Frank Frink miró cómo su ex empleador se alejaba anadeando por el pasillo hacia la sección principal de trabajo de la W-M Corporation, y pensó: lo extraño acerca de Wyndam-Matson es que no parece el dueño de una fábrica. Parece un alegre vagabundo, un hombre que se ha dado un baño, se ha puesto ropa nueva, se ha cortado el pelo, se ha afeitado, ha tomado una dosis de vitaminas y se ha lanzado al mundo con cinco dólares a empezar una nueva vida. El viejo era nervioso, tímido, sumiso a veces, como si todos fueran enemigos potenciales más fuertes que él, a quienes tenía que halagar y aplacar. “Me van a saltar encima” parecían decir sus modales.
Y sin embargo el viejo W-M era realmente poderoso y manejaba capitales, bienes raíces y toda una serie de empresas. Además de la fábrica W-M.
Siguiendo al viejo, Frink abrió el portalón metálico y entró en el taller: un rumor de motores —que había oído a su alrededor todos los días durante tanto tiempo—, hombres frente a sus máquinas, luces que zigzagueaban en el aire, polvo, movimiento. Allá iba el viejo. Frink aceleró el paso.
—¡Eh, señor W-M! —llamó.
El viejo se había detenido junto a Ed McCarthy, el capataz de brazos velludos. Frink se acercó y los dos hombres lo miraron.
Humedeciéndose nerviosamente los labios, Wyndam-Matson dijo: —Lo siento, Frank. No puedo tomarlo otra vez. Ya contraté a otro para su puesto, pensando que usted no volvería. Luego de lo que usted dijo.
En los ojos pequeños y redondos se encendió brevemente una mirada evasiva que para Frink era casi hereditaria. El viejo la tenía en la sangre.
—Vine a buscar mis herramientas, nada más —dijo Frink, y le alegró descubrir que había hablado con una voz firme, casi áspera.
—Bueno, veamos —murmuró el viejo que no sabía muy bien, evidentemente, si Frank tenía derecho a reclamar las herramientas—. Creo que esto es de jurisdicción de usted, Ed —dijo al fin—. Ocúpese del asunto. Yo tengo otras cosas que hacer. —Echó una ojeada al reloj de pulsera —Escuche, Ed. Discutiremos ese informe más tarde. Tengo que irme ahora.
Le palmeó el brazo a Ed McCarthy y se alejó al trote sin mirar atrás.
Ed McCarthy y Frink se quedaron solos.
—Viniste a trabajar —dijo Ed al cabo de un rato.
—Sí —dijo Frink.
—Yo estaba orgulloso de lo que habías dicho ayer.
—También yo —dijo Frink—. Pero Cristo. No puedo trabajar en ninguna otra parte. —Se sintió de pronto derrotado a impotente. —Lo sabes muy bien.
—No lo sé —dijo McCarthy—. No hay nadie en la costa que maneje como tú esa flexionadora de cables. Te he visto terminar la operación en cinco minutos, incluyendo el pulido. Y excepto la soldadura…
—Nunca dije que yo supiera soldar —dijo Frink.
—¿Nunca pensaste en instalarte por tu cuenta?
—¿Haciendo qué? —tartamudeó Frink, sorprendido.
—Joyería.
—Oh, por favor.
—Piezas originales, para la moda, no de uso industrial. —McCarthy llevó a Frink a un rincón del taller, lejos del ruido. —Con dos mil dólares puedes conseguir un sótano pequeño o un garaje. En un tiempo diseñé aros y pendientes para mujeres. Objetos modernos, realmente contemporáneos.
Tomó un pedazo de papel y se puso a dibujar, lenta, seriamente.
Mirando por encima del hombro de Ed, Frink vio el dibujo de una pulsera, un diseño abstracto de líneas onduladas.
—¿Hay un mercado para eso? —No conocía otras joyas que las tradicionales, y las antiguas —Las piezas contemporáneas no le interesan a nadie. No hay cosas como esas desde la guerra.
