Después de dos semanas de trabajo casi constante, la joyería Edfrank había producido las primeras piezas. Allí estaban los objetos, en dos maderas cubiertas con terciopelo negro, dentro de una canasta japonesa de mimbre. Y Ed McCarthy y Frank Frink habían preparado tarjetas comerciales. Habían grabado los nombres, con tinta roja, sobre papel pesado de color, completando las tarjetas en un juego de imprenta para niños.
Habían demostrado siempre que eran buenos profesionales. En las joyas, las tarjetas y los exhibidores no se descubría la mano del aficionado. ¿Por qué habría de ser de otro modo? Los dos eran profesionales; no en la fabricación de joyas, pero en trabajos de taller en general.
Los estantes mostraban una buena variedad. Pulseras de latón, cobre, bronce, y aun hierro forjado. Pendientes, la mayoría de latón, con unos pocos adornos de plata. Aros de plata. Alfileres de plata o latón. La plata les había costado bastante; aun el soldador de plata había sido demasiado caro. Habían comprado también unas pocas piedras semipreciosas para montar en alfileres: perlas barruecas, espíneles, jade; astillas de ópalo. Y si las cosas iban bien probarían con el oro, y quizá diamantes de cinco o seis puntos.
Era el oro lo que podía darles un verdadero beneficio. Habían comenzado buscando oro de desecho, fundiendo piezas antiguas sin valor artístico, mucho más baratas que el oro nuevo. Pero aún así la inversión había sido considerable. Sin embargo, un alfiler de oro daba más ganancias que cuarenta alfileres de latón. Podían obtener casi cualquier precio en la venta al por menor de un alfiler de oro bien diseñado… siempre que consiguieran venderlo, como había dicho Frink.
Hasta ahora no habían intentado vender nada. Habían resuelto los que parecían ser problemas técnicos básicos; tenían un banco de trabajo, los motores necesarios, ruedas de esmerilar y de pulir, y todo un equipo de herramientas de acabado, desde unos duros cepillos de alambre, pasando por cepillos de latón y ruedas Gratex, hasta muñecas pulidoras de algodón, lino, cuero, gamuza que podían emplearse con compuestos de esmeril y piedra pómez o los colcótares más delicados. Y por supuesto tenían también un soldador oxiacetilénico, tanques, calibradores, mangueras, birolas, máscaras.
El equipo de herramientas de joyería era notable: alicates de Alemania y Francia, micrómetros, taladros de diamante, sierras, pinzas, tenazas, soldadoras de tercera mano, tornos, pulidoras, cizallas, martillos diminutos forjados a mano… hileras de equipos de precisión. Y los repuestos de distinto calibre para el brazo del torno, hojas de metal, engarces de alfileres, clips. Habían gastado ya más de la mitad de los dos mil dólares, y en la cuenta bancaria de Edfrank sólo quedaban ahora doscientos cincuenta dólares. Pero estaban instalados legalmente; hasta tenían los permisos de los EEPA. Ahora sólo faltaba vender.
Ningún comerciante, pensó Frink mientras estudiaba los exhibidores, sería capaz de examinar todo aquello con más atención que ellos mismos. Parecían ciertamente buenas, esas pocas piezas selectas preparadas trabajosamente, sin soldaduras defectuosas, bordes toscos o afilados, o manchas rojizas… El control de calidad era excelente, la más leve opacidad o una raya del cepillo de alambre habían bastado para devolver la pieza al taller. No podían permitirse ningún trabajo tosco a inconcluso; un lunar negro minúsculo en un collar de plata… y era el fin del negocio.
La tienda de Robert Childan era la primera de la lista. Pero sólo Ed podía visitarla; Childan recordaría ciertamente a Frank Frink.
—Tú te encargarás de casi todas las ventas —dijo Ed, pero estaba resignado a visitar él mismo la tienda de Childan. Se había comprado un buen traje, una nueva corbata, una camisa blanca, pensando que así daría una buena impresión. No obstante, no parecía tranquilo—. Sé que somos buenos —dijo por millonésima vez—. Pero… demonios.
La mayoría de las piezas eran abstractas, espirales de alambre, lazos, diseños que hasta cierto punto habían aparecido espontáneamente, durante el proceso de fundición. Algunas tenían la delicadeza, la levedad de una telaraña; otras tenían una pesadez maciza, poderosa, bárbara casi. Las formas eran considerablemente variadas, considerando las pocas piezas que había en las bandejas de terciopelo; y sin embargo una tienda, comprendió Frink, podía comprar todo lo que tenían allí. Visitarían todas las tiendas una vez… si fracasaban. Pero si tenían éxito, si convencían a los comerciantes, se pasarían la vida recibiendo pedidos.
Los dos hombres trabajaron juntos poniendo las bandejas de terciopelo en la canasta de mimbre. Recuperaremos algo vendiendo el metal, reflexionó Frink, si se cumple lo peor. Las herramientas y el equipo; los venderían perdiendo dinero, pero por lo menos algo recuperarían.
