Capítulo 9 LOS CENTAUROS

En un solo impulso, todo el grupo salió al galope. Wolff azuzaba a su magnífico ruano, a pesar de que el animal no necesitaba de ello para expandir el corazón y dar a sus patas la máxima velocidad. Aunque la pradera pasaba velozmente a su lado, Wolff no dejaba de mirar hacia su derecha. La yegua blanca de Cuchillo Perverso aparecía de tanto en tanto, al trepar las pequeñas lomas de la llanura. El guía se encaminaba oblicuamente hacia los suyos. A cuatrocientos metros de distancia, cada vez más cerca, venía la horda de Medio-caballos. Sumaban unos ciento cincuenta, y tal vez más.

Kickaha arrimó a Wolff su potro, un animal dorado, de crines y cola platinadas.

— Cuando nos alcancen, manténte a mi lado. Estoy organizando una columna de a dos. Es una maniobra clásica que siempre da resultado. Permite que cada hombre cuide el flanco de su compañero.

Y se volvió para dar sus órdenes al resto. Wolff condujo su ruano hasta ubicarlo detrás de Patas de Carcayú y Duerme-de-pie. Detrás, Hocico de Oso Blanco y Manta Grande trataban de mantener una distancia uniforme con él. El resto del grupo estaba en desorden; Kickaha y Patas de Araña, uno de los consejeros, trataban de organizarlo.

Al fin formaron una columna de a dos en fondo. Kickaha se ubicó junto a Wolff, y gritó por sobre el ruido de cascos y el silbido del viento:

—¡Son más estúpidos que los puercoespines! ¡Querían lanzarse contra los centauros! ¡Pero los he hecho razonar!

Oso Borracho y Demasiadas Esposas, otros dos de los guías, corrían a su encuentro desde la izquierda. Kickaha les indicó por señas que se unieran a la retaguardia, pero ellos mantuvieron el ángulo recto y pasaron de largo por detrás de la columna.

—¡Los muy tontos pretenden rescatar a Cuchillo Perverso!

Los dos guías y Cuchillo Perverso se aproximaban a un punto de convergencia. Este último estaba sólo a unos cuatrocientos metros de los Hrowakas, seguido por los Medio-caballos a varios cientos de metros. Los enemigos se acercaban cada vez más, galopando a una velocidad que ningún caballo cargado podía igualar. Al acortarse la distancia, Wolff pudo apreciar ciertos detalles que le hicieron comprender mejor qué clase de seres eran.

Se trataba de verdaderos centauros, aunque no exactamente como los habían descrito los pintores de la Tierra. Eso era comprensible. El Señor, al darles forma en sus biolaboratorios, debió hacer ciertas concesiones a la realidad. El principal ajuste se debía a la necesidad de oxígeno. La gran parte animal del centauro necesitaba respirar, cosa que las representaciones convencionales habían olvidado. El aire era proporcionado, no sólo por el torso superior y humano, sino también por la parte interior y animal. Los pulmones relativamente pequeños de la parte superior no podrían satisfacer la necesidad de aire.

Por otra parte, el vientre del tronco humano habría bloqueado al resto todo alimento. O de lo contrario, en el caso de que ese pequeño vientre estuviera vinculado a los grandes órganos digestivos de la parte equina, restaba el problema de la dieta. Los dientes humanos se gastarían rápidamente por la abrasión del pasto.

Por lo tanto, aquellos seres híbridos que se acercaban tan amenazadores y a tal velocidad no coincidían exactamente con las criaturas míticas utilizadas como modelos. La boca y el cuello eran lo bastante grandes como para permitir la entrada de suficiente oxígeno. En reemplazo de los pulmones humanos había un órgano similar a un fuelle, que aspiraba el aire a través de una abertura en forma de garganta y la pasaba a los grandes pulmones del cuerpo hipoide. Éstos eran más grandes que los de un caballo, pues la parte vertical aumentaba la demanda de oxígeno. Se les había hecho lugar mediante la eliminación de los grandes órganos digestivos que corresponden a los herbívoros reemplazados por los de un carnívoro. El centauro se alimentaba de carne, incluida la de sus víctimas amerindias.

La parte equina era del tamaño de un caballito indio. Los pelajes, rojo, negro, blanco, palomino y pinto. El pelo de caballo cubría todo el cuerpo, con excepción del rostro; éste era mucho más grande que el de un hombre normal, de pómulos altos y nariz grande. Parecían una reproducción a escala ampliada de los indios que poblaban las praderas de la Tierra; Nariz Romana; Toro Sentado y Caballo Loco. Llevaban los rostros decorados con pinturas de guerra, y lucían sombreros emplumados, cascos de piel de búfalo o cuernos prominentes.