—Pues crea entonces un mercado —dijo McCarthy, enojado, torciendo la cara.
—¿Quieres decir que las venda yo mismo?
—En una tienda de venta al menudeo. Como… no recuerdo el nombre. Esa tienda de la calle Montgomery, donde hay objetos de arte.
—Artesanías Americanas —dijo Frink.
Nunca había entrado en esas tiendas de moda. Sólo los japoneses tenían bastante dinero como para comprar en sitios semejantes.
—¿Sabes qué venden esas tiendas? —dijo McCarthy—. Cinturones de hebilla que fabrican los indios de Nueva México. Objetos para turistas, todos iguales. Arte nativo, lo llaman, y ganan fortunas con eso.
Frink miró a McCarthy un largo rato.
—Sé qué otra cosa venden —dijo al fin —y tú también.
—Sí —dijo McCarthy.
Los dos sabían, porque los dos habían estado complicados en el asunto, durante mucho tiempo.
El negocio legal y declarado de la Compañía W-M consistía en fabricar barandillas de escalera, estufas, adornos de hierro fundido para los edificios nuevos.
Artículos en serie, idénticos. Para un edificio de cuarenta unidades se fabricaba cuarenta veces la misma pieza. En apariencia la compañía fundía hierro. Pero las verdaderas ganancias las obtenía de otro modo.
Empleando una complicada variedad de herramientas, materiales y máquinas, la Compañía W-M lanzaba al mercado un torrente continuo de imitaciones de artefactos norteamericanos de la preguerra. Estas imitaciones eran introducidas hábilmente en el mercado de objetos de arte junto con los artículos genuinos recogidos a lo largo y a lo ancho del continente. Como en el mercado de estampillas de correo y monedas, nadie conocía exactamente el número de falsificaciones en circulación. Y nadie —especialmente los comerciantes y los coleccionistas —quería conocerlo.
Cuando Frink había renunciado, un revólver Colt de los días de la conquista del Oeste había quedado sobre su mesa, casi terminado. El mismo había preparado los moldes, había echado el metal fundido, y había pulido a mano las distintas partes. Las armas de la guerra civil y de la época de la Frontera tenían un mercado ilimitado. La W-M podía vender fácil, mente todos esos productos. Eran la especialidad de Frink.
Frink caminó lentamente hasta su mesa y tomó el caño todavía tosco del revólver. Otros tres días de trabajo y el arma hubiese quedado terminada. Sí, pensó, era un buen trabajo. Un experto hubiera notado la diferencia. Pero los coleccionistas japoneses no eran verdaderos expertos, no tenían modelos o normas que los ayudaran a juzgar.
En verdad, le parecía a Frink, nunca se les había ocurrido preguntarse si los llamados objetos de arte históricos que se vendían en las tiendas de la costa Oeste eran o no genuinos. Un día quizá lo pensarían, y entonces la burbuja estallaría de veras, y el mercado se vendría abajo, aun para los objetos auténticos. Una ley de Gresham: las falsificaciones quitaban valor a lo verdadero. Y por eso, sin duda, nadie investigaba ahora. Al fin y al cabo todos eran felices. Los industriales que aquí y allá, en distintas ciudades, fabricaban los objetos. Los comerciantes al por mayor que los llevaban a las tiendas. Los vendedores que los anunciaban y exhibían. Los coleccionistas que ponían el dinero y se llevaban las cosas a sus casas, felices, para impresionar a sus socios; amigos, amantes.
Como el papel moneda de la posguerra. Todos lo aceptaban de buena gana hasta que alguien investigó. No había hecho daño a nadie… y luego todos quedaron arruinados por igual. Pero mientras tanto nadie hablaba de eso. Ni siquiera los hombres que se ganaban la vida fabricando imitaciones. No pensaban en los productos. Se entretenían en resolver problemas técnicos.