Sería el momento de consultar el oráculo, se dijo Frink. Pregunta: ¿Cómo le irá a Ed en su primera visita a una tienda? Pero Frink se sentía demasiado nervioso. Era posible que el oráculo le diera una mala respuesta, y no se sentía capaz de enfrentarla. De cualquier modo la suerte estaba echada: Habían fabricado las piezas, habían instalado la tienda… y lo que podía decir el I Ching ya no importaba mucho.
No podía ayudarlos a vender las joyas… no podía darles suerte.
—Iré primero a ver a Childan —dijo Ed—. El resultado no tiene por qué preocuparnos. Y luego tú podrías visitar a otros dos. ¿Vienes conmigo, no es cierto? En el camión. Estacionaré del otro lado de la esquina.
Mientras iban hacia la camioneta llevando la canasta, Frink pensó que eran buenos vendedores, Ed y él mismo; no sería difícil convencer a Childan, aunque tendrían que esforzarse. Si Juliana hubiese estado allí habría ido a la tienda y habría hecho el trabajo sin parpadear. Juliana era hermosa, podía hablarle a cualquiera, y era una mujer. Al fin y al cabo, aquellas eran joyas para mujeres. Juliana hubiera podido ponérselas para ir a la tienda. Frink cerró los ojos y trató de imaginar a Juliana con uno de los brazaletes, o uno de los collares de plata. El pelo negro y la piel pálida, los ojos tristes y penetrantes, un suéter gris, un poco demasiado apretado, la plata sobre la carne desnuda, el metal que subía y bajaba junto con la respiración…
Dios, era casi como si ella estuviese allí. Los dedos fuertes y delgados de Juliana alzaban y examinaban todas las piezas; echando la cabeza hacia atrás, mirando la pieza a la luz. Juliana estaba allí, siempre presente, testigo de todo lo que él hacía.
Lo mejor para ella, decidió, eran los pendientes. Los más largos y brillantes, especialmente de latón. El cabello recogido atrás o bastante corto, mostrando el cuello y las orejas. Y podrían sacarle fotos para los anuncios y los exhibidores. Habían discutido ya la posibilidad de un catálogo, para vender por correo a comerciantes de otras partes del mundo. Juliana tendría un magnífico aspecto… hermosa piel, muy saludable, tersa, y de buen color. ¿Estaría dispuesta ella, si la encontraban? No importa lo que piense de mí, se dijo Frink; ninguna relación con nuestra vida personal. Aquello era estrictamente una cuestión de negocios.
Demonios, ni siquiera él le sacaría las fotografías. Buscarían un fotógrafo profesional. Esto complacería a Juliana, que era quizá tan vanidosa como antes. Siempre le había gustado que la gente la observara, la admirara; cualquiera. Se le ocurrió que casi todas las mujeres eran así. Trataban de llamar la atención todo el tiempo. Eran en este sentido muy infantiles.
Juliana nunca había soportado sentirse sola, pensó Frink. Necesitaba tenerlo siempre cerca, festejándola de algún modo. Los niños pequeños eran así; si los padres no los estaban mirando nada de lo que hacían les parecía real. Era seguro que en este mismo momento Juliana tenía alguien al lado. Diciéndole qué hermosa era. Alabándole las piernas, el vientre terso y chato…
—¿Qué pasa? —dijo Ed, mirando de reojo a Frink—. ¿Estás nervioso?
—No —dijo Frink.
—No me quedaré callado —dijo Ed—. Tengo algunas ideas. Y te diré otra cosa. No tengo miedo. No me siento intimidado porque este sea un lugar de moda y yo haya tenido que ponerme este traje de moda. Admito que no me gusta andar bien vestido. Admito que no me siento cómodo. Pero esto no importa. Iré a. esa tienda y haré mi trabajo.
Felicitaciones, pensó Frink.
—Diablos, si pudiste ir a visitarlo —dijo Ed —y hacerle creer que eras el enviado de un almirante japonés, yo también seré capaz de decirle la verdad, que estas joyas son piezas realmente originales, hechas a mano, y…
—Forjadas a mano —dijo Frink.
—Sí. Forjadas a mano. Quiero decir que iré allí y no saldré hasta obtener un pedido. Tiene que comprar estas piezas. Si no lo hace está realmente loco. He estudiado el mercado; nadie tiene nada parecido. Dios, cuando pienso que puede mirarla y no comprarlas… me siento tan enojado que empezaría a los golpes.
—No te olvides de decirle que no son enchapadas —interrumpió Frink—. Que cobre quiere decir cobre macizo y bronce, bronce macizo.
—Deja que lo haga a mi modo —dijo Ed—. Tengo realmente algunas buenas ideas.
