Capítulo 3

Al atardecer, alzando los ojos, Juliana vio el punto luminoso que describía un arco en el cielo y desaparecía en el oeste. Uno de esos cohetes nazis, se dijo a sí misma, en vuelo hacia la costa. Hombres importantes a bordo, y ella allí abajo. Saludó con la mano, aunque la nave, por supuesto, ya había desaparecido.

Las sombras avanzaban desde las Rocosas. Anochecía en los picos azules. Una bandada de pájaros lentos, migratorios, volaba en una línea paralela a la cadena de montañas. Aquí y allá un coche encendía los faros, y las luces gemelas avanzaban por la carretera. Luces, también, de un puesto de gasolina. Casas.

Juliana había estado viviendo durante meses aquí en Canon City, Colorado. Era una instructora de judo.

Había terminado las tareas del día y se preparaba a tomar una ducha. Se sentía cansada. Las clientas del gimnasio habían ocupado todas las duchas y estaba esperando afuera, disfrutando del olor del aire de las montañas, el silencio. Sólo se oían ahora unos débiles murmullos que venían del kiosco de salchichas, junto a la carretera. Dos grandes camiones diesel se habían detenido junto al kiosco, en la oscuridad, y los chóferes se movían poniéndose las chaquetas de cuero antes de entrar en el puesto.

Juliana pensó: ¿No se tiró Diesel por la ventana de un camarote? ¿No se suicidó arrojándose al mar en un viaje? Quizá yo debiera hacer lo mismo. Pero aquí no hay mar. Aunque hay siempre un modo. Como en Shakespeare. Un alfiler que se clava atravesando la blusa, y adiós Frink. La muchacha que no necesitaba tener miedo de los merodeadores vagabundos del desierto. Caminaba muy derecha sabiendo de sobra que hay tantas posibilidades enervantes si se tropieza con un adversario, baboso. La alternativa era morir respirando, por ejemplo, los gases de escape de los automóviles en el centro de la ciudad, aspirándolos quizá con la ayuda de una pajita hueca.

Lo había aprendido de los japoneses, pensó. Una actitud plácida y absorta ante la brevedad de la vida y además dinero ganado gracias al judo. —Cómo matar, cómo morir. Yang y Yin. Pero eso había quedado atrás ahora. Estaban en tierra protestante.

Era bueno ver cómo los cohetes nazis pasaban sin detenerse, sin mostrar ninguna clase de interés por Canon City, Colorado. Ni por Utah o Wyoming o la parte occidental de Nevada, ni los desiertos ni las praderas. No valemos nada, se dijo a sí misma. Podemos vivir aquí nuestras prescindibles vidas, si se Dos antoja, y si eso nos importa.

En las duchas, el ruido de una puerta que se abría. Una forma, la voluminosa señorita Davis, había terminado de bañarse y salía ya vestida, con la cartera bajo el brazo.

—Oh, estaba usted esperando, señora Frink. Lo siento.

—No se preocupe.

—Sabe usted, señora Frink, el judo me da tantas satisfacciones. Mucho más que el Zen, quiero que usted lo sepa.

—Adelgace las caderas por el camino del Zen —dijo Juliana —Pierda kilos mediante el satori indoloro. Perdón, señorita Davis. Estoy divagando.

—¿Le hicieron mucho daño? —preguntó la señorita Davis.

—¿Quiénes?

—Los japoneses. Antes que usted aprendiera a defenderse.

—Fue terrible —dijo Juliana —Usted no ha estado nunca en la costa, donde ellos viven.

—Nunca salí de Colorado —dijo la señorita Davis, tímidamente.

—Podría ocurrir aquí —dijo Juliana —Quizá decidan ocupar también esta región.

—¡No después de tanto tiempo!

—Nunca se sabe qué van a hacer —dijo Juliana—. Viven ocultando lo que piensan.

—¿Qué… le obligaron a hacer?

La señorita Davis , apretando la cartera contra el cuerpo, con las dos manos, se acercó en las sombras, para oír.

—Todo —dijo Juliana.

—Oh Dios. Yo hubiese luchado —dijo la señorita Davis.

Juliana se excusó y entró en el cubículo vacío. Alguien se acercaba con una toalla en el brazo.