—¿Desde cuándo no trabajas con tus propios diseños? —preguntó McCarthy.
Frink se encogió de hombros.
—Años. Puedo copiar con una exactitud de todos los demonios, pero…
—¿Te digo lo que pienso? Se me ocurre que has hecho tuya la idea de los nazis de que los judíos no son capaces de crear. Que sólo imitan y venden. Intermediarios.
McCarthy miró fijamente a Frink.
—Quizá —dijo Frink.
—Haz la prueba. Prepara diseños originales. O trabaja directamente, sin planes previos, como un niño que juega.
—No —dijo Frink.
—No tienes fe —dijo McCarthy—. Has perdido completamente la fe en ti mismo, ¿no es así? Mala cosa. Pues sé que podrías hacerlo.
Se alejó de la mesa internándose en el taller.
Mala cosa, pensó Frink. Pero de todos modos era la verdad, un hecho: No podía tener fe o entusiasmo a su antojo.
McCarthy, pensó, era un capataz excelente. Sabía cómo estimular a un hombre, cómo sacarle a uno lo mejor de uno mismo. Era un jefe por naturaleza. Durante un momento casi lo había convencido. Pero… McCarthy se había ido ahora. El esfuerzo no le había servido de nada.
Lástima que no tuviese allí el oráculo, pensó Frink. Podría consultarlo. Ver qué le aconsejaban esos cinco mil años de sabiduría. Y entonces recordó que en el vestíbulo de la compañía había un ejemplar del I Ching. Salió del taller, y caminó deprisa por el corredor.
Sentado en uno de los sillones de cromo y plástico del vestíbulo, escribió la pregunta en el dorso de un sobre: “¿He de probar ese trabajo creador privado que me han descrito hace un momento?”
Empezó a mover rápidamente los palitos.
La línea más baja era un siete, y lo mismo la segunda y tercera. El trigrama Ch’ien, se dijo. Buen comienzo, Ch’ien era lo creativo. Luego la cuarta línea, un ocho. Yin. Y la línea quinta, también un ocho, una línea yin. Señor, pensó, —excitado. Otra línea yin y tendré el hexagrama Undécimo, Thai. Paz. Un juicio muy favorable. Frink movió los tallos con manos temblorosas. Podía obtener también una línea yang. El hexagrama Veintiséis, Ta Ch’u, el poder dominador de lo grande. Los dos eran favorables, y no había alternativa.
Yin. Un seis. Paz.
Abrió el libro y leyó el juicio.
Paz. El pequeño se aleja.
El grande se acerca.
Buena fortuna. Éxito.
De modo que Ed McCarthy tiene razón, pensó Frink. He de abrir mi tiendecita. Bueno, un seis arriba, la única línea móvil. Volvió la página. ¿Qué decía el texto? No podía acordarse. Tenía que ser un presagio favorable, pues todo el hexagrama era tan favorable. Unión del cielo y de la tierra… Pero la primera línea y la última estaban siempre fuera del hexagrama, de modo que era posible que un seis arriba…
Los ojos de Frink encontraron el texto, y lo leyeron en un instante.
El muro cae en el foso.
El ejército es inútil ahora.
Da tus órdenes dentro de tu propia ciudad.
La perseverancia trae humillación.
¡Maldición! Exclamó Frink, horrorizado. Y el comentario:
El cambio insinuado en la mitad del hexagrama ha empezado a producirse. El muro de la ciudad se hunde en el foso de donde fue levantado. La hora final se acerca…
Era sin duda, una de las líneas más lóbregas de todo el libro, entre más de tres mil líneas. Y sin embargo el sentido del hexagrama era bueno.
¿De cuál de los dos juicios tenía que fiarse?
