿mi presencia aquí es sólo una formalidad para confundir a los espías nazis?
—Por supuesto —dijo el general—, estamos interesados en mantener una cierta apariencia. El señor Baynes es representante de las industrias Tor-Am de Estocolmo, un perfecto hombre de negocios. Y yo soy Shinjirb Yatabe.
El señor Tagomi pensó: Y yo soy de veras Tagomi.
—Es indudable que los nazis han seguido las idas y venidas del señor Baynes —dijo el general. Tenía puestas las manos en las rodillas, y se sentaba muy derecho, como si, pensó Tagomi, estuviese oliendo un lejano caldo de carne—. Pero para demoler esta ficción tendrán que recurrir a arbitrios legales. Este es el propósito primero: no poner trampas, pero exigir el cumplimiento de ciertas formalidades, si se presenta el caso. Entiende usted que para detener al señor Baynes no basta con que le peguen un tiro… lo que harían enseguida si el hombre viajara… bueno, sin esta protección verbal.
—Ya veo —dijo el señor Tagomi. Parecía un juego, decidió. Pero ellos conocían la mentalidad nazi, de modo que el juego tenía quizá cierta utilidad.
El intercomunicador zumbó en el escritorio. La voz del, señor Ramsey: —Señor, el señor Baynes está, aquí. ¿Lo hago pasar?
—¡Sí! —gritó casi el señor Tagomi.
La puerta se abrió y apareció el señor Baynes, pulcramente vestido, la ropa planchada y bien cortada, el rostro compuesto.
El general Tedeki se levantó y fue al encuentro de Baynes. Tagomi se levantó también. Los tres hombres saludaron con una reverencia.
—Señor —dijo el señor Baynes al general—, soy el capitán R. Wegener del servicio de contrainteligencia de la marina del Reich. Queda entendido que no represento a nadie excepto a mí mismo y a algunas gentes anónimas; ninguna oficina o departamento de cualquier orden del gobierno del Reich.
—Herr Wegener —dijo el general—, entiendo que no invoca usted ninguna representación oficial de ninguna rama del gobierno del Reich. Yo estoy aquí como parte civil y no oficial que a causa de la posición que ha ocupado en el ejército imperial tiene acceso a ciertos círculos de Tokio, que desearían —enterarse de lo que usted tiene que decir.
Raro discurso, pensó el señor Tagomi, pero nada desagradable, y hasta con cierta cualidad casi musical. En verdad, un alivio refrescante.
Los hombres se sentaron.
—Sin más preámbulos —dijo el señor Baynes —quisiera informarle a usted y a aquellos a quienes usted tiene acceso que un proyecto del Reich llamado Löwenzahn, Diente de León, se encuentra en una etapa avanzada:
—Sí —dijo el general, asintiendo, como si lo hubiera oído antes, pero, pensó el señor Tagomi, de veras interesado en lo que el señor Baynes tenía que decir.
—Diente de León —dijo el señor Baynes —consiste en un incidente fronterizo entre los Estados de las Montañas Rocosas y los Estados Unidos.
El general asintió, con una leve sonrisa.
—Tropas de los Estados Unidos serán atacadas y reaccionarán atravesando la frontera y chocando con las tropas de los EEMR estacionadas allí. Las tropas de los EE.UU. tienen mapas detallados que muestran las instalaciones del ejército en el Medio Oeste. Este es el primer paso. El segundo paso consiste en una declaración del Reich en relación con el conflicto. Un grupo de paracaidistas voluntarios de la Wehrmacht vendrá a ayudar a las tropas estadounidenses. Sin embargo, todo esto es aún camuflaje.
—Sí —dijo el general, escuchando.
—El propósito básico de la operación Diente de León —dijo el señor Baynes —es un devastador ataque nuclear a las Islas, sin aviso previo de ninguna clase.
El señor Baynes calló.
—Con el propósito de barrer del mapa a la familia real, las bases militares, la mayor parte de la marina imperial, la población civil, las industrias, los recursos —dijo el general Tedeki—. Y las posesiones de ultramar serán absorbidas por el Reich.