Sus armas eran las mismas que empleaban los Hrowakas, con excepción de una: la boleadora: consistía en dos piedras redondas, cada una sujeta al cabo de una tira de cuero crudo. En el preciso momento en que Wolff se preguntaba cómo actuar en el caso de que le arrojaran una, las vio en acción.

Cuchillo Perverso, Oso Borracho y Demasiadas Esposas corrían a la par, a sólo veinte metros de sus perseguidores. Oso Borracho, volviéndose, disparó una flecha. El proyectil se clavó en el órgano fuelle de un Medio-caballo, bajo el pecho humano. El Medio-caballo cayó y giró sobre sí mismo varias veces, hasta quedar inmóvil, el torso superior desviado en una forma tal con respecto al resto que sólo podía indicar una fractura de columna; esto, a pesar de que la articulación cartilaginosa entre ambas partes permitía una extrema flexibilidad al tronco.

Oso Borracho gritó, agitando su arco. Había derribado a la primera víctima, y su hazaña sería cantada por muchos años en la cámara del consejo de los Hrowakas.

«Si queda alguien vivo para contarla' —, pensó Wolff.

Varias boleadoras giraron en el aire, hasta que las piedras fueron apenas visibles, y cruzaron el aire como hélices escapadas de un aeroplano. Una de las piedras golpeó a Oso Borracho en el cuello, derribándolo de su caballo, y cortó por la mitad su canto de victoria. Otra boleadora se enroscó a la pata delantera de su corcel, y lo arrojó al suelo.

Wolff disparó una flecha, mientras varios de los Hrowakas lo hacían también. No pudo averiguar si había dado en el blanco, pues resultaba difícil tomar puntería desde un caballo al galope. De cualquier modo, cuatro flechas se clavaron, y cuatro Medio-caballos cayeron. Wolff sacó otra flecha de su aljaba, notando al mismo tiempo que Demasiadas Esposas y su caballo habían rodado por el suelo. Demasiadas Esposas tenía una flecha clavada en la espalda.

Cuchillo Perverso estaba ya vencido, pero los Medio-caballos, en vez de matarlo de inmediato, se dividieron en dos filas para rodearlo.

—¡No! — gritó Wolff —. ¡No dejéis que hagan eso!

Sin embargo, Cuchillo Perverso no había ganado tal nombre sin motivos. Si los Medio-caballos pensaban capturarlo con vida para someterlo a torturas, pagarían caro su error. Lanzó por el aire su largo cuchillo Tishquetmoac, que se clavó en el cuerpo equino del Medio-caballo más próximo. El centauro dio un salto mortal. Cuchillo Perverso desenvainó otra hoja y se lanzó sobre el centauro que acababa de lancear a su caballo.

Wolff alcanzó a verlo entre la confusión de cuerpos mezclados. Estaba montado sobre el lomo del centauro, que estuvo a punto 4e sucumbir bajo el impacto de su peso; logró recuperarse, empero, y lo sostuvo. Cuchillo Perverso hundió su puñal en la espalda humana. Centellearon los cascos; la cola del centauro se elevó en el aire, seguida por la grupa y las patas traseras.

Wolff lo dio entonces por muerto. No era así. Allí estaba, milagrosamente de pie, y, de pronto, sobre el lomo de otro centauro. En esa oportunidad sostuvo la hoja contra la garganta de su enemigo; parecía amenazarlo con cortarle la yugular si no lo llevaba lejos de los otros.

Pero una lanza, arrojada desde atrás, se hundió en la espalda de Cuchillo Perverso. Sin embargo, tuvo tiempo de llevar a cabo su amenaza: abrió limpiamente la garganta del Medio-caballo que montaba.

¡Lo he visto! — gritó Kickaha —. ¡Qué hombre, ese Cuchillo Perverso! ¡Después de lo que ha hecho, ni siquiera los Medio-caballos se atreverán a mutilar su cuerpo! Lo comerán, por supuesto, pero siempre honran al enemigo que les ha presentado una brava lucha.

Los KhingGatawriT se acercaron a la retaguardia de los Hrowakas, dividiéndose en dos bandos para atacarlos por ambos flancos. Kickaha explicó a Wolff que los Medio-caballos, en un principio, no se cerrarían sobre ellos. Siempre trataban de divertirse un rato a costa de sus enemigos, y concedían a sus jóvenes guerreros una oportunidad de mostrar su habilidad y su coraje.

