Capítulo 13

En Denver encontraron tiendas modernas, elegantes. Las ropas, pensó Juliana, eran tan caras que ella se sentía como entumecida, pero parecía que Joe no se daba cuenta, o no le importaba. Pagaba lo que ella había elegido y corrían a la tienda próxima.

La adquisición mayor —luego de muchas pruebas, deliberaciones y rechazos —ocurrió en las últimas horas de la tarde: un vestido italiano original, de color celeste, mangas cortas y sueltas, y escote notablemente bajo. Juliana había visto una modelo que llevaba ese vestido, en una revista europea de modas; se consideraba que el corte era el más elegante del año y le costó a Joe casi doscientos dólares.

Para acompañar al vestido italiano Juliana necesitó tres pares de zapatos, más medias de nylon, varios sombreros, y una cartera de cuero negro hecha a mano. Y, como descubrió enseguida, el escote exigía nuevos corpiños que cubrieran sólo la parte inferior de cada pecho. Mirándose en el espejo de cuerpo entero de la tienda, Juliana se sintió un poco demasiado expuesta y algo insegura a propósito de sus movimientos. La vendedora le aseguró, sin embargo, que el medio corpiño se mantendría firmemente en su lugar a pesar de la falta de sostenes, justo encima del ombligo, pensó Juliana mientras se miraba en la intimidad del cuarto de pruebas, y ni un milímetro más. El corpiño costó bastante también; importado como el vestido, explicó la vendedora, y hecho a mano. La vendedora les mostró luego ropa de verano, pantalones cortos y trajes de baño y una bata de toalla, pero de pronto Joe pareció inquieto. Salieron de la tienda.

Mientras Joe cargaba los paquetes y bolsas en el coche, Juliana dijo: —¿No lo parece que estaré deslumbrante?

—Sí —dijo Joe con voz preocupada—. Sobre todo con el vestido italiano. Te lo pondrás cuando vayamos allá, a la casa de Abendsen, ¿entiendes? —Joe dijo con dureza esta última palabra, como si fuese una orden. El tono sorprendió a Juliana.

—Medida doce o catorce —le dijo a la vendedora de la tienda siguiente. La vendedora sonrió y los acompañó hasta las hileras de vestidos. ¿Qué otra cosa necesitaba? Lo mejor, se dijo Juliana, era tomar todo lo que podía, mientras podía. Miró alrededor: blusas, faldas, suéteres, pantalones, chaquetas. Sí, una chaqueta—. Joe —dijo—, necesito una chaqueta larga, pero no de tela natural.

Se decidieron al fin por una de fibra sintética que venía de Alemania; era más durable que la piel natural, y menos cara. Pero Juliana se sentía decepcionada. Para reanimarse un poco se puso a mirar las joyas; eran unas piezas horribles, fabricadas en serie, sin imaginación ni originalidad.

—Tengo que comprar alguna joya —le explicó Juliana a Joe—. Pendientes por lo menos. O un broche, que vaya bien con el vestido italiano. —Juliana arrastró a Joe por la acera hasta una tienda de joyas —Y tus ropas —recordó Juliana, con culpa, Tenemos que comprar para ti también.

Mientras ella miraba joyas, Joe entró en una peluquería á cortarse el pelo. Cuando reapareció media hora más tarde, Juliana lo miró boquiabierta; no sólo se había cortado el pelo lo más corto posible, además se lo había teñido. Juliana apenas lo reconocía; Joe era rubio ahora. Buen Dios, pensó Juliana, mirándolo, ¿por qué?

Encogiéndose de hombros, Joe dijo: —Estaba cansado de mi color. —No quiso decir más, y se negó a discutir el asunto; entraron en una tienda de ropa para hombre y se pusieron a mirar.

Compraron ante todo un traje bien cortado; la tela era una de las nuevas fibras sintéticas de Du Porit: dacron. Calcetines, ropa interior, y un par de zapatos estrechos y puntiagudos. ¿Qué otra cosa? pensó Juliana. Camisas y corbatas. Ella y el empleado eligieron dos camisas blancas con puños franceses, algunas corbatas hechas en Francia, y un par de gemelos de plata. Tardaron sólo cuarenta minutos en hacer todas las compras para Joe. Juliana estaba asombrada de lo fácil que había sido, comparándolo con el trabajo que le habían dado sus propias compras.

El traje de dacron necesitaba algún arreglo, pero Joe parecía inquieto otra vez y pagó enseguida la cuenta con las letras del Reichsbank que llevaba consigo. Otra cosa, recordó Juliana, una billetera. De modo que ella y el vendedor eligieron una billetera negra de cocodrilo, y al fin dejaron la tienda y volvieron al coche. Eran las cuatro y media y las compras —por lo menos en lo que se refería a Joe —habían terminado.

—¿No quieres que lo tomen un poco en la cintura? —le preguntó Juliana a Joe mientras entraban en el tránsito del centro de Denver—. Al traje…

—No. —La voz de Joe brusca a impersonal sobresaltó a Juliana.