Frink pensó que lo mejor sería tomar un par de piezas —Ed no lo notaría nunca —y mandárselas a Juliana. Así ella vería lo que él estaba haciendo. Los funcionarios del correo la encontrarían de algún modo;, le enviaría el paquete a la última dirección conocida. ¿Qué diría Juliana cuando abriese la caja? Tendría que poner una nota explicándole que las —había hecho él mismo; que era socio de un nuevo negocio de joyería. Le encendería la imaginación; le contaría algunas cosas, trataría de interesarla, y así ella desearía conocer más. Le hablaría de piedras y metales. Los lugares donde estaban vendiendo, las tiendas de moda…
—¿No estamos cerca? —dijo Ed, aminorando la marcha. La calle era de tránsito pesado, en el centro de la ciudad; los edificios ocultaban el cielo—. Será mejor que estacione.
—Otras cinco cuadras —dijo Frink.
—¿Tienes uno de esos cigarrillos de marihuana? —dijo Ed—. Me calmaría fumar un poco.
Frink le pasó el paquete de T’ien-lais, la marca “Música Celestial”, que había aprendido a fumar en la compañía W-M.
Sé que Juliana está viviendo con alguien, se dijo Frink. Durmiendo con un hombre. Como si estuviesen casados. Conocía a. Juliana. No podría sobrevivir en otras condiciones; sabía bien cómo se sentía ella a la caída de la noche. Cuando hacía frío y todo el mundo estaba en su casa, sentado en la sala. Nunca había estado preparada para una vida solitaria. El tampoco, comprendió.
Quizá era un hombre realmente bueno. Algún estudiante tímido que ella había llevado a la casa. Juliana podría ser una buena mujer para cualquier muchacho que nunca hubiese tenido el coraje de acercarse antes a una mujer. No era perversa ni cínica. Le haría mucho bien. Esperaba de veras que no se hubiese complicado la vida con un hombre mayor. Eso no podría tolerarlo. Un hombre experimentado y mezquino que llevaba siempre un palillo de dientes en la boca y que se pasaba las horas molestándola.
Frink sintió que estaba respirando pesadamente. Imaginó un hombre corpulento y velludo que pisoteaba a juliana, estropeándole la vida… En ese caso Juliana terminaría suicidándose, pensó Frink. Era inevitable, si ella no encontraba el hombre adecuado, y eso significaba un joven estudiante amable, sensible, capaz de apreciar las ideas de juliana.
. Fui duro con ella, pensó. Frink. Y no soy tan malo; hay muchos otros hombres peores que yo. No le costaba trabajo adivinar los pensamientos de juliana, lo que ella quería, cuando ella se sentía sola o triste o deprimida. Se había pasado mucho tiempo preocupándose y pensando en ella. Pero no había sido suficiente. Ella se merecía más, mucho más.
—Estacionaré aquí —dijo Ed. Había encontrado un sitio y estaba retrocediendo, mirando por encima del hombro.
—Escucha —dijo Frink—. ¿Puedo enviarle un par de piezas a mi mujer?
—No sabía que fueras casado. —Ed contestó frunciendo el ceño, ocupado en la tarea de estacionar. Por supuesto, siempre que no sean de plata.
Apagó el motor del camión.
—Ya estamos —dijo. Echó una bocanada de humo de marihuana, y luego aplastó el cigarrillo contra el tablero, arrojando la colilla al piso—. Deséame suerte.
—Suerte —dijo Frank Frink.
—Eh, mira. Hay uno de esos poemas waka japoneses en el reverso del paquete de cigarrillos. —Ed leyó el poema en alta voz, sobre los ruidos del tránsito.
Oyendo la llamada del cuclillo
miré hacia el sitio
de donde venía el sonido.
¿Qué vi entonces?
Sólo la luna pálida en el cielo del alba.
Le devolvió a Frink el paquete de T’ien-lais. —¡Criiisto! —dijo. Palmeó a Frink en la espalda, sonrió mostrando los dientes, abrió la puerta del camión, tomó la canasta de mimbre y bajó a la calle—. Ocúpate de poner la moneda en el medidor —dijo, echando a andar por la acera.
En un instante había desaparecido entre los otros peatones.
Juliana, pensó Frink, ¿estás sola como yo?
Salió del camión y puso una moneda en el aparato.
Miedo, pensó. Todo este negocio de las joyas. ¿Qué ocurre si no hay éxito? ¿Qué ocurre si no hay éxito? Así lo había dicho el oráculo. Quejas, lágrimas, golpes en la olla.
Un hombre que enfrenta las sombras de la propia vida, cada vez más oscuras. El paso a la tumba. Si Juliana, estuviese allí no sería tan malo. No sería malo de ningún modo.
Estoy asustado, se dijo Frink. Supongamos que Ed no venda nada. Supongamos que se rían de nosotros.
¿Qué pasa entonces?
Juliana estaba acostada sobre una sábana, en el piso de la habitación de adelante, abrazando a Joe Cinnadella. El sol de la media tarde calentaba el aire sofocante del cuarto. Una gota de transpiración corrió por la frente de Joe le colgó un momento de la mejilla, y cayó al cuello de Juliana.
—Todavía goteas —dijo Juliana.
Joe no respondió. Respiraba de un modo lento, largo, regular… Como el océano, pensó Juliana. No somos más que agua por dentro.
—¿Cómo fue?
