El Capitán Rudolf Wegener, en ese momento llevando el falso nombre de Conrad Goltz, viajante de equipo médico al por mayor, miró por la ventanilla de la. nave cohete Me 9-E, de la Lufthansa. Enfrente asomaba Europa. Qué rápido había sido el viaje, pensó. Dentro de siete minutos aterrizarían en Tempelhofer Feld.
Mientras miraba cómo iba creciendo la masa de tierra, se preguntó si habría logrado algo al fin y al cabo. Ahora todo quedaba en manos del general Tedeki, y de lo que él hiciese allá en las Islas. Pero al menos les había pasado la información, y no había ningún otro camino, por ahora.
Aunque no había razones para ser optimista. Era muy probable que los japoneses no pudiesen cambiar de ningún modo el curso de la política interna alemana. El grupo de Goebbels estaba en el poder, y probablemente seguiría allí. Una vez que se sintieran seguros volverían a pensar en la operación Diente de León, y otra parte del planeta sería destruida, con todos sus habitantes en nombre de un ideal fanático y retorcido.
Sí, quizá los nazis lo destruyeran todo, dejando sólo una estéril ceniza, ¿por qué no? Podían hacerlo, tenían la bomba de hidrógeno. Y lo harían también. Todos ellos parecían atraídos por ese Gótterdammerung. Quizá hasta lo deseaban, y lo buscaban ya activamente, un holocausto final para todos.
¿Y qué resultaría de esa locura? ¿Terminaría con toda especie de vida, en todas partes? ¿El planeta se convertiría en un planeta muerto, por obra de ellos mismos?
No podía creerlo. Aun si destruyeran toda vida terrestre tendría que haber vida también en otros sitios, de los que nada se sabía. Era imposible que la Tierra fuese el único mundo. Había sin duda muchos otros mundos invisibles, en una región o dimensión que tos hombres no alcanzaban a percibir.
Aunque no pudiese probarlo, aunque no fuera lógico, el capitán Wegener lo creía, y así se lo dijo a sí mismo.
Un altavoz llamó: Meine Damen and Herren. Achtieng, bitte.
Estaban ya por descender, se dijo el capitán Wegener. Seguro que la Sicherheitsdienst estaría esperándole en el aeropuerto. La cuestión era: ¿qué facción política representarían esos hombres? ¿La gente de Goebbels, o la de Heydrich? Siempre que el general Heydrich estuviese todavía vivo. Quizá ya lo habían acorralado y asesinado, mientras el cohete cruzaba el mar. Todo iba muy rápido en tiempos de transición en las sociedades totalitarias. Había habido, en la Alemania nazi, unas manoseadas listas de nombres…
Pocos minutos después, cuando la nave cohete ya había aterrizado, el capitán Wegener se encontró caminando hacia la salida con el abrigo en el brazo. Detrás y adelante, pasajeros ansiosos, ningún joven artista nazi esta vez, observó. Ningún Lotze que le fastidiara hasta el fin con estúpidos puntos de vista.
Un oficial de la compañía aérea, uniformado, notó el capitán Wegener, como si fuese el mariscal del Reich, ayudaba a que los pasajeros descendiesen por la rampa, uno a uno, hasta el campo. Allí, junto a otras gentes, había un pequeño grupo de camisas negras. ¿Por él? Wegener caminó más despacio hacia un sitio donde había hombres y mujeres, y aun niños, que esperaban, haciendo señas. llamando…
Uno de los camisas negras, un hombre rubio de cara chata y mirada fija. que llevaba las insignias de la Waffen —SS, se acercó a paso vivo a Wegener, entrechocó los talones de las botas, y saludó: —Ich bitte mich zu entschuldigen. Sind Sie nicht Kapitün Rudolf Wegener, von der Abwehr?
—Lo siento —respondió Wegener—. Soy Conrad Goltz, Representante de los instrumentos médicos de la A. G. Chemikalien. —Dio un paso adelante.
Otros dos camisas negras, también de la Waffen —SS, se acercaron entonces. Los tres hombres lo rodearon de tal modo que aunque Wegener podía seguir caminando en la dirección en que venía estaba del todo y de pronto bajo custodia. Dos de los hombres de la Waffen —SS llevaban armas automáticas bajo los abrigos.
—Usted es Wegener —dijo uno de ellos cuando entraban en el edificio.
Wegener no contestó.
