Capítulo 5

La llamada telefónica de Ray Calvin sorprendió realmente a Wyndam-Matson. No entendía bien, en parte porque Calvin hablaba como de costumbre muy rápidamente, y en parte porque en ese momento —las once y media de la noche —estaba entreteniéndose con una dama en sus habitaciones del hotel Muromachi.

—Escuche, amigo mío —dijo Calvin—, todo lo que nos envió la última vez se lo mandamos a usted de vuelta. Le devolveremos también otros artículos pero le advierto que hemos pagado todo, excepto el último envío. La factura es del dieciocho de mayo.

Naturalmente, Wyndam-Matson quiso saber por qué.

—Todo es falsificado —dijo Calvin.

—Pero usted ya lo sabía. —Wyndam-Matson estaba muy confundido. —Quiero decir, Ray, que usted conocía bien la situación.

Miró alrededor. La muchacha estaba en alguna parte, en el tocador probablemente.

—Sí, yo sabía que eran falsificaciones —dijo Calvin—. No hablo de eso. Escúcheme. No me importa mucho que una de esas armas que usted me envía haya sido usada o no en la guerra civil. Sólo pretendo un Colt 44 satisfactorio, cualquiera que sea el nombre que tenga en los catálogos de ustedes. Es necesario que se ajuste a las normas. ¿Sabe usted quién es Robert Childan?

Wyndam-Matson recordaba vagamente que era alguien importante.

—Sí.

—Estuvo aquí hoy. En mi oficina. Lo llamo a usted desde mi oficina, no desde mi casa. Todavía estamos trabajando en esto. En fin, Childan vino hoy y me contó una larga historia. Estaba realmente furioso. Agitado. Bueno, parece que un cliente importante, un almirante japonés, fue a verlo, o mandó a alguien. Childan habló de un pedido de veinte mil dólares, pero esto debe de ser una exageración. De cualquier modo, y no hay motivos para no creerlo, el japonés quería comprar, le echó una ojeada a uno de esos revólveres que fabrican ustedes, vio que era una falsificación, se guardó otra vez el dinero, y se fue. Bueno, ¿qué dice usted?

Wyndam-Matson no sabía qué decir, pero pensó inmediatamente: es cosa de Frink y McCarthy. Dijeron que harían algo, y es esto. Aunque no sabía qué habían hecho realmente. No le encontraba sentido a la historia de Calvin.

Sintió de pronto una especie de miedo supersticioso. ¿Cómo podían haber falsificado un artículo fabricado en el mes de febrero? Había pensado que hablarían con la policía o los periódicos, o el gobierno pinoc de Sacramento, y por supuesto, se había cubierto bien las espaldas. Todo era muy raro. No sabía qué decirle a Calvin. Farfulló durante un tiempo que le pareció interminable, y al fin pudo cortar la comunicación.

En ese momento descubrió, sobresaltándose, que Rita había salido del dormitorio y había escuchado casi toda la charla. Había estado paseándose, irritada, de un lado a otro, vestida sólo con un calzón de seda negra, y el pelo rubio suelto sobre las espaldas desnudas, ligeramente pecosas.

—Llama a la policía —dijo Rita.

Bueno, pensó Wyndam-Matson, me saldría más barato quizá ofrecerles dos mil dólares. Los aceptarán. Probablemente no quieran otra cosa. Son hombres pequeños, con pensamientos pequeños. Invertirán el dinero en el nuevo negocio, lo perderán, y al cabo de un mes estarán otra vez en la ruina.

—No —dijo.

—¿Por qué no? El chantaje es un delito.

Era difícil explicarlo. Wyndam-Matson estaba acostumbrado a pagar a la gente. El dinero que podía darles a Frink y McCarthy sería contabilizado como gastos generales. Y si la suma era pequeña… Pero la muchacha no estaba del todo equivocada. Rumió el asunto.

Les daré dos mil, decidió, pero me pondré en contacto con ese hombre que conozco en el Centro Cívico, ese inspector de policía. Le pediré que investigue a Frink y a McCarthy. Si encuentra algo y aparecen de nuevo, podré sacármelos de encima fácilmente.

Por ejemplo, pensó, alguien le había dicho que Frink era semita. Que se había cambiado la nariz y el nombre. Bastaría con notificar al cónsul alemán. Asunto de rutina. El cónsul pediría la extradición a las autoridades japonesas, y tan pronto como el individuo cruzase la línea de demarcación le darían una dosis de gas. Parecía que tenían uno de esos campos en Nueva York. Un campo con hornos.