Joe balbuceó que había sido muy bueno.
Así me pareció, se dijo Juliana. Una siempre sabe. Ahora tenían que levantarse, y recobrarse. ¿Recobrarse?
¿Había sido malo entonces? ¿Un signo de reprobación subconsciente?
Joe se movió.
—¿Vas a levantarte? —Juliana lo abrazó con fuerza—. No. No todavía.
—¿No tienes que ir al gimnasio?
No iré al gimnasio, se dijo Juliana. Se marcharían a algún sitio. No se quedarían allí mucho más tiempo. Pero sería un sitio donde no habían estado antes. Ahora o nunca.
Sintió que Joe empezaba a soltarse, inclinándose hacia atrás y poniéndose de rodillas. Juliana dejó que las manos se le deslizaran a lo largo de la espalda mojada de Joe, y oyó cómo él se iba caminando descalzo por el piso, hacia el cuarto de baño.
Todo ha terminado, pensó. Oh bueno. Suspiró.
—Te oigo —dijo Joe desde el cuarto de baño—. Gruñes. Siempre deprimida., ¿eh? Preocupaciones, temores, sospechas, acerca de mí y de todo el mundo. —Joe asomó brevemente, chorreando agua jabonosa, la cara encendida —¿Qué te parece un viaje?
Juliana sintió que se le apresuraba el corazón. —¿Adónde?
—A alguna ciudad grande. ¿Qué tal el norte, Denver? Te llevaré a pasear, a algún espectáculo, un buen restaurante. Te conseguiré un vestido de noche o lo que necesites. ¿De acuerdo?
Juliana apenas se atrevía a creerlo.
—¿Te darán permiso en ese estudio tuyo? —preguntó Joe.
—Claro:
—Compraremos ropa para los dos —dijo Joe—. Nos divertiremos, quizá por primera vez en la vida. Te ayudará a mantenerte en pie.
—¿De dónde sacaremos el dinero?
—Lo tengo —dijo Joe—. Mira en mi valija.
Cerró la puerta del baño, y se oyó el ruido del agua.
Juliana abrió el ropero y buscó en el saco de mano manchado y estropeado. En un rincón había un sobre: letras del Reichsbank, de mucho valor y buenas en todas partes. De modo que podemos ir, comprendió Juliana. Quizá no está jugando conmigo, llevándome la corriente. Me gustaría de veras mirar dentro de él y ver qué hay ahí, pensó mientras contaba el dinero.
Debajo del sobre había una lapicera fuente grande, cilíndrica, o por lo menos algo que parecía una. lapicera fuente, pues tenía un clip en un extremo. Pero pesaba demasiado. Juliana la tomó con cuidado, y desenroscó la capucha. Sí, tenía una pluma de oro, aunque…
—¿Qué es esto? —le preguntó a Joe, que salía del baño.
Joe tomó el cilindro y lo puso de nuevo en el saco. Juliana notó que Joe manejaba el cilindro con mucho cuidado y se preguntó por qué, perpleja.
—¿Más —pensamientos mórbidos?. —dijo Joe.
Parecía animado, más que en ninguna otra ocasión en el tiempo que habían estado juntos; con un grito de entusiasmo tomó a Juliana por la cintura, la alzó en brazos, balanceándola a izquierda y derecha, mirándola a los ojos, echándole a la cara el aliento cálido, apretándola hasta que ella baló quejándose.
—No —dijo Juliana—. Soy… lenta para cambiar.
Todavía lo tengo un poco de miedo, pensó. Tanto miedo que ni siquiera puedo decírtelo, contártelo.
—Fuera por la ventana —gritó Joe, cruzando a trancos la habitación con Juliana en brazos—. Allá vamos.
—Por favor —dijo Juliana.
—Era una broma. Escucha. Marcharemos juntos, como en la Marcha sobre Roma, ¿recuerdas? El Duce iba adelante, conduciendo a los otros, como mi tío Carlo, por ejemplo. Ahora nosotros también tendremos nuestra marchita, menos importante, y que no aparece en los libros de historia. ¿De acuerdo? —Joe inclinó la cabeza y besó a Juliana en la boca, con tanta fuerza que los dientes de los dos se entrechocaron. —Qué buen aspecto tendremos, con las ropas nuevas. Y tú me enseñarás a hablar correctamente, a tener buenos modales, ¿no es cierto?
—Tú hablas muy bien —dijo Juliana—. Mejor que yo por lo menos.
—No. —Joe pareció de pronto sombrío —Hablo muy mal. Un acento de inmigrante. ¿No lo notaste así cuando nos encontramos en el café?
Juliana no le daba importancia.
—Quizá —dijo.
—Sólo una mujer conoce de veras las normas sociales —dijo Joe llevándola de vuelta y dejándola caer sobre la cama—. Sin las mujeres nos pasaríamos el tiempo hablando de carreras de autos y caballos y contando chistes verdes. No habría civilización.
