Capítulo 10 PRISIONEROS

Tras dos semanas de cabalgata, se encontraron en el borde de los Árboles de Muchas Sombras. Allí, Kickaha se despidió largamente de los Hrowakas. Cada guerrero se acercó también a Wolff, para pronunciar un discurso de despedida, con las manos apoyadas sobre sus hombros. Lo consideraban como uno más; cuando regresara, debía instalarse entre ellos, tomar mujer y compartir sus guerras y sus cacerías. Le llamaron KwashingDa, el Fuerte; había guerreado lado a lado con ellos; había derrotado a un Medio-caballo, y se le daría un cachorro de oso para criar como si fuese propio; recibiría la bendición del Señor, y tendría muchos hijos varones e hijas mujeres, etcétera, etcétera.

Wolff, con gravedad, replicó que ser aceptado por el pueblo de los Osos era el mayor honor posible. Y lo decía sinceramente.

Muchos días después salieron de entre las Muchas Sombras. Una noche perdieron ambos caballos a manos de algún ser que dejaba huellas diez veces mayores que las del hombre, provistas de cuatro dedos. Wolff se sintió entristecido y colérico a la vez, pues había tomado un gran afecto a su animal; hubiese querido perseguir al WaGanassit para tomar venganza, pero Kickaha alzó las manos, horrorizado.

—¡Alégrate de que no te haya tomado a ti! — dijo.

— El WaGanassit está cubierto de escamas compuestas en un cincuenta por ciento por siliconas. Las flechas rebotan contra él. Olvídate de los caballos. Algún día podremos volver para cazarlo. Se los puede atrapar y asar en una hoguera, cosa que me gustaría mucho. Pero ahora debemos ser sensatos. Vamos.

Al salir de entre las Muchas Sombras, construyeron una canoa para descender por el ancho río, que atravesaba lagos y lagunas. En esa zona, el terreno era levemente montañoso; en muchos sitios se alzaban escarpados precipicios. Wolff recordó los vallecitos de Wisconsin.

— Es un país bellísimo, pero aquí viven los Chacopewachi y los Enwaddit.

Trece días después, durante los cuales se vieron a veces en la obligación de remar a toda velocidad para escapar a varias partidas de guerreros, abandonaron la canoa. Tras cruzar una ancha cordillera de montañas, casi siempre de noche, llegaron a un amplio lago. Volvieron a construir una canoa y a lanzarse a las aguas. Les tomó cinco días de remo llegar a la base del monolito, Abharhploonta. Y empezaron el lento ascenso, tan peligroso como el primero. Cuando llegaron a la meseta, habían acabado ya con su reserva de flechas y tenían varias heridas serias.

— Ya puedes comprender por qué es tan limitado el tránsito entre los distintos niveles — dijo Kickaha —. En primer lugar, el Señor lo ha prohibido. Pero eso no impide que los irreverentes y los aventureros, así como los comerciantes, lo intenten de tanto en tanto. Entre este borde y Drachelandia hay varios kilómetros de selva, y varias mesetas distribuidas aquí y allá. El río Guzirit está sólo a ciento cincuenta kilómetros. Iremos hasta allí y trataremos de conseguir pasaje en un barco.

Prepararon puntas de pedernal y dardos para fabricar flechas. Wolff mató un animal parecido al tapir. La carne era algo fétida, pero les llenó de energía el vientre. Después, Wolff quiso continuar, y la negativa de Kickaha le disgustó.

Kickaha, contemplando el cielo verde, dijo:

— Tenía la esperanza de que alguna de las águilas de Podarga nos encontrara y nos diera alguna noticia. Al fin y al cabo, no sabemos qué dirección han tomado los gworl. Deben ir hacia la montaña, pero pueden seguir dos caminos. Podrían cruzar toda la selva, cosa bastante riesgosa, o tomar un barco que baje por el Guzirit. Eso también ofrece sus peligros, especialmente para criaturas tan llamativas como los gworl. Y Criseya podría venderse en el mercado de esclavos a buen precio.

— No podemos pasarnos toda la vida esperando que aparezca un águila.

— No. Y no hará falta — señaló Kickaha.

Un relámpago amarillo apareció y volvió a desvanecerse; un momento después volvieron a verlo. El águila descendía a toda prisa, con las alas plegadas. A poco, dominó el descenso y aterrizó.

Se presentó bajo el nombre de Ftie, y dijo ser portadora de buenas nuevas. Había ubicado a los gworl y a la mujer, Criseya, sólo seiscientos kilómetros más adelante.