—¿Qué pasa? ¿Compré demasiado? —Sí, se dijo Juliana, es eso, gasté mucho dinero —Puedo devolver algunas de las faldas.

—Comamos algo —dijo Joe.

—Oh Dios —exclamó Juliana—. Me olvidé. Camisones.

Joe la miró con furia.

—¿No quieres que me compre unos lindos piyamas? —dijo ella—. Me sentiré fresca y…

—No. —Joe meneó la cabeza. —Olvídalo. Busca un sitio para comer.

Juliana dijo, con voz tranquila: —Primero vamos a un hotel, nos cambiamos, y cenamos luego. —Y tenía que ser un buen hotel, pensó ella, o todo se acababa. Aun a esta altura de las cosas. Y preguntarían en el hotel cuál era el mejor restaurante de Denver, y el nombre de un club nocturno donde hubiera un espectáculo de esos que se ven una-vez-en-la-vida, no una celebridad local sino una figura famosa de veras como Eleanor Pérez o Willie Beck. Ella había visto los anuncios de las estrellas de la UFA que venían a Denver y no se contentaría con menos.

Mientras buscaban un buen hotel, Juliana miraba de reojo al hombre que tenía al lado. Con el pelo corto, y rubio, y las ropas nuevas, no parecía la misma persona. Se preguntó si a él le gustaba más de este modo. Era difícil decirlo, y cuando ella se hiciese arreglar el cabello los dos serían de alguna manera como personas diferentes. Creados de la nada, o, mejor, creados por el dinero. Pero ante todo tenía que peinarse.

Encontraron un hotel monumental en el centro de Denver con un portero uniformado que se ocupó de hacer estacionar el coche. Juliana se sintió satisfecha. Y un botones —en realidad un hombre mayor, pero que llevaba el uniforme de color castaño —vino enseguida y cargó con el equipaje y todos los paquetes, dejándolos sin nada que hacer, de modo que subieron las anchas escaleras alfombradas, bajo el palio, y cruzando las puertas de roble y cristal entraron en el vestíbulo.

Había tiendecitas a cada lado del vestíbulo, florerías, artículos para regalos, dulces y chocolates, una oficina de telégrafos, un mostrador para reservar pasajes de avión, un alboroto de huéspedes en el mostrador y al pie de los ascensores, las plantas en macetones, y la alfombra bajo los pies, blanda y suave. Juliana podía oler el hotel, la gente, la actividad. Avisos de neón indicaban el sitio del restaurante, el salón de té, el bar. Juliana no alcanzaba a verlo todo mientras cruzaban el vestíbulo hasta la mesa de entradas.

Había además una librería.

Mientras Joe firmaba el registro, Juliana se excusó y fue deprisa a la librería. Quería ver si tenían algún ejemplar de La langosta. Sí, había nada menos que toda una hilera, con un letrero donde se señalaba lo importante y popular que era el libro, y por supuesto estaba prohibido en los dominios alemanes. Una mujer de mediana edad, sonriente, con aire de abuela, atendió a Juliana. El libro costaba casi cuatro dólares, y a Juliana le pareció caro, pero abrió la cartera nueva y pagó con una letra del Reichsbank; luego corrió de vuelta a Joe.

Mostrando el camino con el equipaje, el botones los llevó al ascensor y luego al segundo piso, y a lo largo del pasillo, silencioso, tibio, y alfombrado. Abrió para ellos la puerta de la habitación, llevó todo dentro, y ajustó las cortinas y las luces. Joe le dio una propina y el botones partió, cerrando la puerta.

Todo estaba desplegándose exactamente como ella quería.

—¿Cuánto tiempo estaremos en Denver? —le preguntó a Joe que había empezado a abrir unos paquetes sobre la cama—. Antes de seguir a Cheyenne.

Joe no contestó; estaba mirando algo dentro de la valija.

—¿Un día, o dos? —preguntó Juliana mientras se sacaba el abrigo nuevo—. ¿Piensas que podríamos quedarnos tres días?

Alzando la cabeza, Joe contestó: —Nos vamos esta noche.

Al principio Juliana no entendió, y luego no pudo creerlo. Se quedó mirando a Joe y él le devolvió la mirada, con una expresión torva, casi amenazadora, la cara apretada, con una tensión que ella no le había visto nunca antes. Joe no se movía, parecía paralizado, las manos metidas en la ropa de la valija, inclinado hacia adelante.

—Después de la cena —concluyó.

Juliana no sabía qué decir.

—De modo que ponte ese vestido azul que costó tanto dinero —dijo Joe—. El que te gusta, el bueno de veras, ¿me entiendes? —Comenzó a desabrocharse la camisa —Mientras me afeitaré y tomaré una buena ducha caliente. —La voz de Joe tenía una cierta cualidad mecánica, como si estuviese hablando desde muy lejos por medio de algún aparato. Volviéndose fue hacia el cuarto de baño con pasos duros y como a sacudidas.

