Capítulo 2

El señor Nobusuke Tagomi consultaba el divino Libro Quinto de la sabiduría de Confucio, el oráculo taoísta llamado durante siglos el I Ching o Libro de los Cambios. Al mediodía había empezado a esperar aprensivamente su cita con el señor Childan, para la que faltaban sólo dos horas.

Las oficinas del señor Tagomi ocupaban el piso vigésimo del edificio del Times nipón, que dominaba la bahía. La pared de vidrio permitía ver los barcos que entraban y pasaban bajo la Puerta de Oro. En este momento había un carguero más allá de Alcatraz, pero al señor Tagomi no le interesaba el espectáculo. Fue hasta la pared, desanudó la cuerda y dejó caer las cortinas de bambú. La vasta oficina se oscureció. El señor Tagomi ya no tenía necesidad de —entornar los ojos a causa de la luz, y podía pensar con más claridad.

No dependía de él, decidió, complacer al cliente. No importaba lo que le trajese el señor Childan. El cliente no se impresionaría. Enfrentemos el hecho, se dijo. Pero, por lo menos, podemos evitar que se sienta desagradado, Podemos evitar insultarlo con un regalo, mohoso.

El cliente llegaría pronto al aeropuerto de San Francisco en el nuevo cohete alemán, el Messerschmitt 9 E. El señor Tagomi no había viajado nunca en esos vehículos. Cuando se encontrara con el señor Baynes tenía que mantener un aire blasé, cualquiera fuese el tamaño del cohete, Ahora a practicar. Se sentó frente al espejo de la pared, poniendo una cara de compostura, de cortés aburrimiento, escudriñándose el rostro helado en busca de alguna falla. Sí, son muy ruidosos, señor Baynes. No se puede leer. Pero el vuelo de Estocolmo a San Francisco es sólo de cuarenta y cinco minutos. ¿Una palabra entonces acerca de las fallas mecánicas de los alemanes? Supongo que lo ha oído usted en la radio. Esa catástrofe de Madagascar. Los viejos aviones de pistón tienen todavía sus ventajas.

Había que evitar los temas políticos. Pues no conocía los puntos de vista del señor Baynes acerca de los asuntos del día., Sin embargo, aparecerían en algún momento. Claro que el señor Baynes era sueco, y por lo tanto neutral. No obstante, había elegido la Lufthansa en vez de la SAS. Un sondeo precavido… Señor Baynes, dicen que Herr Bormann está muy enfermo. Que el Partido elegirá un nuevo canciller este otoño. ¿Sólo un rumor? Tantos secretos, ay, entre el Pacífico y el Reich.

En la carpeta del escritorio, un discurso reciente del señor Baynes publicado en el New York Times. El señor Tagomi lo estudió críticamente, inclinándose hacia adelante a causa de una leve falla de corrección en los lentes de contacto. El discurso se refería a la necesidad de buscar una vez más —¿una nonagésima vez? —manantiales de agua en la luna. “Hemos de resolver este tremendo dilema —había dicho el señor Baynes —Nuestro vecino más próximo y hasta ahora inútil excepto para aplicaciones militares. —Sic, pensó el señor Tagomi, usando la aristocrática palabra latina. Una clave para conocer al señor Baynes. Parecía mirar de reojo los problemas del ámbito militar. El señor Tagomi tomó nota mentalmente.

Tocó el botón del intercomunicador y dijo: —Señoriíta Ephreikian, me gustaría que trajera el aparato grabador, por favor.

La puerta exterior de la oficina se deslizó a un costado y apareció la señorita Ephreikian, agradablemente adornada con flores azules en el pelo.

—Un ramillete de lilas —observó el señor Tagomi.

En otro tiempo había cultivado flores en su casa de Hokkaido.

La señorita Ephreikian , una muchacha armenia, alta y de pelo oscuro, saludó con una reverencia.

—¿Lista para grabar? —preguntó el señor Tagomi.

—Sí, señor Tagomi.

La señorita Ephreikian se sentó con la grabadora de baterías preparada.