El señor Baynes no dijo nada.
—¿Qué más? —preguntó el general.
El señor Baynes parecía confundido.
—La fecha, señor —dijo el general.
—Todo ha cambiado —dijo el señor Baynes —a causa de la muerte de Bormann. Eso creo al menos. No estoy ahora en contacto con la Abwehr.
Al cabo de un rato el general dijo: —Adelante, Herr Wegener.
—Nuestra recomendación es que el gobierno japonés intervenga en los asuntos domésticos del Reich. O por lo menos esto es lo que vine a recomendar. —Ciertos grupos favorecen en el Reich la operación Diente de León, y otros se oponen. Se esperaba que la facción opositora tomara el poder luego de la muerte del canciller Bormann.
—Pero mientras usted estaba aquí —dijo el general Herr Bormann murió y la situación política tomó otro camino. El doctor Goebbels es ahora canciller del Reich. El levantamiento ha terminado. —El general hizo una pausa —¿Qué opina este grupo de la operación Diente de León?
—El doctor Goebbels es partidario de la operación —dijo el señor Baynes.
Los otros no lo miraban y el señor Tagomi cerró los ojos.
—¿Quién es ahora la oposición? —preguntó el general Tedeki.
El señor Tagomi alcanzó a oír al señor Baynes: —El general Heydrich de la SS.
—Me sorprende usted —dijo el general—. Me cuesta creerlo. ¿Es esto información confirmada o sólo un punto de vista de usted y sus colegas?
—La Administración del Este —dijo el señor Baynes—, es decir el área gobernada por el Japón pasará a manos de Relaciones Exteriores. Gente de Rosenberg trabajando directamente con la chancillería. Este fue un punto muy discutido en muchas sesiones del año pasado entre las partes principales. Tengo fotostatos de notas que se tomaron entonces. La policía exigía más autoridad pero fueron derrotados. Serán los encargados de la colonización de Marte, Luna, Venus, y allí tendrán su dominio. Una vez establecida esta división de poderes la policía apoyó con todo su peso el programa del espacio contra la operación Diente de León.
—Rivalidad —dijo el general Tedeki—. El jefe lanza a un grupo contra otro, y de ese modo nadie lo pone en cuestión.
—Así es —dijo el señor Baynes—. Por eso me mandaron aquí, a rogarles que intervengan. Todavía es posible intervenir, la situación se mantiene bastante fluida. Pasarán meses antes que el doctor Goebbels consolide su posición. Tendrá que someter a la policía, y quizá ejecutar a Heydrich y a otros jefes de la SS y la SD. Luego…
—¿Tendríamos que apoyar al Sicherheitsdienst? —interrumpió el general Tedeki—. ¿El grupo más maligno de la sociedad alemana?
—Sí, señor —dijo el señor Baynes.
—El emperador —dijo el general Tedeki —no lo toleraría nunca. Los batallones de elegidos, los camisas negras, los cabecillas de la muerte, el sistema de castas, todo eso le parece igualmente maligno.
Maligno, pensó el señor Tagomi. Sí, lo era. ¿Iban a ayudarlos a ganar el poder para así salvar la vida? ¿Era esa la paradoja de la posición del imperio japonés en el mundo? El señor Tagomi se dijo que no podía enfrentar este dilema. ¿Cómo actuar en una ambigüedad moral semejante? No había aquí ningún Camino; todo parecía confuso. Todo era un caos de luz y oscuridad, sombra y sustancia.
—La Wehrmacht —dijo el señor Baynes—, el aparato militar, es la única organización en el Reich que tiene bombas de hidrógeno. Cuando la usaron los camisas negras el ejército estaba ahí supervisando. En tiempos de Bormann no se permitió nunca que las armas nucleares fueran a manos de la policía. En el plan Diente de León todo será llevado a cabo por la OKW, los altos mandos del ejército.
—Me doy perfecta cuenta —dijo el general Tedeki.