Juliana pudo decir al fin con mucho trabajo: —Ya es demasiado tarde para salir.

—No. Terminaremos de comer a las cinco y media, a las seis a lo sumo. Llegaremos a Cheyenne en dos horas, dos horas y media. Es decir a las ocho y media, a las nueve como máximo. Podemos telefonear desde aquí, avisándole a Abendsen que vamos, explicarle la situación. Eso lo impresionará, un llamado de larga distancia. Le diremos que vamos a la costa del Atlántico, que estamos en Denver sólo esta noche, pero que el libro nos entusiasma tanto que iremos en coche hasta Cheyenne, ida y vuelta, sólo para…

Juliana lo interrumpió:

—¿Para qué?

Las lágrimas le venían ahora a los ojos y descubrió que tenía los puños apretados, con los pulgares dentro, como cuando era niña; sintió que la mandíbula le temblaba y al fin habló con una voz que apenas alcanzaba a oírse. —No quiero ir y verlo esta noche. No voy contigo. No quiero ir, no, ni siquiera mañana. Sólo quiero ver los espectáculos de aquí, como me prometiste. —Y mientras hablaba sintió que aquel miedo reaparecía y se le instalaba de nuevo en el pecho, ese pánico ciego y peculiar que nunca se le había ido del todo, aun en los mejores momentos con Joe. Era un pánico que subía y al fin la dominaba; Juliana lo sentía como un temblor en la cara, un color encendido que Joe podía notar fácilmente.

—Iremos enseguida —dijo Joe —y luego a la vuelta… veremos lo que haya que ver aquí. —Hablaba en un tono tranquilo y sin embargo con aquella dureza de muerte, como si estuviese recitando.

—No —dijo Juliana.

—Ponte el vestido azul. —Joe anduvo un momento entre los paquetes hasta que al fin encontró la caja más grande. La desató con cuidado, sacó el vestido, lo depositó sobre la cama, sin prisa —¿De acuerdo? Darás el gran golpe. Escucha, vamos a comprar una buena botella de scotch, de las caras, y la llevaremos con nosotros. Aquel Vat 69.

Frank, pensó Juliana, ayúdame. Estoy en algo que no entiendo.

—Es mucho más lejos de lo que piensas —respondió—. Miré en el mapa. Llegaremos de veras tarde, como a las once o después de medianoche.

Joe dijo entonces: —Ponte ese vestido o te mataré. Cerrando los ojos, Juliana se echó a reír entre dientes. Mi entrenamiento, pensó, fue eficaz, al fin y al cabo. Veremos ahora. ¿Podría este hombre matarme, o no podría yo pellizcarle un nervio en la espalda y dejarlo tullido por el resto de su vida? Pero él había luchado en un tiempo con los comandos ingleses; ya había pasado por eso, hacía años.

—Sé que quizá podrías eliminarme —dijo Joe—, o quizá no.

—No eliminarte —dijo Juliana—. Dejarte incapacitado para siempre. Puedo hacerlo. Viví en la costa oriental y los japoneses me enseñaron, en Seattle. Vete a Cheyenne si quieres y déjame aquí. No trates de obligarme. Te tengo miedo y lo intentaré. —Se le quebró la voz. Intentaré lo peor para ti, si te acercas.

—Oh, vamos, ponte ese maldito vestido. ¿A qué viene todo esto? Tienes que estar loca hablando así de matarme y dejarme impedido, sólo porque quiero que subas al coche después de cenar y vayamos a ver al autor de ese libro que tu…

Llamaron a la puerta.

Joe caminó a grandes pasos y abrió. Un muchacho uniformado dijo en el corredor: —Servicio de valet, señor. Lo pidió usted en portería.

—Oh sí —dijo Joe yendo hacia la cama. Juntó las camisas que acababan de comprar y se las dio al botones—. ¿Pueden tenerlas listas en media hora?

—Sólo un poco de plancha en los pliegues —dijo el muchacho, examinando las camisas—. No necesitan limpieza. Sí, señor, seguro.

Joe cerraba la puerta cuando Juliana dijo: —¿Cómo sabes que hay que planchar las camisas blancas nuevas, antes de usarlas?

Joe no contestó; se encogió de hombros.

—Alguien me lo dijo alguna vez —continuó Juliana—. Como mujer tendría que saberlo. Cuando las sacas del celofán están todas arrugadas…

—Cuando yo era más joven me gustaba mucho salir y vestirme bien.

—¿Cómo sabías que había aquí servicio de valet? Yo no lo sabía. ¿Es cierto que te cortaste y teñiste el pelo? Pienso que siempre fuiste rubio y que estabas usando peluca. ¿No es así?

Joe se encogió otra vez de hombros.

