Capítulo 5 LA MONTAÑA

Empezó a trepar, y sólo una hora después se detuvo para mirar hacia abajo. El gran cuerpo blanco del pez-vela era sólo una pálida hebra, e Ipsewas parecía una motita negra sobre el dorso. Aunque sabía que el cebrila no podía verlo, agitó una mano en señal de despedida y continuó subiendo.

Después de trepar entre las rocas por otra hora, salió del fiordo y se encontró en una saliente ancha, que subía por la cara del acantilado. Allí brillaba nuevamente el sol. La montaña parecía tan alta como siempre, y el camino igualmente arduo. Pero tampoco era más difícil de lo que había sido basta allí, aunque eso no fuera motivo de regocijo. Le sangraban las manos y las rodillas; además, el ascenso lo había cansado. Al principio pensó en pasar allí la noche, pero después cambió de idea. Mientras hubiese luz, debía aprovecharla.

Volvió a preguntarse si Ipsewas estaría en lo cierto al pensar que los gworl habían tomado esa ruta. El cebrila sostenía que había otros pasos por la montaña, allí donde el mar la azotaba, pero que estaban muy lejos. Sin embargo, no había encontrado señales de que alguien hubiese pasado anteriormente por allí. Eso no significaba que hubiesen tomado otro sendero…, en caso de que pudiera darse ese nombre a un desgarramiento tan vertical.

Pocos minutos después llegó a uno de los varios árboles que crecían en la roca misma. Bajo sus ramas grises y torcidas, cubiertas de hojas variegadas en verde y castaño, había corazones de fruta y cocos partidos vacíos. Estaban frescos, y eso significaba que alguien había almorzado allí poco antes. Ese descubrimiento renovó sus tuerzas. Además, quedaba suficiente pulpa en las cáscaras como para calmar las punzadas de su estómago. Los restos de fruta sirvieron también para humedecerle un poco la boca reseca.


Trepó durante seis días, y por las noches descansó. En aquel precipicio perpendicular había vida: pequeños árboles y grandes arbustos crecían en las salientes, en las cuevas y en las grietas. Abundaban las aves de toda clase y muchos animales pequeños, que se alimentaban de moras y nueces o se comían entre ellos. Wolff mató algunas aves a pedradas y comió la carne cruda. También descubrió pedernal, con el que logró fabricar un cuchillo tosco, pero filoso. Fabricó también una espada corta, hecha de madera con un trozo de pedernal en la punta. Su cuerpo se tomó magro y duro; se le encallecieron las manos y los pies. Le creció la barba.

En la mañana del séptimo día, al mirar una saliente, calculó que se hallaba a tres mil seiscientos metros sobre el nivel del mar. Sin embargo, el aire no parecía más liviano ni más frío que en la base de la montaña. El mar, que debía tener unos trescientos kilómetros de ancho, parecía sólo un río Más allá estaba el borde del mundo, el jardín que había abandonado para buscar a Criseya y a los gworl. Era tan angosto como el bigote de un gato. Y más allá sólo existía el cielo verde.

En su octava jornada, al mediodía, encontró a una serpiente que devoraba el cadáver de un gworl. Tenía unos doce metros de longitud, y estaba cubierta de manchas negras en forma de diamante y sello de Salomón en color carmesí. A ambos lados del cuerpo le brotaban varios pares de pies, sin patas, pero sorprendentemente humanos. Las mandíbulas exhibían tres hileras de dientes similares a los del tiburón.

Wolff notó que tenía un cuchillo clavado en mitad del cuerpo, y de la herida manaba aún sangre fresca. Por lo tanto, atacó temerariamente. La serpiente siseó y empezó a retroceder. Wolff le quitó la espada de la herida sanguinolenta para clavarla en la zona blanca bajo la mandíbula. La hoja penetró a fondo; el violento sacudón de la serpiente hizo que Wolff soltara la empuñadura, pero la bestia cayó de costado, respirando dificultosamente, y al cabo murió.

Un grito y una sombra cayeron desde lo alto. Wolff conocía ese grito: era el mismo que escuchara mientras navegaba en el pez-vela. Se echó a un lado y cruzó la saliente. Al llegar a una grieta, se arrastró dentro de ella y se volvió para ver qué lo amenazaba. Era una de aquellas águilas enormes, de alas anchas, cuerpo verde, cabeza roja y pico amarillo. Se había lanzado sobre la serpiente, y ahora arrancaba grandes trozos con un pico tan agudo como los dientes del ofidio. Entre bocado y bocado, echaba miradas furibundas hacia Wolff, que trató de hacerse aun más pequeño dentro de la grieta.

Allí debió quedarse hasta que el ave hubo terminado de comer, cosa que no ocurrió hasta acabar el día. Durante la noche, el águila permaneció junto a los dos cadáveres con las alas plegadas junto al cuerpo y la cabeza gacha. Si estaba dormida, era buena oportunidad para escapar. Salió de la grieta, y los músculos entumecidos le arrancaron una mueca de dolor. En ese momento, el águila alzó la cabeza, desplegó a medias sus alas y lanzó un chillido en su dirección. Wolff retrocedió hacia la grieta.