Los vio tomar pasaje en un barco mercante; viajaban por el Guzirit hacia la Tierra de los hombres de Armadura.

—¿Viste el cuerno? — preguntó Kickaha.

— No — respondió Ftie —. Deben haberlo ocultado en una de las bolsas que llevan. Robé a uno de los gworl la bolsa que llevaba, esperando que el cuerno estuviera allí. Pero sólo contenía basura, y estuve a punto de recibir un flechazo en el ala.

—¿Es que los gworl usan arco? — preguntó Wolff, sorprendido.

— No, fueron los marineros los que me dispararon.

Wolff preguntó por los cuervos; había muchos. Aparentemente, el Señor les había ordenado vigilar a los gworl.

— Eso no me gusta — dijo Kickaha —. Si nos descubren nos causarán graves problemas.

— No saben cómo sois — observó Ftie —. Escuché una de sus conversaciones, escondida, aunque me habría gustado salir a hacerlos pedazos. Pero tengo órdenes de mi señora que cumplir. Los gworl han tratado de darles una descripción de vuestras personas. Buscan a dos personas altas, una de cabellos negros, la otra de pelo cobrizo. Pero eso es todo cuanto saben, y hay muchos hombres que responden a esa descripción. De cualquier modo, los cuervos buscarán a dos hombres que sigan el rastro de los gworl.

— Me teñiré la barba — dijo Kickaha —, y nos vestiremos con ropas de Khamshem.

Ftie dijo que debía marcharse. Iba de regreso para contarle a Podarga lo que había averiguado; otra de sus hermanas quedaba detrás para vigilar a los gworl. Kickaha le dio las gracias y envió saludos a Podarga. Una vez que la gigantesca ave se hubo lanzado desde el borde del monolito, los hombres entraron a la selva.

— Camina suavemente y habla en voz baja — le advirtió Kickaha —. Aquí hay tigres; la selva está llena de ellos. También existe aquí el gran pájaro-hacha. Es un ave sin alas, tan enorme y tan fiero que hasta las mascotas de Podarga le huyen. Cierta vez presencié una lucha entre dos tigres y un pájaro-hacha: no pasó mucho rato sin que los tigres comprendieran que era mejor huir.

A pesar de esas palabras, vieron en la selva muy pocas formas de vida, con excepción de una gran variedad de pájaros multicolores, monos y ciertos escarabajos del tamaño de ratones. En cuanto a éstos, Kickaha dijo que eran venenosos, y desde ese momento Wolff tomó la precaución de revisar el sitio donde pensaba acostarse.

Antes de llegar a la próxima meta, Kickaha buscó una planta: la ghubharash. Le llevó medio día encontrar una mata; machacó sus fibras, las coció y extrajo de ellas un líquido negruzco, con el cual se tiñó el cabello, la barba y hasta la piel, de punta a punta.

— En cuanto a mis ojos verdes, diré que mi madre fue una esclava teutónica — dijo —. Toma. Tú también puedes usarla. No te vendrá mal oscurecerte un poco.

Así llegaron a una ciudad de piedra, semiderruida, en la que abundaban los ídolos rechonchos y de bocas anchas. Estaba habitada por gentes bajas y delgadas, de piel oscura, que vestían taparrabos negros y boinas de color castaño. Hombres y mujeres llevaban los cabellos largos y untados con la manteca que obtenían de la leche de ciertas cabras multicolores; éstas brincaban entre las ruinas, y se alimentaban de los pastos que crecían entre las grietas de las piedras. Aquel pueblo, los kaidushang, criaban cobras en pequeñas jaulas, y a veces las sacaban para mimarlas. Masticaban dhiz, planta que les ennegrecía los dientes, iluminándoles los ojos y dando cierta lentitud a sus movimientos.

Kickaha habló con los mayores en la lengua franca comercial del Lejano Oriente, el h'vaizhum. Así cambió una pierna de cierto animal parecido al hipopótamo, que él y Wolff habían matado, por ropas al estilo khamshem. Y vistieron los turbantes en rojo y verde, adornados con plumas de kigglibash; camisas blancas sin mangas, pantalones abolsados de color púrpura, fajas enroscadas varias veces en torno a la cintura y zapatillas negras de punta curvada.

Los ancianos, a pesar del sopor causado por el dhiz, eran muy avispados para comerciar. Kickaha debió entregarles un zafiro muy pequeño (una de las piedras que le obsequiara Podarga) a cambio de las cimitarras y sus vainas tachonadas de perlas.