—Tienes que ser un hombre de la SD —dijo Juliana—. Presentándote como un chofer de camiones. Nunca luchaste en África del Norte, claro que no. Te encomendaron que vinieras aquí y mataras a Abendsen, ¿no es cierto? Por supuesto que sí. Me parece que he sido una tonta.

Juliana se sentía ahora reseca, marchita. Al cabo de un rato, Joe dijo: —Claro que luché en África del Norte. Quizá no con la artillería de Pardi, pero sí con los brandenburgueses —continuó—. Wehrmacht Kommando. Infiltrados en las filas británicas. No entiendo qué diferencia hace, vimos mucha acción. Yo estaba en El Cairo; obtuve una medalla y me nombraron cabo.

—¿Esa lapicera fuente es un arma?

Joe no respondió.

—Una bomba —comprendió Juliana de pronto—. Una bomba trampa \que estalla cuando la tocas.

—No —dijo Joe—. Un transmisor y receptor de dos vatios. Así puedo mantenerme en contacto por si hay un cambio de planes, lo que no sería raro con la actual situación política de Berlín.

—Te pones en contacto con ellos justo antes de hacerlo. Para estar seguro.

Joe asintió.

—No eres italiano, eres alemán.

—Suizo.

—Mi marido es judío —dijo Juliana.

—No me interesa lo que es tu marido. Lo único que quiero es que te pongas ese vestido y que lo arregles para ir a cenar. Péinate de algún modo. Me gustaría que hubieses ido a la peluquería. Quizá el salón de belleza del hotel esté todavía abierto. Puedes ir mientras espero por mis camisas y tomo una ducha.

—¿Cómo vas a matarlo?

—Por favor, ponte ese vestido nuevo, Juliana —dijo Joe—. Llamaré abajo y preguntaré por el peluquero. —Fue hacia el teléfono.

—¿Por qué necesitas que, vaya contigo?

Marcando un número en el teléfono Joe, dijo: —Tenemos informes sobre Abendsen y parece que le atrae cierto tipo de muchacha morena, libidinosa. Un tipo específico del Mediterráneo o del Medio Oriente.

Mientras Joe le hablaba a la gente del hotel, Juliana se volvió y se echó sobre la cama, tapándose la cara con un brazo.

—Tienen una peinadora —dijo Joe mientras colgaba el teléfono—, y puede atenderte ahora mismo. Baja al salón, está en el entrepiso. —Joe extendió la mano, alcanzándole algo. Juliana abrió los ojos y vio que eran más letras del Reichsbank. —Para pagarle a la mujer.

—Déjame en paz, ¿quieres? —dijo Juliana.

Joe la miró con curiosidad y preocupación.

—Seattle es como hubiese sido San Francisco —dijo Juliana —si no se hubiera incendiado. Edificios de madera realmente viejos y algunos de ladrillos, y con lomas como San Francisco. Los japoneses de allí están desde mucho antes de la guerra. Tienen todo un barrio de casas y tiendas, muy antiguo; es un puerto. —Ese viejito japonés que me enseñó… Yo había ido allí con un tipo de la marina, y fue entonces cuando empecé a tomar esas lecciones. Minoru Ichoyasu; llevaba chaqueta y corbata; redondo como un yo —yo. Daba lecciones en el piso de arriba, en un edificio de oficinas japonés. Tenía en la puerta uno de esos letreros anticuados, de letras doradas, y una sala de espera, como un dentista, con números viejos dcl National Geographics.

Inclinándose sobre Juliana, Joe la tomó del brazo y la sentó, sosteniéndola con un brazo. —¿Qué te pasa? Pareces enferma. —La miró, estudiándole la cara.

—Me estoy muriendo, —dijo Juliana.

—No es más que una crisis de ansiedad. ¿No las tienes todo el día? Puedo traerte un sedante de la farmacia del hotel. ¿Qué te parece fenobarbital? Y no comemos nada desde las diez de la mañana. No te preocupes, te pondrás bien. Cuando lleguemos a casa de Abendsen no tendrás que hacer nada, sólo estar conmigo. Yo llevaré la conversación; tú muéstrate amable, con él y conmigo, no te separes de él y háblale para que se quede con nosotros y no se vaya. Estoy seguro de que cuando te vea con ese vestido italiano nos dejará entrar. Yo mismo te invitaría a entrar, si fuese él.

—Déjame ir al cuarto de baño —dijo Juliana—. Me siento enferma, por favor. —Trató de librarse de Joe. —Déjame ir, tengo náuseas.

Joe la dejó ir, y Juliana cruzó el dormitorio tambaleándose y se encerró en el baño.

Puedo hacerlo, se dijo, y encendió la luz. Cerró los ojos, enceguecida, y buscó en el botiquín: un paquete de hojas de afeitar, jabón, pasta de dientes. Abrió el paquetito nuevo de hojas; sí, eran de un solo filo; sacó una hoja nueva, aceitosa, negroazulada.