El señor Tagomi comenzó: —Le pregunté al oráculo: “¿Mi encuentro con el señor Childan será provechoso?” y obtuve para mi desgracia el ominoso hexagrama La Preponderancia de lo Grande. La viga de madera oscila. Demasiado peso en el medio. Desequilibrio. Evidentemente fuera del Tao.

La cinta grabadora chirrió.

El señor Tagomi hizo una pausa, reflexionando.

La señorita Ephreikian lo miró expectante. El chirrido cesó.

—Haga entrar un momento al señor Ramsey, por favor —dijo el señor Tagomi.

—Sí, señor Tagomi. —La señorita Ephreikian se incorporó, dejó en el suelo el aparato grabador, y salió taconeando de la oficina.

El señor Ramsey apareció trayendo una enorme carpeta de manifiestos de aduana. joven, sonriente, llevaba la elegante corbatita de lazo de las praderas del Medio Oeste, camisa ajedrezada y blue jeans, el atuendo de moda entre la gente aristocrática.

—Cómo está usted, señor Tagomi —dijo —Día hermoso, señor.

El señor Tagomi hizo una reverencia.

El señor Ramsey, sorprendido, se endureció, y luego hizo también una reverencia.

—He estado consultando el oráculo —dijo el señor Tagomi mientras la señorita Ephrelkian se sentaba otra vez con la grabadora en las rodillas—. Ya sabe usted que nuestro muy próximo huésped, el señor Baynes, comparte los puntos de vista de la ideología nórdica acerca de la llamada cultura oriental. Y podría hacer el esfuerzo de tratar de que comprendiera mejor presentándole algunas obras auténticas de arte chino, en papel o cerámica, de nuestro período Tokugawa… pero nuestra tarea no es convertir.

—Ya veo —dijo el señor Ramsey, retorciendo la cara caucásica en una dolorosa expresión de concentración.

—Por lo tanto nos pondremos del lado de sus prejuicios y le daremos en cambio un invalorable artefacto norteamericano.

—Sí.

—Usted, señor, es de ascendencia norteamericana. A no ser que se haya tornado la molestia de oscurecerse el color de la piel. —El señor Tagomi escudriñó la cara del señor Ramsey.

—Me tosté con una lámpara de ultravioletas —murmuró el señor Ramsey —Para adquirir vitamina D, nada más —continuó sin poder ocultar una humillación reveladora —Le aseguro que me siento aún profundamente enraizado… —El señor Ramsey tropezó con las palabras. —No he cortado todos los lazos con… las estructuras étnicas aborígenes.

El señor Tagomi le dijo a la señorita Ephreikian: —Continuemos por favor. —El grabador chirrió otra vez —Consultando el oráculo y obteniendo el hexagrama Ta kuo, Veintiocho, recibí también un nueve desfavorable en el quinto lugar. Dice así:


El álamo seco florece.

La mujer vieja se casa.

Ni culpa, ni orgullo.


“Esto indica claramente que el señor Childan no nos traerá a las dos nada de valor. —El señor Tagomi hizo una pausa. —Seamos francos. No puedo confiar en mi propio juicio cuando se trata de objetos de arte norteamericanos. Por esa razón me pareció que un… —Titubeó buscando la palabra adecuada —Por eso, señor Ramsey, como usted es un nativo, digamos, podría ayudarme. Es evidente que hemos de hacer un esfuerzo.

El señor Ramsey no respondió. Pero no pudo disimular una expresión de humillación, ira y frustración.

—Bien —dijo el señor Tagomi—, luego consulté el oráculo otra vez. Por razones de política no puedo repetirle la pregunta, señor Ramsey. —El señor Tagomi quería decir en otras palabras que Ramsey y toda la clase de los pinocs no estaban autorizados a compartir las cuestiones importantes. —Baste decir, sin embargo, que recibí una respuesta muy provocativa. Me hizo meditar largo rato.

Tanto el señor Ramsey como la señorita Ephreikian lo miraron atentamente.

—Se refiere al señor Baynes.

Los otros dos asintieron.