Un Medio-caballo manchado en blanco y negro, que lucía una sola pluma de aguilucho en la vincha, se apartó del grupo principal, desde el flanco izquierdo. Hizo girar la boleadora en la mano derecha y se lanzó hacia Kickaha, con una lanza emplumada en la izquierda. Las piedras se convirtieron en un borrón y salieron disparadas de su mano. Iban dirigidas hacia abajo, hacia las patas delanteras del caballo enemigo.

Kickaha se inclinó hacia adelante y paró la boleadora con la punta de su lanza, con tanta sincronización que cortó el cuero crudo por el medio. Kickaha levantó la lanza y la boleadora giró una y otra vez, enroscándose en ella; la longitud del asta absorbió la mayor parte de su energía, pero aun así la lanza se inclinó hacia un lado, y Wolff tuvo que agacharse para evitar el golpe. Kickaha estuvo a punto de perder su lanza, pues la inercia de la boleadora la hizo resbalar en su mano. Empero, logró sostenerla y la agitó en el aire.

El Medio-caballo enseñó el puño, colérico, y se lanzó contra Kickaha, lanza en ristre. Un rugido de aclamación brotó de ambas columnas de centauros. Uno de los jefes se adelantó para detenerlo, y, tras una breve amonestación, lo envió a reunirse con el resto. Este jefe era un enorme ruano; lucía en el sombrero multitud de plumas, y varios galones negros pintados sobre las costillas equinas.

—¡León al Ataque! — gritó Kickaha en inglés —. ¡Me considera digno de su atención!

Agregó algo en el idioma del jefe y estalló en risa, pues su piel oscura se había oscurecido aún más. León al Ataque respondió con otros gritos y se adelantó para arreglar cuentas con quien lo insultaba. Apuntó con la lanza a Kickaha, quien respondió con la suya, y las astas se golpearon. Kickaha se quitó de inmediato el escudo de piel de mamut, paró con su lanza un nuevo ataque del centauro y lanzó el escudo a modo de disco. Así golpeó a León al Ataque en la pata delantera.

El centauro resbaló, cayó sobre las patas delanteras y resbaló por el pasto. Al tratar de levantarse descubrió que había perdido el uso de la pata herida. Un grito brotó de su bando; diez jefes corrieron hacia él con las lanzas en ristre. Se mantuvo valientemente erguido, y esperó la muerte con los brazos cruzados, como debe hacerlo un gran centauro una vez derrotado e inválido.

¡Haz correr la orden de que disminuyan la marcha! — dijo Kickaha —. Los caballos no pueden seguir mucho tiempo a este paso; ya están echando espuma. Tal vez podamos ganar un poco de tiempo si los Medio-caballos optan por entrenar un poco más a sus guerreros jóvenes. De lo contrario, bueno, será lo mismo.

— Es divertido — dijo Wolff —. Si no vencemos, al menos no nos habremos aburrido.

Kickaha se acercó lo bastante como para palmear a Wolff en el hombro.

—¡Eres de los míos! Me alegra haberte conocido. ¡Oh, oh! ¡Aquí viene un guerrero bisoño! ¡Pero va a atacar a Patas de Carcayú!

Patas de Carcayú, uno de los suegros de Kickaha, iba a la cabeza de una de las columnas, precisamente delante de Wolff. Insultó a gritos al Medio-caballo que atacaba haciendo girar la boleadora y arrojó su lanza. El Medio-caballo, al ver que el arma venia hacia él, soltó la boleadora antes de lo que había calculado. La lanza le atravesó el hombro; pero las piedras siguieron su rumbo y se enroscaron en torno a Patas de Carcayú, quien cayó inconsciente de su caballo.

Los caballos de Wolff y de Kickaha saltaron por sobre él. Kickaha se inclinó hacia la derecha y lo atravesó con su lanza.

— No tendrán el placer de torturarte, Patas de Carcayú — dijo Kickaha —. Y les has hecho pagar tu vida con una vida.

