Capítulo II EL JARDÍN DEL EDÉN

Wolff, sentado en el césped, descansó hasta que pudo respirar con más facilidad. Habría sido irónico que tanta conmoción resultara demasiado para su viejo corazón. «Ingresó fallecido», I.F. Quienes lo recibieran (fueran quien fuesen) tendrían que enterrarlo con el siguiente epitafio: El terráqueo desconocido.

Entonces se sintió mejor; hasta logró reír por lo bajo mientras se ponía de pie. Echó una mirada a su alrededor, con cierto confiado coraje. La temperatura era bastante templada; alrededor de los treinta grados, por lo que podía calcular. El aire estaba saturado de perfumes extraños y muy agradables. Los reclamos de los pájaros (ojalá fueran sólo eso) lo circundaban por doquier. Desde algún sitio, a lo lejos, llegaba un gruñido sordo, pero no se asustó. Tenía la certeza, sin fundamentos racionales, de que era el estruendo de la marea, apagado por la distancia. La luna era enorme, dos veces y media mayor que la terrestre.

El cielo había perdido el verde brillante que luciera durante el día; con excepción del esplendor lunar, era tan negro como el cielo nocturno del mundo que acababa de dejar. Grandes estrellas vagaban por él, en movimientos veloces y hacia cualquier dirección; al contemplarlas se sintió mareado por la confusión y el temor. Una de ellas se precipitó hacia él, tomándose más y más grande, más y más brillante, hasta caer a unos pocos metros de distancia. La luz de su esplendor anaranjado le permitió ver cuatro grandes alas elípticas, varias patas suspendidas y, por un segundo, el contorno de una cabeza provista de antenas. Se trataba de alguna especie de luciérnaga, cuyas alas desplegadas medían al menos unos tres metros.

Wolff contempló el vuelo y las pulsaciones de aquellas constelaciones vivientes, hasta acostumbrarse a ellas. Dudó un momento sobre la dirección por tomar, hasta que lo decidió el tronar de la marea. Fuese a donde fuese, la costa sería un buen punto de partida.

Avanzó lenta y cautelosamente, deteniéndose con frecuencia para escuchar e inspeccionar las sombras.

A corta distancia se oyó un gruñido profundo. Se acostó en el pasto, bajo la sombra de un espeso arbusto, y trató de respirar sin ruido. Hubo un sonido áspero y se oyó el crujir de una ramita. Wolff levantó apenas la cabeza, lo bastante como para mirar el claro de luna que tenía delante. Un cuerpo grande caminaba a pocos metros, arrastrando los pies; era un ser bípedo, erguido, pero velludo y oscuro.

Se detuvo súbitamente, y el corazón de Wolff falló por un instante. Aquel ser movió la cabeza hacia delante y hacia atrás, revelando un perfil goriloide. Sin embargo, no se trataba de un gorila; al menos, según el concepto terrestre. La piel no era totalmente negra; presentaba anchas bandas negras, alternada con otras blancas, más angostas, que le cruzaban en zigzag el cuerpo y las patas. Los brazos eran mucho más cortos que los de su congénere terráqueo; las patas eran, no sólo más largas, sino también más rectas. Además, la frente, aunque sobresalida sobre los ojos, era bastante alta.

Emitió un balbuceo; no era el grito ni el gemido de un animal, sino una serie de sílabas claramente moduladas. El gorila no estaba solo. La luna verdosa reveló una porción de piel desnuda a su lado. Una mujer caminaba junto a la bestia, que la tenía abrazada por los hombros.

Wolff no logró verle la cara, pero aquellas piernas largas y esbeltas, aquella agradable forma del brazo, las nalgas redondeadas y el cabello largo y negro le hicieron preguntarse si sería igualmente hermosa de frente.

Hablaba con el gorila, con una voz que era como el sonido de campanas de plata. El gorila le respondió, y los dos salieron del sector iluminado por la luna verde, para entrar a la negrura de la selva.

Wolff, demasiado asustado, demoró en levantarse.

Al fin se puso de pie y avanzó por entre los matorrales, que no eran tan espesos como los de una selva terráquea. En realidad, los arbustos estaban bien separados. De no ser por el exotismo de aquel ambiente, no habría clasificado a esa flora como selvática. Se parecía más a un parque, sobre todo en el césped, con aspecto de recién cortado.

