Durante toda una semana el señor R. Childan había examinado ansiosamente el correo, esperando encontrar el valioso envío de los Estados de las Montañas Rocosas. Cuando abrió la tienda el viernes a la mañana y vio que en el suelo sólo había cartas pensó que iba a tener dificultades con el cliente.
Se sirvió una taza de té instantáneo del aparato automático de la pared, y enseguida se puso a barrer con una escoba. Artesanías Americanas, S. A. quedó pronto preparada para recibir a los clientes del día, limpia y reluciente, con cambio abundante en la caja registradora, un florero de caléndulas nuevas, y música de fondo en la radio. Afuera, en la calle Montgomery, los hombres de negocios corrían a las oficinas. Lejos, pasaba un coche funicular. Childan se detuvo a mirarlo, complacido.. Mujeres con largos vestidos de seda de color… Sonó el teléfono y Childan se volvió hacia el aparato.
—Sí —dijo una voz familiar, y Childan sintió que se le encogía el corazón—. Habla el señor Tagomi. ¿Mi cartel de reclutamiento para la guerra civil no llegó todavía, señor? Recuerde, por favor, que me hizo usted tina promesa la semana pasada. —La voz encocorada y rápida, era apenas cortés, a punto de traspasar los límites del código. —¿No dejé un depósito, señor Childan, con esa condición? Se trata de un regalo, como usted sabe. Ya se lo expliqué. Un cliente.
—He hecho largas averiguaciones a mis expensas, señor Tagomi —dijo Childan—, acerca de esa mercadería, pero usted sabe que no se fabricó en esta región, y por lo tanto…
—Entonces no ha llegado —interrumpió Tagomi.
—No, señor Tagomi.
Una pausa helada.
—No puedo esperar más —dijo Tagomi.
—No, señor.
Childan contempló morosamente el día cálido y brillante y los rascacielos de San Francisco, del otro lado del escaparate.
—Alguna otra cosa entonces. ¿Qué me recomienda usted, señor Childan?
Tagomi había pronunciado mal el nombre, deliberadamente. Un insulto, dentro de los límites del código. Robert Childan, realmente mortificado, sintió que se le enrojecían las orejas. Las aspiraciones, temores y tormentos que lo consumían diariamente salieron a la superficie, abrumándolo, paralizándole la lengua. Se tambaleó, sosteniendo el teléfono con una mano húmeda. En la tienda flotaba el aroma de las caléndulas, sonaba la música, pero Childan sentía como si estuviese precipitándose cabeza abajo en las aguas de un mar distante.
—Bueno… —alcanzó a murmurar—. Una mantequera. Una máquina para preparar helados de 1900. —La mente se le rebelaba, resistiéndose a pensar. Precisamente ahora que estaba olvidando, cuando ya casi había llegado a engañarse a sí mismo. Tenía treinta y ocho años y aún podía recordar los días de preguerra, los otros tiempos. Franklin D. Roosevelt y la Feria Mundial, el mundo mejor de antes —¿Quiere que le lleve algún artículo adecuado a su oficina? —tartamudeó.
Arreglaron una cita para las dos de la tarde. Tendré que cerrar la tienda, pensó Childan cuando colgó el tubo. No había otra alternativa. No podía perder la buena voluntad de los clientes de este tipo. El negocio dependía de ellos.
Estremeciéndose aún, advirtió que alguien —una pareja —había entrado en la tienda. Un joven y una muchacha. Los dos de cara agradable, bien vestidos. Los clientes ideales. Se serenó y se acercó a ellos profesionalmente, con ademanes desenvueltos, sonriendo. Se habían inclinado a mirar un mostrador de tapa de vidrio y examinaban ahora un hermoso cenicero. Casados, imaginó Childan. Gentes que vivían en la Ciudad de las Nieblas Flotantes, los nuevos rascacielos que dominaban Belmont.
—Hola —dijo, y se sintió mejor.