Siguieron varios combates individuales. Una y otra vez, un joven bisoño se separaba del grupo principal para desafiar a uno de los seres humanos. A veces ganaba el hombre; otras, el centauro. Al cabo de quince minutos de pesadilla, de los cuarenta Hrowakas quedaban sólo veintiocho. Wolff debió trenzarse con un gran guerrero armado con una maza llena de puntas de acero. Llevaba también un pequeño escudo redondo, con el que trató de repetir la treta de Kickaha. Pero no le dio resultado, pues Wolff rechazó el escudo con la punta de su lanza. Sin embargo, bajó la guardia por un momento, y el centauro aprovechó la ventaja. Se aproximó al galope, a tan corta distancia que Wolff no tuvo espacio para manejar su lanza.

La maza se elevó, y el sol arrancó reflejos a las puntas de acero. Aquella enorme cara pintada exhibió una sonrisa de triunfo. Wolff no tenía tiempo de esquivar el golpe; si trataba de aferrarse a la maza, sólo conseguiría aplastarse la mano. No lo pensó más; su reacción lo sorprendió tanto como al centauro. Inspirado tal vez por el ejemplo de Cuchillo Perverso, se lanzó de su caballo por debajo de la maza y aferró al Medio-caballo por el cuello. Su enemigo lanzó un grito de agonía. Ambos cayeron al suelo, aturdidos por el golpe.

Wolff se incorporó de un salto, confiando en que Kickaha hubiese sujetado su caballo para que él pudiera volver a montar. En efecto, Kickaha lo tenía sujeto, pero no mostraba intenciones de acercárselo. Tanto los Hrowakas como los Medio-caballos se habían detenido.

—¡Normas de guerra! — gritó Kickaha —. ¡El primero en apoderarse de la maza es el ganador!

Wolff y el centauro se lanzaron en busca de la maza, que estaba a unos diez metros de distancia. Pero quien corre en cuatro patas tiene mucha más velocidad que quien lo hace en dos. El centauro llegó a la maza con tres metros de ventaja. Sin disminuir la marcha, se inclinó y la alzó del suelo. Recién entonces bajó su velocidad y giró sobre las patas traseras.

Wolff no se detuvo. Se irguió junto al centauro en el preciso momento en que éste se alzaba sobre las patas traseras. Un casco intentó golpearlo, pero pasó apenas rozándolo. Se lanzó contra el tronco humano, obligándolo a retroceder con él, y ambos volvieron a caer.

A pesar del impacto, Wolff no soltó el cuello del centauro. El híbrido luchaba por ponerse de pie; había perdido la maza, y debería someter al hombre a pura fuerza. A su favor tenía su peso: pesaba unos trescientos cincuenta kilos más que él; su torso y sus brazos eran también mucho más poderosos.

Wolff se aferró con las piernas, sin ceder. De pronto, el Medio-caballo se encontró sin respiración. Trató de desenvainar su cuchillo, pero Wolff le retorció la muñeca con su mano libre. El centauro, con un grito de dolor, dejó caer el puñal.

Un rugido de sorpresa surgió de los Medio-caballos que contemplaban la lucha. Nunca hasta entonces habían visto tal poder en un hombre.

Wolff, forcejeando, obligó al guerrero a caer sobre las rodillas delanteras, y lo golpeó a la altura del fuelle con el puño izquierdo. El Medio-caballo jadeó con fuerza. Wolff lo soltó, tomó distancia y lanzó el puño derecho contra la mandíbula del centauro semiconsciente, echándole la cabeza hacia atrás. Antes de que recuperara la conciencia, le aplastó el cráneo con su propia maza.

Wolff volvió a montar, y las tres columnas avanzaron a medio galope. Por un rato no sufrieron nuevos ataques. Los Medio-caballos parecían deliberar; cualesquiera fuesen sus planes, un momento después perdieron la oportunidad de llevarlos a cabo.

Los jinetes treparon una ligera cuesta y descendieron hasta una amplia hondonada. Ésta era lo bastante profunda como para ocultar a los orgullosos leones que aguardaban allí. Aparentemente, una veintena de Felis Atrox habían matado un protocamello la noche anterior; hasta entonces habían estado demasiado soñolientos como para prestar atención al ruido de cascos, pero al ver aparecer a los intrusos entraron en acción, aumentada su furia por el deseo de proteger a los cachorros.

Wolff y Kickaha tuvieron suerte. Aunque grandes siluetas se movían a cada lado, ninguna los atacó. Pero Wolff se acercó a un macho lo bastante como para apreciar ciertos detalles dignos de temor. El felino tenía casi el tamaño de un caballo, y toda la majestad del león africano, aunque carecía de melena. Pasó junto a Wolff y se lanzó contra el primero de los centauros, quien cayó con un grito. Sus fauces apresaron la garganta del caído, y todo acabó. El macho, en vez de destrozar el cadáver, como era de esperar, saltó sobre otro Medio-caballo, a quien derribó con igual facilidad.