—Tenemos un coche —continuó el hombre de la Waffen —SS—. Nos ordenaron que viniésemos al aeropuerto, nos pusiéramos en contacto con usted y lo lleváramos inmediatamente ante el general Heydrich, quien está con Sepp Dietrich en la OKW de la división Leibstandarte. En particular tenemos que impedir que se le acerquen gentes de la Wehrmacht o del Partei.
Wegener se dijo que entonces no lo matarían. Heydrich estaba vivo y en sitio seguro, tratando de fortalecerse contra el gobierno de Goebbels.
Quizá el gobierno de Goebbels cayera también, después de todo, se dijo Wegener mientras lo metían en el sedan Daimler de la SS. Un destacamento de la Waffen —SS que se desplaza de súbito en la noche; la guardia del Reichskanzlei aliviada, reemplazada. Los destacamentos de policía de Berlín lanzando de pronto hombres de la SD en todas direcciones; las estaciones de radio y las fábricas de electricidad paralizadas, Tempelhofer cerrado. El estruendo de los cañones pesados en la oscuridad, a lo largo de las avenidas.
¿Pero qué importaba? Aunque depusieran al doctor Goebbels y cancelaran la operación Diente de León. Todavía estarían ellos allí, los camisas negras, el Partei, los planes de colonización si no del Oriente de Marte y Venus.
No era sorprendente que el señor Tagomi no resistiera. El terrible dilema de nuestras vidas, se dijo Wegener. Cualquier cosa que pase será siempre de una espantosa malignidad. ¿Por qué luchar entonces? ¿Cómo elegir si no hay alternativa?
Evidentemente irían adelante, como siempre hasta ahora, de día en día. En este momento trabajaban contra la operación Diente de León. Más tarde, en otro momento, trabajarían contra la policía. Pero no podían hacerlo todo a la vez; era una secuencia, un proceso que se desplegaba. Para que el fin no se les escapase de las manos tenían que elegir cada vez que daban un paso.
No podían hacer otra cosa que tener esperanzas, e intentar algo.
En otros mundos quizá era diferente. Mejor, con el bien y el mal como alternativas bien claras, no esa oscura confusión, esas mezclas; y no había herramienta capaz de separar las partes.
No tenían ese mundo ideal que ellos hubiesen querido, donde la moralidad es fácil de alcanzar porque el conocimiento es fácil de alcanzar. Donde es posible hacer el bien sin esfuerzo porque lo obvio se ve enseguida.
El Daimler se puso en marcha, con el capitán Wegener atrás, entre dos camisas negras, que llevaban armas automáticas sobre las rodillas. Otro camisa negra al volante.
Y quizá todo esto era también una trampa, se dijo Wegener. No lo llevaban a ver al general Heydrich en la división Leibstandarte de la OKW; lo llevaban a la cárcel del Partei, donde lo mutilarían y al fin lo matarían. Pero él había elegido; había elegido volver a Alemania, arriesgándose a que lo capturaran antes que la gente de la Abwehr pudiera protegerlo.
La muerte en todos los momentos, una avenida que estaba abierta para ellos, en cualquier sitio. Y eventualmente la habían elegido, a pesar de sí mismos. O estaban cansados y la habían buscado con deliberación. Wegener observó las casas de Berlín, que pasaban. Mi Volk, se dijo, él y, yo, de nuevo juntos. Se volvió hacia los hombres de la SS.
—¿Cómo andan las cosas? ¿Algún cambio reciente en la situación política? He estado afuera varias semanas, desde antes de la muerte de Bormann en verdad. —Hay mucho de histeria de masas, por supuesto, en el apoyo al Pequeño Doctor, en esa chusma que lo llevó al gobierno. Sin embargo, no es verosímil que cuando prevalezca de nuevo una mayor sobriedad continúen apoyando a un tullido y demagogo que sobrevive inflamando a las masas con mentiras y malas artes.
—Ya veo —dijo Wegener.
La historia continuaba. Los odios intestinos. Quizá las semillas estaban allí, en eso, se dijo Wegener. Se devorarían unos a otros, y el resto quedaría con vida diseminado por el mundo, aquí y allá. Un número suficiente como para edificar, confiar y hacer planes, pocos y simples.
A la una de la tarde Juliana Frink entraba en Cheyenne, Wyoming. En el barrio comercial, frente al enorme y viejo depósito del ferrocarril, se detuvo a comprar cigarrillos y dos periódicos del mediodía. Estacionada junto al cordón de la acera buscó hasta que al fin encontró la noticia.