Unos pocos pasos más adelante, lo sorprendió el resoplido de un animal que pasó corriendo frente a él. Alcanzó a divisar una cornamenta rojiza, un hocico blanco, grandes ojos pálidos y un cuerpo moteado. El animal desapareció con tanta rapidez como había aparecido, pero pocos segundos después Wolff oyó pasos a su espalda. Al volverse vio al mismo ciervo, parado a algunos metros de distancia. El animal, al saberse visto, se adelantó poco a poco y hundió el hocico húmedo en la mano que se le ofrecía. Después, con una especie de ronroneo, trató de frotar el flanco contra Wolff, pero no hizo sino empujarlo, puesto que pesaba unos doscientos kilos. Wolff se recostó contra él, le acarició las grandes orejas ahuecadas, le rascó el hocico y palmeó suavemente sus costillas; el ciervo le dio varios lametazos, con una lengua larga y húmeda, levemente áspera, como la de los leones. Él confiaba en que pronto se cansaría de demostrarle su afecto, y así fue. Se alejó con un salto tan súbito como el que lo había traído.


Aquello lo hizo sentirse menos amenazado. Ningún animal podía mostrarse tan manso con un desconocido, si estaba acostumbrado a huir de cazadores o de otros animales carnívoros.

El fragor de la marea se hizo más audible. Diez minutos después se encontró al borde de la playa. Allí se arrodilló bajo una fronda ancha y alta, para examinar la escena a la luz de la luna. La playa era de arena blanca y muy fina, como pudo comprobar al hundir su mano en ella. Se prolongaba hacia ambos lados hasta donde alcanzaba la vista, y formaba una banda d# doscientos metros entre el bosque y el mar. A cierta distancia se veían fogatas, junto a las cuales brincaban las siluetas de hombres y mujeres. Sus gritos y sus risas, aunque apagados por la distancia, le confirmaron que se trataba de seres humanos.

Volvió a mirar a su alrededor. A trescientos metros de distancia, casi en el agua, divisó a dos seres cuyo aspecto le cortó la respiración.

Fue la forma de su cuerpo y no lo que hacían, lo que le causó tanta sorpresa. Desde la cintura hacia arriba, los dos eran tan humanos como él, pero allí donde debían arrancar las piernas, el cuerpo se les convertía en cola de pez.

No pudo contener su curiosidad. Tras ocultar el cuerno entre la hojarasca, se arrastró por el borde de la selva; cuando estuvo frente a la pareja se detuvo a observarla. Si pertenecían a la especie de las sirenas, no eran, por cierto, semí—peces. Las aletas caudales estaban colocadas en un plano horizontal, a diferencia de la de los peces. Y la cola no parecía estar cubierta por escamas.

Todo el cuerpo híbrido estaba cubierto por suave piel dorada.

Tosió, y ellos levantaron la vista. El macho gritó, la hembra soltó un alarido. De inmediato se irguieron sobre la punta de la cola y avanzaron hacia las olas, con movimientos tan veloces que Wolff no pudo distinguirlos sino como un borrón. La luna iluminó una cabeza oscura que asomaba un instante entre las olas, y una aleta erguida por sobre las aguas.

La marea rodaba, estrellándose contra las arenas blancas. La luna era enorme y verde. Una brisa marina le acarició el rostro sudoroso y siguió rumbo a la selva. Algunos gritos misteriosos se entretejieron a sus espaldas, en la oscuridad, mientras el ruido de la juerga humana subía desde la playa.

Permaneció largo rato enredado en sus pensamientos. Había notado algo familiar en el habla de las sirenas, y también en los balbuceos del cebrila (acababa de acuñar el término adecuado para denominar al gorila) y su compañera. Aunque no identificara una sola palabra, los sonidos y la entonación le recordaban vagamente algo. ¿Qué? Por cierto, nunca hasta entonces había oído aquel idioma. Tal vez era parecido a alguno de los lenguajes terrestres, y él lo habría escuchado en una grabación o en una película.

Una mano se cerró sobre su hombro; lo levantó en el aire y lo hizo girar. Se encontró frente al hocico gótico de un cebrila, que lo miraba con ojos cavernosos y le soltaba su aliento a alcohol. La bestia dijo algo; la mujer salió de entre los arbustos y se le aproximó lentamente. En cualquier otra oportunidad, Wolff habría quedado sin aliento ante su cuerpo magnifico y su hermoso rostro. Por desgracia, era otra cosa la que ahora dificultaba su respiración. El gigantesco simio podía arrojarlo al océano con la misma facilidad y rapidez empleada por las sirenas al zambullirse. Y su enorme mano podía cerrarse sobre él, estrujándole la carne, quebrándole los huesos.