Más tarde, sentada en un compartimiento del kiosco de salchichas de Charley, Juliana leía distraídamente el menú. El gramófono automático tocaba alguna melodía campesina: guitarra eléctrica y gemidos ahogados por la emoción. En el aire flotaba el humo de la grasa. Y sin embargo, el sitio era agradable y luminoso, y la presencia de los chóferes en el mostrador, la camarera, y el corpulento cocinero irlandés de chaqueta blanca que en ese momento buscaba cambio en la caja registradora, animaba a Juliana.

Charley la vio y se acercó a servirla él mismo.

—¿Una taza de té? —balbuceó, sonriendo.

—Café —dijo Juliana, acostumbrada al humor perpetuo del cocinero.

—Ajá —dijo Charley, asintiendo.

—Y el sándwich de carne asada con salsa de tomate.

—¿No una sopa de nido de ratas, para empezar? ¿O sesos de cabra fritos en aceite de oliva?

Dos de los camioneros se habían vuelto en sus taburetes y sonreían también, divertidos. Y al mismo tiempo se complacían admirando a Juliana. Aun sin las burlas del cocinero los camioneros estarían mirándola, pensó ella. Los meses de judo activo le habían proporcionado un insólito tono muscular, embelleciéndole la figura.

Todo dependía de los músculos de los hombros, Pensó Juliana mirando a los chóferes. Las bailarinas lo conseguían también. Ninguna relación con el tamaño. Envíen a las mujeres de ustedes al gimnasio y nosotras les enseñaremos. Y ustedes serán más felices.

—No se le acerquen —advirtió Charley a los camioneros guiñándoles un ojo —Los despachará con un solo movimiento.

—¿De dónde vienen? —le preguntó Juliana al camionero más joven.

—De Missouri —dijeron los dos hombres.

—¿Son los dos de los Estados Unidos?

—Yo soy de Filadelfia —dijo el hombre más viejo—. Tengo tres hijos allá. El mayor de once años.

—Díganme —preguntó Juliana—, ¿es fácil conseguir allá un buen empleo?

—Claro que sí —dijo el camionero más joven —Si usted tiene una piel de color apropiado.

El hombre tenía una cara morena y pelo negro y rizado y se había puesto muy serio.

—Es italiano —dijo el otro camionero.

—Bueno, ¿no ganó Italia la guerra? —dijo Juliana sonriendo, pero el hombre no le devolvió la sonrisa. Los ojos sombríos le brillaron todavía más, y de pronto se dio vuelta.

Lo siento, pensó Juliana, pero no dijo nada. No está en mis manos evitar que seas moreno. Se acordó de Frank, preguntándose si ya estaría muerto. No, se dijo. Los japoneses le gustaban a Frank de algún modo. Quizá se identificaba con ellos porque eran feos. Siempre le había dicho a Frank que él era feo. Poros abiertos. Nariz grande, La piel de ella en cambio era finísima. ¿Se había muerto Frank en soledad? Frank Fink era un pajarraco, y la gente decía que los pajarracos se mueren alguna vez..

—¿Siguen viaje de noche? —le preguntó al joven italiano.

—Mañana.

—Si no es feliz en los Estados Unidos, ¿por qué no se viene a vivir de este lado? —dijo Juliana —Estoy aquí en las Rocosas desde hace mucho tiempo y no es tan malo. En otra época viví en la costa, en San Francisco. Allí miran eso de la piel, también.

El joven italiano, doblado sobre el mostrador, observó brevemente a Juliana.

—Señora, me basta con tener que pasar un día o una noche en un pueblo como este. ¿Vive aquí? Cristo, si yo pudiera conseguir otro trabajo y no andar por los caminos y comer en estos lugares…

El italiano notó que Charley tenía la cara roja. Se interrumpió y empezó a beber el café.

—Joe, eres un snob —le dijo el otro camionero.

—Puede vivir en Denver —dijo Juliana —Es una ciudad simpática.

Los conocía bien a esos norteamericanos del este, pensó. Les gustaba la diversión. Hacer planes. Allí, en las Rocosas, no había ocurrido nada desde la guerra. Viejos retirados, granjeros, gente estúpida y miserable… Todos los hombres listos se habían marchado a Nueva York, habían cruzado la frontera, legal o ilegalmente. Porque era allá donde estaba el dinero, el capital de las industrias. La expansión. Las inversiones alemanas habían hecho maravillas. No les había costado mucho poner en pie otra vez a los Estados Unidos.