VACACIONES TERMINAN EN TAJO FATAL
Buscada para ser interrogada en relación con el tajo fatal que recibió su marido Joe Cinnadella en las elegantes habitaciones del Hotel Presidente Garner en Denver, la señora Cinnadella de Canon City dejó inesperadamente el hotel, según declaraciones de los empleados, en lo que parece haber sido el clímax trágico de una disputa matrimonial. Unas hojas de afeitar encontradas en el cuarto, suministradas irónicamente por el hotel para comodidad de los huéspedes, parecen haber sido usadas por la señora Cinnadella, descrita como morena, atractiva, bien vestida y delgada, de unos treinta años, para rebanar el cuello de su marido, cuyo cuerpo fue encontrado por Theodore Ferris, empleado del hotel que había recogido unas camisas de Cinnadella media hora antes y estaba llevándolas de vuelta como se le había pedido cuando se encontró con la terrible escena. El cuarto del hotel, dice la policía, mostraba huellas de lucha, sugiriendo que una violenta discusión…
De modo que estaba muerto, pensó Juliana mientras doblaba el periódico. Y no sólo eso, no sabían cómo se llamaba ella, ni quién era. No sabían nada de ella.
Más tranquila, siguió manejando hasta que encontró un motel adecuado. Tomó una habitación y llevó allí las cosas que tenía en el coche. Desde ahora no tendría que darse prisa, se dijo. Hasta podía esperar a la noche para ver a los Abendsen, y de ese modo tendría ocasión de ponerse el vestido nuevo. No era posible llevar un vestido así antes de cenar.
Además podía terminar el libro.
Se puso cómoda en el cuarto del motel, encendiendo la radio, consiguiendo que le trajeran café del bar, y se recostó en la cama limpia y bien tendida con el ejemplar de La langosta que había comprado en la librería del hotel en Denver.
A las seis y cuarto de la tarde había terminado el libro. Se preguntó si Joe lo habría leído todo. Había muchas otras cosas allí que Joe no había llegado a entender. ¿Qué había querido decir Abendsen? Nada acerca del mundo imaginario que él describía. ¿Y era ella, Juliana, la única persona que, se había dado cuenta? Sí, casi podía asegurarlo. Ningún otro había entendido realmente La langosta; creían haber entendido.
Todavía un poco inquieta, guardó el libro en la valija y luego se puso la chaqueta y salió a buscar un sitio para comer. El aire olía bien y los letreros y luces de Cheyenne parecían particularmente excitantes. Frente a un bar peleaban dos bonitas prostitutas indias, de ojos negros. Juliana aminoró el paso. Muchos coches brillantes iban y venían por las calles; toda la escena tenía un aura de brillo y expectación, como si se estuviese mirando hacia adelante, donde ocurriría un acontecimiento importante y feliz, y no hacia atrás…, la ranciedad y la pesadez, lo consumido y desechado.
En un caro restaurante francés —donde un hombre de chaqueta blanca estacionaba los coches de los clientes, y en cada mesa ardía una vela puesta en un botellón de vino, y la manteca no se servía en cubos sino en pálidas bolitas —disfrutó de veras de la cena, y luego, con mucho tiempo de sobra, paseó de vuelta hasta el motel. Las letras del Reichsbank habían desaparecido casi del todo, pero no le importaba. Abendsen les hablaba del mundo en que vivían, pensó mientras abría la puerta del cuarto en el motel, de lo que estaba alrededor. Encendió de nuevo la radio. Abendsen quería que viesen cómo era. Y ella lo veía ahora, cada vez más claramente.
Sacó el vestido azul italiano de la caja y lo tendió con cuidado sobre la cama. Estaba intacto; todo lo que necesitaba, a lo sumo, era un buen cepillado para quitarle las hebras de hilo. Pero cuando abrió los otros paquetes descubrió que no había traído los corpiños nuevos comprados en Denver.
—Maldita sea —dijo dejándose caer en una silla. Encendió un cigarrillo y fumó un rato.