—En mi pregunta acerca del señor Baynes las operaciones ocultas del Tao me dieron el hexagrama Sheng, Cuarenta y seis. Buen augurio. Un seis en el comienzo y un nueve en la segunda línea.

La pregunta había sido: “¿Tendré éxito en mis tratos con el señor Baynes?” Y el nueve en la segunda le había asegurado que sí:


Si uno es sincero,

basta una pequeña ofrenda.

No hay culpa.


El señor Baynes, obviamente, quedaría satisfecho con cualquier regalo que pudiera recibir de la Misión Comercial mediante los buenos oficios del señor Tagomi. Pero al hacer la pregunta, el señor Tagomi había estado preocupado con otro problema más profundo, del que apenas había tenido conciencia. Y como muchas otras veces, el oráculo había advertido la duda más importante, y había respondido no sólo a la pregunta formulada en voz alta sino también a la otra, la subliminal.

—Como sabemos —dijo el señor Tagomi—, el señor Baynes nos trae unos informes detallados acerca de un nuevo molde de inyección inventado en Suecia. Si llegamos a un acuerdo con la firma del señor Baynes podríamos reemplazar muchos metales hoy escasos por materiales plásticos.

El Pacífico, durante años, había procurado obtener una ayuda sustancial de parte del Reich en el campo de los productos sintéticos. Sin embargo, las grandes firmas químicas alemanas, I. G. Farben en particular, se habían resistido a ceder sus patentes, creando en la práctica un monopolio mundial de los plásticos, especialmente en el dominio de los poliésteres. De este modo, el Reich había aventajado comercialmente al Pacífico, y en cuestiones tecnológicas marchaba diez años adelante. Los cohetes interplanetarios que dejaban la, Europa Festung estaban fabricados, principalmente, con plásticos que resistían muy altas temperaturas, livianos, y tan duros que soportaban el impacto de los mayores meteoros. El Pacífico no tenía nada semejante. Allí se continuaban usando las maderas y las ubicuas aleaciones de cobre y plomo. El señor Tagomi se sentía rebajado cada vez que lo pensaba. Había visto en las ferias comerciales algunos de los productos alemanes últimos: un automóvil, por ejemplo, todo de material sintético, el DSS —Der Schnelle Spuk —que se vendía en dinero de los Estados del Pacífico a unos seiscientos dólares.

Pero la pregunta oculta, que nunca podría revelar a los pinocs que iban de un lado a otro por las oficinas de la Misión, estaba relacionada con un cierto aspecto del señor Baynes. La idea primera le había llegado en un cable cifrado de Tokio. Los mensajes en clave eran poco frecuentes, y se los utilizaba sobre todo en el dominio militar, no en el comercio. Y la clave era de tipo metafórico, una alusión poética, de las que se empleaban para confundir a los monitores alemanes, capaces de descifrar las claves más complicadas. De modo que al enviar el mensaje las autoridades de Tokio habían pensado en el Reich, no en camarillas desleales de las Islas. La frase clave, “Leche desnatada en su dicta”, se refería a Delantal, la canción infantil que exponía la doctrina: “Las cosas no son siempre lo que parecen / la leche desnatada se disfraza de crema.” Y el I Ching, cuando lo consultó el señor Tagomi, confirmó esta sospecha. El comentario decía:


Se presupone que el hombre es fuerte. En verdad no se adapta al ambiente, pues es demasiado brusco y presta poca atención a las formas. Pero de carácter recto, responde de modo adecuado…


El oráculo informaba pues, simplemente, que el señor Baynes no era lo que parecía, y que el propósito de su viaje a San Francisco no era firmar un acuerdo sobre moldes de inyección, y que, al fin de cuentas, el señor Baynes era un espía.

Pero el señor Tagomi no alcanzaba a imaginar qué clase de espía podía ser el señor Baynes, a quién servía, y qué venía a buscar.

A la una y cuarenta de esa tarde, el señor Childan cerró de mala gana la puerta de calle de Artesanías Americanas S. A. Arrastró las pesadas maletas hasta el borde de la acera, llamó un pedetaxi, y le dijo al chink que lo llevara al edificio Times nipón.