—Las prácticas morales de los camisas negras exceden en ferocidad a las de la Wehrmacht. Pero son menos poderosos. Tenemos que atenernos a la realidad, a los factores de poder. No podemos apoyarnos en consideraciones éticas.
—Sí, tenemos que ser realistas —dijo en voz alta el señor Tagomi.
El señor Baynes y el general Tedeki echaron tina mirada a Tagomi.
El general le dijo al señor Baynes: —¿Qué sugiere usted de modo específico? ¿Que nos pongamos en contacto con la SD aquí en los Estados del Pacífico? Negociar directamente con… no sé quién es jefe aquí. Alguna criatura repelente, —imagino.
—La SD local no sabe nada —dijo el señor Baynes—. El jefe, Bruno Kreuz von Meere, es una vieja mula del Partei. Ein Altparteigenosse. Un imbécil. A nadie en Berlín se le ocurriría contarle algo. No hace otra cosa que trabajo de rutina.
—¿Qué entonces? —El general parecía enojado ¿El cónsul local, o el embajador del Reich en Tokio?
Esta conversación fracasará, pensó el señor Tagomi. No importa lo que esté en juego. No podemos meternos en esa monstruosa ciénaga esquizofrénica de sanguinarias intrigas nazis. Nuestras mentes no se adaptarían.
—Hay que actuar con delicadeza —dijo el señor Baynes —a través de una serie de intermediarios. Un hombre cercano a Heydrich y que esté fuera del Reich, en un país neutral; o que viaje a menudo entre Berlín y Tokio.
—¿Ha pensado en alguien?
—El ministro de relaciones exteriores de Italia, el conde Ciano. Un hombre inteligente, de coraje, en quien se puede confiar, dedicado por entero al entendimiento de las naciones. El inconveniente es que no tiene contacto alguno con el aparato de la SD, pero puede llegar a ellos apoyándose en intereses económicos como los Krupp o el general Seidel o aun en algún personaje de la Waffen —SS. La Waffen —SS es menos fanática, más en la corriente principal de la sociedad alemana.
—La organización de usted, la Abwehr… Sería inútil tratar de llegar a Heydrich a través de ustedes.
—Los camisas negras nos odian. Desde hace veinte años están tratando de que el Partei apruebe la liquidación de la Abwehr in toto.
—¿No corre usted un riesgo excesivo? —dijo el general Tedeki—. Son muy activos aquí en la costa del Pacífico, he oído decir.
—Activos, pero ineptos —dijo el señor Baynes—. El representante de la cancillería; Reiss, es un hombre hábil, pero se opone a la SD.
El señor Baynes se encogió de hombros.
El general Tedeki dijo: —Me gustará tener esos fotostatos, para pasárselos a mi gobierno. Cualquier material en relación con esas disputas en Alemania, y… —El general pensó un momento: —Pruebas, y de naturaleza objetiva.
—Por supuesto —dijo el señor Baynes. Buscó en su chaqueta y sacó una cigarrera de plata—. Verá usted que los cigarrillos son cilindros huecos, cada uno con un microfilm. —Le pasó la cigarrera al general Tedeki.
—¿Y qué ocurre con la cigarrera? —dijo el general, examinándola—. Parece demasiado valiosa para darla así.
El general comenzó a sacar los cigarrillos.
Sonriendo, el señor Baynes dijo: —La cigarrera incluida.
—Gracias.
Sonriendo también, el general se guardó la cigarrera en el bolsillo superior del chaleco.
El intercomunicador zumbó sobre el escritorio. El señor Tagomi apretó el botón.
La voz del señor Ramsey: —Señor, hay un grupo de hombres de la SD en el vestíbulo de la planta baja y pretenden apoderarse del edificio. Los guardias del Tunes están forcejeando con ellos. —Se oyó el sonido de una sirena que venía de la calle, bajo la ventana del señor Tagomi. —La policía militar está en camino, además de la Kempeitai de San Francisco.