Qué raro era él, pensó Juliana. Inquieto y meditabundo hasta que se decidía a actuar; entonces se animaba. ¿La necesitaba a ella de veras? Podía olvidarla, y dejarla allí; había ocurrido antes. Yo lo dejaría, se dijo, si tuviese que seguir mi camino.
—¿Ese es el dinero de tu sueldo? —preguntó mientras se vestía—. ¿Lo ahorraste? —Era demasiado, aunque por supuesto el dinero abundaba en el Este —Todos los otros conductores de camiones que —he conocido nunca…
—¿Piensas que soy un conductor de camiones? —interrumpió Joe—. Sí, viajo en camiones, pero no como conductor sino para ahuyentar a los asaltantes de caminos. Parezco un conductor, dormitando en la cabina. —Joe se sentó en una silla en un rincón del cuarto, echando la cabeza hacia atrás, fingiendo dormir, la boca abierta, el cuerpo flojo —¿Ves?
Al principio Juliana no vio nada. Luego descubrió que en la mano de Joe había un cuchillo, delgado como un cortaplumas. ¿De dónde había salido? De la manga de Joe, del aire.
—Por eso me contrató la gente de Volkswagen. Buenos antecedentes.,Nos protegíamos así contra los comandos de Haselden. —Joe le sonrió de costado a Juliana —No sabes quién cazó al coronel, en los últimos días. Los alcanzamos a orillas del Nilo, a Haselden y a cuatro del grupo, meses después de la campaña de El Cairo. Nos asaltaron una noche en busca de gasolina. Yo estaba de centinela. Haselden salió de las sombras todo pintado de negro: la cara, el cuerpo y hasta las manos. No tenían alambres en esa época, sólo granadas y ametralladoras. Todo muy ruidoso. Trató de romperme el cuello. Yo llegué antes. —Joe saltó de la silla hacia Juliana, riendo. —Haz la valija. Puedes decirles a los del gimnasio que te tomarás unos pocos días. Llámalos por teléfono.
La historia de Joe no había convencido a Juliana. Quizá no había estado nunca en África del Norte, quizá no había combatido en la guerra del lado del Eje, quizá no había combatido nunca. ¿Qué asaltantes de caminos? No había visto jamás ningún camión que atravesara Cannon City desde el Este con un ex soldado como guardián. Quizá ni siquiera había vivido en los Estados Unidos, y lo había inventado todo. Un anzuelo para interesarla, para atraparla, para tener un aire romántico.
Quizá esté loco, pensó juliana. Una verdadera ironía… Quizá tuviese que hacer ahora de veras lo que había fingido muchas veces. Defenderse con el judo. Para salvar su… ¿virginidad? La vida. Pero lo más probable era que Joe fuese un pobre trabajador inmigrante con delirios de grandeza; quería divertirse a lo grande, gastarse todo el dinero, disfrutarlo de veras… y volver luego a la monotonía cotidiana. Y necesitaba una muchacha para eso.
—Muy bien —dijo —Llamaré al gimnasio.
Mientras iba hacia el pasillo Juliana pensó que Joe le compraría unas ropas caras y luego la llevaría a un hotel de lujo. Todos los hombres deseaban tener una mujer muy bien vestida antes de morir, aunque tuviesen que comprarle la ropa ellos mismos.
Quizá esto fuera el sueño de toda una vida para Joe Cinderella. Y Joe Cinderella era astuto. Había acertado; ella le tenía un miedo neurótico a los hombres. Frank lo sabía, también. Por eso se habían separado; por eso ella sentía, todavía ahora, esta ansiedad, esta desconfianza.
Cuando Juliana volvió del teléfono, encontró a Joe metido de nuevo en la lectura de La langosta con el ceño fruncido, sin prestar atención a ninguna otra cosa.
—¿Cuándo me dejarás leerlo? —preguntó Juliana.
—Quizá mientras manejo —dijo Joe sin alzar los ojos.
—¿Manejarás tú? ¡Pero es mi coche!
Joe no replicó; continuó leyendo.
Robert Childan alzó los ojos desde detrás de la caja. Un hombre alto, flaco, de pelo oscuro, entraba en ese momento en la tienda. Llevaba un traje un poco pasado de moda y traía una cesta en la mano. Un vendedor. Sin embargo, no tenía la sonrisa confiada de costumbre, y sí una expresión morosa y torva en la cara cariácea —Parece más un plomero o un electricista, pensó Childan.
Cuando el cliente dejó al fin la tienda, Childan llamó al hombre. —¿Representante de quién?
—Joyería Edfrank —farfulló el hombre. Había puesto la cesta sobre un mostrador.
—Nunca oí hablar. —Childan se acercó mientras el hombre desataba la tapa de la cesta y la abría con muchos movimientos inútiles.
—Forjadas a mano. Todas piezas únicas. Todas originales. Bronce, cobre, plata. Hasta hierro forjado.
Childan echó una ojeada a la cesta. Metal sobre terciopelo negro. Piezas raras.
—No gracias. No es mi línea.
—Son muestras auténticas de artesanía americana. Contemporáneas.
Meneando la cabeza, Childan volvió a la caja registradora.