— Ojalá venga pronto un barco — dijo Kickaha —. Ya saben que tengo piedras, y pueden tratar de degollarnos. Lo siento, Bob, pero tendremos que montar guardia durante la noche. También acostumbran enviar a sus serpientes para que les hagan el trabajo sucio.

Ese mismo día, el barco de un mercader extranjero apareció por el recodo del río. Al ver a aquellos dos hombres que agitaban grandes pañuelos desde el muelle podrido, el capitán ordenó echar el anda y arriar las velas.

En un pequeño bote, Wolff y Kickaha subieron al Kbrillquz. Este era un barco de doce metros de longitud, bajo hacia la mitad, pero de elevadas cubiertas en popa y en proa. Los marineros, en su mayoría, pertenecían a esa rama de los khamshem llamada shibacub. Kickaha había descrito a Wolff la estructura y la fonética de su lengua, que parecía algún idioma semita arcaico, modificado por la influencia de las lenguas aborígenes.

Arkhyurel, el capitán, los saludó cortésmente en la cubierta de popa; estaba sentado sobre una pila de edredones y de ricas alfombras, con las piernas cruzadas, y sorbía el vino espeso contenido en una taza diminuta.

Kickaha se presentó bajo el nombre de Ishnaqrubel, y narró una historia cuidadosamente preparada. Venia de la selva, donde había pasado varios años en compañía de su amigo, buscando la fabulosa ciudad perdida de Ziqooant; su compañero había hecho el voto de no volver a pronunciar palabra mientras no regresara junto a su esposa, allá en la lejana tierra de Shiashtu.

El capitán escuchaba, alzando sus cejas negras e hirsutas, acariciándose la barba oscura, que le llegaba hasta el vientre; les ofreció asiento, y una taza de vino de Akhashtum. Kickaha, con los ojos brillantes y una sonrisa feliz, prosiguió con su narración. Wolff, aun sin comprender una palabra, tenía la seguridad de que su amigo se iba entusiasmando con sus propias historias, prolongadas, llenas de aventuras y con toda clase de detalles. Era de esperar que no llegara demasiado lejos, despertando las sospechas del capitán.

Las horas pasaban, y el velero descendía por la corriente. Un marinero de ojos abolsados, vestido tan sólo con un taparrabos de color escarlata, tocaba suavemente la flauta en la cubierta de proa. Llegaron bandejas de oro y de plata con mono asado, pájaros guisados, un pan negro y duro y pastel de mermelada. Wolff sintió un fuerte sabor a especias en la carne, pero la comió.

El sol se acercaba a la montaña cuando el capitán se levantó para conducirlos hasta un pequeño altar, detrás del timón; había allí un ídolo de jade verde:

Tartartar. El capitán cantó una plegaria, la plegaria fundamental al Señor, y después se arrodilló ante el dios menor de su propina nación, para manifestarle sumisión. Un marinero salpicó un poco de incienso en el fuego diminuto que ardía en el regazo de Tartartar. Aquellos que practicaban la religión del capitán se unieron a sus plegarias mientras el humo se expandía por sobre el barco. Más tarde, los marineros de otras creencias cumplieron con sus distintos ritos.

Esa noche, Wolff y Kickaha durmieron, en la cubierta central, sobre un montón de pieles que el capitán les había proporcionado.

— Este Arkhyurel me preocupa — dijo Kickaha —. Le dije que no habíamos logrado localizar la ciudad de Ziqooant, pero que encontramos un pequeño tesoro escondido. Nada muy importante, pero lo suficiente como para vivir modestamente sin problemas cuando regresemos a Shiashtu. No me pidió que le mostrara las piedras, aunque le dije que le daría un rubí de gran tamaño en pago de nuestro pasaje. Estas gentes suelen tomarse tiempo para hacer negocios; cualquier prisa les parece un insulto. Pero la codicia podría sobrepasar al sentido de la hospitalidad y de la ética comercial, y podría ocurrírsele lograr un buen botín degollándonos y arrojándonos al río.

Se interrumpió por un momento. Desde las ramas que pendían sobre el agua llegaba el piar de muchas aves; de tanto en tanto, un gran saurio surgía a la vista en la orilla o en el mismo río.

— Si tiene malas intenciones, las llevará a cabo en los próximos mil quinientos kilómetros. Este tramo del río es muy solitario; más allá, las ciudades y los pueblos empiezan a menudear.