Charley dijo con una voz ronca y malhumorada:

—Muchacho, no soy un enamorado de los judíos, pero he visto algunos refugiados que venían para acá, huyendo, en el cuarenta y nueve, y le regalo sus Estados Unidos. Si allá hay tanto dinero es porque se lo robaron a los judíos cuando los echaron de Nueva York, con esa maldita ley de Nuremberg. Viví en Boston cuando era chico y los judíos no me son simpáticos, pero nunca creí que las leyes raciales de los nazis se aplicarían aquí, aunque perdiésemos la guerra. Me sorprende que no se haya enganchado usted en algún ejército norteamericano, listo para invadir alguna república sudamericana, con los alemanes detrás, y sacarse así de encima un poco más a los japoneses…

Los dos camioneros se habían puesto de pie, muy pálidos. El más viejo esgrimió una botella de condimento que había tomado del mostrador. Charley, sin volver la espalda a los dos hombres, buscó detrás de él y tomó uno de sus cuchillos de carnicero.

Juliana dijo:

—En Denver se está construyendo una pista resistente al calor, y así podrán aterrizar los cohetes de la Lufthansa.

Ninguno de los tres hombres habló o se movió. Los otros clientes miraban en silencio.

Al fin el cocinero dijo:

—Pasó uno esta tarde.

—No iba a Denver —dijo Juliana —Iba al oeste, a la costa.

Los dos camioneros volvieron lentamente a sus taburetes. El más viejo farfulló: —Siempre me olvido que aquí son todos un poco amarillos.

—Los japoneses no mataron judíos —dijo Charley —ni en la guerra ni después. Los japoneses no construyeron hornos.

—Qué lástima —dijo el camionero más viejo, y tomando un sorbo de café volvió a su comida.

Amarillos, pensó Juliana. Sí, quizá era cierto. Amaban a los japoneses allí.

—¿Dónde pasará la noche? —le preguntó al camionero joven, Joe.

—No sé —respondió el hombre —Me bajé aquí, directamente del camión. No me gusta nada en este Estado. Quizá duerma en el camión.

—El motel de la Abeja no es demasiado malo —dijo el cocinero.

—Muy bien —dijo el camionero joven —Quizá pare ahí. Si no les importa que yo sea italiano.

Mirándolo, Juliana pensó: un amargado a fuerza de idealismo. Le pide demasiado a la vida. Siempre moviéndose, inquieto y testarudo. Ella era así. No había aguantado quedarse en la costa Oeste y un día no aguantaría quedarse en Canon City. ¿No era así toda la gente en los años de la conquista del Oeste? Pero la frontera había cambiado, concluyo. La frontera era ahora los planetas.

Los dos, ella y él, podían intentar embarcarse, por ejemplo, en una de esas naves colonizadoras. Pero los alemanes no lo aceptarían a él a causa de esa piel morena, y no la aceptarían tampoco a ella, a causa del pelo negro. Esos pálidos duendes nórdicos, los SS, que se entrenaban en castillos bávaros. El hombre —Joe equis equis —ni siquiera tenía la expresión adecuada. Le hubiese convenido un aspecto de entusiasta frialdad, como si no creyera en nada y conservara sin embargo una fe absoluta. Sí, así eran todos. No idealistas, como Joe y ella. Cínicos animados por la fe. Como si tuvieran una falla en el cerebro, como si les hubiesen sacado los lóbulos frontales. Lobotomía. Los psiquiatras alemanes habían eliminado la psicoterapia.

La dificultad principal que tenían, sin embargo, era de tipo sexual. Habían hecho algo horrible en la década del treinta, y ahora era peor. HitIer había empezado… ¿Quién era ella? ¿La hermana? ¿La tía? ¿La sobrina? Y ya le venía de familia. Los padres eran primos. Todos se pasaban la vida cometiendo un incesto, volviendo al pecado original de desear a la propia madre. Eso explicaba la cara angélica de esos aristócratas de la SS, esas caritas rubias e inocentes. Se conservaban para Mamá. O para ellos mismos.

¿Y quién era Mamá para ellos? ¿El líder agonizante, Herr Bormann?… o el Enfermo.

El viejo Adolf, de quien se decía que estaba en algún sanatorio, viviendo los últimos años de su vida en una parálisis senil. Sífilis del cerebro, adquirida en los días en que, era un vagabundo en Viena… un vagabundo de gabán negro y largo, ropa interior sucia, y casas en ruinas.