La mujer dijo algunas palabras; el cebrila respondió. Y entonces Wolff logró comprender algunos vocablos. Aquel idioma se aproximaba al griego pre-homérico, al micénico.

Pudo haberles hablado inmediatamente, para asegurarles que era inofensivo y que no llevaba malas intenciones, pero no lo hizo. Por otra parte, estaba demasiado atónito para pensar con claridad; además, conocía muy poco el griego de ese periodo, aunque se pareciera al eólico jónico del bardo ciego.

Al fin logró balbucear unas pocas frases inapropiadas; de cualquier modo, no le importaba tanto el sentido de lo que decía como hacerles comprender que no iba a hacerles daño. El cebrila gruñó al oírlo; dirigió algunas palabras a la muchacha y dejó a Wolff sobre la arena. Éste suspiró con alivio, aunque el dolor del hombro le arrancó una mueca. La mano enorme de aquel monstruo era realmente poderosa; si no se tenía en cuenta su tamaño y la abundancia del vello su forma era casi humana.

La mujer le tiró de la camisa, con expresión de leve disgusto. Wolff descubriría más tarde que le causaba repulsión, puesto que nunca hasta entonces había visto a un gordo. Más aún, las ropas la intrigaban. Siguió tirándole de la camisa, y él optó por quitársela antes de que lo hiciera el cebrila a pedido de ella. La mujer miró la prenda con curiosidad, la olió, dijo «¡Ugh!», e hizo nuevos gestos.

Habría preferido no comprender, pues no tenía el menor interés en obedecerle, pero decidió que era mejor hacerlo. No había razones para desencantaría, o, peor aún, disgustar al cebrila.

Se quitó las ropas y aguardó nuevas órdenes. La mujer rió con ganas; el cebrila, entre ladridos, se golpeó un muslo con su mano enorme; las palmadas sonaron como hachazos en un tronco. Él y la mujer se abrazaron, riendo histéricamente, y se alejaron rumbo a la costa, tambaleándose a causa de las carcajadas.

Furioso, humillado, lleno de vergüenza, pero también contento de haber salido del trance sin sufrir daño, Wolff se puso otra vez los calzoncillos. Recogió su ropa interior, las medias y los zapatos y se volvió hacia la selva. Tras sacar el cuerno de su escondite, permaneció sentado allí por largo rato, preguntándose qué haría. Al fin se quedó dormido.

Despertó por la mañana, con los músculos doloridos, con hambre y sediento.

La playa estaba llena de vida. Además de las sirenas (machos y hembras) que había visto la noche anterior, había varias focas de gran tamaño, cuya piel era de un brillante color anaranjado; avanzaban y retrocedían pesadamente por la arena, persiguiendo las pelotas de ámbar que les arrojaban las sirenas. Un hombre con cuernos de carnero, piernas velludas y corta cola de cabra perseguía a una mujer muy parecida a la compañera del cebrila; pero ésta tenía cabello rubio. La mujer corrió hasta que él logró alcanzarla y la llevó alzada, riendo, hasta la arena. Lo que allí ocurrió demostraba que esos seres eran tan inocentes, tan desprovistos de la noción de pecado y de inhibiciones como debieron serlo Adán y Eva.

Aquello era más que interesante, pero se le despertaron urgencias mucho más inmediatas al ver que una sirenita comía en la playa. Tenía una gran fruta amarilla y ovalada en una mano, y en la otra una hemisfera similar a un coco. La compañera del enastado, agachada junto a una hoguera, a pocos metros de distancia, asaba un pescado en la punta de una varilla. El olor le hizo agua la boca, y su estómago retumbó.

En primer término necesitaba beber. Puesto que la única agua a la vista era la del océano, cruzó la playa hacía el oleaje.

Su aparición causó la impresión que él esperaba: sorpresa, retiro, cierta aprensión. Para mirarlo, todos interrumpieron sus actividades, por muy absorbentes que fueran. Cuando se aproximó a algunos de ellos, lo saludaron con los ojos dilatados y la boca abierta, y se apartaron un poco. Algunos de los machos permanecieron donde estaban, como si esperaran que él dijera «¡buuu!» para escapar. Él, por su parte, no tenía interés en desafiarlos; el más pequeño era lo bastante musculoso como para sobrepasar la fuerza de su cuerpo viejo y fatigado.