A la tarde siguiente, bajo un toldo instalado para mayor comodidad, Kickaha entregó al capitán un rubí enorme y muy bien tallado, que habría bastado para comprar el barco con toda su tripulación. Era de esperar que Arkhyurel se sintiera más que satisfecho; si así lo deseaba, podía retirarse del comercio. En seguida, Kickaha hizo aquello que habría preferido evitar, si no hubiese sido impostergable: mostró el resto de las piedras, diamantes, zafiros, rubíes, granates, topacios y ágatas. Arkhyurel, sonriendo, se lamió los labios y acarició las piedras durante tres horas. Finalmente se obligó a devolverlas.

Aquella noche, mientras estaban acostados en la cubierta, Kickaha extrajo un mapa que había pedido prestado al capitán. Indicó un gran recodo del río y dio unos golpecitos sobre un círculo marcado con los símbolos de la escritura khamshem.

— La ciudad de Khotsiqsh. Fue abandonada por la gente que la construyó, como la que vimos antes de embarcarnos; ahora la habita una tribu semisalvaje, los weezwart. Abandonaremos el barco sin decir nada la misma noche que anclemos allí y cruzaremos a pie la angosta lengua de tierra. Tal vez lleguemos a tiempo para interceptar el barco que lleva a los gworl. Y si no lo conseguimos, al menos nos adelantaremos mucho a éste. Tomaremos otro navío mercante. En caso de que no lo haya, alquilaremos uno a los weezwart.

Doce días después, el Khrillquz atracó junto a un muelle sólido, pero resquebrajado. Los weezwart se apiñaron sobre él, ofreciendo a gritos a los marineros jarras de dhiz y de laburnum, pájaros cantores en jaulas de madera, monos y cervatillos atados por el cuello, artículos encontrados en las ciudades ruinosas de la selva, bolsos hechos con la piel rugosa de los saurios de río y mantos de tigre y leopardo. Hasta tenían un pichón de pájaro hacha, por el cual el capitán pagaría un buen precio para venderlo después al bashishub, o rey, de los shibacub. Sin embargo, la principal mercancía la constituían las mujeres. Éstas, envueltas de pies a cabeza en túnicas baratas de algodón escarlata y verde, desfilaban por el muelle; de pronto abrían las túnicas y volvían a cerrarlas instantáneamente, gritando el precio de una noche de servicio ante los marineros hambrientos de sexo. Los hombres, vestidos sólo con turbantes blancos y un taparrabos con fantásticos adornos, permanecían a un lado, mascando dhiz, sin dejar de sonreír. Todos llevaban escopetas de un metro de longitud y cuchillos clavados en los nudos enmarañados de la cabeza.

Mientras el capitán y los weezwart traficaban, Kickaha y Wolff vagabundearon por las ciclópeas ruinas de la ciudad. De pronto, Wolff preguntó:

— Si tienes las joyas contigo, ¿por qué no tomamos un guía weezwart y nos marchamos ya mismo? ¿Para qué esperar a que baje el sol?

— Me gusta la idea, amigo — dijo Kickaha —. Está bien, vamos.

Wiwhin, un hombre alto y delgado, aceptó de buen grado el papel de guía cuando Kickaha le mostró un topacio. Ellos insistieron en que no debía avisarle a su esposa adónde iba, y le pidieron que los condujera directamente a la selva. El hombre conocía bien todos los caminos; tal como lo había prometido, en dos días estuvieron en la ciudad de Oirruqshak. Allí les pidió otra joya, diciendo que no revelaría a nadie el curso seguido por ellos a cambio de una bonificación.

— No te la prometí — dijo Kickaha —, pero me gusta el espíritu de iniciativa que demuestras, amigo. Aquí tienes otra. Pero si tratas de obtener una tercera, te matare.

Wiwhin sonrió, con una inclinación, y tomó el segundo topacio. Kickaha lo miró alejarse hacia la selva, diciendo:

— Tal vez habría sido mejor matarlo. Los weezwart no conocen siquiera la palabra honor.

Se dirigieron hacia las ruinas. Tras abrirse paso durante media hora entre los edificios derruidos de la ciudad y las montañas de tierra, se encontraron en la ribera. Allí se había reunido otra población, los Dholinz, cuyo idioma tenía las mismas raíces que el weezwart. Pero los hombres usaban largos bigotes caídos; las mujeres, por su parte, se pintaban de negro el labio superior y lucían argollas en la nariz. Con ellos había un grupo de mercaderes provenientes de Kamshem, la tierra de donde todas aquellas razas habían tomado su nombre. Junto al muelle no había barcos anclados. Al ver esto, Kickaha se volvió hacia las ruinas, pero era demasiado tarde. Los Khamshem lo habían visto, y lo llamaron.