El hombre se quedó un tiempo junto al mostrador moviendo las bandejas de terciopelo y la canasta. No sacaba las bandejas ni las guardaba de vuelta; no parecía tener ninguna idea acerca de lo que estaba haciendo. Se cruzó de brazos. Childan lo observaba pensando en los problemas del día. A las dos tenía una cita para mostrarle a un cliente un juego de copas primitivo. Luego a las tres los laboratorios le devolverían otra partida de artículos que acababan de pasar por las pruebas de autenticidad. En el último par de semanas, y desde el desagradable incidente con el Colt 44, había mandado a examinar un número cada vez mayor de objetos.
—Esta pieza no es enchapada —dijo el hombre de la canasta mostrando un brazalete—. Cobre sólido.
Childan asintió con un movimiento de cabeza. El hombre se quedaría allí un rato, revolviendo las muestras, pero al fin se iría.
Sonó el teléfono. Childan contestó. Un cliente pedía noticias acerca de una silla mecedora antigua, de mucho valor, que Childan había enviado a arreglar. El trabajo no estaba terminado, y Childan tuvo que contar una historia convincente. Mirando el tránsito de la calle a través del escaparate de la tienda, habló un rato apaciguando y tranquilizando. Al fin el cliente pareció satisfecho, y se despidió.
No hay ninguna duda, pensó Childan, mientras colgaba el tubo. El asunto del Colt 44 lo había perturbado considerablemente. Ya no estaba tan seguro de la calidad de las mercaderías que tenía en la tienda. Descubrimientos de este tipo traen siempre consecuencias, y están relacionados con los años de la infancia en que se abren los ojos por vez primera a los hechos de la vida. Muestran, meditó Childan, los lazos que nos unen a los años tempranos, no sólo los relacionados con la historia de los Estados Unidos, sino también con los de la propia vida. Como si alguien pudiera cuestionar de pronto la autenticidad de nuestra propia partida de nacimiento, o la impresión que nos ha dejado nuestro padre.
Quizá, por ejemplo, no recordaba de veras a F. D. R. Tenía de aquel hombre una imagen sintética, obtenida por destilación de distintas conversaciones. Un mito implantado sutilmente en los tejidos cerebrales. Como, se dijo, el mito de Hepplewhite, o el mito de Chippendale, o mejor aun como esas líneas que dicen Abraham Lincoln comió aquí y utilizó estos viejos cubiertos de plata. Nadie puede comprobarlo, pero el hecho sigue en pie.
En el otro mostrador, el hombre movía aún de un lado a otro las muestras y la canasta.
—Hacemos piezas a pedido —dijo—. Si algún cliente de usted tiene ideas propias.
El hombre había hablado con una voz ahogada: Carraspeó, echándole una ojeada a Childan y luego a la pieza de joyería que tenía en la mano. No sabía cómo irse, evidentemente.
Childan sonrió y no dijo nada.
No es mi responsabilidad, pensó; que él decida cuando saldrá de aquí, para volver o no volver.
El hombre se sentía incómodo, sin duda, pero nadie lo obligaba a vender de puerta en puerta. Todos sufrimos en esta vida, reflexionó Childan. Yo por ejemplo. Tratando todo el día con japoneses como Tagomi. Basta que me hablen con una voz un poco distante para que yo me sienta desgraciado.
En ese momento se le ocurrió una idea. El hombre, obviamente, no tenía experiencia. Quizá podía sacarle alguna mercadería en consignación. Valía la pena intentarlo.
—Eh —dijo Childan.
El hombre alzó enseguida los ojos, y miró fijamente a Childan.
Childan se acercó con los brazos todavía cruzados, y dijo: —Parece que tendremos una media hora tranquila.. No le prometo nada, pero podemos ver alguna cosa. Aparte esos exhibidores de corbatas.
Asintiendo, el hombre preparó el mostrador. Abrió la canasta y sacó otra vez las bandejas de terciopelo.
Me mostrará todo, pensó Childan, y tardará una hora entera, entre ajetreos y ajustes, esperando, rezando, mirándome continuamente de reojo para ver si tengo algún interés. No tengo ningún interés.
—Cuando haya sacado las piezas —dijo Childan —les echaré una ojeada, si no estoy demasiado ocupado.
El hombre trabajaba febrilmente, como incitado por las picaduras de un tábano.
Unos clientes entraron en la tienda, y Childan les dio la bienvenida. Se puso a atenderlos, y olvidó al vendedor que trabajaba con las piezas. El vendedor, reconociendo la situación, se movía ahora más lentamente, tratando de no hacerse notar. Childan vendió una bacía de barbero, una alfombra, y recibió un adelanto por una manta tejida. Pasó el tiempo. Al fin los clientes se fueron. Childan y el vendedor se quedaron otra vez solos en la tienda.
El vendedor había terminado. Todas las joyas de muestra estaban ahora en bandejas de terciopelo, sobre el mostrador.