Quizá pudiera llevarlo con un corpiño común, se dijo. Se quitó la blusa y la falda y se probó el vestido. Pero los sostenes asomaban con la mitad superior del corpiño… ¿Por qué no tratar de llevarlo sin ningún corpiño? Habían pasado años desde la última vez, en los días de colegio, cuando tenía pechos tan pequeños que hasta se había preocupado. Pero luego los años y el judo habían aumentado sus medidas hasta un treinta y ocho. Se probó de nuevo el vestido, sentada en una silla, mirándose en el espejo del cuarto de baño.
El vestido mismo era asombroso, pero inadecuado para la ocasión. Todo lo que ella tenía que hacer era inclinarse para apagar un cigarrillo o recoger una copa… y el desastre.
Un alfiler. Podría llevar el vestido sin corpiño, cerrando el escote. Vació la cajita sobre la cama y separó los alfileres, reliquias que guardaba desde años atrás, regalos de Frank y otros hombres de sus días de soltera, y el nuevo que Joe le había comprado en Denver. Sí, un alfiler de plata de México, de forma de caballo, parecía bien. Buscó el punto exacto en el escote; de manera que al fin podría ponerse el vestido.
La alegraba de algún modo tener eso ahora, pensó. Tantas cosas habían ido mal; de aquellos planes maravillosos no le quedaba casi nada.
Se cepilló un buen rato el cabello hasta que le crepitó y brilló, de modo que lo único que necesitaba ahora era elegir un par de zapatos y unos pendientes. Y luego se puso la chaqueta nueva, tomó el bolso de cuero hecho a mano, y salió.
En vez de manejar el viejo Studebaker, Juliana le pidió al dueño del motel que le consiguiera un taxi. Mientras esperaba en la oficina del motel, tuvo ganas de pronto de llamar a Frank. No sabía cómo había llegado a ocurrírsele, pero allí estaba la idea. ¿Y por qué no? La comunicación podían cargársela al otro teléfono. Frank estaría tan contento de oírla que pagaría con gusto.
De pie detrás del mostrador, en la oficina, Juliana apoyó el tubo contra la oreja escuchando con deleite a las operadoras de larga distancia que se hablaban de una ciudad a otra tratando de comunicarla con Frank. Alcanzaba a oír a la operadora de San Francisco, pidiendo el número a la operadora de información, y luego unos pequeños estallidos y crujidos, y al fin el sonido del teléfono que llamaba. Mientras, miraba la calle, alerta a la llegada del taxi que aparecería en cualquier momento, aunque no importaba mucho; estaban acostumbrados a esperar.
—No contestan —dijo la operadora de Cheyenne al fin—. Llamaremos de nuevo más tarde y…
—No —dijo Juliana sacudiendo la cabeza; de cualquier modo sólo había sido un capricho—. No estaré aquí, gracias. —Colgó, saludó al dueño del motel que se había quedado allí cerca para que no le cargaran nada por error, y salió rápidamente de la oficina a la calle fresca y oscura.
Un coche reluciente se acercaba en ese momento a la acera y se detenía; la puerta se abrió y el conductor salió de un salto a ayudar a Juliana.
Un momento después Juliana estaba en camino, cómodamente sentada en el asiento de atrás del taxi, cruzando Cheyenne hacia la casa de los Abendsen.
Las luces de la casa de los Abendsen estaban encendidas y Juliana alcanzaba a oír música y voces. Era una casa de estuco dé un solo piso con muchos arbustos y un jardín donde abundaban los rosales trepadores. Mientras se acercaba por el sendero de losas, Juliana se preguntó si aquella sería en verdad la casa de los Abendsen, lo que llamaban el Castillo. Había oído muchos rumores a historias, pero la casa era común, bien mantenida, con terrenos cuidados. Hasta había un triciclo de niño en el largo camino de cemento.
¿Podrían ser otros Abendsen? Había sacado la dirección de la guía de teléfonos de Cheyenne, pero el número coincidía con el de la noche anterior, cuando había llamado desde Greeley.
Entró en el porche adornado con barandas de hierro forjado y apretó el timbre. La puerta entreabierta dejaba ver el vestíbulo, unos grupos de gente, de pie, persianas venecianas en las aberturas, un piano, una chimenea, bibliotecas… todo bien arreglado, concluyó. ¿Estaban en medio de una fiesta? Las ropas no eran nada formales.
Un muchachito despeinado, de unos trece años, con una camiseta y unos jeans, abrió del todo la puerta.
—¿Sí?
—¿Es… la casa del señor Abendsen? —dijo Juliana—. ¿Está ocupado?