La sardónica venganza de Dios, evidentemente, como en alguna película muda. El hombre espantoso golpeado por una plaga secreta, el castigo histórico a la maldad.

Y el horror se continuaba en el Imperio Germano, producto de ese cerebro. Primero un partido político, luego una nación, luego la mitad del mundo. Y los mismos nazis habían diagnosticado el mal, lo habían identificado. El médico charlatán que curaba con hierbas y que había tratado a Hitler con un remedio patentado llamado Píldoras Antigás del doctor Koester había sido en otro tiempo un especialista en enfermedades venéreas. Todo el mundo lo sabía, y sin embargo los delirios del Líder eran todavía sagrados, eran todavía las Sagradas Escrituras. El credo había infestado ahora la civilización, y, como semillas del mal, las reinas nazis rubias y ciegas iban de un planeta a otro diseminando la contaminación.

El resultado del incesto: la locura, la ceguera, la muerte.

Brrr. Juliana tuvo un escalofrío, y llamó al cocinero.

—Charley, ¿está mi pedido?

Se sentía muy sola. Poniéndose de pie fue hasta el mostrador y se sentó junto a la caja registradora.

Nadie le prestó atención, excepto el joven camionero italiano que clavaba en ella los ojos oscuros. Joe, se llamaba. Joe qué?

Ahora, desde cerca, no le parecía tan joven. Era difícil saber realmente cuántos años tenía. Se pasaba continuamente la mano por el pelo, peinándoselo con unos dedos rígidos y corvos. El hombre tenía algo especial, pensó Juliana. Respiraba… muerte. La perturbaba, y sin embargo se sentía atraída. El camionero más viejo se inclinó entonces hacia el italiano y le murmuró algo en el oído. Luego los dos hombres la miraron, esta vez con una expresión que no era de simple interés masculino.

—Señorita —dijo el camionero más viejo. Los dos hombres estaban tensos ahora—, ¿sabe qué es esto?

Mostró una cajita blanca y chata.

—Sí —dijo Juliana—. Medias de nylon. Una fibra sintética, fabricada sólo por el monopolio de I. G. Farben, de Nueva York. Muy rara y cara.

—Tiene que felicitar a los alemanes. La idea del monopolio no es mala.

El camionero más viejo le pasó la caja a su compañero, que la empujó con el codo a lo largo del mostrador.

—¿Tiene coche? —le preguntó el joven italiano a Juliana, sorbiendo el café.

Charley vino de la cocina trayendo el sándwich.

—Podría llevarme a ese sitio. —Los ojos negros del camionero estudiaban siempre a Juliana, que se sentía cada vez más nerviosa, y cada vez más fascinada. Ese motel o lo que sea donde yo pasaría la noche.

—Sí —dijo Juliana—. Tengo —auto. Un viejo Studebaker.

Charley miró a la muchacha y luego al joven camionero, y puso el plato en el mostrador.

—Achtung, meine Damen und Herren —dijo el altavoz desde el fondo del pasillo.

El señor Baynes abrió los ojos. Por la ventanilla, a la derecha, muy abajo, podían verse las tierras castañas y verdes, y más allá un color azul, el Pacífico. El cohete había comenzado el largo y lento descenso.

En alemán primero, luego en japonés, y al fin en inglés, el altoparlante explicó que nadie debía fumar ni desatarse el cinturón del asiento. El descenso llevaría ocho minutos.

Los cohetes retropropulsores se encendieron, tan repentina y ruidosamente, sacudiendo con tanta violencia la nave, que algunos pasajeros ahogaron un grito. El señor Baynes sonrió. En el asiento del otro lado del pasillo, otro pasajero, un hombre joven de pelo corto y rubio, sonrió también.

—Sie fürchten dass… —comenzó a decir, pero el señor Baynes dijo enseguida en inglés:

—Lo siento, no hablo alemán.

El joven rubio lo miró interrogativamente, y el señor Baynes le repitió la aclaración, en alemán.

—¿No habla alemán? —dijo el joven germano, asombrado, en inglés, con mucho acento.

—Soy sueco —dijo Baynes.

—Embarcó en Tempelhof.

—Sí, estaba en Alemania por cuestión de negocios. Los negocios me llevan a muchos países.

El joven germano, evidentemente, no podía creer que nadie en el mundo moderno, nadie que tuviera tratos de negocios internacionales, y viajara —pudiera permitirse viajar —en el último cohete de la Lufthansa, no hablara alemán.