—Me sorprende que alguien pueda chantajear a un hombre tan importante —dijo la muchacha, mirándolo.

—Bueno, te explicaré —dijo Wyndam-Matson —Todo este condenado asunto de la historicidad es un disparate. Estos japoneses no se dan cuenta. Te lo probaré. —Se incorporó, corrió al estudio, y volvió enseguida con dos encendedores que dejó en la mesita de café —Míralos bien. Parecen iguales, ¿no es cierto? Bueno, uno es histórico, el otro no. —Sonrió mostrando los dientes. —Tómalos. Adelante. Uno vale… cuarenta o cincuenta mil dólares en el mercado de coleccionistas.

La muchacha tomó lentamente los dos encendedores y los examinó.

—¿No la sientes? —bromeó Wyndam-Matson—. ¿La historicidad?

—¿Qué es eso?

—Valor histórico. Uno de esos encendedores estaba en el bolsillo de Franklin D. Roosevelt el día que lo asesinaron. El otro no. Uno tiene historicidad, mucha. El otro nada. ¿Puedes sentirla? —Wyndam-Matson tocó ligeramente con el codo a la muchacha. —No, no puedes. No sabes cuál es cuál. No hay ahí “plasma místico”, no hay “aura”.

La muchacha miraba los encendedores con una ex. presión de temor reverente.

—¿Es realmente cierto? ¿Que tenía uno de éstos en el bolsillo aquel día?

—Exactamente. Y puedo decirte cuál de los dos. Te das cuenta. Los coleccionistas se estafan a sí mismos. El revólver que un soldado disparó en una batalla famosa, como la de Meuse-Argonne, por ejemplo, es igual al revólver que no fue empleado en esa batalla, salvo que tú lo sepas. Está aquí. —Wyndam-Matson se tocó la frente —En la cabeza, no en el revólver. Yo fui coleccionista un tiempo. En realidad ese fue el camino que me trajo a este negocio. Coleccionaba estampillas. De las colonias inglesas.

La muchacha estaba ahora de pie junto a la ventana mirando las luces del centro de San Francisco.

—Mis padres decían que si él hubiese vivido no hubiéramos perdido la guerra —murmuró.

—Muy bien —continuó Wyndam-Matson—. Supongamos ahora que el gobierno canadiense o cualquiera encontrara las planchas con que se imprimieron unos sellos de correo. Y la tinta. Y una provisión de…

—No creo que uno de éstos haya pertenecido a Franklin Roosevelt —dijo la muchacha.

Wyndam-Matson rió entre dientes. —De eso se trata. Tengo que probártelo con algún documento. Un certificado de autenticidad. Y de este modo todo es una estafa, una ilusión colectiva. ¡El valor histórico está en el certificado, no en él objeto mismo!

—Muéstrame el certificado.

—Enseguida.

Incorporándose, Wyndam-Matson fue al estudio y descolgó de la pared el certificado enmarcado del Instituto Smithsoniano. El certificado y el encendedor le habían costado una fortuna, pero valían la pena, pues le permitían probar que tenía razón que la palabra “falsificado” no significaba nada realmente, pues la palabra “genuino” tampoco tenía sentido.

—Un Colt 44 es un Colt 44 —le dijo a la muchacha mientras volvía a la sala—. Es una cuestión de calibre y forma, no de fecha de fabricación. Es una cuestión de…

La muchacha extendió la mano. Wyndam-Matson le dio el documento.

—De modo que es auténtico —dijo la muchacha al fin.

—Sí, éste. —Wyndam-Matson alzó el encendedor que tenía una larga raya en un costado.

—Creo que me voy a ir ahora —dijo la muchacha—. Te veré alguna otra noche.

Dejó el certificado y el encendedor y fue hacia el dormitorio donde tenía la ropa.

—¿Por qué? —gritó Wyndam-Matson, agitado, siguiéndola—. Ya sabes que no hay ningún peligro. Mi mujer estará afuera varias semanas. Ya te expliqué la situación. Un desprendimiento de retina.

—No es eso.

—¿Qué entonces?

—Por favor —dijo Rita—, consígueme un pedetaxi mientras me visto.

—Te llevaré yo a tu casa —gruñó Wyndam-Matson.