—Gracias, señor Ramsey —dijo el señor Tagomi—. Ha hecho usted algo encomiable, informando con tranquilidad. —El señor Baynes y el general Tedeki escuchaban rígidos. —Señores —les dijo el señor Tagomi—, es seguro que mataremos a esos criminales de la SD antes que lleguen aquí. —Le habló enseguida a Ramsey: —Corte la corriente de los ascensores.
—Sí, señor Tagomi. —El señor Ramsey interrumpió la comunicación.
—Esperaremos —dijo el señor Tagomi, y abriendo el cajón del escritorio sacó una caja de madera de teca, le levantó la tapa y descubrió un Colt 44 US 1860 de la guerra civil, en perfecto estado. Luego puso sobre el escritorio una caja de pólvora suelta y munición de bala y comenzó a cargar el revolver. El señor Baynes y el general Tedeki lo miraban con los ojos muy abiertos.
—Parte de mi colección personal —dijo el señor Tagomi—. Me he pasado horas y horas vanagloriándome en prácticas de tiro, compitiendo favorablemente con otros entusiastas. Pero el use de verdad había quedado postergado, hasta ahora.
Sosteniendo correctamente el revólver y apuntando a la puerta de la oficina el señor Tagomi se sentó a esperar…
Frank Frink estaba sentado junto al banco del sótano, trabajando en el torno, sosteniendo un pendiente de plata contra el ruidoso pulidor de algodón; unas escamas de peróxido de hierro le salpicaban los anteojos y le ennegrecían las uñas y las manos. La fricción calentaba el pendiente, una espiral en caracol, pero Frank apretaba las mandíbulas y no lo soltaba.
—No lo hagas demasiado brillante —dijo Ed McCarthy—. Trabaja sólo las partes salientes, no te preocupes por el resto.
Frank Frink gruñó algo.
—La plata tiene mejor mercado si no está demasiado pulida —dijo Ed—. A la gente le gusta que la platería parezca algo antiguo.
Mercado, pensó Frink.
No habían vendido nada. Excepto el pedido de Artesanías Americanas nadie había mostrado interés y habían visitado ya cinco tiendas.
No ganamos ningún dinero, se dijo Frink. Estamos haciendo más y más. joyas, que se apilan alrededor.
El tornillo del pendiente se enganchó en la rueda; la pieza saltó de las manos de Frink, golpeó la rodela del pulidor, cayó al suelo. Frink paró el torno.
—No sueltes las piezas —dijo McCarthy que trabajaba con el soplete.
—Cristo, es del tamaño de un guisante. No hay modo de sostenerla.
—Bueno, de cualquier modo levántala.
Al diablo con todo, pensó Frink.
—¿Qué pasa? —dijo McCarthy, viendo que Frink no recogía el pendiente.
—Estamos gastando dinero en nada —dijo Frink.
—No podemos vender lo que no hemos hecho.
—No podemos vender nada —dijo Frink—, hecho o no hecho.
—Cinco tiendas. No es todo.
—Pero la tendencia —dijo Frink —ya se ve cuál es. —No hagas chistes.
—No hago chistes —dijo Frink.
—¿Qué quieres decir entonces?
—Quiero decir que es tiempo de buscar un mercado para morralla.
—Muy bien —dijo McCarthy—, abandona entonces.
—Ya lo hice.
McCarthy encendió otra vez el soplete.
—Seguiré solo.
—¿Cómo dividiremos las cosas?
—No sé, pero encontraremos un modo.
—Cómprame mi parte —dijo Frink.
—Diablos, no.
Frink hizo cuentas.
—Págame seiscientos dólares.
—No, llévate la mitad de todo.
—¿La mitad del motor?
Los dos callaron.
—Tres tiendas más —dijo McCarthy—, y hablaremos de nuevo. Bajó la máscara y se puso a soldar la sección de una varilla de bronce en un brazalete.
Frank Frink dejó el banco. Alzó el pendiente en espiral y lo puso en el panel de piezas incompletas.
—Salgo a fumar un rato —dijo, y cruzó el sótano hacia las escaleras.
Un momento después estaba en la puerta de calle con un T’ien-lai entre los dedos.