Los jóvenes le sonrieron agradablemente, sin aires de superioridad. Parecían impresionados. Los objetos de la tienda eran realmente los mejores de su clase en toda la costa. Childan sonrió agradecido. Los jóvenes entendieron.
—Piezas realmente excelentes, señor —dijo el joven.
Childan saludó espontáneamente con una reverencia.
La pareja miraba amablemente a Childan, con la satisfacción de compartir los mismos gustos, de apreciar del mismo modo aquellos objetos de arte, agradeciéndole que tuviera en la tienda todas aquellas cosas, que ellos podían ver, tomar, examinar, y sin ningún compromiso. Sí, pensó Childan, saben en qué tienda están. No hay aquí chucherías para turistas, letreros camineros de madera, anillos de fantasía o postales con vistas del Puente. Los ojos de la joven eran grandes y oscuros. Qué fácil hubiese sido, pensó Robert Childan, haberme enamorado de una muchacha como esta, y qué trágica hubiera sido mi vida entonces, quizá todavía peor que ahora. La muchacha tenía un peinado alto y complicado, las uñas pintadas, y unos aros largos en las orejas, de bronce, fabricados a mano.
—Los aros —murmuró Childan—, ¿los compró aquí?
—No —dijo la joven—. En casa.
Childan asintió. No había arte norteamericano contemporáneo. En las tiendas como la suya sólo se exhibían las obras de otra época.
—¿Estarán aquí mucho tiempo? —preguntó —¿En San Francisco?
—No tenemos fecha de regreso —dijo el hombre—. Estoy aquí con la Comisión Panificadora de Normas de Vida para las Áreas Infortunadas.
El joven parecía orgulloso. No era militar. No era uno de esos rústicos conscriptos, de cara codiciosa, que vagabundeaban por la calle Market, abriendo la boca ante los espectáculos impúdicos, las películas eróticas, las galerías de tiro, los clubes nocturnos baratos con fotos de rubias maduras que se sostenían los pechos y sonreían, los cafetines con orquestas de jazz que se amontonaban en los barrios bajos de San Francisco, galpones de lata y madera que habían brotado de las ruinas aun antes que cayera la última bomba. No, este hombre pertenecía a la élite. Culto, educado, aun más que el señor Tagomi, que al fin y al cabo era sólo un oficial jerárquico a cargo de la Misión Comercial. Tagomi, un hombre viejo, se había formado en los días del gabinete de guerra.
—¿Desea usted un objeto étnico tradicional para regalo? —preguntó Childan—. ¿O quizá para decorar una residencia?
Childan se animó pensando que si se trataba de esto último…
—Ha acertado usted —dijo la muchacha —Estamos decorando nuestra casa, y no hemos decidido aún. ¿Cree usted que podría aconsejarnos?
—Sí, puedo visitar la casa de ustedes —dijo Childan—, y llevarles algunas cajas para que escojan a gusto, y de acuerdo con los ambientes. Por supuesto, esta es nuestra especialidad. —Bajó la vista, ocultando un esperanzado entusiasmo. Una venta quizá de miles de dólares —Podría llevarles una mesa de Nueva Inglaterra, de arce, toda encolada, sin clavos. Y un espejo del tiempo de la guerra de 1812. Y también piezas aborígenes: alfombras de pelo de cabra, teñidas con colores vegetales.
—Yo prefiero el arte ciudadano —dijo el hombre.
—Sí —dijo Childan, ansiosamente —Escuche, señor. Tengo un mural de época, original, en madera, cuatro secciones, que muestra a Horace Greeley. Verdadera pieza de colección.
—Ah —dijo el hombre con los ojos brillantes.
—Y un gramófono de 1920 transformado en mueble para bebidas.
—Ah.
—Y escuche, señor: un retrato autografiado y enmarcado de Jean Harlow.
El hombre miró a Childan con ojos desorbitados.