El agua corrió en la ducha. Juliana dio un paso adelante… Dios, estaba vestida, se había estropeado la ropa, le chorreaba el pelo. Horrorizada, trastabilló, cayó, sosteniéndose en alguna parte; tenía las medias empapadas… Se echó a llorar.

Joe la encontró de pie junto al lavabo. Juliana se había quitado las ropas arruinadas y estaba allí de pie, desnuda, apoyada en un brazo, descansando.

—Jesucristo —le dijo a Joe cuando se dio cuenta de que él estaba allí—, no sé qué hacer. Me estropeé el traje de lana. —Juliana señaló con una mano; Joe se volvió y vio el montón de ropas empapadas.

En un tono tranquilo, pero con una cara alterada, Joe dijo: —Bueno, no ibas a ponerte ése de todos modos. —Tomó una toalla blanca de mano y secó a Juliana, llevándola de vuelta a la habitación alfombrada y tibia. —Ponte la ropa interior, ponte algo. Haré que la peinadora venga aquí, no hay otro remedio. —Levantó otra vez el tubo del teléfono.

—¿Me conseguiste esas píldoras? —preguntó Juliana cuando Joe acabó de hablar.

—Me olvidé. Llamaré a la farmacia. No, espera, tengo algo. Nembutal o una cosa parecida. —Joe fue deprisa hasta la valija y buscó dentro.

Cuando volvió con dos cápsulas amarillas, Juliana le dijo: —¿Me destruirán? —Tomó las cápsulas con mano torpe.

—¿Qué? —dijo Joe, torciendo la cara.

Me pudrirán el bajo vientre, pensó Juliana. Me lo secarán para toda la vida.

—Quiero decir —explicó con cuidado—, ¿no impedirán que me concentre?

—No. Es un producto de la A.G. Chemie que me dieron allá. Las tomo cuando no puedo dormir, Te traeré un vaso de agua. —Joe corrió.

La hoja, pensó Juliana. Me la tragué. Ahora me hará pedazos el vientre. El castigo por haberme casado con un judío y complicarme la vida con un asesino de la Gestapo. Sintió que las lágrimas le venían otra vez a los ojos, hirviendo. El castigo de todos los crímenes.

—Vamos —dijo, poniéndose de pie—. La peinadora.

—¡No estás vestida! —Joe la sostuvo, la hizo sentar, y trató sin éxito de ponerle los calzones. —Tengo que hacer que te arreglen el pelo —dijo con una voz desesperada —¿Dónde está esa Hur, esa mujer?

Juliana habló, lenta y dolorosamente: —El pelo esconde manchas en la piel. Manchas que no se pueden guitar con un gancho. El gancho de Dios. Pelo, manchas, Hur. —Las píldoras que había tornado, probablemente ácido de trementina. Habrían tenido una reunión y decidieron que a ella le darían el solvente más corrosivo.

Joe estaba mirándola y palideció. Me lee los pensamientos, se dijo Juliana. Me lee la mente con la máquina, aunque no la encuentro.

—Esas píldoras —dijo—. Estoy confundida y aturdida.

—No te las tomaste —dijo Joe, señalando el puño de Juliana; las píldoras estaban todavía allí—. Estás mentalmente enferma —continuó Joe. Ahora parecía pesado, lento, como una masa inerte—, Estás muy enferma. No podemos ir.

—No, doctor —dijo Juliana—. Pronto estaré bien. —Trató de sonreír, y miró a Joe a la cara, como para ver si lo había conseguido.

—No puedo llevarte a la casa de Abendsen —dijo Joe—. No hoy por lo menos. Mañana. Quizá estarás mejor. Lo intentaremos mañana, tenemos que hacerlo.

—¿Puedo ir ahora al baño otra vez?

Joe asintió, temblándole la cara, oyéndola apenas. Juliana volvió al cuarto de baño y cerró de nuevo. Sacó otra hoja del botiquín, y la tomó en la mano derecha. Reapareció en el cuarto.

—Adiós —dijo..

Abría la puerta del corredor cuando Joe gritó y la tomó entre los brazos tratando de retenerla.

Un movimiento rápido. —Horrible —dijo Juliana—, violadores. Cómo no lo supe antes. —Listos para arrebatarle la cartera, bestias que acechaban en la noche. Ella podía manejárselas Bola. ¿Adónde había ido a parar el último? Se abofeteaba el cuello, bailaba alrededor. —Déjame pasar —dijo ella—. No me cierres el paso si no quieres que te dé una lección. Sólo para mujeres, sin embargo. —Levantando la mano con la hoja de afeitar, Juliana continuó abriendo la puerta. Joe estaba sentado en el piso, con las manos apretadas alrededor de la garganta. La posición quemadura de sol. —Adiós —dijo Juliana, y cerró la puerta, detrás de ella. El corredor era tibio y alfombrado.

Una mujer de delantal blanco, tarareando o cantando, venía empujando un carrito, la cabeza baja. Miraba al pasar los números en las puertas y llegó frente a Juliana. Alzó la cabeza, vio a Juliana, y se quedó mirándola, boquiabierta.