Todo ha terminado, se dijo. No necesitó que el oráculo me lo diga. Reconozco el Momento, se siente el olor. Derrota.
Y era difícil decir por qué. Quizá, en teoría, hubiesen podido continuar así, de tienda en tienda, por otras ciudades. Pero… algo estaba mal, y ningún esfuerzo ni ninguna ingeniosidad podrían cambiar ese hecho.
Quisiera saber por qué, pensó Frink, pero no lo sabré nunca.
¿Qué tendrían que haber hecho? ¿Qué otra cosa tendrían que haber fabricado?
Habían azuzado el momento, habían azuzado el Tao, corriente arriba, en la dirección equivocada. Y ahora… disolución, caída.
Estaban en manos del yin. La luz les mostraba el culo, había ido a otra parte.
No les quedaba otra cosa que rendirse.
Frink estaba allí bajo el alero, dando rápidas chapadas al cigarrillo de marihuana y observando distraídamente el tránsito, cuando un hombre blanco de mediana edad y aspecto común se le acercó a paso lento.
—¿Señor Frink? ¿Frank Frink?
—Acertó, amigo —dijo Frink.
El hombre mostró un papel plegado y una tarjeta de identidad.
—Del departamento de policía de San Francisco. Traigo una orden de arresto —dijo tomando a Frink por el brazo.
—¿Por qué? —preguntó Frink.
—Estafa. El señor Childan, Artesanías Americanas.
El policía obligó a caminar a Frink por la acera hasta que se les reunieron otros policías vestidos también de civil y se pusieron a los lados de Frink y lo empujaron hasta un Topoyet que estaba allí estacionado y no parecía de la policía.
Estas son las exigencias del momento, pensó Frink mientras lo metían en el coche y lo sentaban entre los dos hombres. La portezuela se cerró; el coche se precipitó en la corriente del tránsito conducido por otro policía, de uniforme. Estos eran los hijos de perra a quienes había que someterse, se dijo Frink.
—¿Tiene abogado? —preguntó uno de los hombres.
—No —dijo Frink.
—Le darán una lista de nombres.
—Gracias.
—¿Qué hizo con el dinero? —preguntó al rato otro de los policías, cuando entraban en el garaje del puesto de la calle Kearny.
—Lo gasté —dijo Frink.
—¿Todo?
Frink no respondió.
Uno de los policías sacudió la cabeza y se echó a reír…
Mientras salía del coche uno de ellos le preguntó a Frink: —¿No te llamarás Fink realmente?
Frink tuvo un estremecimiento de terror.
—Fink —repitió el policía mostrando una carpeta gris —eres un refugiado de Europa.
—Nací en Nueva York —dijo Frank Frink.
—Has escapado de los nazis —dijo el policía—, ¿sabes lo que significa eso?
Frank Frink se libró de las manos de los hombres y echó a correr por el garaje. Los tres policías gritaron, y un coche de la policía con hombres armados de uniforme se cruzó en el umbral cerrando el paso a Frink. Los policías le sonrieron y uno de ellos salió apuntando con un arma y con un rápido movimiento le esposó una muñeca.
Arrastrando a Frink por la muñeca —el delgado metal se le hundía en la carne, hasta el hueso —el policía lo llevó de vuelta al otro extremo del garaje.
—De vuelta a Alemania —dijo un policía, mirándolo.
—Soy norteamericano —dijo Frank Frink.
—Eres judío —dijo el policía.
Mientras llevaban a Frink arriba uno de los policías dijo: —¿Lo anotamos aquí?
—No —dijo otro—. Lo tendremos guardado para el cónsul alemán. Querrán someterlo a las leyes alemanas.
Así que al fin y al cabo no había habido lista de abogados.
Durante los últimos veinte minutos el señor Tagomi no se había movido del escritorio, con el revólver apuntando a la puerta, mientras el señor Baynes se paseaba por la oficina. El viejo general, luego de pensar un rato, había levantado el teléfono y había llamado a la embajada japonesa de San Francisco. No había podido llegar sin embargo al barón Kaelemakule; un burócrata le informó que el barón estaba fuera de la ciudad.