Todo fue un caos de gritos y rugidos, felinos y caballos, hombres y Medio-caballos. La batalla se fue al demonio; cada uno trató de mirar por sí.

Treinta segundos más tarde, Wolff, Kickaha y aquellos Hrowakas que habían escapado al ataque salían de la hondonada. No hizo falta azuzar a los caballos para que galoparan; por el contrario, era difícil contenerlos y evitar que se agotaran.

A buena distancia, los centauros que habían evadido el ataque salieron de la hondonada. En vez de lanzarse en persecución de los Hrowakas, se alejaron prudentemente de los leones e hicieron una pausa para evaluar sus pérdidas. En realidad, sólo habían muerto diez o doce de ellos, pero estaban aterrorizados.

—¡Es nuestra oportunidad! — gritó Kickaha —. ¡De cualquier modo, a menos que logremos llegar a los bosques antes de que nos alcancen, estaremos perdidos! No proseguirán con los combates individuales. ¡Se lanzarán en un ataque concentrado!

Los bosques parecían tan lejanos como antes. Wolff contempló a su caballo; era un magnífico animal, pero no parecía posible que cubriera aquel trecho; estaba empapado de sudor y respiraba pesadamente. Pero seguía andando, como una máquina de carne bien templada y de fuerte espíritu; seguiría hasta caer con el corazón reventado.

Los Medio-caballos se lanzaron a galope tendido y fueron acortando distancias. En pocos minutos estuvieron a tiro de flecha. Unos cuantos dardos volaron junto a los perseguidos, clavándose en el pasto. Desde ese momento, los centauros reservaron sus tiros, al comprobar que los arcos resultaban muy poco certeros, dada la velocidad a la que cabalgaban ellos y sus blancos.

De pronto, Kickaha soltó un grito de alegría.

—¡Adelante! — exclamó —. ¡Que el espíritu de AkjawDimis os ayude!

Wolff sólo comprendió al mirar en la dirección que él señalaba. Ante ellos, medio escondidos por el pasto alto, había cientos, miles de pequeños montículos de tierra, custodiados por una especie de vizcachas.

Al momento siguiente, los Hrowakas cruzaron la colonia, seguidos muy de cerca por los Medio-caballos. Se oyeron gritos y exclamaciones: caballos y centauros caían por tierra al introducir las patas en los agujeros. Las monturas y los Medio-caballos que habían rodado pateaban, gritando ante el dolor de las patas rotas. Aquellos centauros que formaban la segunda fila trataron de retroceder, y se encontraron con los que venían detrás. Un minuto después, la zona de las vizcacheras estaba rodeada por cuerpos caídos y patas al aire. Los Medio-caballos que formaban la retaguardia lograron detenerse, y allí permanecieron, contemplando a sus camaradas menos, afortunados. Finalmente avanzaron con cautela, mirando bien dónde apoyaban las patas, y degollaron a aquellos que tenían las patas o los brazos rotos.

Los Hrowakas, aunque conscientes de lo que ocurría a sus espaldas, no se detuvieron a mirar; siguieron adelante, aunque a paso reducido. Eran sólo diez caballos y doce hombres; Zumbido de Abeja y Hierba Crecida cabalgaban a la grupa de otros dos, cuyos caballos estaban sanos.

Kickaha los miró, meneando la cabeza. Wolff comprendió lo que pensaba: tendría que ordenar a Zumbido de Abeja y a Hierba Crecida que siguieran a pie. De otro modo, tanto ellos como los hombres que los habían recogido caerían inevitablemente en manos del enemigo. En ese momento, Kickaha exclamó:

—¡Al demonio! ¡No he de abandonarlos!

Retrocedió para hablar con ellos, y volvió junto a Wolff.

— Si ellos caen, caeremos todos. Pero tú, Bob, no tienes por qué permanecer con nosotros. Te debes a otra causa. No hay motivo para que te sacrifiques por nosotros y pierdas así a Criseya y al cuerno.

— Me quedo con vosotros — dijo Wolff.

— Esperaba poder llegar a los bosques, pero no será posible. Estaremos cerca, pero no podremos llegar. Cuando lleguemos a aquella colina grande, a un kilometro y medio de aquí, nos alcanzarán, y no habrá remedio. Los bosques están, sólo setecientos metros más allá.