¿Y cómo podían ser tan diferentes? Nunca le había ocurrido antes. La buena fortuna y la ruina profetizadas a la vez por el oráculo. Qué raro destino, como si el oráculo hubiese rascado el fondo del barril, hubiese sacado de las sombras restos y huesos y los hubiera volcado luego a la luz como una buena comida fermentada. Debo de haber apretado dos botones a la vez, decidió Frink. Había confundido las cosas, obteniendo este punto de vista schlimazl de la realidad. Sólo durante un segundo, afortunadamente. No había durado mucho.
Demonios, pensó, tiene que ser uno de los dos. No es posible otra cosa. O quizá sí.
El negocio de joyería le traería suerte. El oráculo se refería claramente a eso. Pero la línea, la condenada línea, hablaba de algo más profundo, de alguna catástrofe futura que quizá ni siquiera tenía relación con el negocio de las joyas. Algún destino terrible que lo esperaba en alguna parte, de algún modo…
¡La guerra! ¡La tercera guerra mundial! Dos mil millones de muertos, la civilización arrasada. Un chaparrón de bombas de hidrógeno.
¡Oy gewalt! pensó Frink. ¿Qué ocurre? ¿Puse yo esto en movimiento? ¿O algún otro que ha estado manejando los tallos, y a quien ni siquiera conozco? O todos nosotros, quizá. La culpa era de aquellos físicos y de aquella teoría de la sincronicidad. Todas las partículas están conectadas entre sí. No puedes estornudar sin alterar el equilibrio del universo. La vida es realmente una broma divertida, pero no hay gente alrededor y nadie puede festejar la broma. Abría un libro y le hablaba de acontecimientos futuros que hasta el mismo Dios desearía archivar y olvidar. ¿Y quién era él? La persona menos apropiada, podía probarlo.
Tomaría sus herramientas, abriría la tienda, se iniciaría en la vida de los negocios, y todo a pesar de esa línea horrible. Seguiría trabajando, creando a su modo, viviendo una vida tan buena cono le fuese posible, manteniéndose siempre activo, hasta que el muro cayera en el foso, para todos, para toda la humanidad. Ese era el mensaje del oráculo. El destino les cortaría un día la cabeza, pero mientras él tendría su trabajo.
El hexagrama era sólo para él. La línea para todos.
Soy demasiado insignificante, pensó Frink. Sólo puedo leer lo que está escrito, y luego bajar la cabeza y seguir adelante como si no hubiese visto nada. El oráculo no espera que yo me ponga a correr por las calles, gritándoles a las gentes que me escuchen.
¿Podía alterarlo alguien? se preguntó. Todos juntos… o una gran figura… o alguien estratégicamente situado, alguien que estuviese en el sitio correcto en el momento correcto. Una probabilidad. Un accidente. Y nuestras vidas, nuestro mundo, dependiendo de eso.
Frink cerró el libro, dejó el vestíbulo y regresó a los talleres. Citando vio a McCarthy le indicó con un ademán que se apartaran a un costado para seguir hablando.
—Cuanto más lo pienso —dijo Frink —más me gusta tu idea.
—Magnífico —dijo McCarthy—. Escúchame ahora. He aquí lo que haremos. El dinero se lo sacarás a Wyndam-Matson. —Le guiñó un ojo a Frink, lenta e intensamente, retorciendo el párpado. —Luego te diré cómo. Yo renunciaré también y me iré contigo. Necesitas mis diseños. Eh, ¿por qué pones esa cara? Son buenos diseños.
—Claro que sí —dijo Frink, un poco mareado.
—Te veré esta noche después del trabajo —dijo McCarthy —En mi casa. Llega a eso de las siete y cenarás con Jean y conmigo… si puedes aguantar a los chicos.
—Muy bien —dijo Frink.
McCarthy le palmeó la espalda y salió.
He recorrido un largo camino, se dijo Frink. En los últimos diez minutos. Pero no se sentía aprensivo ahora. Se sentía excitado.
Todo había ocurrido muy rápidamente en verdad, pensó mientras caminaba hacia su mesa de trabajo y recogía las herramientas. Sin embargo, así pasaban sin duda estas cosas. A la ocasión la pintan calva.