Ahora el general Tedeki estaba haciendo una llamada transpacífica a Tokio.
—Consultaré con la Escuela de Guerra —le explicó al señor Baynes—. Se pondrán en contacto con fuerzas militares estacionadas por aquí cerca. —El general no parecía perturbado.
De modo que estaremos fuera de peligro en unas pocas horas, se dijo el señor Tagomi. Infantes de marina japoneses quizá, armados con ametralladoras y morteros… Los trámites oficiales aseguraban un mejor resultado final, pero llevaban tiempo. Allí en la planta baja unos cuantos camisas negras apaleaban mientras tanto a secretarias y empleados.
No obstante, él, Tagomi, no podía hacer mucho más.
—Me pregunto si valdrá la pena llamar al cónsul de Alemania —dijo el señor Baynes.
El señor Tagomi se vio a sí mismo llamando a la señorita Ephreikian y pidiéndole que viniera con el grabador para tomar dictado de una urgente protesta a Herr H. Reiss.
—Puedo llamar a Herr Reiss por otra línea —dijo el señor Tagomi.
—Por favor —dijo el señor Baynes.
Esgrimiendo todavía aquella pieza de colección, el Colt 44, el señor Tagomi apretó un botón del escritorio descubriendo una línea telefónica secreta, especialmente instalada para comunicaciones esotéricas.
El señor Tagomi marcó el número del consulado de Alemania.
—Buenos días, ¿quién llama? —Voz de hombre, cortante, de acento alemán. Un subordinado, evidentemente.
—Su excelencia Herr Reiss, por favor —dijo Tagomi con una voz dura, intencionada—. Aquí el señor Tagomi. Misión Comercial del Imperio, máxima autoridad.
—Sí señor. Un momento por favor.
Un momento largo. Ningún sonido en el teléfono. ni siquiera. un clic. El hombre estaba allí sin hacer nada al lado del teléfono, decidió el señor Tagomi. Un engaño típicamente nórdico.
Se volvió al general Tedeki, que esperaba en el otro teléfono, y al señor Baynes, que seguía paseándose.
—Parece que me dejaron colgado —les dijo.
Al fin de nuevo la voz del funcionario. —Siento haberlo hecho esperar, señor Tagomi.
—No es nada.
—El cónsul está en una conferencia. Sin embargo…
El señor Tagomi cortó la comunicación.
—Pérdida de energía, por no decir más —dijo, frustrado. ¿A quién podrían llamar ahora? La Tokkoka enterada ya, y lo mismo la policía militar de los muelles; era inútil telefonearles. ¿Llamada directa a Berlín? ¿Al canciller del Reich, Goebbels? ¿Al aeropuerto imperial de Napa, pidiendo socorro aéreo?
—Llamaré al jefe de la SD, Herr B. Kreuz vom Meere —decidió en alta voz—. Quejas amargas, aullidos e invectivas. —Empezó a marcar el número que en la guía de teléfonos de San Francisco correspondía formalmente, eufemísticamente, a “Lufthansa. Terminal de Aeropuerto. Vigilancia de cargas”. El teléfono zumbó y el señor Tagomi dijo: —Vituperios histéricos desafinados.
—Tenga usted una buena actuación —dijo el general Tedeki, sonriendo.
Una voz germánica dijo en la oreja del señor Tagomi: —¿Quién es? —El señor Tagomi no tenía ganas de infatuar otra vez la voz, pero estaba decidido. —Vamos, conteste —exigió la voz.
El señor Tagomi gritó:
—¡Ordeno el arresto y juicio inmediatos de esa banda de carniceros y degenerados que han perdido la cabeza y corren enloquecidos como bestias rubias feroces e indescriptibles. ¿Sabe usted quién soy, Kerl? Tagomi, consejero del gobierno imperial. Cinco segundos de plazo o adiós la legalidad y una tropa de infantería de choque iniciará una masacre con bombas incendiarias de fósforo. Una desgracia para la civilización.