Robert Childan se aproximó ociosamente al mostrador, encendió un País de las Sonrisas, y se quedó allí, hamacándose sobre los talones, canturreando entre dientes. El vendedor estaba callado.
Al fin Childan extendió una mano y señaló un alfiler de corbata.
—Me gusta eso.
El vendedor dijo con una voz rápida: —Una pieza excelente. Ninguna irregularidad en la superficie. Labrada enteramente a mano, y nunca se empaña. La hemos cubierto con una laca plástica que durará años. La mejor laca industrial que pueda encontrarse hoy.
Childan asintió con un leve movimiento de cabeza.
—Lo que hemos hecho aquí —dijo el vendedor —es adaptar técnicas industriales ya probadas a la fabricación de joyas. De acuerdo con nuestras noticias, nadie lo ha hecho antes. Ningún molde. Metal y soldadura. —Hizo una pausa —Las partes de atrás han sido soldadas del mismo modo.
Childan tomó dos brazaletes. Luego un alfiler, y otro alfiler. Los tuvo un momento en la mano, y los puso a un lado.
El vendedor hizo una mueca, animándose.
Examinando la tarjeta del precio en un collar, Childan dijo: —Es este…
—Precio de venta al público. Para usted un descuento del cincuenta por ciento. Y si compra alrededor de unos cien dólares, digamos, le damos un dos por ciento adicional.
Childan separó otras piezas, una a una. El vendedor parecía cada vez más agitado. Hablaba más y más rápidamente, repitiéndose al fin, hasta diciendo cosas sin sentido, todo en voz baja, y anhelante. Está seguro de que va a vender algo, se dijo Childan, pero continuó eligiendo piezas con una actitud de indiferencia.
—Una pieza excepcional —murmuró el vendedor mientras Childan terminaba de elegir separando un par de pendientes—. Creo que ha apartado usted lo mejor. Todo lo mejor. —El hombre rió. —Tiene usted realmente buen gusto.
Los ojos del vendedor chispeaban. El hombre estaba sumando mentalmente lo que Childan había elegido. El total de la venta.
—Nuestra política —dijo Childan —en el caso de mercadería todavía no probada es trabajar en consignación.
Durante unos segundos el vendedor no entendió. Dejó de hablar, y miró fijamente a Childan, sin entender.
Childan le sonrió. —En consignación —repitió el vendedor al fin.
—¿Prefiere no dejarla? —dijo Childan.
El hombre balbuceó.
—Quiere decir que se la dejo y usted me paga después cuando…
—Dos tercios del precio de venta son para usted. Cuando las piezas se venden. Las ganancias de usted son mayores de este modo. Tendrá que esperar, por supuesto, pero… —Childan se encogió de hombros. Es usted quien decide. Exhibiré la mercadería en el escaparate, si es posible. Y si hay movimiento, quizá más tarde, dentro de un mes por ejemplo, con el próximo pedido… Bueno, quizá el horizonte se haya aclarado entonces, y podamos comprar algo en firme.
El vendedor ya se había pasado bastante más de una hora mostrando la mercancía, y había vaciado toda la canasta. Las muestras estaban ahora desordenadas en montones sobre el mostrador. Poner todo en su sitio, llevaría otra hora por lo menos. Hubo un momento de silencio en la tienda.
—Estas piezas que usted ha apartado —dijo el vendedor en voz baja, ¿son las que usted quiere?
—Sí, puede dejarlas todas. —Childan fue hasta la oficina, en la trastienda. —Le firmaré un comprobante. Así sabrá usted qué piezas quedan aquí. —Childan regresó con unos papeles y continuó: —Ya sabrá usted que cuando tomamos mercadería en consignación la tienda no se hace responsable por robo o daños.
Le dio a firmar al vendedor una hoja mimeografiada. La tienda no aseguraba la devolución de las piezas. Si luego faltaba alguna, entre las no vendidas, habría que atribuirlo a un robo, se dijo Childan. Siempre había robos en las tiendas. Especialmente cuando eran artículos pequeños, como joyas.
Robert Childan no podía perder de ningún modo. No le pagaba al hombre, no invertía ningún dinero. Si vendía algo obtenía una ganancia. Si no vendía devolvía todo —o lo que se podía encontrar —más adelante, en una fecha incierta.
Childan hizo una lista de las piezas. La firmó y le dio una copia al vendedor.
—Llámeme aproximadamente en un mes —le dijo al vendedor—. Para ese entonces ya tendremos una idea.
Llevándose las joyas que había separado, Childan se encaminó a la trastienda, y dejó al vendedor ocupado en la tarea de recolectar el resto de la mercancía.
No pensé que aceptaría, reflexionó Childan. Nunca se sabe. Por eso mismo siempre vale la pena probar.
Cuando alzó otra vez los ojos, vio que el vendedor estaba listo para irse. Tenía la canasta bajo el brazo y el mostrador estaba vacío. Se acercó a Childan, extendiéndole algo.
—¿Sí? —dijo Childan, que había estado revisando unas cartas.