—¿Los visito entonces? —dijo Childan aprovechando este correcto instante psicológico. Sacó una lapicera y, una libreta de —notas del bolsillo interior de la chaqueta—. Tomaré el nombre y la dirección, señor, señora.
La pareja salió de la tienda y Childan se quedó un rato inmóvil, con las manos a la espalda, mirando la calle. Si tropezara con negocios así todos los días, pensó. Pero había algo que le importaba más que los negocios, el éxito de la tienda, la posibilidad de tratar socialmente a una pareja de jóvenes japoneses, capaces de aceptarlo como hombre más que como yank, o por lo menos como comerciante en objetos de arte. Sí, esta gente de la nueva generación que no recordaba los días anteriores a la guerra y ni siquiera la guerra misma era la esperanza del mundo. Las diferencias de posición no tenían significado para ellos.
Un día se acabaría, pensó Childan. La idea misma de posición desaparecería para siempre. No habría gobernados y gobernantes. Sólo gente.
Y sin embargo, temblaba de miedo imaginándose en el momento en que llamaría a la puerta de la pareja. Miró la libreta de notas. Los Kasura. U ofrecerían té, sin duda. ¿Sabría comportarse? ¿Sabría cómo actuar, qué decir en cada momento? ¿O se deshonraría, como un animal, dando un paso en falso?
La muchacha se llamaba Betty. Había tanta comprensión en aquella cara, en aquellos ojos dulces. Apenas había estado un rato en la tienda, pero había alcanzado a ver todas las esperanzas y fracasos del yank.
Las esperanzas… Childan sintió de pronto que la cabeza le daba vueltas. Eran esperanzas que bordeaban la locura, si no el suicidio. Pero sin embargo había relaciones entre japoneses y yanks, se sabía, aunque casi siempre entre un japonés y una yank. En este caso… La idea lo estremeció. Y la muchacha era casada. Apartó bruscamente aquellos pensamientos involuntarios y se puso a abrir las cartas de la mañana.
Le temblaban todavía las manos, descubrió. Y recordó entonces la cita de las dos de la tarde con el señor Tagomi. He de encontrar algo aceptable, se dijo, decidido. ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Qué? Un llamado telefónico, consultas y olfato para los negocios, y quizá pudiese descubrir un Ford 1929 restaurado, completo, hasta con capota (negra). Se ganaría el apoyo incondicional del señor Tagomi, para siempre. Quizá pudiese desenterrar también un avión correo trimotor descubierto en un granero de Alabama, o una cabeza momificada de Bufallo Bill con melena blanca, flotante. Algo que difundiera el nombre de Childan como conocedor máximo en todo el Pacífico, incluyendo el Japón.
Para inspirarse encendió un cigarrillo de marihuana de la excelente marca El País de las Sonrisas.
En su cuarto de la calle Hayes, Frank Frink estaba acostado preguntándose cuándo y cómo se levantaría. El sol que entraba por las persianas iluminaba el montón de ropas caído en el piso. Y también los anteojos de Frink. ¿Les pondría los pies encima? Podía tratar de llegar al baño por otro camino, pensó. Arrastrándose o rodando. Le dolía la cabeza pero no se sentía triste. Nunca mires atrás, decidió. ¿La hora? El reloj estaba sobre la cómoda. ¡Las once y media! Qué desastre. Pero siguió acostado.
Me han despedido, pensó.
El día anterior había cometido un error en la fábrica. Le había dicho lo que no debía decirle al señor Wyndam-Matson, que tenía una cara inexpresiva, una nariz socrática, un anillo de diamante. En otras palabras, toda una potencia. Un monarca. Los pensamientos de Frink fueron de un lado a otro, confusamente.