—¿Qué negocios tiene usted, mein Herr? —le preguntó a Baynes.

—Materiales plásticos. Poliésteres. Resinas. Ersatz. Materia prima para usos industriales, no objetos de consumo.

Incredulidad: —¿Suecia tiene una industria de plásticos?

—Sí, y muy buena. Si me da usted su nombre le enviaré un prospecto de la casa.

El señor Baynes sacó una lapicera y un anotador.

—No se moleste. No le sacaría ningún provecho.

Soy un artista, no un comerciante. Sin ánimo de ofensa, por supuesto. Quizá haya visto usted mi obra en el continente. Alex Lotze.

El joven germano esperó.

—Temo que no me interese el arte moderno —dijo el señor Baynes—. Me gustan los cubistas y pintores abstractos de la preguerra. Un cuadro para mí tiene que significar algo y no sólo representar un ideal.

Se volvió hacia la ventanilla.

—Pero ese es precisamente el propósito del arte —dijo Lotze—. Que el espíritu se adelante a la materia. El arte abstracto nació en un período de decadencia espiritual, de caos espiritual, cuando la. sociedad y la vieja plutocracia se desintegraban. La plutocracia de los judíos, los millonarios capitalistas, los grupos internacionales, todos apoyaban el arte decadente. Esos tiempos quedaron atrás, y el arte tiene que seguir evolucionando, no puede permanecer inmóvil.

Baynes asintió mirando siempre por la ventanilla.

—¿Ha estado usted otras veces en el Pacífico? —preguntó Lotze.

—Varias veces.

—Yo no. Hay una exposición de mis obras en San Francisco, organizada por las oficinas del doctor Goebbels y las autoridades japonesas. Parte de una campaña de intercambio cultural para promover el entendimiento mutuo y la buena voluntad entre los pueblos. Tenemos que aliviar las tensiones entre Occidente y Oriente, ¿no cree? Tenemos que comunicarnos más, y el arte puede hacer mucho en ese sentido.

Baynes asintió con un movimiento de cabeza. Abajo, más allá del anillo de fuego del cohete, podían verse la ciudad de San Francisco y la bahía.

—¿Dónde se come bien en San Francisco? —estaba preguntando Lotze—. Tengo habitaciones reservadas en el Hotel Palace, pero oí decir que el sitio donde se come mejor es el barrio internacional, Chinatown.

—Es cierto —dijo Baynes.

—¿Los precios son altos en San Francisco? No tengo mucho dinero. El ministerio es muy frugal. —Lotze se rió.

—Depende del cambio que usted consiga. Si tiene papel moneda del Reichsbank, como me imagino, le aconsejo que lo cambie en el Banco de Tokio, en la calle Sansom.

—Danke sehr —dijo Lotze—. Pensaba cambiar en el hotel.

El cohete casi tocaba el suelo. Ahora Baynes podía ver el aeropuerto, los hangares, los autos, la carretera que llevaba a la ciudad, las casas… Una vista hermosa, pensó. Montañas y agua, y un poco de niebla en la Puerta de Oro.

—¿Qué es esa enorme estructura de allá abajo? —preguntó Lotze—. Esa sin terminar, abierta en un extremo. ¿Un puerto del espacio? Los japoneses no tienen naves del espacio, creo.

Sonriendo, Baynes dijo: —Es el estadio de la Amapola Dorada. El campo de béisbol.

Lotze se rió.

—Sí, claro. Son locos por el béisbol. Increíble. Pensar que van a levantar una enorme estructura para un pasatiempo, un deporte ocioso…

Baynes lo interrumpió. —Está terminado. Esa es la forma definitiva. Abierto de un lado. Un nuevo diseño arquitectónico. El orgullo de San Francisco.

—Parece que hubiera sido diseñado por. un judío —dijo Lotze.

Baynes miró al hombre. Sintió, intensamente durante un momento, el desequilibrio característico, la veta psicótica de la mente alemana. ¿Lotze había hablado en serio? ¿Era una observación realmente espontánea?

—Espero que nos veamos en San Francisco —dijo Lotze cuando el cohete se posó en el suelo—. Me sentiré perdido sin un compatriota con quien hablar.

—No soy su compatriota —dijo Baynes.