—Quiero dejarle nuestra tarjeta. —El vendedor puso un papelito de aspecto raro, gris y rojo, sobre el escritorio de Childan —Joyas Edfrank. Ahí está la dirección y el número de teléfono. Por si quiere ponerse en contacto con nosotros.
Childan asintió, sonrió en silencio, y volvió al trabajo.
Cuando hizo otra pausa y alzó los ojos la tienda estaba vacía. El vendedor se había ido.
Poniendo una moneda en el aparato de la pared, Childan se sirvió una taza de té caliente instantáneo que bebió a pequeños sorbos, meditando, preguntándose si las joyas se venderían. Era improbable, aunque las piezas estaban bien hechas. Nunca había visto nada parecido. Examinó uno de los alfileres: diseño notable. Los fabricantes, por cierto, no eran aficionados.
Decidió cambiar las etiquetas y subir los precios. Les señalaría a los clientes la perfección de la mano de obra, y el carácter de piezas únicas. Originales. Pequeñas esculturas. Obras de arte, creaciones exclusivas para la muñeca o la solapa.
Una idea nueva se movía y crecía en los fondos de la mente de Childan. El problema de la autenticidad no se aplicaba a estas piezas. Y ese era un problema que un día podía llegar a arruinar toda la industria de artefactos históricos norteamericanos. No ese día, ni el siguiente, pero sí quizá después.
Era mejor no calentar todos los hierros en un solo fuego. La visita de aquel judío podía ser un presagio. Childan pensó que si llegaba a reunir un buen número de objetos no históricos, piezas contemporáneas sin valor histórico real o imaginario, quizá podría dejar atrás a la competencia. Mientras no le costara dinero…
Reclinándose en la silla hasta que el respaldo se apoyó en la pared, Childan sorbió su té, pensando.
El momento cambiaba. Había que estar preparado para cambiar junto con las circunstancias, o quedarse definitivamente en seco. Había que adaptarse.
La lucha por la supervivencia, se dijo Childan. Era necesario tener siempre los ojos bien abiertos, mirando en torno, atendiendo a las exigencias de la situación, y enfrentándolas. Estar allí en el momento adecuado haciendo lo que era adecuado.
Había que ser yin. Los orientales sabían. Los negros y avispados ojos yin…
De pronto, Childan tuvo una idea, y se irguió rápidamente en la silla. Dos pájaros, de un tiro. Ah. Se puso de pie, excitado. Envolvió con cuidado las mejores joyas, quitándoles antes la etiqueta. Un alfiler, unos pendientes, y un brazalete. Luego —ya que a las dos cerraba la tienda —podía ir hasta el edificio donde habitaba Kasoura. El señor Kasoura, Paul, estaría trabajando. Sin embargo, la señora Kasoura, Betty, estaría muy probablemente en la casa.
Un soborno presentado como regalo: obras de arte de origen local. Un obsequio personal, con el propósito de atraer la atención de buenos compradores. Este era el modo de introducir una nueva línea en el mercado. Quedaba todo un surtido en la trastienda, y si ella se tomaba el trabajo de visitarlo, etcétera. Esto es para ti, Betty.
Childan se estremeció. Solo con ella a la tarde, en la casa. El marido afuera, trabajando. El pretexto era brillante.
Ningún peligro.
Robert Childan buscó una caja pequeña, papel de envolver y una cinta, y empezó a preparar el regalo para la señora Kasoura. Mujer morena, atractiva, delgada, con un vestido de seda oriental, tacones altos, y el resto. O quizá chaqueta y pantalón de algodón azul, estilo coolie, livianos, cómodos, informales. Ah.
¿O era todo eso demasiado audaz? Paul, el marido, podía sentirse molesto. Quizá husmease algo y reaccionara de mal modo. Era preferible, sin duda, ir más despacio, llevarle el regalo a él, a la oficina, y contarle aproximadamente la misma historia. Luego Paul le daría el regalo a Betty, sin sospechar nada. Y, pensó Childan, luego la llamaría a Betty por teléfono, al día siguiente o al otro, y sabría cómo había reaccionado.
Menos peligro todavía.
Cuando Frank Frink vio a su socio que regresaba caminando por la acera, supo enseguida que las cosas no habían andado bien.
—¿Qué pasó? —dijo tomando la canasta del brazo de Ed y poniéndola en el camión —Jesucristo, estuviste ahí una hora y media. ¿Tanto tardó en decir no?
—No dijo no —explicó Ed.
Parecía cansado. Entró en el camión y se sentó.
—¿Qué dijo entonces? —Abriendo la canasta, Frink vio que faltaban muchas de las piezas, muchas de las mejores. —Se quedó con un montón. ¿Cuál es el problema, entonces?
—Quedaron en consignación —dijo Ed.
—¿Cómo lo permitiste? —Frink no podía creerlo. Lo discutimos mucho y…
—No sé cómo ocurrió.
—Cristo —dijo Frink.
—Lo siento. Parecía que iba a comprar. Eligió un buen número. Pensé que estaba comprando.
Los dos hombres se quedaron sentados en el camión un largo rato.