El chink, de cara delgada, encorvado y sudoroso, murmuró jadeando un respetuoso saludo, y empezó a cargar las Maletas del señor Childan. Luego de haber ayudado al mismo señor Childan a instalarse en el asiento alfombrado, el chink puso en marcha el medidor, montó en su propio asiento, y pedaleó a lo largo de la calle Montgomery entre coches y ómnibus.

Childan se había pasado el día buscando el ítem para el señor Tagomi, y ahora la amargura y la ansiedad le abrumaban casi mientras miraba cómo pasaban los edificios. Y sin embargo… había triunfado. Tenía esa habilidad, independiente de todo el resto. Había encontrado el objeto exacto, y el señor Tagomi se quedaría tranquilo, y el cliente, quienquiera que fuese, quedaría contentísimo. Siempre doy satisfacciones, pensó Childan, a mis clientes.

Había podido procurarse, milagrosamente, un ejemplar casi nuevo del volumen uno número uno de Historietas Cómicas Tip Top. Impreso en la década del treinta, era una valiosísima pieza de arte norteamericano, uno de los primeros libros cómicos, un objeto de colección muy buscado. Por supuesto, llevaba otras cosas en las maletas, que mostraría primero. Iría ascendiendo gradualmente hasta la revista de historietas, bien guardada en una caja de cuero y envuelta en papel de seda en el centro de la maleta más grande.

La radio del pedetaxi aullaba melodías populares, compitiendo con las radios de los otros taxis, coches y ómnibus. Childan no oía, estaba acostumbrado. Ni siquiera veía los enormes avisos de neón que ocultaban los frentes de casi todos los edificios mayores. Al fin y al cabo Childan tenía también su letrero: a la noche se apagaba y encendía junto con todos los otros de la ciudad. ¿De qué otro modo era posible hacer propaganda? Había que ser realista.

En verdad, los rugidos de las radios, el ruido del tránsito, los letreros y la gente lo arrullaban de algún modo. Le sacaban las preocupaciones. Y era agradable, además, ser llevado por otro ser humano, sentir los músculos tensos del chink en las vibraciones regulares del coche. Una especie de máquina para relajar los músculos, reflexionó Childan. Y era bueno también ocupar, aunque fuese momentáneamente, una posición más elevada.

Sacudió la cabeza, sintiéndose culpable. Había que planear muchas cosas. No era hora de soñar despierto. ¿Estaba apropiadamente vestido para entrar en el edificio del Times nipón? Se marcaría seguramente en el ascensor de alta velocidad. Pero tenía tabletas para prevenir los malos efectos del movimiento. Un producto alemán. Los modos de presentarse… los conocía todos. A quién tratar con cortesía, a quién con rudeza. Brusco con el portero, el ascensorista, la recepcionista, el guía, el personal de servicio. Una reverencia delante de los japoneses, por supuesto, aunque tuviese que inclinarse doscientas veces. Pero los pinocs eran un área nebulosa. Una reverencia, pero con la mirada perdida, como si no existiesen. ¿No había otra situación posible? Podía tropezar con un visitante extranjero. A veces uno se encontraba con alemanes en las Misiones, y también con neutrales.

Y además podía ver a algún esclavo.

En el puerto de San Francisco siempre había algún barco alemán o del Sur, y los capitanes permitían a veces que los negros se paseasen un rato, solos, en parejas, o en grupos de tres, no más. Y no podían andar por la calle cuando caía la noche. Aun bajo las leyes del Pacífico tenían que obedecer el toque de queda. Pero en los puertos había también esclavos sin cadenas, que vivían perpetuamente en tierra, en cabañas, debajo de los muelles, sobre la línea del agita. No encontraría a ninguno en las oficinas de la Misión, pero si en ese momento descargaban algo… Por ejemplo, ¿llevaría él mismo las maletas a las oficinas del señor Tagomi? Por supuesto que no. Aunque tuviese que esperar una hora, aunque no llegara a la cita. No podía permitir que un esclavo lo viese llevando algo, eso no se discutía. Un error de esa clase le podía costar muy caro. Nunca ocuparía otra vez ninguna clase de posición.