Toda la vida había esperado esto. Cuando el oráculo decía “algo ha de llevarse a cabo” se refería a esas circunstancias y a esos momentos, realmente apropiados. ¿Qué momento era ahora? Un seis arriba en el hexagrama Once cambiaba todo en el Veintiséis. El poder dominador de lo grande. Yin se transformaba en yang. La línea se mueve y aparece un nuevo momento. Y él había perdido el paso de tal modo que ni siquiera se había dado cuenta.
Apostaba que por eso le había salido esa línea terrible. Sólo así el hexagrama Once podía llegar a ser el hexagrama Veintiséis. Ese seis móvil arriba. No había motivo para que se preocupara tanto.
Pero a pesar de su excitación y su optimismo Frink no conseguía olvidarse de la línea, no del todo.
Hago lo que puedo, sin embargo, pensó irónicamente. Quizá esa misma noche, a las siete, ya no se acordaría de nada, como si la línea nunca hubiera existido.
Esperaba que fuese así realmente, se dijo, pues esta sociedad con Ed era algo importante. Había tenido una idea que no podía fallar. Y no quería quedarse afuera.
Ahora no era nadie, pero si llevaba adelante el negocio quizá juliana volviese con él. Sabía que ella quería volver. Merecía realmente estar casada con un hombre de posición, una persona que fuese alguien en la comunidad, no un meshuggener cualquiera. Los hombres eran hombres en otro tiempo, antes de la guerra. Pero todo eso había desaparecido.
No le sorprendía que juliana fuese de un lado a otro, de un hombre a otro, buscando. Y sin siquiera saber qué buscaba, qué reclamaba su biología. Pero él lo sabía, y ahora, en este negocio que iniciaría con McCarthy, lo conseguiría para ella.
A la hora del almuerzo, Robert Childan cerró las puertas de Artesanías Americanas, S. A. Comúnmente cruzaba la calle y comía en el restaurante de enfrente. De cualquier modo no estaba fuera más de media hora, y hoy sólo, tardó veinte minutos. El recuerdo de la prueba de fuego a que lo habían sometido el señor Tagomi y los empleados de la Misión Comercial le revolvía aún el estómago.
Mientras volvía a la tienda se dijo que quizá había llegado la hora de no hacer más negocios por teléfono. Todo junto al mostrador.
Dos horas mostrando artículos. Demasiado. Casi cuatro horas en total. No valía la pena abrir otra vez la tienda. Toda una tarde para vender un solo artículo, un reloj Mickey Mouse. Una pieza cara, era cierto, pero… Abrió la puerta y fue a colgar la chaqueta en la trastienda.
Cuando regresó se encontró con un cliente. Un hombre blanco. Bueno, pensó, qué sorpresa.
—Buenos días, señor —dijo Childan con una leve reverencia.
El hombre era probablemente un pinoc. Alto, de tez bastante oscura. Bien vestido, a la moda. Pero no a sus anchas. Un leve brillo de transpiración en la frente.
—Buenos días —murmuró el hombre moviéndose por la tienda y mirando las vitrinas.
Luego, de pronto, se acercó al mostrador. Buscó en un bolsillo de la chaqueta, sacó un tarjetero de cuero, pequeño y brillante, y le dio a Childan una tarjeta multicolor, impresa con caracteres muy adornados.
En la tarjeta un emblema imperial. Y una insignia militar. La Marina. Almirante Harusha. Robert Childan examinó la tarjeta, impresionado.
—La nave del almirante —explicó el cliente —se encuentra en este momento en la bahía de San Francisco. El portaaviones Syokaku.
—Ah —dijo Childan.
—El almirante Harusha nunca visitó la Costa Oeste —explicó el cliente—. Desea hacer muchas cosas aquí, entre otras visitar personalmente la famosa tienda de usted. Allá en las Islas se habla. mucho de Artesanías Americanas, S. A.