Hablándole a alguien que estaba detrás, en la casa, el muchacho llamó: —Mamá, quiere ver a papá.
Junto al muchacho apareció una mujer de pelo rojizo castaño, de unos treinta y cinco años, de ojos firmes y grises y una sonrisa tan competente y directa que Juliana supo que estaba delante de Caroline Abendsen.
—Llamé anoche —dijo Juliana.
—Oh sí, por supuesto. —La sonrisa de la mujer aumentó, mostrando unos dientes blancos y regulares. Irlandesa, decidió Juliana. Sólo la sangre irlandesa podía dar feminidad a aquella mandíbula. —Permítame que le tome el bolso y la chaqueta. Ha llegado usted en buen momento; hay aquí unos pocos amigos. Qué vestido más hermoso. Un modelo de Cherubini, ¿no es así? —Caroline Abendsen llevó a Juliana a través de la sala hasta un dormitorio y allí puso el bolso y la chaqueta sobre la cama, junto con otras ropas. Mi marido anda por alguna parte. Busque a un hombre alto de anteojos que bebe algo pasado de moda. —Los ojos de la señora Abendsen derramaron una luz de inteligencia. Juliana sintió que le temblaban los labios; había tanto entendimiento entre ellas. ¿No era asombroso?
—Viajé mucho tiempo —dijo Juliana.
—Sí, es cierto. Oh, ahora lo veo. —Carolina Abendsen la llevó otra vez a la sala, hacia un grupo de hombres. —Querido —llamó—, acércate. Esta es una de tus lectoras, ansiosa por decirte algo.
Un hombre del grupo se movió, se separó y se acercó trayendo un vaso. Juliana vio un hombre inmensamente alto de pelo negro rizado. La piel era también oscura, y los ojos parecían tanto purpúreos como castaños, apenas coloreados detrás de los lentes. Llevaba un traje caro, hecho a mano, de fibra natural, quizá de lana inglesa, perfectamente ajustado a los hombros anchos, donde no añadía una sola línea. Juliana nunca había visto un traje semejante y se quedó mirándolo, fascinada.
—La señora Frink —dijo Caroline —hizo todo el camino desde Canon City en Colorado sólo para hablarte de La langosta.
—Creí que vivían ustedes en una fortaleza —dijo Juliana.
Inclinándose a mirarla, Hawthorne Abendsen sonrió con una sonrisa meditativa.
—Sí, en otro tiempo. Pero teníamos que subir en ascensor y desarrollé una fobia. Estaba bastante borracho cuando me vino la fobia, pero según lo que yo recuerdo, y lo que me contaron otros, parece que yo no quería entrar en el ascensor porque el cable lo manejaba Jesucristo y nunca dejaríamos de subir. Y yo estaba decidido a no ir de pie.
Juliana no entendía.
Caroline explicó: —Hawth dice desde que lo conozco que cuando vea a Cristo podrá sentarse al fin; no se quedará de pie.
El himno, recordó Juliana. —De modo que abandonaron el castillo y se vinieron a la ciudad.
—Quisiera servirle una copa —dijo Hawthorne.
—Muy bien —dijo Juliana—, pero no algo pasado de moda. —Había alcanzado ya a echarle una ojeada a la mesa donde había varias botellas de whisky, vasos, hielo, hors d’oeuvres, y una ensalada de cerezas y naranjas. Fue hacia allí, acompañada por Abendsen. Un I.W. Harper con hielo —dijo—. Siempre me gustó. ¿Conoce usted el oráculo?
—No —dijo Hawthorne mientras le preparaba la bebida.
Asombrada Juliana dijo: —el Libro de los Cambios.
—No, no —repitió Abendsen y le alcanzó la copa.
—No la turbes —dijo Caroline Abendsen.
—Leí su libro —dijo Juliana—. En realidad lo terminé esta tarde. ¿Cómo sabe usted todo eso, acerca de ese otro mundo?
Hawthorne no dijo nada; frotándose los nudillos contra el labio superior miraba más allá de Juliana, el ceño fruncido.
—¿No recurrió al oráculo? —preguntó Juliana.
Hawthorne la miró.
—No me conteste con una broma o un chiste —dijo Juliana—. Dígamelo sin tratar de parecer ingenioso.