Hacia mediodía, el águila seguía sin intenciones de marcharse. Comió muy poco; parecía luchar contra la somnolencia, y eructaba de tanto en tanto. El sol caía a plomo sobre ella y los dos cadáveres; los tres hedían por igual. Wolff comenzó a desesperar. El águila podía permanecer allí hasta que hubiese devorado hasta los huesos a la serpiente y al gworl. Para entonces, él se encontraría medio muerto de hambre y sed.

Volvió a salir de la grieta y recogió la espada, que había caído al desgarrar el pájaro la carne de alrededor. La meneó amenazador ante el águila, que le clavó una mirada furiosa, siseó y volvió a gritar. Wolff respondió con más gritos, y retrocedió lentamente. El ave avanzó con pasos cortos, balanceándose apenas. Wolff se detuvo, volvió a gritar y saltó hacia ella. La sorpresa la hizo retroceder con un chillido.

Él retomó su cauta retirada, y esa vez el águila no intentó seguirlo. Cuando la curva de la montaña ocultó de su vista al ave de presa, Wolff prosiguió el ascenso, asegurándose de tener un refugio cercano en todo momento por si ella volvía a atacarlo. Pero eso no ocurrió. Aparentemente, el águila pretendía sólo defender su alimento.

Al promediar la mañana siguiente, Wolff se encontró con otro gworl. Estaba sentado bajo un árbol pequeño, apoyado contra el tronco: tenía una pierna quebrada. Blandía su cuchillo ante diez o doce bestias rojizas, similares a puercos, pero con pezuñas parecidas a las de las cabras montañesas. Los animales iban y venían a su alrededor, gruñendo sordamente. De tanto en tanto uno se lanzaba a la carga, pero se detenía a poca distancia del cuchillo amenazador.

Wolff trepó a una roca y los atacó a pedradas. Un minuto después estaba arrepentido de haber atraído la atención hacia él. Las bestias trepaban por la roca como si tuviera escaleras, y sólo pudo contenerlas con rápidos movimientos de su espalda. La punta de pedernal les lastimaba un poco el grueso pellejo, pero sin herirlos de consideración. Caían chillando, sólo para volver a trepar hacia él, lanzándole dentelladas con sus colmillos de cerdo; una o dos veces estuvieron a punto de alcanzarle los pies. Tras mucho esfuerzo, llegó el momento en que los tuvo a todos en el suelo, fuera de la roca. Entonces dejó caer la espada, levantó una piedra del tamaño de una sandía y la arrojó sobre el lomo de un cerdo. La bestia, gritando, trató de arrastrarse sobre las patas delanteras, intactas, pero la piara se lanzó contra sus miembros paralizados y empezó a devorarlo. Cuando la bestia herida se volvió para defenderse, lo sujetaron por la garganta. En un momento estuvo muerto y destrozado.

Wolff levantó su espada, bajó por el lado opuesto de la roca y se dirigió hasta donde estaba el gworl, sin perder de vista a los cerdos; éstos levantaron apenas la cabeza, antes de volver al banquete.

El gworl lo recibió con un gruñido y preparó su cuchillo. Wolff se detuvo a bastante distancia, para tener tiempo de agacharse en caso de que se lo arrojara. Los ojos del gworl, hundidos bajo las almohadillas frontales de cartílago, parecían vidriosos; una astilla de hueso asomaba por la pierna destrozada, por debajo de la rodilla.

Wolff tuvo una reacción inesperada. Aunque pensaba matar salvajemente a cuanto gworl se le cruzara en el camino, sintió deseos de hablar con aquél. Llevaba muchos días, muchas noches de solitario ascenso; aún aquella detestable criatura le parecía una buena compañía.

—¿Puedo ayudarte de algún modo? — le preguntó en griego.

El gworl respondió con su lenguaje gutural, levantando el cuchillo. Wolff se aproximó, pero se hizo a un lado para dejar pasar el puñal, que pasó silbando junto a su cabeza. Lo recogió y volvió a acercarse, hablándole. El monstruo respondió con un graznido, pero con voz más débil. Wolff al inclinarse para repetir su pregunta, recibió en el rostro un grueso escupitajo.

Eso desató por completo su odio y su rencor. Clavó con furia el cuchillo en aquel ancho cuello. El gworl se sacudió violentamente un par de veces y quedó muerto. Wolff limpió el cuchillo en su pelaje oscuro y revisó la mochila de cuero sujeta al cinturón. Allí había carne y fruta secas, pan negro y duro y una cantimplora llena de fuerte licor. Wolff estaba demasiado hambriento como para preguntarse de dónde provenían esos alimentos. El pan resultó una sorpresa: era duro como piedra, pero, una vez ablandado con saliva, sabía como las galletitas de harina integral.

Wolff continuó trepando sin descanso. Pasaron días y noches sin que encontrara señales de los gworl. El aire era tan oxigenado y cálido como al nivel del mar, aunque, según sus cálculos, debía encontrarse ya a nueve mil metros de altura, cuanto menos. Allá abajo, el mar era sólo una angosta cinta plateada en torno a la cintura del mundo.