Childan saludó con una inclinación, deleitado.
—Sin embargo —continuó diciendo el hombre —y a causa de sus numerosos compromisos el almirante no podrá tener el placer de conocer la tienda de usted. Pero me ha enviado a mí, su ayuda de cámara.
—¿El almirante es un coleccionista? —preguntó Childan, pensando a toda velocidad.
—Es un amante de las artes. Un conocedor. Pero no un coleccionista. Mi almirante desea obsequiar a cada uno de los oficiales de la nave un artefacto histórico valioso, un revólver de aquella epopeya, la guerra civil norteamericana. —El hombre hizo una pausa. Son doce oficiales en total.
Childan pensó rápidamente: doce revólveres de la guerra civil. Precio para el cliente: casi diez mil dólares. Se estremeció.
—Como es bien sabido —continuó el hombre —la tienda de usted vende esos invalorables artefactos antiguos, arrancados de las páginas de la historia, y que se pierden, ay, demasiado rápidamente en el limbo del tiempo.
Eligiendo con mucho cuidado todas las palabras —no podía permitirse perder este negocio, cometer un solo error —Childan dijo: —Sí, es cierto. Ninguna tienda de los Estados del Pacífico puede ofrecer armas tan finas de la guerra civil. Me agradará mucho servir al almirante Harusha. ¿Desea usted que lleve mi soberbia colección a bordo del Syokaku? ¿Esta misma tarde, quizá?
—No, las examinaré aquí —dijo el hombre.
Doce. Childan sacó cuentas. No tenía doce armas, en verdad sólo tenía tres. Pero podía obtener doce, si la suerte lo acompañaba, por distintos medios en el curso de la semana. Expreso aéreo desde el Este, por ejemplo. Y ciertos contactos locales.
—Usted, señor —dijo—, ¿es un conocedor de esas armas?
—Hasta cierto punto —dijo el hombre—. Tengo una pequeña colección de armas de bolsillo, inclusive una pistolita secreta que parece una ficha de dominó. 1840, aproximadamente.
—Una pieza exquisita —dijo Childan mientras se encaminaba hacia la caja fuerte donde guardaba los revólveres.
Cuando volvió al mostrador vio que el hombre estaba llenando un cheque de banco. El hombre se detuvo y dijo:
—El almirante desea pagar por adelantado. Un depósito de quince mil dólares del Pacífico.
Childan sintió que se le iba la cabeza. Dominándose, habló con una voz tranquila y hasta logró parecer un poco aburrido.
—Como usted quiera. No es indispensable. Una cuestión formal. —Puso en el mostrador un estuche de cuero y dijo: —Una pieza excepcional. Un Colt 44 de 1860. —Abrió la caja —Del ejército yanqui. Los soldados azules los empleaban para tirar de cerca.
El hombre examinó largo rato el Colt 44. Al fin, alzando los ojos, dijo con calma: —Señor, esto es una imitación.
—¿Eh? —dijo Childan, sin entender.
—Esta pieza no tiene más de seis meses. Señor, lo que usted me ofrece es un engaño. Es desolador. Mire usted. La madera. Envejecida artificialmente con ácidos químicos. Qué vergüenza.
El hombre dejó el arma en el mostrador.
Childan tomó el arma y se quedó mirándola, sin saber qué decir.
—No puede ser —murmuró al cabo de un rato.
—Una imitación del arma auténtica histórica. Nada más. Temo, señor, que lo hayan engañado. Quizá algún inescrupuloso. Tiene usted que informar a la policía de San Francisco. —El hombre asintió, con una inclinación de cabeza —Me preocupa realmente. Debe de tener usted otras imitaciones en la tienda. ¿Es posible, señor, que usted, propietario, comerciante de estos artículos, no sepa distinguir entre las piezas falsas y las auténticas?
Silencio.