Se metió basta la cintura en el oleaje y probó el agua. Había visto que los otros la bebían, y esperaba que fuera pasable. La encontró pura y fresca; tenía un regusto que nunca había sentido hasta entonces. Tras beber hasta el hartazgo, tuvo la sensación de haber recibido una transfusión de sangre joven. Emergió del océano y volvió a cruzar la playa hacia la jungla. Los otros habían vuelto a sus entretenimientos y a la comida; lo contemplaron de frente, más audaces, pero nadie le dijo nada. Les respondió con una sonrisa, pero eso pareció sorprenderlos. Ya en la selva, buscó las frutas y los cocos que había visto comer a la sirena. La fruta amarilla sabia a pastel de duraznos, y la pulpa del seudococo recordaba el gusto de un bife muy tierno, mezclado con trozos de nuez.

Después se sintió satisfecho, con una sola excepción: extrañaba su pipa. Pero en aquel paraíso no parecía existir el tabaco.


En los días siguientes recorrió la selva y se entretuvo en la playa o en el mar. Para entonces, la gente de la playa se había acostumbrado a su presencia, y hasta comenzaba a reír cuando él hacia sus apariciones matutinas. Un día, varios de aquellos seres saltaron sobre él para quitarle las ropas, riendo estruendosamente. Corrió detrás de una mujer que se llevaba sus calzoncillos, pero ella se internó en la selva; cuando reapareció, traía las manos vacías. A esa altura, Wolff podía hablar lo bastante como para hacerse comprender con frases trabajosas. Durante sus años de estudio y de enseñanza había adquirido un vocabulario griego muy amplio; sólo le fue necesario aprender la entonación y ciertas palabras que no figuraban en su Autehnreith.

—¿Por qué hiciste eso? — preguntó a la hermosa ninfa de ojos negros.

— Quería saber qué ocultabas bajo esos sucios harapos. Desnudo eres feo, pero con ellos lo eres aún más.

—¿Obsceno? — sugirió él, pero la ninfa no comprendió esa palabra.

Wolff, encogiéndose de hombros, recordó aquello de «Cuando en Roma…». Aunque eso se parecía más al Jardín del Edén. La temperatura era agradable de día y de noche; variaba apenas unos cuatro grados. No había dificultades en obtener gran variedad de alimentos, no hacia falta trabajar, no existían los alquileres, ni la política, ni tensión alguna, con excepción de la urgencia sexual, fácilmente satisfecha; no había animosidad entre las razas ni entre las naciones. Y todo era gratuito. ¿O no? El principio básico del universo terráqueo decía que nadie puede obtener algo por nada. ¿Sería igual allí? Alguien debía hacerse cargo de las cuentas.

Por las noches dormía sobre un montón de pasto, dentro del hueco de un gran árbol. Éste era sólo uno entre muchos miles de huecos semejantes, ya que cierto tipo de árboles ofrecía ese alojamiento natural. Sin embargo, Wolff no se demoraba en la cama por las mañanas. Durante varios días se levantó antes del alba, para ver llegar al sol. En realidad, «llegar» resulta un término más correcto que «salir»; el sol, por cierto, no salía. Del otro lado del mar había una enorme elevación montañosa, tan alta que no se podía distinguir la cima. El sol surgía por un lado de la montaña, a cierta altura por sobre el horizonte. Seguía su marcha en línea recta, cruzando el cielo verde, y desaparecía otra vez al tocar el otro lado de la montaña.

Una hora después aparecía la luna; también ella surgía desde atrás de la montaña, recorría el cielo, siempre a la misma altura, y volvía a ocultarse detrás de la elevación. Todas las noches llovía intensamente durante una hora. En esos momentos, Wolff solía despertarse, pues el aire se volvía más fresco; se hundía entonces entre la hojarasca, estremecido, y trataba de retomar el sueño.

Con cada noche se le hizo más difícil volver a dormirse. Pensaba en su propio mundo, en sus amigos, en su trabajo; pensaba en las diversiones que había disfrutado allí…, y en su mujer. ¿Qué estaría haciendo Brenda? Lamentándose por él, sin duda. Por amarga, antipática y quejosa que se hubiese mostrado con frecuencia, lo amaba, y su desaparición seria una sorpresa y una perdida. Sin embargo, no le faltarían recursos; siempre había insistido en tomar más seguros de los que él podía costear, y ése había sido tema para frecuentes disputas. Pero Wolff no tardó en recordar que pasaría mucho tiempo antes de que pudiera cobrar los seguros, ya que no había pruebas de que él hubiese muerto. Ella podría vivir de la pensión social hasta que se lo declarara legalmente muerto. Eso representaría una drástica disminución en el modo de vivir, pero le alcanzaría para mantenerse.