En cierto modo, pensó Childan, me gustaría llevar mis propias maletas y entrar así al edificio del Times nipón a la plena luz del día. Toda una actitud. No era ilegal, no lo meterían en la cárcel, y al mismo tiempo mostraría sus verdaderos sentimientos, la reacción de un hombre que no participa de la vida pública. Pero…

Podría hacerlo, pensó, si esos condenados negros no anduviesen por ahí. Podría tolerar que quienes estaban arriba se burlaran, se riesen… Al fin y al cabo lo humillaban todos los días. Pero sentir el desprecio de quienes estaban debajo… Como ese chink que pedaleaba adelante. Si no hubiese tomado un coche de pedales, si el chink lo hubiese visto ir caminando a tina cita de negocios…

Los culpables de esa situación eran los alemanes, sin duda. Esa tendencia que tenían de meterse en la boca más de lo que podían masticar. Al fin y al cabo apenas acababan de ganar la guerra y ya habían partido a la conquista del sistema planetario. Mientras, en su propio país, dictaban edictos que… Bueno, por lo menos la idea era buena. Y por otra parte habían tenido éxito con los judíos y los gitanos y los evangelistas. Y habían empujado a los eslavos a dos mil años atrás, al corazón de Asia. Fuera completamente de Europa, para alivio de todos. De vuelta a cabalgar yacks y a cazar con arcos y flechas. Y esas revistas brillantes de gran formato impresas en Munich y que circulaban por todas las librerías y kioscos… Uno mismo podía ver las páginas a todo color: los arios rubios y de ojos azules que ahora sembraban y cosechaban industriosamente en el vasto granero del mundo, Ucrania. Esa gente parecía feliz, de veras. Y las granjas y las casas eran limpias. Ya no se veían fotos de polacos borrachos, tirados en porches desvencijados, o pregonando unos nabos esmirriados en el mercado del pueblo. Todo eso pertenecía al pasado, como los caminos de tierra que eran un lodazal en la estación de las lluvias y donde los autos se atascaban…

En cuanto a África… Allí se habían dejado llevar por el entusiasmo y habían puesto lo mejor de sí mismos, no era posible dejar de admirarlos, aunque hubiese sido más prudente quizá esperar un poco, hasta que se completase el proyecto Granjas, por ejemplo. Allí los nazis habían mostrado todo su genio, su fondo de artistas. El mar Mediterráneo embotellado, secado, transformado en campos de labranza mediante el auxilio de la energía atómica… ¡qué imaginación! Los que se reían entre dientes habían tenido que agachar la cabeza, ciertos comerciantes de la calle Montgomery por ejemplo. Y en verdad la experiencia de África casi había tenido éxito… pero en un proyecto de este volumen casi era una palabra ominosa. Había aparecido por primera vez en 1958 en el poderoso y conocido panfleto de Rosenberg: “En cuanto a La Solución Final del Problema Africano, hemos alcanzado casi nuestros objetivos. Lamentablemente…”

Pero para eliminar a los norteamericanos aborígenes se había tardado casi doscientos años, y los alemanes lo habían logrado casi en quince años en África. De modo que las críticas estaban fuera de lugar. Childan había discutido el asunto recientemente mientras almorzaba con algunos de esos otros comerciantes. Esperaban milagros, evidentemente, como si los nazis dispusiesen de poderes mágicos para remodelar el mundo. No, lo importante era la Ciencia, la tecnología, y esa fabulosa capacidad de trabajo. Y cuando los alemanes hacían algo, lo hacían bien.