Extendiendo la mano, el hombre tomó del mostrador el cheque que no había alcanzado a completar. Se lo puso otra vez en el bolsillo, se guardó la lapicera, y saludó con una reverencia.
—Es una lástima, señor, pero parece evidente, ay, que Artesanías Americanas, S. A. no podrá satisfacer nuestros deseos. El almirante Harusha se sentirá realmente decepcionado. Pero entiende usted que en mi posición…
Childan miró otra vez el revólver.
—Buenos días, señor —dijo el hombre—. Acepte usted por favor un humilde consejo, Pida usted a algunos expertos que examinen lo que usted adquiere. La reputación de usted… No es necesario que me alargue en explicaciones.
—Señor, si usted, por favor… —tartamudeó Childan.
—Quédese tranquilo, señor. No hablaré de esto con nadie. Le… le diré al almirante que hoy la tienda de usted estaba cerrada, lamentablemente. Al fin y al cabo… —El hombre se detuvo en el umbral —Al fin y al cabo usted y yo somos blancos.
Haciendo otra reverencia, el hombre partió.
Childan se quedó solo, con el revólver en la mano.
No puede ser, pensó.
Pero tenía que ser. Dios santo. Estaba arruinado. Había perdido una venta de quince mil dólares. Y su reputación, si esto se sabía. Si ese hombre, el ayudante del almirante Harusha, no era discreto.
Me suicidaré, decidió. He perdido mi posición. No puedo seguir, es indiscutible.
Por otra parte, quizá el hombre se había equivocado.
Quizá mentía.
Lo había mandado Objetos Históricos de los Estados Unidos para destruirlo. O Rarezas Artísticas de la Costa Oeste.
Cualquiera de los competidores.
El arma era genuina sin duda.
¿Cómo podía saberlo? Childan pensó un rato. Ah. Le pediría al Departamento de Criminología de la Universidad de California que analizasen el arma. Conocía a alguien allí, o por lo menos había conocido a alguien en otro tiempo. Esto ya había ocurrido otra vez. Supuesta falta de autenticidad de una pistola.
Telefoneó rápidamente a una compañía de mensajeros de la ciudad y les dijo que le enviaran un hombre, enseguida. Luego empaquetó el arma y redactó una nota para el laboratorio de la Universidad, pidiendo que le calcularan la edad del arma inmediatamente y le informaran por teléfono. Llegó el mensajero. Childan le entregó la nota y el paquete y le dijo que fuera a la Universidad en helicóptero. El hombre partió y Childan empezó a pasearse por la tienda, esperando.
A las tres llamó la Universidad.
—Señor Childan —dijo la voz—, nos pidió usted que examináramos la autenticidad de esta arma militar, Colt. 44, 1860. —Una pausa. Childan apretó aprensivamente el tubo del teléfono. —Este es el informe del laboratorio. Reproducción obtenida mediante moldes de plástico, excepto la culata de nogal. Los números de serie desconocidos. No se empleó el método del gas de cianuro para endurecer la armazón. Las superficies castañas y azules han sido obtenidas mediante proceso técnico moderno, de acción rápida. Toda el arma artificialmente envejecida.
Childan alcanzó a murmurar: —El hombre que me trajo el arma para que yo le diera mi opinión…
—Dígale que lo engañaron —informó el técnico de la Universidad—. Que lo engañaron bien. Excelente trabajo. Obra de un verdadero profesional. Verá usted, el arma auténtica… ¿Recuerda las partes azules? Se las ponía en una caja de correas de cuero, sellada, con gas de cianuro, y se las calentaba. Un proceso bastante tosco. Esta arma en cambio fue fabricada con buenos equipos. Hemos detectado partículas de sustancias pulidoras de metales, bastante raras. Bueno, no tenemos pruebas, pero sabemos que hay toda una industria que vive fabricando estas imitaciones. Tiene que haberla. Hemos visto muchas armas de este tipo.