—Oh, sí, es cierto. Pero racialmente está usted muy cerca. Para los fines prácticos somos iguales. —Lotze se movió en su asiento, preparándose para desatar las complicadas correas.

¿Estaba racialmente cerca de ese hombre? se preguntó Baynes. ¿Tanto que para los fines prácticos eran iguales? En ese caso él tendría también esa veta psicótica. Vivían en un mundo psicótico. Los locos estaban en el poder. ¿Desde cuándo? ¿Y cuántos se daban cuenta? No Lotze. Si uno tenía conciencia de estar loco ya no estaba loco, quizá. O empezaba a volverse cuerdo, y despertaba al fin. Le parecía a Baynes que sólo unos pocos lo entendían así. Gente solitaria, aquí y allá. Pero, ¿y qué pensaban las masas? Todos esos cientos de miles que vivían en esa ciudad, por ejemplo. ¿Imaginaban que vivían en un mundo cuerdo? ¿O vislumbraban, sospechaban la verdad?

Pero en verdad era difícil saber qué significaba eso: estar loco. Loco: una definición legal, Lo siento, lo veo, ¿pero qué es?

Es algo que hacen, pensó, algo que son. Algo que estaba en el inconsciente de estos hombres. No sabían nada de los demás. No eran conscientes de lo que hacían a otros, de lo que habían destruido y de lo que estaban destruyendo. No, no eso exactamente. Lo sentía, lo intuía, pero no podía explicarlo. Eran crueles sin sentido, cierto, pero había algo más. ¿No veían la totalidad de lo real? Sin embargo, eso no era todo. Sí, aquellos planes. La conquista de los planetas. Algo frenético y demencial, como antes la conquista de África, y antes la conquista de Europa y Asia.

El punto de vista de esas gentes era cósmico. No un hombre aquí, un niño allá, sino una abstracción, la raza, la tierra. Volk. Land. Blut. Ehre. No un hombre honrado sino el Ehre mismo, el honor. Lo abstracto era para ellos lo real, y lo real era para ellos invisible. Die Güte, pero no un hombre bueno, o este hombre bueno. Ese sentido que tenían del espacio y del tiempo. Veían a través del aquí y el ahora el vasto abismo negro, lo inmutable. Y eso era fatal para la vida, pues eventualmente la vida desaparece: Sólo quedan entonces unas pocas partículas de polvo en el espacio, los gases de hidrógeno caliente, nada más, hasta que todo empieza de nuevo. Un intervalo, ein Augenblick. El proceso cósmico se apresura, aplastando la vida y transformándola en granito y metano. La rueda gira y todo es temporal. Y ellos —estos locos —responden al granito, el polvo, anhelando lo inanimado. Quieren ayudar a la Natur.

Y, pensó Baynes, sé por qué. Quieren ser agentes, no víctimas de la historia. Se identificaban con el poder divino, y se creían semejantes a los dioses. Esta era la locura básica de todos ellos. Habían sido dominados por algún arquetipo. Habían expandido sus egos psicóticamente, y no sabían dónde terminaban ellos y dónde comenzaba lo divino. No era cuestión de hubris, no era cuestión de orgullo. La inflación del ego hasta sus límites extremos, una confusión entre el adorador y el objeto adorado. El hombre no se ha comido a Dios. Dios se ha comido al hombre.

No comprendían, sobre todo, el desamparo del hombre. Soy débil, pequeño, una entidad insignificante en la vastedad del universo. El universo no advierte mi presencia, soy invisible. ¿Y por qué corregir esta situación? Los dioses destruyen todo lo que ven. Si uno admite la propia pequeñez escapa a los celos de los grandes.

Desabrochándose los cinturones, Baynes dijo:

—Señor Lotze, nunca se lo dije a nadie. Soy judío. ¿Entiende?

Lotze lo miró fijamente, compadeciéndolo.

—Nadie puede darse cuenta —dijo Baynes —pues no tengo facciones judías. Me cambié la nariz, eliminé los poros abiertos y grasos que tenía en la cara, me aclaré la piel químicamente, me alteré la forma del cráneo. En pocas palabras: nadie puede reconocerme por mis características físicas. He frecuentado los círculos más cerrados de la sociedad nazi. Nadie me descubrirá nunca. Y… —Hizo una pausa y se acercó a Lotze, y le dijo en voz muy baja: —Hay otros como yo. ¿Entiende? No moriremos. Seguiremos viviendo, invisibles.