Y además los vuelos a Marte habían distraído la atención del mundo de las dificultades en África. De modo que todo se reducía a lo que él mismo les había dicho a sus colegas: lo que tienen los nazis y que a nosotros nos falta es nobleza. Se los puede admirar por el amor que le tienen al trabajo y la eficiencia… pero lo más conmovedor en ellos es la fuerza de los ideales. Primero vuelos a la luna, luego a Marte, cumpliendo así los anhelos más caros a la humanidad, satisfaciendo nuestros más altos deseos de gloria. Los japoneses, por su parte… sí, los conozco bien, trato todo el día con ellos. Son, —digámoslo claramente orientales. Gente amarilla. Nosotros los blancos tenemos que inclinarnos ante ellos porque tienen el poder. Pero nuestros ojos están vueltos hacia los alemanes. Vemos en ellos todo lo que es posible hacer cuando son los blancos quienes dominan. Y eso es distinto.

—Nos acercamos al edificio del Times nipón, señor —dijo el chink respirando dificultosamente luego de haber subido la cuesta.

Childan trató de imaginarse al cliente del señor Tagomi. El hombre, sin duda, era excepcionalmente importante. Las pruebas: el tono del señor Tagomi en el teléfono, su tremenda agitación. Childan evocó la imagen de uno de sus propios y muy importantes clientes, un hombre que había ayudado a establecer la reputación de la tienda entre las gentes de mayor posición de la Bahía.

Cuatro años atrás Childan no era como ahora un especialista en objetos raros, y vendía libros de segunda mano en un tenderete mal iluminado de Geary. En las tiendas vecinas se vendían cacharros y muebles usados o se lavaba ropa. No era un barrio elegante. De noche, en las aceras, había robos a mano armada y aun violaciones, a pesar de los esfuerzos del Departamento de Policía de San Francisco, y aun de los Kempeitai, las autoridades japonesas. Cuando terminaban los negocios del día, todos los escaparates quedaban protegidos por rejas de hierro. Y no obstante, en una ocasión había llegado a este barrio un ex oficial del ejército japonés, un mayor llamado Ito Humo. Alto, delgado, canoso, muy tieso, el mayor Humo le había dado a Childan una primera idea sobre lo que podía hacerse con este tipo de mercaderías.

—Soy un coleccionista —había explicado el mayor Humo.

Se había pasado la tarde buscando en los montones de revistas viejas, y había explicado, con una voz suave, algo que Childan no entendió bien entonces: para muchos japoneses adinerados y cultos los objetos históricos de la civilización popular norteamericana eran de tanto interés como las verdaderas antigüedades. Por qué era así, el mayor mismo no lo sabía. El en particular coleccionaba viejas revistas norteamericanas donde se hablaba de botones de bronce, y además los botones mismos. Era algo así como coleccionar estampillas o monedas; no había explicación racional. Y los coleccionistas opulentos pagaban buenos precios.

—Le daré un ejemplo —había dicho el mayor—. ¿Conoce usted las estampas llamadas “Horrores de la guerra”?

El mayor había mirado ávidamente a Childan.

Buscando en la memoria, Childan había recordado al fin. Eran tarjetas ilustradas que los comerciantes regalaban, muchos años atrás, cuando él era niño, junto con los paquetes de gomas de mascar. Se ordenaban en series, y cada estampa mostraba un horror diferente.

—Un amigo mío —había continuado el mayor —colecciona “Horrores de la guerra”. Sólo le falta El hundimiento del Panay. Ha ofrecido una buena cantidad de dinero por esa estampa.

—Estampas que se tiraban al aire —había dicho Childan de pronto.

—¿Señor?

—Las tirábamos al aire. Las estampas tenían una cara y una ceca. —Childan recordó que en ese entonces él tenía ocho años de edad —Cada uno de nosotros tenía un cierto número de estampas. Nos poníamos uno frente a otro y tirábamos la estampita al aire. El niño dueño de la tarjeta que caía con la cara para arriba, la figura, ganaba las dos.

Qué agradable era recordar aquellos buenos días, los primeros y felices días de la infancia. —Mi amigo me ha hablado muchas veces de sus “Horrores de la guerra” —había dicho el mayor—, pero nunca me mencionó eso. Me parece que no está enterado de cómo se usaban realmente esas estampas.

Días después el amigo del mayor había aparecido en la tienda para escuchar de labios de Childan ese relato histórico. El hombre, también un oficial retirado del ejército japonés, había quedado fascinado.