La muchacha se vistió, y luego mientras Wyndam-Matson iba al ropero a buscarle el abrigo, se paseó por la sala. Parecía pensativa, ausente, hasta un poco deprimida quizá. El pasado entristece a la gente, reflexionó Wyndam-Matson. Maldita sea, ¿por qué se le habría ocurrido sacar el tema? Pero demonios, era tan joven. Lo más probable era que no hubiese oído nunca el nombre de Roosevelt.

Rita se arrodilló junto a la biblioteca.

—¿Leíste esto? —preguntó sacando un libro.

Wyndam-Matson acercó los ojos miopes. Una cubierta de colores brillantes. Una novela.

—No —dijo—. Mi mujer compra esas cosas. Lee mucho.

—Tendrías que leerla.

Sintiéndose aun decepcionado, Wyndam-Matson tomó el libro y miró el título. La langosta se ha posado.

—¿No es uno de esos libros prohibidos en Boston? —preguntó.

—Prohibido en todos los Estados Unidos. Y en Europa, por supuesto.

La muchacha había ido hacia el vestíbulo y ahora estaba allí, esperando.

—He oído hablar de este Hawthorne Abendsen —dijo Wyndam-Matson.

En realidad nunca había oído el nombre. Y no recordaba nada del libro, excepto que era muy popular en ese momento. Otra moda. Otra locura colectiva. Se inclinó y metió el volumen en el estante.

—No tengo tiempo para leer obras populares de ficción. Estoy demasiado ocupado con el trabajo.

Las secretarias, pensó ácidamente, leían esa basura, solas, en cama, antes de dormir. Un menguado sustituto de la realidad, que temían y deseaban.

—Una de esas historias de amor —dijo mientras abría malhumorado la puerta del vestíbulo.

—No —dijo la muchacha—. Una historia de guerra. —Y añadió mientras iban por el pasillo hacia el ascensor: —Dice lo mismo que mis padres.

—¿Quién? ¿Ese Abbotson?

—Sí. Sostiene la teoría de que si Joe Zangara no lo hubiese matado, Roosevelt habría sacado a EEUU de la depresión, y luego de armar al ejército…

Se interrumpió. Habían llegado al ascensor y había otra gente esperando.

Más tarde, mientras iban por las calles nocturnas en el Mercedes Benz de Matson, Rita prosiguió: —Según Abendsen, Roosevelt hubiese sido un presidente tremendamente enérgico. Tanto como Lincoln. Nos dejó una muestra en el año que fue presidente, con todas esas innovaciones. El libro es una obra de ficción. Quiero decir que es un relato novelado. Roosevelt no es asesinado en Miami. Continua su mandato y lo reeligen en 1936, de modo que es presidente hasta 1940, hasta los primeros años de la guerra. ¿Entiendes? Es todavía presidente cuando Alemania ataca a Inglaterra, a Francia y a Polonia. Es testigo de todo eso y prepara al país. Garner fue un presidente realmente mediocre. Podía haber evitado muchas cosas. Y luego, en 1940, hubieran elegido a un demócrata y no a Bricker, y…

—De acuerdo con ese Abelson —interrumpió Wyndam-Matson.

Miró a la muchacha. Dios, leían un libro, pensó, y luego charlaban toda la vida.

—El libro dice que en 1940, después de Roosevelt, el presidente habría sido Rexford Tugwell, y no un aislacionista como Bricker. —La muchacha hablaba ahora animadamente, moviendo las manos. Las luces del tránsito se le reflejaban en la cara tersa —Y Tagwell hubiera continuado la política antinazi de Roosevelt, y Alemania no se hubiera atrevido a auxiliar al Japón en 1941. No habrían cumplido el tratado. ¿Entiendes? —Se volvió hacia Wyndam-Matson y le apretó el hombro. —¡Y Alemania y el Japón habrían perdido la guerra!

Wyndam-Matson se rió.

Mirándolo, buscando algo en la cara de Wyndam-Matson —y él no podía saber qué y además tenía que observar los otros coches —Rita dijo: —No es un chiste. Hubiese sido realmente así. Los Estados Unidos hubieran podido derrotar a los japoneses, y…

—¿Cómo? —interrumpió Wyndam-Matson.