Sí, pensó, y ahora me pondrá en la lista negra. Mi capacidad no tiene valor. Quince años de experiencia que no sirven de nada, y tendría que presentarse ante la Comisión de justificación de Trabajadores, para que le revisaran la categoría. Nunca había llegado a conocer con claridad los lazos que unían a Wyndam-Matson con los pinocs —el gobierno títere blanco de Sacramento—, y nunca había sabido hasta qué punto su ex empleador podía llegar hasta las verdaderas autoridades, los japoneses. La Comisión era manejada por los pinocs. Tendría que enfrentar cuatro o cinco caras blancas y rechonchas, de mediana edad, a las órdenes de Wyndam-Matson. Si no alcanzaba a justificarse ante la Comisión, tendría que recurrir a las Misiones Comerciales Importadoras y Exportadoras que eran manejadas desde Tokio, y con oficinas en California, Oregon, Washington, y las zonas de Nevada incluidas en los Estados del Pacífico. Pero si las misiones no atendían su solicitud…
Los planes se le sucedían en la mente mientras miraba la lámpara antigua del techo. Podía, por ejemplo, irse a vivir a los Estados de las Montañas Rocosas. Pero esas gentes tenían una cierta relación con los Estados del Pacífico y eran capaces de atender un pedido de extradición. ¿Y el Sur? Se estremeció. Oh, eso no. La posición de los hombres blancos era allí superior, pero no quería esa clase de posición.
Y además el Sur tenía una cantidad de lazos económicos, ideológicos, y otros poco conocidos con el Reich. Y Frank Frink era judío. Se llamaba, en verdad, Frank Fink. Había nacido en la costa este, en Nueva York, y en 1941 lo habían enganchado en el ejército de los Estados Unidos de América, poco después del colapso de Rusia. Cuando los japoneses tomaron Hawai lo habían enviado a la costa oeste. Y al terminar la guerra se encontró en territorio ocupado por el Japón. Y allí estaba todavía, quince años más tarde.
En 1947, el día de la capitulación, se había sentido bastante confundido. Odiaba a los japoneses y juró vengarse. Escondió por lo tanto las armas reglamentarias a tres nietros bajo tierra, en un sótano, para el día en que él y sus compañeros se rebelaran. Sin embargo, el tiempo lo cura todo, una verdad que no había tenido en cuenta. Cuando recordaba ahora aquellos planes, los baños de sangre, la purga de los pinocs y de sus amos, creía hojear una vieja agenda de los años de bachillerato, un resumen de las aspiraciones de la adolescencia. Frank Frink, alias Pececito Dorado, va a ser paleontólogo y jura casarse con Norma Prout. Norma Prouf era la schönes Mädchen de la clase, y Frank había jurado realmente casarse con ella. Eso había ocurrido hacía ya tanto tiempo, casi en la época en que escuchaba a Fred Allen o había películas protagonizadas por W.C. Fields. Desde 1947 había visto probablemente a unos seiscientos mil japoneses, y el deseo de destruirlos nunca se había materializado. Ahora ya no importaba.
Sin embargo, recordó, había habido un señor Omuro que había comprado el dominio de una vasta zona de edificios de renta en los barrios bajos de San Francisco, y que durante un tiempo había sido propietario de la casa donde vivía Frank. Una manzana realmente podrida. Un pillo que nunca hacía reparaciones, dividía las habitaciones en unidades cada vez más pequeñas, y elevaba constantemente los alquileres. Había desvalijado así a los pobres, especialmente a los ex militares desocupados, durante los años de depresión, en los comienzos de la década del cincuenta. Al fin una misión comercial japonesa le había cortado la cabeza a Omuro. Una violación semejante de las leyes civiles japonesas, duras, rígidas, pero justas, era algo muy raro. Los oficiales que comandaban las fuerzas de ocupación, especialmente los que habían aparecido luego de la disolución del gabinete de guerra, tenían fama de incorruptibles.