— Será mejor hacerles frente — murmuró Kickaha a Wolff —. Si grito, ¡corre como si te llevaran los demonios! Estas gentes son mercaderes de esclavos.

Los Khamshem eran unos treinta, todos armados con cimitarras y dagas. Además, los acompañaban cerca de cincuenta soldados altos y de anchos hombros, de piel más clara que la de los khamshem, con tatuajes complicados en el rostro y los hombros. Según explicó Kickaha, eran los mercenarios sholkin, contratados a menudo por esa gente. Eran famosos espadachines, hombres de montaña, pastores de cabras; solían burlarse de las mujeres, diciendo que no servían sino para el trabajo de la casa, para cultivar los campos y para arar los hijos.

— No dejes que te atrapen vivo — fue la última advertencia de Kickaha.

Y se adelantó sonriendo, para saludar al jefe de los Khamshern. Éste era un hombre muy alto y musculoso, llamado Abiru. Habría sido buen mozo, de no tener la nariz demasiado grande y curva. Respondió a Kickaha con amabilidad, pero sus grandes ojos negros lo pesaron, como si estuvieran calculando cuántos kilos de carne vendible podía ofrecer.

Kickaha repitió la historia que había contado a Arkhyurel, pero la redujo en forma considerable, y no hizo mención a las joyas. Dijo que esperarían la llegada de algún barco mercante para llegar a Shiashtu. Y preguntó cómo estaba el gran Abiru.

(Para entonces, Wolff, ayudado por su facilidad para los idiomas, comprendía la lengua de los khamshem, al menos en su parte coloquial.)

Abiru replicó que, gracias al Señor y a Tartartar, su viaje de negocios había resultado muy provechoso. Además de los esclavos comunes, había capturado un grupo de extrañas criaturas, y también una mujer de extraordinaria belleza, sin precedentes al menos en ese nivel.

El corazón de Wolff aceleró su ritmo. ¿Sería posible?

Abiru preguntó si gustaba echar un vistazo a sus cautivos.

Kickaha, con un gesto de advertencia hacia Wolff, respondió que le gustaría mucho ver a esos seres extraños y a tan hermosa mujer. Abiru llamó al capitán de los mercenarios y le ordenó acudir con diez de sus hombres. Recién entonces percibió Wolff el peligro que Kickaha husmeara desde el principio, y supo que deberían correr, aunque parecía inútil. Los sholkin estaban habituados a abatir a los fugitivos con sus espadas. Pero deseaba desesperadamente volver a ver a Criseya. Puesto que Kickaha no hacía el menor movimiento, él decidió imitarlo. Ya que su compañero tenía mayor experiencia, debía saber mejor cómo actuar.

Abiru los condujo por una de las calles invadidas por la maleza, mientras hablaba con animación de las bellezas que ofrecía la ciudad capital de Khamshem; llegaron a un gran edificio escalonado donde cada uno de los niveles estaba adornado por una estatua, ya rota. Allí hizo alto, ante una entrada flanqueada por otros diez sholkin. Aun antes de entrar, Wolff supo que los gworl estaban allí, por el olor a fruta podrida que se imponía al de los cuerpos humanos sin lavar.

Dentro había una cámara enorme, fresca y penumbrosa. Contra la pared posterior, sentados en cuclillas sobre el polvo acumulado en el piso de piedra, había una fila de unos cien hombres y mujeres, y treinta gworl. Todos estaban ligados por largas cadenas de delgado hierro sujetas a los collares que les rodeaban el cuello.

Wolff buscó a Criseya. No estaba allí.

Abiru, en respuesta a la pregunta no formulada, dijo:

— La de los ojos de gato está aparte. Tiene una mujer que la sirve, y una guardia especial. Recibe toda la atención y el cuidado que merece una joya preciosa.

Wolff, sin poder contenerse, dijo:

— Me gustaría verla.

— Tienes un extraño acento — observó Abiru —. ¿No dijo tu compañero que eras también de la tierra de Shiashtu?

E hizo un ademán a los soldados, que se adelantaron con las espadas listas.

— No importa. Si ves a esa mujer, será desde la punta de esta cadena.