—¡Tapas de botellas! —había exclamado Childan.

El japonés había parpadeado, sin entender.

—Coleccionábamos las tapas de las botellas de leche. Cuando éramos chicos. Las tapas redondas que llevaban el nombre de la lechería. Debla de haber entonces miles de lecherías en los Estados Unidos. Cada una imprimía una tapa especial.

Al oficial le habían brillado los ojos.

—¿Conserva usted alguna de esas colecciones, señor?

Childan, naturalmente, no conservaba nada. Pero… no sería imposible obtener las olvidadas tapas de los días anteriores a la guerra, cuando la leche venía aun en botellas de vidrio y no en cajas de cartón.

De ese modo, por etapas, Childan había ido especializándose. Otros abrieron pronto tiendas parecidas, tratando de aprovechar la creciente locura japonesa por los objetos aborígenes norteamericanos, pero Childan no perdió nunca la ventaja inicial.

—Es un dólar, señor —dijo el chink, sacándolo a Childan de sus meditaciones.

Había descargado ya las maletas y esperaba en la acera.

Childan pagó, distraído. Sí, era muy probable que el cliente del señor Tagomi se pareciese al mayor Humo. Por lo menos, pensó agriamente, desde mi punto de vista. Había conocido a tantos japoneses, pero aún le costaba diferenciarlos. Había individuos rechonchos y bajos, que parecían luchadores. Otros de aspecto de tenderos, o de jardineros y cultivadores de árboles enanos. Childan tenía sus categorías propias, de las que excluía a los jóvenes, que tenían poco de japoneses. El cliente del señor Tagomi debía de ser un hombre de negocios, corpulento, que fumaba cigarros filipinos.

Y entonces, de pie ante el edificio del Times nipón con las maletas en la acera, Childan pensó de pronto, estremeciéndose: ¿Y si el cliente no es japonés? Todo lo que había en las maletas había sido seleccionado teniendo en cuenta los gustos y preferencias de los japoneses…

Pero el hombre tenía que ser japonés. El pedido original del señor Tagomi había sido un letrero de reclutamiento de la guerra civil. Sólo a un japonés podía interesarle esa reliquia. Tenían una pasión maniática por lo trivial. Los documentos, las proclamas, los avisos los fascinaban. Recordó a un nipón que había dedicado sus ratos de ocio a coleccionar recortes de periódicos norteamericanos con anuncios de medicinas patentadas de principios de siglo.

En verdad había otros problemas más urgentes. Hombres y mujeres, todos bien vestidos, cruzaban de prisa las altas puertas del Times nipón. Childan alzó los ojos. Era el rascacielos más alto de San Francisco. Muros de oficinas, de ventanas: el diseño fabuloso de los arquitectos japoneses. Y alrededor, jardines de siemprevivas enanas, rocas, el paisaje karesansui, arena que imitaba un cauce seco y que serpeaba entre arbustos, entre piedras chatas e irregulares.

Vio a un negro que llevaba unas valijas, libre ahora. Childan lo llamó inmediatamente.

—¡Mozo!

El negro trotó hacia Childan, sonriente.

—Al piso veinte —dijo Childan con su voz más áspera—. Oficina B. —enseguida.

Señaló las maletas y caminó a grandes pasos hacia las puertas del edificio. Naturalmente, no miró hacia atrás.

Un momento más tarde era arrastrado al interior de un ascensor expreso. Las caras de alrededor eran casi todas japonesas, caras lampiñas que brillaban débilmente a la luz. Luego el ascensor tomó impulso y subió rápidamente acompañado por un breve clic en cada piso. Childan sintió que se le revolvía el estómago. Cerró los ojos, plantó “firmemente los pies y pidió al cielo que el fin llegara pronto. El negro, por supuesto, había tomado un ascensor de servicio. En verdad —Childan abrió los ojos y miró un momento era uno de los pocos blancos que viajaban en el ascensor.

Cuando llegó al piso veinte, Childan saludó mentalmente con una reverencia, preparándose para el encuentro en, las oficinas del señor Tagomi.

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