—Está todo explicado en el libro. —La muchacha calló un momento. —Es una novela —dijo al fin—, y hay muchas partes de ficción, por supuesto. Tiene que ser un libro entretenido, pues si no la gente no lo leería. Hay un tema de interés humano también. La historia de dos jóvenes. El muchacho está en el ejército norteamericano, y la chica… Bueno, de cualquier modo el presidente Tugwell es realmente inteligente, y descubre enseguida las intenciones de los japoneses… No está prohibido hablar de esto —dijo con una voz ansiosa—. Los japoneses han permitido la venta del libro en el Pacífico. Me dijeron que muchos de ellos están leyéndolo. Es muy popular en las Islas. Está provocando muchas discusiones.

—Escucha —dijo Wyndam-Matson—. ¿Qué dice de Pearl Harbor?

—El presidente Tugwell es tan inteligente que tiene todos los barcos en alta mar. De modo que los japoneses no destruyen la flota norteamericana.

—Ya veo.

—De modo que no hubo realmente ningún Pearl Harbor. Atacaron, pero sólo hundieron unos botecitos.

—¿Y el libro se llama La langosta algo?

—La langosta se ha posado. Es una cita de la Biblia. —Y como no hubo Pearl Harbor, los japoneses fueron derrotados. No, el Japón hubiera ganado de cualquier modo. Aun sin Pearl Harbor.

—En el libro la flota norteamericana impide que tomen las Filipinas y Australia.

—Las hubieran tornado de todos modos. La flota de ellos era superior. Conozco bastante bien a los japoneses, y estaban destinados a dominar el Pacífico. Los Estados Unidos eran un país en decadencia desde la primera guerra mundial. Todas las naciones aliadas estaban ya arruinadas antes de la guerra, espiritualmente y moralmente arruinadas.

—Y los alemanes no hubiesen tomado Yalta —dijo Rita, con terquedad—. Churchill se hubiera mantenido en el poder y hubiese guiado a Inglaterra a la victoria.

—¿Cómo? ¿Dónde?

—En el norte de África Churchill hubiera derrotado a Rommel eventualmente.

Wyndam-Matson bufó.

—Y una vez derrotado Rommel, los británicos hubieran podido atravesar Turquía y unirse al ejército ruso. En el libro los rusos paran a los alemanes en una ciudad del Volga. Nunca oímos hablar de esa ciudad, pero existe, pues la busqué en el atlas.

—¿Cómo se llama?

—Stalingrado. De modo que los británicos hubieran cambiado el curso de la guerra. En el libro Rommel se unió a las fuerzas alemanas que volvían de Rusia, los ejércitos de von Paulus, ¿recuerdas? Y los alemanes no llegan al Medio Oriente ni consiguen el petróleo que necesitaban tanto, ni se encuentran con los japoneses que ocuparon la India. Y…

—Ninguna estrategia hubiese podido derrotar a Erwin Rommel —dijo Wyndam-Matson—. Y cualquier resistencia, aun la de esa ciudad llamada tan heroicamente Stalingrado, no hubiera hecho más que retrasar el fin. Escucha. Yo conocí a Rommel. En Nueva York, una vez que fui allá por asunto de negocios, en 1948. —En realidad sólo había visto una vez al gobernador militar de los Estados Unidos, durante una recepción en la Casa Blanca, y desde lejos. —Qué hombre. Qué dignidad y qué presencia. De modo que sé lo que te digo.

—Fue terrible —dijo Rita —cuando relevaron al general Rommel y nombraron a ese espantoso Lammers. Los asesinatos y esos campos de concentración comenzaron realmente entonces.

—Ya existían cuando Rommel era gobernador militar.

—Pero… —Rita movió las manos —No era oficial. Quizá esos rufianes de la SS hacían ya esas cosas… Pero Rommel no era como ellos. Se parecía más a aquellos prusianos de antes. Era un hombre duro…

—Te diré quien hizo una buena obra en los Estados Unidos —interrumpió Wyndam-Matson—, el verdadero autor del renacimiento económico. Albert Speer. No Rommel ni la Organización Todt. El Partido no pudo haber elegido un hombre mejor. Speer consiguió poner de nuevo en funcionamiento todas esas compañías y fábricas, ordenándolas en un sistema eficiente. Sería muy bueno tener todo eso aquí y no estas empresas que luchan unas contra otras perdiendo tiempo y energías. No hay nada más tonto que la competencia económica.