—Oh querida —dijo—, parece que está usted borracha de veras. Necesita bastante más que una peinadora. Métase en su cuarto y póngase unas ropas antes que la echen del hotel. Señor. —Abrió la puerta detrás de Juliana. —Que ese hombre de usted la ayude. Pediré abajo café caliente. Entre ahora, por favor. —La mujer empujó a Juliana dentro del cuarto, cerró de un portazo, y se alejó empujando el carrito.

La peinadora, comprendió Juliana. Se miró y vio que no tenía nada puesto.

—Joe —dijo—. No me dejarán. —Encontró la cama, la valija; la abrió y desparramó unas ropas. Ropa interior, una blusa, una falda… un par de zapatos bajos. —Hazme volver —dijo. Encontró un peine, se lo pasó rápidamente por el pelo, y luego se cepilló—. Qué experiencia. La mujer estaba justo afuera, a punto de llamar. —Se enderezó y buscó el espejo. —¿Mejor ahora? —Había un espejo en la puerta del ropero. Juliana se examinó, volviéndose, poniéndose de lado, de puntillas. —Estoy tan aturdida —dijo mirando alrededor—. Apenas sé lo que hago. Times que haberme dado algo, y sea lo que sea me ha enfermado todavía más en vez de ayudarme.

Todavía sentado en el piso, apretándose un lado del cuello, Joe dijo: —Escucha, eres muy hábil, me cortaste la aorta. La arteria del cuello. Riendo entre dientes, Juliana se llevó una mano a la boca. —Oh Dios, qué calamidad eres, confundes las palabras. La aorta está en el pecho. Quieres decir la carótida.

—Si me suelto el cuello —dijo Joe —me desangraré en dos minutos. Lo sabes muy bien. De modo que consígueme ayuda, un médico o una ambulancia. ¿Me entiendes? ¿Fue deliberado? Claro que sí. Muy bien, ¿llamas o buscas a alguien?

Después de pensarlo un rato Juliana dijo: —Fue deliberado.

—Bueno —dijo Joe—, pero ahora consígueme a alguien. Lo necesito.

—Vé tú mismo.

—No consigo cerrármela bien. —La sangre se le había deslizado entre los dedos, hasta la muñeca. Había un charco en la alfombra. —No me atrevo a moverme. Tengo que quedarme aquí. Juliana se puso la chaqueta nueva, cerró la cartera nueva de cuero hecha a mano, recogió la valija y todos los paquetes que pudo, asegurándose en particular de que llevaba la caja del vestido azul italiano. Mientras abría la puerta del pasillo se volvió a Joe. —Quizá pueda avisar en portería —dijo—. Abajo.

—Sí —dijo Joe.

—Muy bien —dijo Juliana—. Les avisaré… No me busques en mi casa de Canon City pues no volveré allí. Y tengo una buena parte de esas letras del Reichsbank, de modo que estoy bien, a pesar de todo. Adiós. Lo siento. —Juliana cerró la puerta y echó a correr por el pasillo cargando la valija y los paquetes. En el ascensor, un hombre de negocios de edad mediana y bien vestido y la mujer que lo acompañaba la ayudaron con los paquetes, y cuando llegaron al vestíbulo se los pasaron a un botones.

—Gracias —les dijo Juliana.

Luego que el botones llevó la valija y los paquetes a través del vestíbulo, hasta la entrada del hotel, Juliana encontró un empleado que le explicó cómo podía retirar el coche. Al rato estaba en el helado garaje de cemento debajo del hotel, esperando a que alguien le trajera el Studebaker. En el bolso había toda clase de cambio; le dio propina al hombre del garaje y subió por la rampa iluminada de amarillo y entró en la calle oscura con luces de autos y letreros de neón.

El portero uniformado del hotel la ayudó personalmente a cargar la valija y los paquetes en el baúl del coche, alentándola con una sonrisa tan constante y cordial que Juliana exageró la propina. Nadie trató de detenerla, y esto la asombró; ni siquiera habían levantado una ceja. Sabían sin duda que Joe pagaría, decidió, o quizá él ya había pagado al entrar.

Mientras esperaba junto con otros coches a que cambiaran las luces de una bocacalle, recordó que no había avisado en el hotel que Joe estaba sentado en el piso del cuarto, necesitando un médico. Todavía estaría allí esperando hasta el fin del mundo, o hasta que apareciese la mujer de la limpieza en algún momento de la mañana. Será mejor que vuelva, decidió Juliana, o que llame por teléfono. Buscaría una cabina.