En el otro extremo de la línea el lacayo de la SD farfullaba ansiosamente.
El señor Tagomi le guiñó un ojo al señor Baynes.
…no estamos enterados de nada —decía el lacayo. —¡Mentiroso! —gritó el señor Tagomi—. Entonces no nos queda otra salida. —Cortó golpeando el receptor. —Quizá no sea más que un gesto —les dijo al señor Baynes y al general Tedeki—, pero no puede hacer daño. Siempre es posible que haya gente nerviosa, aun en la SD.
El general Tedeki iba a hablar cuando se oyó un tremendo estruendo a las puertas de la oficina. El general se volvió y la puerta se abrió bruscamente.
Dos hombres blancos, corpulentos, irrumpieron en la oficina; los dos exhibían unas pistolas equipadas con silenciadores. Vieron al señor Baynes.
—Da ister —dijo uno, y fueron hacia Baynes.
Sentado al escritorio el señor Tagomi apuntó con el Colt 44, antigua pieza de colección, y apretó el gatillo. Uno de los hombres de la SD cayó al suelo. El otro volvió la pistola con silenciador hacia el señor Tagomi y disparó. El señor Tagomi vio un débil mechón de humo sobre el arena y, oyó el silbido de una bala que le pasaba cerca. Rápido como campeón de torneos martilló el Colt y lo disparó una y otra vez.
La mandíbula del hombre de la SD saltó en pedazos. Trozos de hueso, carne, pedazos de dientes, volaron por el aire. Alcanzado en la boca, se dio cuenta el señor Tagomi. Mal sitio, especialmente con una bala que asciende. Había aún una cierta vida en los ojos de aquel hombre sin mentón. Todavía me ve, pensó el señor Tagomi. Luego los ojos perdieron su lustre, y el hombre de la SD se desplomó soltando la pistola, haciendo un ruido inhumano de gárgaras.
—Nauseabundo —dijo el señor Tagomi.
No aparecieron otros hombres de la SD en el umbral.
—Quizá todo ha terminado —dijo el general Tedeki al cabo de una pausa.
El señor Tagomi, que estaba entregado a la tediosa tarea de recargar el revólver, y que no le llevaba menos de tres minutos, se interrumpió para apretar el botón del intercomunicador.
—Traigan auxilio médico urgente —ordenó—. Gente muy mal herida aquí.
Ninguna respuesta, sólo un zumbido.
Inclinándose, el señor Baynes había recogido las dos armas de los alemanes; le pasó una al general, y se guardó la otra.
—Ahora los tendremos bien a raya —dijo el señor Tagomi sentándose otra vez con el Colt 44—. Formidable triunvirato en esta oficina.
Desde el vestíbulo llamó una voz: —¡La canalla alemana se ha rendido!
—Ya nos hemos ocupado aquí —llamó a su vez el señor Tagomi—. Tendidos y muertos, o muriéndose. Avancen y vean.
Un grupo de empleados del Times nipón apareció titubeando: varios traían partes del equipo contra motines del edificio: hachas, rifles, granadas de gay.
—Cause célebre —dijo el señor Tagomi—. El gobierno de los Estados del Pacífico en Sacramento podría declarar la guerra al Reich sin más dudas. —Abrió el revólver. —De cualquier modo, ha terminado.
—Negarán estar implicados —dijo el señor Baynes—. Técnica usual, y muy repetida. —Puso la pistola equipada con silenciador sobre el escritorio del señor Tagomi. —Fabricada en el Japón.
No era una broma. Una excelente pistola de tiro japonesa. El señor Tagomi la examinó.
—Y los hombres no son alemanes —dijo el señor Baynes. Le había sacado la cartera a uno de los blancos, el muerto—. Ciudadano de los Estados del Pacífico. Vive en San José. Ninguna relación con la SD. Se llama Jack Sanders. —Soltó la camera.
—Un asalto —dijo el señor Tagomi—. Motivo: la caja de caudales, ninguna implicación política.