—¡Somos súbditos del rey de Khamshem — exclamó Kickaha, indignado —, y hombres libres! ¡No puedes hacernos esto! ¡Te costará la cabeza, después de ciertas torturas legales, por supuesto!

Abiru sonrió.

— No tengo intenciones de llevaros a Khamshem, amigo. Vamos hacia Teutonia, donde sacaré de vosotros un buen precio. Eres fuerte, aunque demasiado lenguaraz. De cualquier modo, podemos solucionarlo cortándote la lengua.

Les quitaron las cimitarras y la bolsa. Amenazados por las espadas, debieron ubicarse al final de la fila, inmediatamente detrás de los gworl, donde los aseguraron con collares de hierro. Abiru, al vaciar el contenido de la bolsa en el piso, lanzó un juramento al ver el montón de joyas.

— Por lo que veo, encontrasteis algo en las ciudades perdidas. ¡Qué suerte, para nosotros! Casi siento la tentación… pero no, no lo haré… de liberaros, en recompensa por haberme hecho rico.

—¡Qué gastado! — dijo Kickaha, en inglés —. Habla como los villanos de las malas películas. ¡Maldito sea! En cuanto tenga la oportunidad, le cortaré algo más que la lengua.

Abiru se marchó, feliz con sus riquezas. Wolff examinó la cadena sujeta al collar. Los eslabones eran pequeños, y quizá pudiera romperla si el metal no era de buena calidad. En la Tierra se había entretenido secretamente en abrir esa clase de cadenas. Pero no podría intentarlo hasta la caída de la noche.

Kickaha susurró a sus espaldas.

— Los gworl no nos han reconocido con este disfraz. Dejémoslo así.

—¿Y el cuerno? — dijo Wolff.

Kickaha trató de entablar conversación con los gworl, en un idioma teutónico de la Alemania primitiva. Abandonó el intento después de esquivar un escupitajo, pero se las compuso para hablar con alguno de los soldados sholkin y con los esclavos humanos, de quienes obtuvo mucha información.

Los gworl viajaban en el Qaqiirzhub, capitaneado por un rakbamen. Al llegar a esa ciudad, el capitán se había encontrado con Abiru, y lo invitó a tomar una taza de vino a bordo. Esa noche (la noche antes de que Wolff entrara a la ciudad) Abiru y sus hombres se apoderaron del barco. Durante la pelea fueron asesinados el capitán y varios de sus marineros. El resto de ellos había sido encadenado junto a los esclavos. El barco había sido enviado con tripulación, remontando uno de los afluentes, para venderlo a un pirata de río de quien Abiru había oído hablar.

En cuanto al cuerno, ninguno de los marineros del Qaqiírzhub sabía de él, y los soldados no dieron la menor información. Kickaha dijo a Wolff que Abiru, sin duda, se reservaría esa información. Debía haberlo reconocido, pues todo el mundo sabía del cuerno del Señor; era parte de la religión universal, descrita en varias literaturas sagradas.

Llegó la noche. Los soldados entraron con antorchas y comida para los esclavos. Después de la cena, dos sholkin permanecieron en la cámara, mientras otros, en número desconocido, montaban guardia en la puerta. Las instalaciones sanitarias eran deplorables, y el hedor se hizo más agudo. Por lo visto, Abiru no se preocupaba en observar el decoro impuesto por el Señor. Finalmente, alguno de los sholkin más religiosos debió protestar, pues varios dholiz entraron a limpiar. Echaron varios baldes de agua sobre cada esclavo, y dejaron otros cubos para beber. Los gworl aullaron al sentirse tocados por el agua, y siguieron maldiciendo por largo rato. Kickaha completó la información de Wolff al explicarle que los gworl, como los canguros y otros animales terráqueos de las zonas desérticas, no necesitaban beber agua. Por un proceso biológico similar al de los habitantes de zonas áridas, convertían la grasa en el óxido de hidrógeno indispensable.


Apareció la luna. Los esclavos se acostaron en el suelo o sea apoyaron contra la pared para dormir. Kickaha y Wolff fingieron hacer lo mismo. Cuando la luna fue visible a través de la puerta, Wolff dijo:

— Voy a tratar de romper las cadenas. Si no tengo tiempo para abrir las tuyas, tendremos que actuar como hermanos siameses.

— Vamos — respondió Kickaha.