Qué disparate, pensó mientras manejaba buscando un sitio para estacionar y llamar por teléfono. Nadie lo hubiese pensado una hora antes. Cuando habían entrado en el hotel, mientras hacían compras… Habían estado a punto de vestirse para cenar; casi habían llegado a ir a un club nocturno. Juliana descubrió que estaba llorando otra vez; las lágrimas le chorreaban por la nariz y le caían en la blusa, mientras manejaba. Qué error no haber consultado el oráculo, pensó; me hubiese prevenido de algún modo. ¿Por qué no lo había consultado? Hubiera podido hacerlo, en cualquier momento, en cualquier sitio a lo largo del viaje o aun antes de salir. Sintió de pronto que un gemido le nacía en la garganta y no pudo reprimirlo; era un ruido, un aullido que nunca se había oído antes; la horrorizaba, pero no podía acallarlo, aun apretando los dientes. Era un canto horrible, un quejido que le subía a la nariz.

Estacionó al fin y se quedó sentada en el auto, con el motor encendido, temblando, las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta. Cristo, se dijo a sí misma, agobiada, son cosas que ocurren a veces. Salió del coche y sacó la valija del baúl; en el asiento de atrás abrió la valija y buscó entre las ropas y zapatos hasta que encontró los dos volúmenes negros del oráculo. Allí, en el asiento de atrás, con el motor en marcha, se puso a tirar las monedas de los EEMR a la luz de un escaparate cercano. ¿Qué haré? preguntó. Dime qué hago, por favor.

Hexagrama Cuarenta y dos, Aumento, con líneas móviles en el segundo tercero, cuarto y sexto lugar, y que daban como segundo hexagrama el Cuarenta y tres, Irrupción, Recorrió el texto ansiosamente, atendiendo a los sucesivos niveles de significado, juntando y comprendiendo. Jesús, describía exactamente la situación; un milagro una vez más. Todo lo que había ocurrido, allí ante sus ojos, resumido, esquemático.


Es favorable tener una meta. Es favorable cruzar las grandes aguas.


Viajar, irse, hacer algo importante, no quedarse allí. Ahora las líneas. Los labios de Juliana se movieron, buscando…


Diez pares de tortugas no pueden oponérsele. La perseverancia firme trae buena fortuna. El rey se presenta ante el Señor.


Ahora un seis en la tercera. Juliana leyó sintiendo que la cabeza le daba vueltas.


Se enriquece por acontecimientos infortunados. No hay culpa si eres sincero y caminas por el medio y llevando el sello informal al príncipe.


El príncipe… era Abendsen. El sello, el ejemplar del libro. Acontecimientos infortunados; el oráculo sabía lo que le había ocurrido, ese horror con Joe o como se llamara. Seis en el cuarto lugar:


Si caminas por el medio e informas al príncipe, él se convencerá.


Tengo que ir allí, comprendió Juliana, aun si Joe me sigue. La última línea móvil, nueve arriba.


No aumenta a nadie. En verdad, alguien lo golpea. No tiene firmeza de corazón. Desgracia.


Oh Dios, pensó Juliana. Se refiere al asesino, la gente de la Gestapo. Me dice que Joe o alguien como él, algún otro, irá allá y matará a Abendsen. Rápido, volvió la página. Hexagrama Cuarenta y tres. El juicio:


Hay que proclamar la verdad resueltamente en la corte del rey. Hay que ser franco. Peligro. Es necesario informar a la propia ciudad. No es favorable llevar armas. Es favorable tener una meta.


De modo que de nada servía regresar al hotel y terminar con Joe; era inútil, pues enviarían a otros. De nuevo el oráculo decía, aún con más énfasis: Vé a Cheyenne y avisa a Abendsen, por más peligroso que sea. Tienes que decirle la verdad —

Juliana cerró el libro.

Sentándose otra vez al volante, se metió en la corriente del tránsito. Poco después había encontrado el camino de salida de la ciudad y entraba en la autobahn del norte, con el acelerador a fondo. El motor parecía palpitar de algún modo, sacudiendo el volante y el asiento y todo lo que había en el coche.

Gracias a Dios por el doctor Todt y sus autobahns, se dijo Juliana mientras se precipitaba en la oscuridad, viendo sólo las luces de sus propios faros y las líneas blancas sobre el asfalto.

A las diez de la noche y a causa de dificultades en un neumático, no había llegado todavía a Cheyenne, de modo que no le quedaba otra cosa que hacer que salir del camino y buscar algún sitio donde dormir.

Un letrero que indicaba una salida de la autobahn decía GREELEY OCHO KILÓMETROS. Iré a Cheyenne mañana a la mañana temprano, se dijo Juliana mientras conducía el coche por la calle principal de Greeley pocos minutos más tarde. Había por allí varios moteles con anuncios de habitaciones disponibles, de modo que ya tenía donde pasar la noche. Decidió que llamaría enseguida a Abendsen anunciándole que iba.

Estacionó y salió trabajosamente del coche, contenta de poder estirar las piernas. Todo el día en el camino, desde las ocho de la mañana. Calle abajo, no muy lejos, podía verse una cafetería nocturna. Fue hacia allí con las manos en los bolsillos de la chaqueta, y muy pronto se encontró encerrada en la intimidad de una cabina telefónica, pidiéndole a la operadora información sobre Cheyenne.