Frink se tranquilizó recordando la moral ruda —y estoica de las misiones comerciales. —Y hasta el mismo Wyndam-Matson podía llegar a ser apartado con un simple ademán, como una mosca molesta. Dueño o no dueño de la Corporación Wyndam-Matson. Por lo menos estas eran las esperanzas de Frink. Le sorprendía en verdad descubrir que tenía fe en la llamada Alianza para la Prosperidad del Pacífico. Era curioso. Cuando recordaba otros tiempos… Había parecido entonces un engaño tan obvio. Pura propaganda. Ahora sin embargo…
Salió de la cama y caminó tambaleándose hasta el baño. Mientras se lavaba y afeitaba escuchó las noticias del mediodía en la radio.
—No ridiculicemos este esfuerzo —dijo la radio cuando Frink cerró un momento el grifo de agua caliente.
No, de ningún modo, pensó Frink con amargura. Sabía muy bien de qué esfuerzo particular hablaba la radio. Sí, al fin y al cabo la imagen no dejaba de ser humorística: unos alemanes estólidos y gruñones que recorrían Marte, caminando por una arena roja donde ningún ser humano había puesto antes la planta. Enjabonándose las mejillas, Frink entonó un recitado satírico: Gott, Herr Kreisleiter. Ist díes vielleichí der Ort wo man das Konzentrationslager bilden kann? Das Wetter ist so schójn. Heiss, aber doch schón…
—La Civilización de la Co-Prosperidad —dijo la radio —ha de hacer una pausa y considerar si en nuestra tarea por proveer una igualdad equilibrada entre las responsabilidades y deberes mutuos unidos a las remuneraciones… —La jerga típica de los jerarcas, notó Frink —… no hemos perdido la perspectiva de los campos futuros en que se desarrollarán las empresas de los hombres, ya sean nórdicos, o japoneses, o negros…
Mientras se vestía, Frink rumió complacido su sátira. El clima es schón, tan schún. Lástima que no haya aire para respirar…
Sin embargo, era un hecho indiscutible. El Pacífico había descuidado la colonización de los planetas. Había trabajado —se había empantanado, en realidad —en Sudamérica, Mientras los germanos se esforzaban por lanzar al espacio enormes construcciones robóticas, los japoneses seguían incendiando las junglas del interior del Brasil, y construyendo rascacielos de barro para los ex cazadores de cabezas. Cuando los japoneses pusieran en órbita su primer satélite, los alemanes ya se habrían apoderado de todo el sistema solar. Como decían los amenos libros de historia de otros tiempos: los alemanes se habían demorado en fruslerías mientras el resto de Europa daba los últimos toques a los imperios coloniales. Sin embargo, reflexionó Frink, esta vez no serían los últimos. Habían aprendido la lección.
Y en ese momento se acordó del experimento nazi en África. La sangre se le detuvo en las venas, titubeó, y siguió su marcha.
Esas vastas ruinas desiertas.
La radio dijo:
—…hemos de considerar, sin embargo, y con orgullo, el énfasis que pusimos siempre en las necesidades físicas fundamentales de las gentes, de todas las posiciones, las aspiraciones subespirituales que…
Frink apagó la radio. Poco después, más tranquilo, la encendió de nuevo.
Cristo en el potro de tormento, pensó. África. Para los fantasmas de las tribus muertas. Barridas para levantar un país de… ¿qué? ¿Quién podía saberlo? Quizá ni siquiera los arquitectos de Berlín. Una tropa de autómatas que construía y se afanaba. ¿Construía? Pulverizaba. Ogros salidos de una exhibición paleontológica, dedicados a la tarea de tallar el cráneo de un enemigo transformándolo en recipiente, mientras toda la familia recoge aplicadamente las sobras —los sesos crudos primero —para preparar una comida. Luego, con los huesos de las piernas, herramientas útiles. Realmente económico, no sólo comerse a la gente que a uno no le gusta sino también servirla en los cráneos de la misma gente. ¡Los primeros técnicos! El hombre prehistórico vestido con una chaqueta esterilizada en el laboratorio de alguna universidad de Berlín, haciendo experimentos con los posibles usos que se pueda dar a los cráneos, la piel, las orejas, la grasa de los otros. Ja, Herr Doktor. Una nueva aplicación del dedo gordo, mire. La articulación puede adaptarse al mecanismo de un encendedor automático. Caramba, si Herr Krupp pudiera producirlos en serie…
Lo horrorizaba, este pensamiento: el antiguo caníbal pariente del hombre florecía ahora, gobernaba el mundo una vez más. Le esquivamos el cuerpo durante un millón de años, pensó Frink, y aquí está de nuevo. Y no sólo como adversario, sino también como amo.