—No —dijo Childan—. Eso es sólo un rumor. Puedo asegurárselo, sin ninguna duda. —La voz se le quebró en un chillido. —Y sé por qué se lo digo. ¿Por qué cree usted que le envié el arma? Descubrí enseguida que era falsa, luego de tantos años de experiencia. Una rareza de veras, algo insólito. Una broma en realidad. Una jugarreta. —Childan calló, jadeando —Gracias por haber confirmado mis propias observaciones. Mándeme la cuenta. Gracias.
Cortó rápidamente la comunicación.
Luego, sin hacer una pausa, sacó los libros y se puso a rastrear el arma. ¿Cómo le había llegado? ¿De quién?
Se la había mandado, descubrió, un importante comerciante al por mayor, Ray Calvin, de San Francisco. Le telefoneó enseguida.
—Quiero hablar con el señor Calvin —dijo, un poco más tranquilo.
Una voz áspera y rápida:
—¿Sí?
—Habla Bob Childan. De Artesanías Americanas, de la calle Montgomery Ray, se trata de un problema delicado. Quiero verlo hoy, en su oficina o en cualquier otra parte, a solas. Créame, señor, tenemos que hablar.
Childan descubrió que estaba aullando en el teléfono.
—Muy bien —dijo Ray Calvin.
—No se lo diga a nadie. Es absolutamente confidencial.
—¿A las cuatro?
—A las cuatro —dijo Childan—. En su oficina. Buenos días.
Colgó el tubo tan furiosamente que todo el aparato cayó del mostrador al piso. Childan se arrodilló y puso otra vez el aparato en su lugar.
No necesitaba salir antes de media hora, y mientras tanto sólo podía pasearse, y esperar. Tuvo una idea. Llamó a las oficinas de San Francisco de El Heraldo de Tokio, en la calle Market.
—Señores, —dijo—, por favor, quisiera saber si el portaaviones Syokaku está en el puerto, y si es así desde hace cuántos días. Agradeceré mucho al estimable periódico de ustedes está información.
Una espera agonizante. La muchacha volvió al fin.
—De acuerdo con nuestros archivos, señor —dijo con una risita—, el portaaviones Syokaku está en el fondo del mar de las Filipinas. Fue hundido por un submarino norteamericano en 1945. ¿Algún otro problema que podamos resolverle, señor?
En el diario, obviamente, apreciaban ese tipo de bromas.
Childan colgó. Ninguna nave Syokaku en los últimos diecisiete años. Probablemente ningún almirante Harusha. El hombre había sido un impostor. Y sin embargo…
El hombre había dicho la verdad. El Colt 44 era una falsificación.
No tenía sentido.
Quizá el hombre era un especulador que intentaba copar el mercado de revólveres de la guerra civil. Un experto. Había reconocido la imitación. Un profesional de profesionales.
Sólo un profesional podía darse cuenta. Alguien que estaba en el negocio. No un mero coleccionista.
Childan se sintió algo aliviado. Muy pocos se darían cuenta. Quizá nadie más.
¿Olvidaría el asunto?
Pensó un rato. No. Debía investigar, conseguir que Ray Calvin le devolviera el dinero. Y… tendría que enviar otros artefactos al laboratorio de la universidad.
¿Y si se descubría que muchos no eran auténticos?
El problema era difícil.
No hay otro camino, decidió, malhumorado, desesperado. Tenía que enfrentar a Ray Calvin y pedirle que investigara hasta llegar a las mismas fuentes. Quizá Calvin era inocente, quizá no. Le advertiría, de cualquier modo, que no más imitaciones o dejaría de comprarle.
Calvin tiene que cargar con la pérdida, decidió. Si se niega, hablaré con los dueños de las otras tiendas, arruinaré la reputación de Calvin. ¿Por qué he de arruinarme solo? Que el castigo llegue a los responsables.
Pero mantengamos el secreto, se dijo; que el asunto quede entre nosotros.