Mordiéndose el labio, Hawthorne clavaba los ojos en el piso; se había cruzado de brazos y se inclinaba hacia adelante y hacia atrás. Los otros que estaban cerca en el cuarto habían callado, y Juliana los Potó distintos. No eran felices ahora, por lo que ella acababa de decir, pero no por eso iba a echarse atrás ni trataría de disimular. La cuestión era demasiado importante. Y había venido de muy lejos y había hecho mucho para aceptar de Abendsen algo menos que la verdad.
—Es una pregunta… difícil de contestar —dijo Abendsen al fin.
—No, no es difícil —dijo Juliana.
Ahora todos callaban en la sala. Todos miraban a Juliana junto a Caroline y Hawthorne Abendsen.
—Lo siento —dijo Abendsen—, no puedo responder directamente. Tiene usted que aceptarlo.
—¿Entonces por qué escribió el libro? —dijo Juliana.
Señalando con el vaso, Abendsen dijo: —¿Qué es ese alfiler que tiene en el vestido? ¿Protege contra los peligrosos espíritus del ánima en el mundo inmutable o sólo sostiene las cosas juntas?
—¿Por qué cambia de tema? —lijo Juliana—. Evadiendo mi pregunta y haciendo una observación sin sentido. Es infantil.
—Todos —dijo Hawthorne Abendsen —tienen su secreto profesional. Usted tiene el suyo, y yo el mío.
Tiene que aceptar mi libro tal como es, así como yo acepto lo que veo. —Señaló otra vez a Juliana con el vaso —Sin preguntarle si todo es genuino o hecho con alambres y espuma de goma. ¿No son estas cosas parte de la confianza que uno tiene en la gente y en lo que uno ve en general? —Abendsen parecía irritado, pensó Juliana, y aturdido; había dejado de lado toda cortesía. Ya no era un anfitrión, y Caroline, advirtió Juliana de reojo, tenía una cara exasperada, tensa; apretaba los labios, no sonreía.
—Usted muestra en el libro —dijo Juliana —que hay una salida. ¿No es eso lo que quiere decir?
—Una salida —repitió Abendsen irónicamente.
—Ha hecho usted mucho por mí —dijo Juliana—. Ahora veo que no hay nada que temer, nada que desear, odiar o evitar, aquí, nada de que huir, y nada que perseguir.
Abendsen dijo, observándola, moviendo el hielo en el vaso: —Hay muchas cosas que valen la pena en este mundo, opino.
—Sé a lo que usted se refiere —dijo Juliana. Para ella no era más que la vieja y familiar expresión en la cara de un hombre, y no la molestaba encontrarla allí, no se sentía en esto como antes—. Los archivos de la Gestapo dicen que a usted le gustan las mujeres como yo.
Abendsen dijo, cambiando apenas de expresión: —No hay Gestapo desde 1947.
—La SD entonces, o como se llame.
—¿Por que no nos explica? —dijo Caroline con vivacidad.
—Lo haré —dijo Juliana—. Viajé hasta Denver con uno de ellos. Tarde o temprano se aparecerán por aquí. Tiene que irse a un lugar donde no lo encuentren, en vez de tener una casa como esta, abierta a todos. El próximo que venga… No habrá aquí alguien como yo para detenerlo.
—Usted habla del próximo —dijo Abendsen luego de una pausa—. ¿Qué pasó con el que viajó con usted a Denver? ¿Por qué no ha venido?
—Le corté la garganta —dijo Juliana.
—No es poca cosa —dijo Abendsen—. Una muchacha que le dice eso a uno, una muchacha que uno nunca ha visto antes.
—¿No me cree?
Abendsen asintió con un movimiento de cabeza. —Claro que le creo. —Sonrió a Juliana con una sonrisa tímida, gentil, lejana, como si nunca se le hubiese ocurrido no creer —Gracias —dijo.
—Por favor, ocúltese de ellos —dijo Juliana.
—Bueno —dijo Abendsen—, hemos tratado, como usted sabe, como ha leído en la contratapa del libro… las armas y la cerca electrificada. Y dijimos eso para que creyeran que hemos tomado muchas precauciones. —Abendsen hablaba con una voz fatigada y seca.
—Al menos podrías llevar un arma —dijo Caroline—. Sé que algún día alguien a quien invitaste a conversar te matará de un tiro, algún experto nazi que se cobrará las cuentas. Y tú habrás estado filosofando con él de este modo, puedo verlo.
—Siempre te darán caza —dijo Hawthorne—, si quieren hacerlo. Aun con el castillo, la cerca electrificada y todo lo demás.