Rita dijo:

—Yo no podría vivir en esos campos de trabajo, esos dormitorios colectivos del Este. Una amiga mía vivió allí. Le censuraban las cartas. No pudo decirme nada hasta que regresó. Tenían que levantarse a las seis y media de la mañana y las despertaban con una banda de música.

—Te acostumbrarías. Vivienda limpia, comida adecuada, horas de recreo, cuidados médicos. ¿Qué quieres? ¿Cerveza con huevos fritos?

El amplio coche alemán se movió en silencio entre la niebla fresca de la noche de San Francisco.

El señor Tagomi estaba sentado en el piso, sobre las piernas cruzadas. Tenía en la mano un tazón de té negro que soplaba de cuando en cuando mientras alzaba los ojos hacia el señor Baynes y sonreía.

—Magnífico este sitio —dijo Baynes—. Hay verdadera paz aquí en la costa del Pacífico. Muy distinto de… allá —concluyó vagamente.

—“Dios le habla al hombre con el signo del despertar” —murmuró el señor Tagomi.

—¿Perdón?

—El oráculo. Discúlpeme. Una volandera respuesta cortical.

Quiere decirme que estaba distraído, pensó Baynes. Se sonrió.

—Somos gente absurda —dijo el señor Tagomi —que vive de acuerdo con un libro de hace cinco mil años. Le hacemos preguntas como si fuese algo vivo. Está vivo. Lo mismo que la Biblia cristiana. Hay muchos libros vivos. No de un modo metafórico. Los anima el espíritu, ¿no cree usted?

Tagomi alzó los ojos estudiando la reacción de Baynes.

Eligiendo con cuidado las palabras, Baynes dijo: —No… no sé mucho de religiones, y prefiero mantenerme dentro de los límites de mi competencia.

En realidad, no entendía muy bien de qué estaba hablando el señor Tagomi. Debía estar cansado, pensó. Desde que había llegado allí, esa noche todo le parecía… una historia de gnomos. Como si las cosas fueran todas más pequeñas, y al mismo tiempo tuvieran algo de cómico. ¿Qué libro era ese, de hacía cinco mil años? El reloj Mickey Mouse, la tacita frágil del señor Tagomi… y en la pared de enfrente una enorme cabeza de búfalo, fea y amenazante.

—¿Qué es esa cabeza? —preguntó de pronto.

—Nada menos —dijo el señor Tagomi —que el alimento de los aborígenes en días lejanos.

—Ah.

—¿Quiere que le muestre el arte de matar al búfalo? —El señor Tagomi dejó su taza en la mesa y se puso de pie. En su propia casa, de noche, llevaba bata de seda, zapatillas, y corbata blanca. —Aquí voy yo, montado en una locomotora. —Se sentó de cuclillas en el aire. —Sobre las rodillas, un fiel Winchester de 1866, sacado de mi propia colección. —Le echo una ojeada al señor Baynes. —El viaje lo ha cansado, señor.

—Temo que sí —dijo Baynes—. Todo esto me abruma un poco. Tantas preocupaciones de negocios…

Y otras preocupaciones, pensó. Le dolía la cabeza.

Se preguntó si allí, en la costa del Pacífico, se conseguirían los excelentes analgésicos de I. G. Farben.

—Hemos de tener fe en alguien —dijo el señor Tagomi—. No podemos —conocer todas las respuestas. No podemos ver adelante por nuestros propios medios.

El señor Baynes asintió.

—Mi mujer debe de tener algo para la cabeza de usted —dijo el señor Tagomi, viendo que el señor Baynes se quitaba los anteojos y se frotaba la frente—. Los músculos de los ojos duelen. Perdóneme.

Haciendo una reverencia, salió del cuarto.

Lo que necesito es dormir, pensó Baynes. Una noche de descanso. ¿O no enfrento la situación como es debido? Me amilanan las dificultades.

Cuando el señor Tagomi volvió trayendo un vaso de agua y alguna clase de píldora, el señor Baynes dijo: —Tendría que despedirme, sí, y marcharme a mi hotel, pero antes quisiera saber algo. Mañana podríamos discutirlo más ampliamente si a usted le parece. ¿Ha oído hablar de una tercera persona que se uniría a nuestras conversaciones?

La cara del señor Tagomi mostró una expresión de sorpresa, durante un instante. Luego la sorpresa se desvaneció y fue reemplazada por una descuidada indiferencia.

—No oí nada. Sin embargo… es interesante, claro está.