…podemos deplorar —decía la radio, la voz de los hombrecitos de Tokio. Dios, pensó Frink, y los llamábamos monos a esos enanitos estevados tan poco aficionados a instalar hornos de gas como a fundir a sus mujeres en cera —… y hemos deplorado a menudo en el pasado la terrible pérdida de seres humanos en esta lucha fanática que pone a la mayoría de los hombres completamente fuera de la comunidad legal. —Ellos, los japoneses, insistían tanto en el cumplimiento de las leyes. —… Citando a un santo occidental que todos conocen: —“¿De que le sirve al hombre ganar el mundo sí pierde el alma?”
La radio hizo una pausa. Frink, que se anudaba la corbata en ese instante, también hizo una pausa. Era el momento de la ablución matinal.
Tengo que pactar con ellos aquí, se dijo. Me pongan o no en la lista negra, sería la muerte para mí si yo dejara el territorio controlado por los japoneses y me fuera al Sur o a Europa… a cualquier lugar del Reich.
Tengo que reconciliarme con Wyndam-Matson.
Sentado en la cama, con tina taza de té tibio al lado, Frink sacó su ejemplar del I Ching. Tomó del cilindro de cuero las cuarenta y nueve varitas de milenrama. Esperó un momento hasta que se le tranquilizó la mente y pudo formular la pregunta.
—¿Cómo he de hablarle a Wyndam-Matson para estar en buenos términos con él?
Escribió la pregunta en la tableta y luego comenzó a manipular los tallos hasta que obtuvo el primer trazo, Un ocho. Había eliminado ya la mitad de los sesenta y cuatro hexagramas. Dividió los tallos y obtuvo el segundo trazo. Pronto, pues era un experto, completó las seis líneas. Miró el hexagrama y no necesitó recurrir al libro para identificarlo. Era el hexagrama Decimoquinto. Ch’ien. Modestia. Ah. El humilde será ensalzado, el orgulloso caerá. Las familias poderosas conocerán la humillación. No tenía que consultar el texto. Lo conocía de memoria. Un buen augurio. El oráculo lo aconsejaba favorablemente.
Y sin embargo, se sentía un poco decepcionado. Había algo de fatuo en el hexagrama. Decimoquinto. Demasiado “todo va bien”. ¿Qué otro camino le quedaba sino el de la modestia? Y sin embargo, la idea tenía algo de nuevo ahora. Al fin y al cabo no podía imponerse a Wyndam-Matson. Tenía que aceptar el hexagrama. Era el momento adecuado, cuando hay que pedir, esperar, tener fe. La providencia lo llevaría otra vez a su viejo empleo, o quizá a otro mejor.
No había líneas. Ningún nueve, ningún seis. Trazos 9 estáticos todos, No había un segundo hexagrama.
Una nueva pregunta entonces. Se preparó de nuevo, y dijo en voz alta: —¿La veré alguna vez a Juliana?
Juliana era su mujer. O mejor dicho su ex mujer.
Se habían divorciado hacía un año, y no la veía desde hacía meses. En realidad ni siquiera sabía dónde vivía ahora. Había dejado San Francisco, evidentemente, y quizá los Estados del Pacífico.. Los amigos comunes no sabían nada de ella, o preferían callar.