Gracias a Dios los Abendsen estaban en la guía. Juliana puso las monedas y la operadora llamó.

—Hola —dijo una voz de mujer, joven, vigorosa, agradable; una mujer que tiene aproximadamente mi edad, reflexionó Juliana.

—¿Señora Abendsen? —dijo —¿Podría hablar con el señor Abendsen?

—¿Quién habla, por favor?

—Leí el libro —dijo Juliana —y he viajado en auto todo el día desde Canon City en Colorado. Estoy en Greeley ahora. Pensé que llegaría ahí esta noche, pero no, de modo que quisiera saber si podría verlo mañana en algún momento.

Luego de una pausa la señora Abendsen dijo con una voz todavía amable: —Sí, es demasiado tarde ahora; nos acostamos temprano aquí. ¿Hay alguna… razón especial por la que quiera usted ver a mi marido? Está trabajando mucho últimamente.

—Quiero hablar con él —dijo Juliana, y le pareció que estaba hablando con una voz dura y gris; se quedó mirando la pared de la cabina, no sabiendo qué otra cosa decir. Le dolía el cuerpo, y tenía la boca reseca y con un gusto amargo. Más allá de la cabina alcanzaba a ver al hombre de la cafetería, sirviéndole batidos de leche a cuatro adolescentes. Tuvo ganas de estar allí, con ellos. Apenas prestaba atención a lo que decía la señora Abendsen. Necesitaba tomar algo frío, y quizá un sándwich de ensalada de pollo para acompañar la bebida.

—Hawthorne trabaja irregularmente —estaba diciendo la señora Abendsen con aquella voz alegre y vivaz—. Si se aparece usted mañana por aquí no puedo prometerle nada porque quizá él esté ocupado, pero si usted ya lo sabía antes de viajar…

—Si —interrumpió Juliana.

—Sé que le gustaría hablar con usted unos pocos minutos —continuó la señora Abendsen—. Pero por favor no se sienta decepcionada si no encontrara tiempo de hablar con usted o aun de verla.

—Leímos el libro y nos gustó —dijo Juliana—. Lo tengo conmigo.

—Ya veo —dijo la señora Abendsen cordialmente.

—Nos detuvimos en Denver y estuvimos de compras, de modo que perdimos mucho tiempo. —No, pensó Juliana, todo ha cambiado, todo es diferente ahora. Escuche —dijo—, el oráculo me aconsejó que viniera a Cheyenne.

—Oh Dios —dijo la señora Abendsen, como si supiese lo del oráculo, y no se tomara la situación en serio.

—Le leeré las líneas. —Juliana había llevado el libro a la cabina. Poniendo los volúmenes en el estante junco al teléfono, volvió trabajosamente las páginas. Sólo un segundo. —Encontró la página y le leyó a la señora Abendsen primero el juicio y luego las líneas. Cuando llegó al nueve en la última (la línea que hablaba de alguien que era golpeado y de desgracia) oyó que la señora Abegdsen exclamaba algo. —¿Perdón? —lijo Juliana, haciendo una pausa.

—Adelante —dijo la señora Abendsen. El tono de la mujer, pensó Juliana, parecía ahora más atento, un tono de alerta.

Luego que Juliana leyó el juicio del hexagrama Cuarenta y tres, con la advertencia de peligro, hubo un silencio. La señora Abendsen no dijo nada y Juliana no dijo nada.

—Bueno, trataremos de verla mañana entonces —dijo al fin la señora Abendsen—. ¿Me dice su nombre, por favor?

—Juliana Frink —dijo Juliana—. Muchas gracias, señora Abendsen.

La operadora estaba diciendo algo ahora a propósito del tiempo de la comunicación, y juliana colgó, recogió la cartera y los volúmenes del oráculo, dejó la cabina y se acercó al mostrador de la cafetería.

Luego de haber ordenado un sándwich y una coca, y mientras estaba sentada fumando y descansando, se dio cuenta en un arrebato de incrédulo horror que no le había dicho nada a la señora Abendsen del hombre de la Gestapo o la SD o lo que fuera, el llamado Joe Ginnadella que ella había dejado en un cuarto de hotel en Denver. Le costaba creerlo. Se le había olvidado. Se le había ido completamente de la cabeza. ¿Cómo era posible? Tenía que estar trastornada. Enferma, estúpida y trastornada.

Durante un momento revolvió el bolso tratando de encontrar cambio para otra llamada. No, decidió cuando ya iba a dejar el banquillo. No podía llamarlos de nuevo esa noche. Lo dejaría así. Era demasiado tarde, estaba cansada, y ellos quizá ya dormían.

Se comió el sándwich de ensalada de pollo, se bebió la coca, y fue luego en el auto hasta el motel más próximo. Alquiló un cuarto, y temblando se escurrió en la cama.

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