El campo de vizcacheras quedó muy atrás. Los Hrowakas azuzaron a sus monturas, que salieron al galope. Un momento después, los centauros habían atravesado ya la zona peligrosa y tomaban velocidad. Los perseguidos treparon la colina y formaron un circulo en la cima.

Wolff señaló la ladera y un pequeño río que cruzaba la llanura. Estaba bordeado por bosques, pero no era eso lo que provocaba su conmoción. A la orilla del río, parcialmente ocultos por los árboles, se destacaban unos tepis blancos.

Kickaha los contempló largo rato.

— Los Tsenakwa — dijo finalmente —. Los enemigos mortales de los Osos. ¿Y quién no lo es?

— Allí vienen — observó Wolff —. Los centinelas deben haberles advertido.

Y apuntó hacia un grupo de jinetes desorganizados que salían del bosque; el sol hizo brillar los caballos blancos, los blancos escudos, las plumas níveas, y centelleó en las puntas de sus lanzas.

Uno de los Hrowakas, al verlos, irrumpió en un canto quejumbroso y agudo. Kickaha le gritó, y Wolff comprendió lo bastante como para entender que le ordenaba, guardar silencio. No era el momento propicio para cantos de muerte; aún debían deshacerse de los Medio-caballos y de los Tsenakwa.

— Iba a ordenar que hiciéramos aquí la última parada — dijo Kickaha —. Pero ahora no lo haré. Avanzaremos hacia los Tsenakwa, y nos desviaremos hacia los bosques, siguiendo la orilla del río. No sé si dará resultado; eso depende de que nuestros dos bandos enemigos decidan trabarse en lucha. Si uno se niega, el otro nos atrapará. Si no… ¡Vamos!

Entre gritos de guerra, talonearon a sus animales para lanzarse colina abajo, directamente hacia los Tsenakwa. Éstos usaban cruces gamadas negras, cosa que no sorprendió a Wolff. Aquel símbolo era muy antiguo y de gran difusión sobre la Tierra; la habían empleado los troyanos, los cretenses, los romanos, los celtas, los nórdicos, los hindúes budistas y brahmanes, los chinos y toda la Norteamérica precolombina. Tampoco le sorprendió comprobar que aquellos indios eran pelirrojos, pues Kickaha le había dicho que los Tsenakwa se teñían las trenzas.

Los nuevos atacantes, siempre en desorden, pero ya más unidos, levantaron sus lanzas y lanzaron un grito de ataque, onomatopeya del cuchillo del águila. Kickaha, a la vanguardia, mostró la mano en alto y la bajó de pronto. Su caballo viró hacia la izquierda, apartándose, y la columna de Osos lo siguió en una línea serpenteante.

Kickaha se había desviado a último momento, pero con un perfecto cálculo del tiempo. Los Medio-caballos y los Tsenakwa chocaron entre sí y se enredaron en una refriega, mientras los Hrowakas se alejaban. Éstos llegaron a los bosques y disminuyeron la marcha para esquivar árboles y matorrales. Finalmente, cruzaron el río. Aun en esos momentos, Kickaha se vio forzado a discutir con algunos de los bravos, quienes deseaban retroceder para saquear los tepis de los Tsenakwa mientras sus propietarios luchaban contra los Medio-caballos.

— Me parecería bien — dijo Wolff —, si sólo nos demoráramos lo suficiente como para apoderarnos de algunos caballos. Zumbido de Abeja y Hierba Crecida no pueden seguir cabalgando a la grupa.

Kickaha, encogiéndose de hombros, dio la orden. El saqueo llevó cinco minutos. Los Hrowakas volvieron a cruzar el río, y surgieron de entre los árboles para caer sobre los tepis con una gritería feroz. Las mujeres y los niños, entre alaridos de miedo, treparon a los árboles en busca de refugio. Algunos Hrowakas pretendían alzarse con algún botín, además de robar los caballos, pero Kickaha amenazó con matar al primero que sorprendiera apoderándose de cualquier objeto, salvo arcos y flechas. De cualquier modo, se inclinó desde el caballo para besar a una linda mujer, que se debatía.

— Di a tus hombres que te habría llevado con gusto al lecho, y jamás habrías vuelto a estar satisfecha con los debiluchos de tu tribu. ¡Pero tengo cosas más importantes que hacer!

Y soltó a la mujer, riendo; ella corrió a su refugio. Kickaha se detuvo el tiempo necesario para orinar en la gran marmita instalada en mitad del campamento, lo que constituía un insulto mortal, y dio a su batallón la orden de partida.

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