Movió rápidamente los tallos, clavando los ojos en la mesa. ¿Cuántas preguntas habla hecho ya acerca de Juliana? Aquí llegaba el hexagrama, nacido de los cambios pasivos y azarosos de los tallos. Cambios casuales, y sin embargo profundamente enraizados en el momento actual, en los lazos particulares que unían su propia vida con todas las otras vidas y partículas del universo. El hexagrama representaba con sus trazos continuos y discontinuos la, situación. Frink, Juliana, la fábrica de la calle Gough, las misiones comerciales gobernantes, la exploración de los planetas, el billón de materias químicas de África, que ahora no eran ni siquiera cadáveres, las aspiraciones de miles de hombres que arrastraban una vida miserable en las casuchas de San Francisco, los locos de Berlín de caras serenas y planes maniáticos… todo se unía en este momento mientras manipulaba los tallos de milenrama, en busca de la sabiduría exactamente apropiada recogida en un libro que había nacido en el siglo treinta antes de Cristo. Un libro creado por los sabios chinos durante un período de cinco mil años, analizado, perfeccionado. Una cosmología y ciencia codificada antes que Europa aprendiera a dividir.
El hexagrama. Frink sintió que se le encogía el corazón, Cuarenta y cuatro. Kou. El encuentro. Juicio sobrio. La doncella es poderosa. No hay que desposar a la doncella. Otra vez el hexagrama le hablaba de Juliana.
Oy vey, pensó Frink echándose hacía atrás. De modo que Juliana no es para mí. Ya lo sé. No pregunté eso. ¿Por qué el oráculo tiene que recordármelo? Mala suerte la mía, habérmela encontrado y haberme enamorado de ella, estar enamorado de ella.
Juliana, la más hermosa de todas las mujeres que él había tenido. Ojos y cabellos negros como el hollín. Gotas de sangre española que se manifestaban en colores puros, aun en los labios. Un paso elástico y silencioso. Usaba siempre unos viejos zapatos de suela de goma de sus años de colegiala. En realidad todas las ropas de Juliana parecían envejecidas, gastadas, lavadas una y otra vez. Habían vivido en la ruina durante tanto tiempo que a pesar de su figura Juliana había tenido que usar un suéter de algodón, una falda de paño, calcetines de hombre, y lo había odiado a Frink porque, decía ella, parecía una jugadora de tenis o (lo que era peor) una mujer que iba a recolectar hongos al bosque.
Pero, y sobre todas las cosas, Frink se había sentido atraído en un principio por la cara de loca que tenía Juliana. Sin ningún motivo, Juliana saludaba a los extraños con una sonrisa a lo Mona Lisa, portentosa y enigmática, que dejaba a todos estupefactos, titubeando entre el silencio y el hola. Y era tan atractiva que la mayoría decía hola. En un comienzo Frink había pensado que Juliana era corta de vista, pero al fin había decidido que esa sonrisa escondía en verdad una oculta y profunda estupidez. De modo que esas fronterizas sonrisas de bienvenida empezaron a molestarlo, lo mismo que ese modo vegetal de moverse de un lado a otro como diciendo sigo —un —misterioso —camino. Pero aun entonces, en los últimos tiempos, cuando se pasaban las horas peleándose, Frink nunca la pudo ver sino corno una creación divina, directa y literal, arrojada al mundo por no sabía qué razones.
Una suerte de fe o intuición religiosa que nunca le habían permitido acostumbrarse a esa pérdida.
Aun ahora Juliana parecía estar tan cerca… como si todavía viviesen juntos. Aquel espíritu, todavía activo en la vida de Frink, se movía ahora por el cuarto en busca de… esos misterios que ella buscaba. Y así se movía también en la mente de Frink, cada vez que consultaba el oráculo.
Sentado en la cama, en medio de un desorden solitario, preparándose para salir y comenzar el día, Frink se preguntó quiénes estarían consultando también el oráculo en aquella vasta y complicada ciudad. ¿Recibirían todos un consejo tan sombrío? ¿Era el tenor del Momento igualmente adverso para ellos?