—Alguien de las Islas.

—Ah —dijo el señor Tagomi, muy tranquilo ahora, y aparentemente nada sorprendido.

—Un hombre de negocios de cierta edad, ya retirado —dijo el señor Baynes—. Que viene por barco. Salió hace dos semanas. No le gusta viajar en avión.

—Los primores de lo arcaico —dijo el señor Tagomi.

—Conoce bien el mercado en las Islas y podrá informarnos adecuadamente. De cualquier modo iba a venir a San Francisco a pasar unas vacaciones. No es terriblemente importante, pero con su ayuda nuestras conversaciones podrán ser más precisas.

—Sí —dijo el señor Tagomi—, informándonos acerca de la situación —del mercado en las Islas. He estado fuera dos años.

—¿Quiere darme esa píldora, por favor?

Sobresaltándose, el señor Tagomi bajó los ojos y vio que todavía tenía en las manos la píldora y el agua.

—Perdón. Es un remedio poderoso. Se llama saracaína. Fabricada por una compañía de drogas en el distrito chino. —Extendió la mano y añadió: —No crea hábito.

—Este señor anciano —dijo el señor Baynes mientras se preparaba a tomar la píldora —irá a verlo a usted directamente en la Misión Comercial, creo. Le daré el nombre para que la gente de usted lo reciba cuando llegue el momento. Yo no lo conozco, pero tengo entendido que es un poco sordo y un poco excéntrico. No queremos que se sienta… desagradado. —El señor Tagomi puso cara de haber entendido. —Le gustan los rododendros. Se sentirá feliz si usted consigue a alguien que pueda hablarle de rododendros durante una media hora, mientras preparamos nuestra conferencia. Le escribiré el nombre.

El señor Baynes se tomó la píldora, sacó la lapicera y escribió.

—El señor Shinjiro Yatabe —leyó el señor Tagomi aceptando el papelito y guardándolo obedientemente en la libreta de notas.

—Algo más.

El señor Tagomi se llevó la taza a los labios, lentamente, escuchando.

—Una minucia delicada. Este viejo señor… tiene casi ochenta años. Antes de retirarse hizo algunos malos negocios. ¿Comprende usted?

—Ya es una persona acomodada —dijo el señor Tagomi—. Y vive quizá de una pensión.

—Exactamente. Y la pensión es penosamente pequeña. Y trata de aumentarla con distintas operaciones, aquí y allí.

—Una información de muy escasa importancia —dijo el señor Tagomi—. La burocracia, como siempre. Entiendo muy bien la situación. El anciano caballero recibe un estipendio por su asesoramiento, y no informa a la Caja de Pensiones. De modo que hemos de mantener en secreto esa visita. Ellos sólo saben que se toma tinas vacaciones.

—Es usted un hombre avezado.

—Esta situación ya se ha presentado antes —dijo el señor Tagomi—. En nuestra sociedad no hemos resuelto aún el problema de los ancianos, cada día más numerosos a medida que progresa la ciencia médica. La China nos ha enseñado a honrar a los ancianos. Para los alemanes, sin embargo, nuestra negligencia es casi una virtud. Tengo entendido que matan a los viejos.

—Los alemanes —murmuró Baynes frotándose de nuevo la frente.

¿Le había hecho efecto la píldora? Se sentía un poco somnoliento.

—Siendo usted escandinavo ha tenido sin duda muchos contactos con la Europa Festung. Por ejemplo, usted embarcó en Tempelhof. ¿Es posible defender una actitud semejante? Usted es neutral. Deme su opinión, si le parece.

—No sé de qué actitud me habla —dijo el señor Baynes.

—La actitud hacia los viejos, los enfermos, los débiles, los locos, todas las variedades de los inútiles. “¿Para qué sirve un bebé recién nacido?” se preguntó una vez un filósofo anglosajón. He meditado muy a menudo en esa frase. Pues bien, no sirve en general para nada.

El señor Baynes emitió algunos sonidos ininteligibles y corteses.

—¿No es acaso cierto —dijo el señor Tagomi —que ningún hombre ha de ser instrumento de las necesidades de otro? —Se inclinó hacia adelante, ansiosamente. —Por favor, deme usted su opinión neutral escandinava.

—No sé —dijo el señor Baynes.