Entre collar y collar había un metro y medio de cadena, aproximadamente. Wolff se aproximó cautelosamente al gworl vecino, a fin de tener bastante espacio. Kickaha se movió junto con él. La maniobra les demandó unos quince minutos, pues no deseaban que los dos centinelas se percataran del cambio. Al fin, Wolff, dándoles las espaldas, tomó la cadena con ambas manos. Tiró con fuerza y sintió la resistencia en sus manos. De aquel modo no podría hacerlo. Hacía falta un tirón rápido. Los eslabones se rompieron con ruido.

Los dos sholkin, que estaban hablando y riendo para mantenerse despiertos, se detuvieron. Wolff no se atrevió a volverse; esperó, mientras ellos discutían el origen de aquel ruido. Por lo visto, no se les ocurrió que podía ser provocado por una de las cadenas al abrirse. Por algunos momentos mantuvieron las antorchas en alto para inspeccionar el techo. Uno hizo una broma, el otro rió, y retomaron su charla.

—¿Quieres hacerlo de nuevo? — preguntó Kickaha.

— No me gusta la idea, pero de lo contrario estaremos en desventaja.

Tuvo que esperar un rato, pues el gworl vecino se había despertado ante el chasquido. Levantó la cabeza y murmuró algo en su áspero y chirriante idioma. Wolff sudaba profusamente. Si el gworl se sentaba o trataba de levantarse, la rotura quedaría descubierta.

Después de un minuto desesperante, el gworl volvió a acomodarse, y pronto estuvo roncando otra vez. Wolff se relajó un poco y esbozó una sonrisa: : aquello le había dado una idea.

— Acurrúcate contra mí, como si quisieras calentarte — dijo, suavemente.

—¿Estás bromeando? — susurró Kickaha —. Me siento como dentro de un horno. Pero está bien. Aquí voy.

Se escurrió lentamente hacia arriba hasta apoyar la cabeza contra las rodillas de Wolff.

— Cuando rompa la cadena, no te muevas — advirtió Wolff —. Tengo una idea para que los guardias se aproximen sin llamar la atención de los que están fuera.

— Espero que no cambien guardias justo cuando empezamos a operar — dijo Kickaha.

— Rézale al Señor — replicó Wolff —. Al de la Tierra.

— Él ayuda a los que se ayudan.

Wolff dio un tirón con todas sus fuerzas; los eslabones se rompieron ruidosamente. En esa oportunidad, los guardias dejaron de charlar, y el gworl se irguió súbitamente. Wolff le mordió enérgicamente el dedo gordo del pie. El monstruo no gritó, pero hizo ademán de levantarse. Uno de los guardias le ordenó permanecer sentado, y ambos se acercaron a él. El gworl no entendía ese idioma, pero sí el tono de voz y la espada que blandían en su dirección. Levantó el pie y comenzó a frotárselo, mientras maldecía a Wolff.

Creció el brillo de las antorchas, y los pies de los guardias se arrastraron sobre la piedra y el polvo. Wolff dijo:

—¡Ahora!

Él y Kickaha se levantaron simultáneamente y giraron para enfrentarse a los sorprendidos sholkin. Wolff vio a su alcance la empuñadura de una espada. Deslizó su mano a lo largo del arma, tomó la hoja por debajo del pomo y la lanzó hacia arriba. El guardia abrió la boca para gritar, pero el puño de la espada lo golpeó en la mandíbula.

Kickaha no había sido igualmente afortunado. El sholkin retrocedió y levantó la espada para arrojarla. Kickaha se lanzó hacia él, lo tomó por las piernas y lo hizo rodar; la espada se estrelló ruidosamente contra la pared.

El silencio ya no existía. Uno de los guardias empezó a gritar. El gworl levantó el arma que había caído a su lado y la arrojó. Se clavó hasta la empuñadura en la garganta del guardia.

Kickaha tiró de ella, despejó al muerto de su vaina y empuñó el cuchillo. El primer sholkin que entró lo recibió de lleno en el plexo solar. Los otros, al verlo caer, se retiraron. Wolff recuperó el cuchillo, lo envainó y dijo:

—¿Adónde vamos ahora?

Kickaha se apoderó del cuchillo del muerto, diciendo:

— Por esa puerta no. Hay demasiados.

Wolff señaló otra puerta en la pared trasera y echó a correr hacia allí. Por el camino levantó la antorcha arrojada por el guardia. Kickaha hizo otro tanto.

La puerta estaba parcialmente obstruida por tierra, y tuvieron que pasar arrastrándose sobre manos y rodillas. Al fin encontraron el lugar por donde había caído el polvo. La luna reveló una abertura entre las losas del techo.