De cualquier modo el asesinato o rapto intentado por la SD había fracasado. Al menos este primer intento había fracasado. Sabían, por supuesto, quién era el señor Baynes, y a qué había venido.
—La prognosis —dijo el señor Tagomi —es sombría.
Se preguntó si serviría de algo consultar ahora el oráculo. El libro podía protegerlos, advertirles, aconsejarles.
Todavía temblando sacó los cuarenta y nueve tallos de milenrama. Toda la situación era confusa y anómala, decidió. Ninguna inteligencia humana podría descifrar el enigma; tenía que recurrir a una mente de cinco mil años de antigüedad, no había alternativa. La sociedad totalitaria alemana le parecía al señor Tagomi una forma de vida defectuosa, separada del mundo natural. Defectuosa en todas sus panes, un potpourri de insensateces.
Allí, pensó, la SD local actuaba como instrumento de policía en contradicción con la jefatura de Berlín. ¿Dónde estaba el sentido en esta criatura compuesta?
¿Qué era realmente Alemania? ¿Qué había sido antes? El señor Tagomi sintió que estaba analizando una pesadilla, una parodia de los problemas comunes de la existencia.
El oráculo iría a la médula del asunto. Hasta Tina extraña camada de gatos como la Alemania nazi era comprensible para el I Ching.
El señor Baynes, viendo cómo el señor Tagomi manipulaba distraídamente el puñado de tallos vegetales, entendió que el hombre sufría de veras. Para él, reflexionó, haber tenido que matar y mutilar a esos dos hombres no sólo es terrible sino también inexplicable.
¿Cómo podía consolarlo? El señor Tagomi había tirado para protegerlo, y él, Baynes, era responsable por aquellas dos vidas; no había ninguna duda.
Acercándose al señor Baynes, el general Tedeki dijo en voz baja: —Es usted testigo de la desesperación de un hombre. Es evidente que ha sido educado en el budismo. Aunque no de modo formal, la influencia está de veras ahí. Una cultura en la que no se ha de quitar ninguna vida, donde todo lo que vive es sagrado.
El señor Baynes asintió.
—Recuperará su equilibrio —continuó el general Tedeki—, después de un tiempo. En este momento no hay punto de vista que le permita examinar y entender lo que ha hecho. El libro lo ayudará, pues proporciona un marco exterior de referencia.
—Ya veo —dijo el señor Baynes, pensando en otro marco de referencia que también podía ayudar en este caso: la doctrina del pecado original. Se preguntó si aquel hombre la conocería. Todos estaban condenados a cometer actos de crueldad o violencia o maldad; ese era el destino del hombre, movido por factores antiguos. El karma de la humanidad.
Para salvar una vida Tagomi había quitado dos. Una mente lógica y equilibrada no encontraba ahí ningún sentido. Un hombre bondadoso como el señor Tagomi podía volverse loco si reconocía las implicaciones posibles.
Sin embargo, pensó el señor Baynes, el punto crucial no está en el presente ni tiene relación con mi muerte o la muerte de los dos hombres de la SD. El punto crucial se encontraba, hipotéticamente, en el tiempo futuro. Lo que ahora ocurría estaba justificado o no por lo que ocurriría luego. ¿Alcanzarían a salvar las vidas de millones, de todo el Japón?
Pero el hombre que movía los tallos de milenrama no podía pensar en eso; el presente, la actualidad, era demasiado tangible, con un muerto y un moribundo caídos en el piso de la oficina.
El general Tedeki tenía razón. El tiempo le proporcionaría una perspectiva al señor Tagomi. La alternativa era la retirada a las sombras de la enfermedad mental, la mirada desviada para siempre, a causa de una perplejidad sin remedio.
Y ellos no eran diferentes, pensó el señor Baynes. Tenían que enfrentarse a las mismas confusiones, y por eso mismo, lamentablemente, no podían ayudar al señor Tagomi. No podían hacer otra cosa que esperar, confiando en que al fin se recuperaría y no sucumbiría para siempre.