Aquella noche despertó al sentir el contacto de docenas de manecitas peludas. Trató de apartarías, pero eran muchas y fuertes. Le sujetaron con vigor, atándolo de pies y manos con una soga que parecía tejida con hierbas. Por fin lo levantaron a gran altura y lo llevaron hasta la explanada de piedra que se extendía ante la cueva en la cual había dormido. A la luz de la luna pudo ver varios seres bípedos, de unos setenta centímetros de altura, cubiertos de piel fina y gris, con un círculo blanco en torno al cuello; la cara era negra y achatada, similar a la de los murciélagos, con orejas enormes y puntiagudas.

Lo llevaron en silencio por la explanada, hasta otra grieta. Esta daba a una enorme cámara, de unos nueve metros de ancho y seis de altura. Los rayos de la luna, que se filtraban por una hendidura abierta en el techo, iluminaron algo que el olfato de Wolff había detectado anticipadamente: un montón de huesos sobre los que restaba algo de carne podrida. Lo depositaron cerca de los huesos, y se retiraron a una esquina de la cueva. Allí empezaron a discutir en una especie de gorjeo. Uno se aproximó a Wolff, lo miró por un instante y se dejó caer de rodillas junto a su garganta. Enseguida comenzó a roérsela con dientes diminutos, pero muy agudos. Los demás lo imitaron, y muy pronto sintió el mordisco de los pequeños dientecitos por todo el cuerpo.

Todo aquello ocurría en medio de un silencio mortal. También Wolff se debatía sin más ruido que el de su agitada respiración. El dolor de aquellos pequeños pinchazos pasó enseguida, como si le estuvieran volcando un suave anestésico en la corriente sanguínea.

Empezó a sentirse soñoliento. Contra su propia voluntad, dejó de luchar. Lo invadió un agradable aturdimiento. No valía la pena luchar por la vida; ¿por qué no morir placenteramente? Al menos, su muerte no sería inútil. Había cierta nobleza en brindar su carne para que aquellos pequeños seres pudieran llenarse el estómago, para estar alimentados y contentos por unos cuantos días.

De pronto, la caverna se iluminó. A través del cálido resplandor, vio que aquellas ratas bípedas se levantaban para correr hacia el otro extremo de la cueva, donde se apiñaron temerosas. La luz aumentó, hasta convertirse en una antorcha de pino. Tras ella surgió el rostro de un anciano, que se inclinó sobre Wolff. Tenía la barba larga y blanca, la boca hundida, nariz aguileña y frente prominente, con cejas hirsutas. Llevaba una sucia túnica blanca sobre el cuerpo sumido. En la venosa mano sostenía un bastón, cuya empuñadura era un zafiro del tamaño de un puño, tallado en forma de arpía.

Wolff trató de hablar, pero sólo consiguió murmurar palabras confusas, como sí despertara de un sueño anestésico. El viejo hizo una seña con el bastón, y varios de los bípedos se adelantaron, avanzando de costado, con los ojos temerosos fijos en él. Desataron a Wolff con rapidez. Logró ponerse en pie, pero estaba muy debilitado. El anciano, sosteniéndolo, lo condujo fuera de la caverna.

— Pronto te sentirás mejor — le dijo, en griego micénico —. El veneno actúa por poco tiempo.

—¿Quién eres? ¿Dónde me llevas?

— Fuera de este peligro — respondió el viejo.

Wolff estudió aquella enigmática contestación, mientras recuperaba el dominio de su mente y de su cuerpo. Para entonces, habían llegado ya a otra cueva. Pasaron por un conjunto de cámaras que los condujeron gradualmente hacia arriba. Tras recorrer unos cinco kilómetros, el anciano se detuvo ante una caverna cerrada por un gran portón de hierro. Entregó la antorcha a Wolff y abrió la puerta. Wolff, respondiendo á su ademán, entró en una enorme caverna iluminada con teas. Las puertas se cerraron detrás, con un ruido metálico, seguido por el chasquido de un candado.

Lo primero que le llamó la atención fue el olor asfixiante del interior. Después, las dos águilas verdes de cabeza roja, que le cerraron el camino. Una de ellas, con la voz de un papagayo gigantesco, le ordenó marchar hacia adelante. Así lo hizo, notando al mismo tiempo que aquellas ratitas con cara de murciélago le habían quitado el cuchillo. Tampoco le habría servido de mucho. La caverna estaba atestada de águilas, cada una de las cuales se inclinaba hacia él.

Contra una pared se alzaban dos jaulas construidas con finos barrotes de hierro. Una estaba ocupada por un grupo de seis gworl. En la otra había un joven alto y fornido, que vestía un taparrabos de piel de venado. Miró a Wolff con una ancha sonrisa, diciéndole:

—¡Lo conseguiste! ¡Y cómo has cambiado!

Sólo entonces le resultó familiar aquel pelo broncíneo, el largo labio superior, el rostro abultado y alegre. Reconoció en él al hombre que le arrojara el cuerno, desde la roca sitiada por los gworl, dándose el nombre de Kickaha.

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