— Deben conocer esta salida — dijo Wolff —. No han de ser tan descuidados. Será mejor que avancemos.

Apenas habían dado unos pasos cuando se vio, allá arriba, el brillo de las antorchas. Los dos se escurrieron hacia adelante a toda prisa; las voces de los sholkin se oyeron, excitadas, a través de la abertura. Un segundo después, una espada se clavó en la tierra, errando por muy poco a la pierna de Wolff.

— Ahora saben que hemos salido de la cámara principal, y vendrán a buscarnos — dijo Kickaha.

Siguieron avanzando por bifurcaciones que parecían conducir a la parte trasera. De pronto, el piso se hundió bajo los pies de Kickaha. Trató de lanzarse hacia adelante mientras caía la piedra sobre la que estaba de pie, pero no tuvo tiempo suficiente. Uno de los lados de la baldosa se levantó, y la otra, al hundirse, arrojó a Kickaha dentro de un agujero. Kickaha, con un grito, soltó la antorcha, que cayo con él.

Wolff se quedó mirando la baldosa inclinada y el vacío abierto bajo ella. Del agujero no provenía luz alguna; era de suponer que la antorcha se había apagado al caer, o que el pozo era tan hondo que el resplandor no llegaba a la superficie. Con un gemido de angustia, Wolff se arrastró hasta el borde, iluminando el vacío con su antorcha. El pozo medía al menos tres metros de ancho y quince de profundidad. Había sido cavado en la tierra, y en varias partes se habían derrumbado grandes trozos. El fondo era un montículo de polvo. Pero no había señas de Kickaha; ni siquiera una depresión que indicara dónde había caído.

Wolff lo llamó. Al mismo tiempo se oyeron los gritos de los sholkin, que se lanzaban por los corredores.

No hubo respuesta. Se inclinó dentro del pozo tanto como pudo, para examinar el fondo. Pero el resplandor de su antorcha no reveló otra cosa que el otro hachón, caído y apagado.

En el fondo había bordes oscuros, como si hubiese pozos abiertos a los costados, y Wolff dedujo que Kickaha había entrado en uno de ellos.

Las voces se oyeron desde más cerca, y el primer parpadeo de una antorcha asomó por el recodo que llevaba a ese salón. Tenía que seguir adelante. Se irguió cuanto pudo, lanzó su antorcha hacia el otro extremo de la habitación y saltó hacia adelante con toda la fuerza de sus piernas. Cayó en posición casi horizontal, golpeando el borde de tierra suave y húmeda, y avanzó arrastrándose sobre el vientre. Estaba a salvo, aunque las piernas le colgaban todavía en el vacío.

Levantó la antorcha, aún encendida, y prosiguió el trabajoso ascenso. Hacia el final del corredor halló otra ramificación; uno de los lados estaba completamente bloqueado por la tierra caída. El otro estaba obstruido en parte por una gran laja de piedra pulida, que formaba un ángulo de cuarenta y cinco grados con el suelo. A costa de varias despellejaduras en el cuello y en la espalda, logró deslizarse entre la tierra y la laja. Se encontró entonces en una enorme cámara, cuyo tamaño superaba al de aquélla en la cual estaban los esclavos.

Las piedras, al deslizarse, habían formado en el otro extremo una serie de toscas terrazas. Por allí trepó hacia un rincón del techo por donde entraba la luz de la luna. Era la única salida posible. Apagó la antorcha, para evitar que los sholkin, desde arriba, pudieran ver su resplandor a través del pequeño agujero. Se acurrucó por un rato en la angosta saliente que había bajo la cavidad, y escuchó con atención. Si habían visto la luz de su antorcha, lo atraparían en cuanto saliera del agujeró, y no tendría forma de defenderse. Al fin, puesto que los gritos se oían sólo a la distancia, salió por aquella única vía.

Estaba cerca del montículo de tierra que cubría la parte posterior del edificio. Allá abajo brillaban las antorchas. Abiru agitaba el puño ante 'un soldado, hablando a gritos.

Wolff contempló el montículo que tenía ante sí, imaginando las piedras y los huecos que ocultaría; recordó también el pozo por el cual Kickaha se había precipitado a la muerte.

Levantó la espada, murmurando:

¡Ave atque vale, Kickaha!

¡Ojalá hubiese podido cobrar más vidas (especialmente la de Abiru) a cambio de la de Kickaha! Pero debía mostrarse sensato. Debía pensar en Criseya y en el cuerno. Y se sintió débil y vacío, como si hubiese perdido parte del alma.

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