Al cabo de un rato Lotze farfulló:

—La policía de seguridad…

—La SD puede estudiar mis antecedentes —dijo Baynes—. Usted puede denunciarme. Pero tengo amigos muy influyentes. Algunos son arios, otros son judíos que ocupan posiciones claves en Berlín. Descartarán la denuncia, y al cabo de un tiempo yo lo denunciaré a usted. Y gracias a esas mismas influencias será usted detenido en averiguación de antecedentes.

Baynes sonrió y caminó por el pasillo de la nave hacia los otros pasajeros, alejándose de Lotze.

Todos descendieron por la rampa, al campo frío y ventoso. Al pie de la rampa, Baynes descubrió que estaba otra vez junto a Lotze.

—En verdad —dijo caminando junto a Lotze—, la cara de usted no me gusta, señor Lotze, así que creo que lo denunciaré de todos modos.

Se alejó rápidamente dejando atrás a Lotze.

En el otro extremo del campo esperaba mucha gente, junto a la puerta de salida. Parientes, amigos de los pasajeros. Algunos saludaban con la mano, otros miraban ansiosamente estudiando las caras. Un japonés corpulento, de mediana edad, bien vestido, con un abrigo de corte inglés, pantalones Oxford, galera, esperaba un poco más adelante que los otros, con un japonés más joven al lado. En la solapa del abrigo llevaba la insignia de los jerarcas del Pacífico. Misiones Comerciales del Gobierno Imperial. Ahí está, se dijo Baynes. El señor N. Tagomi, que ha venido a buscarme personalmente.

El japonés dio un paso y dijo sacudiendo la cabeza. titubeando: —Herr Baynes, buenas tardes.

—Buenas tardes, señor Tagomi —dijo Baynes extendiendo la mano.

Se dieron la mano y luego se saludaron con una reverencia. El joven japonés también hizo una reverencia, sonriente.

—Hace frío señor, en este campo —dijo el señor Tagomi—. Podemos regresar al centro de la ciudad en el helicóptero de la Misión, ¿le parece correcto?

Escrutó ansiosamente la cara del señor Baynes.

—Podemos partir ahora mismo —dijo Baynes—. Mi equipaje, sin embargo…

—El señor Kotomichi se ocupará de eso —dijo el señor Tagomi—. Pues verá usted, señor, en esta terminal tardan casi una hora en despachar las valijas. Más que la duración de un viaje.

El señor Kotomichi sonrió agradablemente.

—Muy bien —dijo Baynes.

El señor Tagomi dijo: —Señor, tengo un regalo para usted.

—¿Perdón? —dijo Baynes.

—Para inclinarlo a usted a una actitud favorable.

—El señor Tagomi buscó en el bolsillo del abrigo y sacó una cajita —Seleccionado entre los objetos de arte norteamericanos más selectos.

Extendió la mano con la caja.

—Bueno —dijo Baynes—. Gracias.

Aceptó la caja..

—Un grupo de oficiales se pasó la tarde examinando las alternativas —dijo el señor Tagomi—. Esta es una muestra realmente auténtica de la moribunda cultura norteamericana, un artefacto fino y raro que tiene el sabor de los viejos tiempos.

El señor Baynes abrió la caja. Sobre un trocito de terciopelo negro había un reloj pulsera de juguete, con la imagen de Mickey Mouse pintada en la esfera.

¿El señor Tagomi estaba haciéndole una broma? Baynes alzó los ojos y vio la cara tensa y preocupada del señor Tagomi. No, no era una broma.

—Muchas gracias —dijo Baynes—. Esto es realmente increíble.

—No hay hoy en todo el mundo sino unos diez relojes Mickey Mouse auténticos, de 1938 —dijo el señor Tagomi, estudiando atentamente las reacciones del señor Baynes—. Entre los coleccionistas que conozco ninguno tiene esta pieza.

Entraron en la terminal del helicóptero y subieron juntos la rampa.

Detrás de ellos el señor Kotomichi dijo:

—Harusame eni nuretsutsu yane no temari kana…

—¿Qué es eso? —le dijo el señor Baynes al señor Tagomi.

—Un antiguo poema —dijo el señor Tagomi—. Del período medio Tokugawa.

El señor Kotomichi dijo: —Cae la lluvia de la primavera, mojándolos, y en el techo hay una pelota de trapo.

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