Un fatalista, decidió Juliana. Resignado a que lo destruyan. ¿Conocía él eso, así como conocía el mundo del libro?
—El oráculo escribió el libro, ¿no es así?
—¿Quiere la verdad? —dijo Hawthorne.
—Quiero la verdad y tengo derecho a la verdad —respondió Juliana—. Por lo que he hecho, ¿no es así? Usted sabe que es así.
—El oráculo —dijo Abendsen —durmió profundamente todo el tiempo que yo escribí el libro. Durmió en un rincón de la biblioteca.
En los ojos de Abendsen no había diversión. La cara parecía más larga y sombría que nunca.
—Cuéntale —dijo Caroline—. Es verdad, tiene derecho a saber, por lo que hizo por ti. —Se volvió a Juliana. —Se lo diré, señora Frink. Hawth fue armando el libro pedazo a pedazo en miles de consultas, por medio de las líneas. Período histórico, tema, caracteres, argumento. Le llevó años. Hawth llegó a preguntarle al oráculo si el libro tendría éxito, y el oráculo le contestó que sería un gran éxito, el primero de su carrera. Lo que usted dice es cierto; y tiene que haber consultado mucho el oráculo, para averiguarlo.
—Me pregunto qué razones llevaron al oráculo a escribir una novela. ¿Pensó en preguntárselo? Y eso de que los japoneses y alemanes perdieron la guerra. ¿Por qué esa historia particular y no alguna otra? ¿Por qué no puede decirlo directamente, como de costumbre? Esto tiene que ser distinto, ¿no creen?
Ni Hawthorne ni Caroline dijeron nada.
—El y yo —dijo Hawthorne al fin —llegamos hace tiempo a un acuerdo en cuanto a las regalías. Si le pregunto por qué escribió La langosta yo estaría implicando que no hice nada sino el trabajo de máquina, lo que no es cierto ni decente.
—Yo se lo preguntaré —dijo Caroline—. Si tú no quieres.
—No es una pregunta tuya —dijo Hawthorne—, deja que ella pregunte. —Se volvió a Juliana: —Tiene usted una mente… poco natural. ¿Lo sabe usted?
—¿Dónde está su ejemplar? —dijo Juliana—. El mío está en el coche, allá en el motel. Iré a buscarlo, si no me deja usar el suyo.
Hawthorne se volvió y echó a caminar, seguido por Juliana y Caroline, entre la gente, hacia una puerta cerrada. Hawthorne desapareció un momento y reapareció trayendo los dos volúmenes de lomo negro.
—No use los tallos —le dijo a Juliana—. Se me caen a cada rato.
Juliana se sentó delante de una mesita de café, en un rincón.
—Necesitaré papel y lápiz.
Uno de los invitados le trajo papel y lápiz. La gente se había agrupado ahora en un círculo alrededor de ella y los Abendsen que escuchaban y observaban.
—Puede hacer la pregunta en voz alta —dijo Hawthorne—. No tenemos secretos entre nosotros.
—Oráculo —dijo Juliana—, ¿por qué escribiste La langosta se ha posado? ¿Qué quisiste que supiéramos?
—Tiene una manera de presentar la pregunta que es de veras supersticiosa; me desconcierta usted —dijo Hawthorne, pero ya se había sentado en cuclillas para observar el tiro de las monedas—. Adelante —dijo, y le pasó a Juliana tres monedas chinas de bronce agujereadas en el centro—. Son las que use yo generalmente. Juliana empezó a tirar las monedas; se sentía tranquila y confiada. Hawthorne iba trazando las líneas. Luego del sexto tiro Hawthorne miró el papel y dijo:
—Sun arriba, Tui abajo, Vacío en el centro.
—¿Conoce usted el hexagrama? —dijo Juliana—. ¿Lo recuerda sin recurrir al libro?
—Sí —dijo Hawthorne.
—Es Chung Fu —dijo Juliana—. La Verdad Interior. Yo también lo recuerdo sin el libro. Y sé lo que significa.
Alzando la cabeza, Hawthorne observó a Juliana un rato. Tenía ahora una expresión casi salvaje en la cara. —Significa que mi libro dice la verdad, ¿no es cierto?
—Sí —dijo Juliana.
Había cólera en la voz de Hawthorne: —¿Alemania y Japón perdieron la guerra?
—Sí.