—Durante la guerra —dijo el señor Tagomi —fui un funcionario menor en el Distrito de la China. En Shangai. El gobierno imperial mantenía allí un campamento de judíos, y el ministro nazi en Shangai nos exigió que los masacráramos. Pedí consejo a mis superiores. La respuesta fue “nos oponemos por consideraciones humanitarias”. Rechazaron la exigencia como muestra de barbarie. Me impresionó.

—Ya veo —murmuró el señor Baynes. ¿Me está tirando de la lengua? se preguntó. Se sentía despierto ahora. Estaba recobrando la lucidez.

—Los nazis —continuó el señor Tagomi —dijeron siempre que los judíos no son de raza blanca, sino asiáticos. Señor, las autoridades del Japón, aun ciertas gentes del gabinete de guerra, han meditado a menudo en las implicaciones de esta teoría. No he discutido nunca el asunto con ciudadanos del Reich, pero…

El señor Baynes lo interrumpió.

—Bueno, yo no soy alemán. De modo que no puedo hablar en nombre de Alemania. —Se puso de pie y fue hacia la puerta —Continuaremos la discusión mañana. Perdóneme, hoy no puedo pensar.

En realidad, se sentía completamente lúcido. Tengo que salir de aquí, se dijo. Este hombre me está llevando demasiado lejos.

—Perdone usted la estupidez del fanatismo —dijo el señor Tagomi apresurándose a abrir la puerta—. Las preocupaciones filosóficas me han hecho olvidar la realidad humana.

Llamó en japonés y la puerta de calle se abrió. Un joven japonés entró y saludó con una reverencia, echándole una ojeada al señor Baynes.

Mi chofer, pensé, el señor Baynes.

Quizá aquellas observaciones quijotescas en el vuelo de la Lufthansa, se le ocurrió de pronto. Lo que le había dicho a aquel fulano, Lotze. Había hablado con los japoneses de allí seguramente.

Lamentó haber atacado a Lotze de aquel modo, ahora era demasiado tarde.

No soy la persona adecuada, se dijo. De ningún modo. No para esto.

Y sin embargo, un sueco podía decir esas cosas. Todo estaba bien. Era demasiado escrupuloso. Arrastraba aún hábitos del pasado. Pero en realidad podía hablar libremente ahora. Tenia que adaptarse.

No obstante, se resistía totalmente a esa adaptación. La sangre que llevaba en las venas, los huesos, los órganos. Abre la boca, se dijo. Di algo, cualquier cosa. Una opinión, si quieres tener éxito.

—Quizá —dijo —los impulsa un desesperado arquetipo inconsciente. En el sentido jungiano.

El señor Tagomi asintió.

—He leído a Jung. Entiendo.

Se dieron la mano.

—Lo llamaré por teléfono mañana a la mañana —dijo el señor Baynes—. Buenas noches, señor.

Saludó con una reverencia y el señor Tagomi respondió del mismo modo.

El joven y sonriente japonés dio un paso adelante, y dijo algo que el señor Baynes no pudo entender.

—¿Eh? —dijo Baynes mientras recogía el abrigo y salía al porche.

El señor Tagomi explicó: —Le está hablando en sueco, señor. Ha seguido un curso en la Universidad de Tokio sobre la guerra de los treinta años y es un admirador del gran héroe de ustedes, Gustavo Adolfo. —El señor Tagomi sonrió con simpatía. —Es evidente, sin embargo, que no ha logrado dominar una lengua tan extraña. Habrá estudiado conversación con discos de fonógrafo. Un sistema barato, muy popular entre los estudiantes.

El joven japonés, que evidentemente no comprendía inglés, inclinó la cabeza y sonrió.

—Entiendo —dijo el señor Baynes—. Bueno, deséele buena suerte de mi parte.

Yo tengo también mis problemas con la lengua, pensó. No hay ninguna duda.

Dios, el estudiante japonés lo llevaría al hotel y trataría de hablarle en sueco todo el camino. Un idioma que el señor Baynes entendía apenas, y sólo cuando se lo hablaba con mucha corrección, no ciertamente en boca de un estudiante japonés que había tratado de aprenderlo oyendo unos discos.

No conseguirá que yo entienda una palabra, pensó el señor Baynes, pero insistirá una y otra vez. Tiene que aprovechar esta oportunidad, pues es difícil que se encuentre otra vez con un sueco. El señor Baynes gruñó entre dientes. Qué prueba de fuego sería el viaje en auto, para los dos.

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