Hawthorne cerró entonces los dos volúmenes y se puso de pie; no dijo nada.
—Ni siquiera usted se ha enfrentado a la verdad —dijo Juliana.
Durante un tiempo pareció que Abendsen reflexionaba. Tenía una mirada vacía, vio Juliana; vuelta hacia dentro. Preocupado, por él mismo… y de pronto los ojos volvieron a aclararse. Abendsen gruñó, sacudiéndose.
—No estoy seguro de nada —dijo.
—Crea —dijo Juliana.
Abendsen negó con la cabeza.
—¿No puede? —dijo Juliana—. ¿Está seguro?
Hawthorne Abendsen dijo. —¿No quiere que le autografíe un ejemplar de La langosta?
Juliana se puso también de pie. —Creo que me iré —dijo—. Muchas gracias. Lamento haber interrumpido la velada. Fueron ustedes muy amables.
Pasando junto a Hawthorne y Caroline, Juliana atravesó el anillo de gente y fue hasta al dormitorio donde tenía la chaqueta y el bolso. Estaba poniéndose la chaqueta, cuando Hawthorne apareció detrás.
—¿Sabe lo que usted es? —Se volvió a Caroline, que estaba al lado. —Esta muchacha es un daemon de los mundos subterráneos que… —Alzó una mano y se la pasó por una ceja torciéndose en parte los anteojos. —Que recorre incansablemente la faz de la tierra. —Se acomodó los anteojos —Hace lo que le es instintivo, expresándose así. No tenía la intención de venir aquí y hacer daño; simplemente le ocurrió, así como nos ocurre a nosotros que llueva o haga sol. Me alegra que haya venido. No lamento haber descubierto esto, la revelación que ella encontró en el libro. No sabía lo que iba a hacer aquí o lo que iba a descubrir. Creo que todos podemos considerarnos afortunados. De modo que no nos enojemos, ¿eh?
—Es terriblemente destructiva —dijo Caroline.
—Así es la realidad —dijo Hawthorne y le tendió una mano a Juliana—. Gracias por lo que hizo en Denver.
Juliana le estrechó la mano. —Buenas noches —dijo—. Haga como dice su mujer. Lleve un arma de mano, por lo menos.
—No —dijo Abendsen—. Lo decidí hace mucho. No dejaré que eso me preocupe. Puedo buscar apoyo en el oráculo de cuando en cuando, si me siento demasiado intranquilo, sobre todo de noche. No está mal en situaciones semejantes. —Sonrió un poco —En realidad lo único que me preocupa ahora es esos inútiles que andan alrededor escuchando y bebiéndose todos los licores de la casa, mientras hablamos. —Hawthorne se volvió y retrocedió hasta el aparador en busca de hielo.
—¿Adónde irá, ahora que ha terminado aquí? —dijo Caroline.
—No sé. —El problema no la molestaba. Tenía que ser un poco como él, pensó. No permitir que ciertas cosas la molestaran, aunque parecieran importantes. Quizá vuelva a reunirme con mi marido, Frank. Traté de telefonearle esta noche. Puedo intentarlo de nuevo. Ya veremos cómo me siento más tarde.
—A pesar de lo que hizo por nosotros, de lo que dice usted que hizo…
—Desearía que yo nunca hubiera venido a esta casa, ¿no es cierto? —dijo Juliana.
—Si usted le ha salvado la vida a Hawthorne es terrible de mi parte, pero… estoy tan confundida. Me cuesta aceptarlo, lo que usted ha dicho y lo que Hawthorne ha dicho.
—Qué raro —dijo Juliana—. Nunca hubiese pensado que la verdad la enojaría a usted. —La verdad, pensó, tan terrible como la muerte, pero más difícil de encontrar. Había sido afortunada. —Pensé que se sentiría tan complacida y excitada como yo. ¿Se trata de algún malentendido, no es cierto? —Juliana sonrió, y al cabo de un rato la señora Abendsen logró contestar con otra sonrisa —En fin, buenas noches.
Un momento después Juliana volvía sobre sus pasos por el sendero de losas, alumbrada al principio por la luz que venía de la sala, y entrando luego en las sombras de más allá del césped, en la acera oscura.
Caminó sin volverse a mirar la casa de los Abendsen, y mientras caminaba observaba los extremos de la calle en busca de un coche que se moviera brillante y rápido y la llevara de vuelta al motel.