Por cierto, Wolff no tenía intenciones de regresar. Estaba recobrando su juventud. Aunque comía en abundancia, iba perdiendo peso, y sus músculos ganaban fuerza y resistencia. Sentía las piernas elásticas, y un espíritu alegre que había perdido en algún momento, apenas pasados los veinte años. En la séptima mañana descubrió, al frotarse el cráneo, que estaba cubierto de cortos cabellos. En la décima despertó con dolor de encías; se frotó la carne hinchada, preguntándose si estaría por caer enfermo. Había olvidado ya que podían existir las enfermedades, pues se sentía hasta entonces extraordinariamente bien, y nunca había visto enfermos entre la gente de la playa, como él los llamaba.

Las encías siguieron molestándole durante una semana; acabó por beber el licor que se producía, por fermentación natural, en el interior de la nuez de ponche. Esta fruta crecía en grandes racimos, en lo alto de un árbol esbelto, de ramas cortas y frágiles color de malva, con hojas amarillas semejantes a las del tabaco. Cuando se cortaba la cáscara correosa con una piedra afilada, la fruta exhalaba un olor a ponche de frutas. En cuanto al sabor, era como ginebra con agua tónica, con una medida de licor amargo de cerezas; era fuerte como el tequila, y logró calmarle el dolor de encías, además del malhumor que éste le había provocado.

Nueve días después de que apareciera esa molestia, asomaron diez diminutos dientes blancos y duros. Además, las obturaciones de oro que tenía en las muelas fueron expulsadas por un crecimiento de marfil natural. Y una espesa cabellera cubrió su cráneo, antes desnudo.

Eso no fue todo. La grasa se había consumido con el ejercicio de la natación, la carrera y el escalamiento. Las venas prominentes de la vejez se hundieron en una carne suave y firme. Podía correr largos tramos sin perder el aliento ni forzar el corazón. Todo esto le causaba un deleite no exento de sorpresa; ¿por qué y cómo había ocurrido?

Cuando interrogó a algunos miembros entre el gentío de la playa con respecto a su juventud universal, sólo obtuvo una respuesta: «Es la voluntad del Señor».

Al principio creyó que se referían al Creador, y eso le resultó extraño. Por lo que podía ver, no tenían religión alguna. Al menos, no llevaban a cabo reuniones, rituales ni sacramentos.

—¿Quién es el Señor? — preguntó, pensando que tal vez había traducido mal la palabra wanaks, y que ésta tenía un significado ligeramente distinto del que le otorgaba Homero.

Ipsewas, el cebrila, que era el más inteligente de cuantos había conocido allí, le respondió:

— Vive en la punta del mundo, más allá de Okeanos.

Y al decir así, señaló, por sobre el mar, la elevación que se alzaba al otro lado.

— El Señor vive en un palacio hermoso e inviolable, en la cima del mundo. Es él quien creó este mundo y quien nos hizo a nosotros. Solía bajar con frecuencia a entretenerse con nosotros. Hacemos lo que el Señor nos dice, y jugamos con él, pero siempre tenemos miedo. Si se enoja, si algo le disgusta, puede matarnos. O algo peor.

Wolff asintió, con una sonrisa. Por lo visto, Ipsewas y los otros no tenían, con respecto a los orígenes y al funcionamiento de su mundo, una idea más racional que su propio pueblo. Pero la multitud de la playa llevaba cierta ventaja sobre los terráqueos: la uniformidad de opinión. Cuantos interrogó le dieron la misma opinión que el cebrila.

— Es la voluntad del Señor. Él hizo el mundo y nos hizo a nosotros.

—¿Cómo lo sabéis? — preguntó Wolff.

No esperaba de la posible respuesta nada mejor de lo que había obtenido en la Tierra al efectuar la misma pregunta, pero se llevó una sorpresa.

— Oh — replicó una sirena, Paiawa —, el Señor nos lo dijo. Además, también me lo dijo mi madre, y ella debía saber. El Señor hizo su cuerpo; ella lo recuerda, aunque pasó hace mucho, mucho tiempo.

—¿De veras? — comentó Wolff, preguntándose si la jovencita no estaría tomándole el pelo, y pensando que sería delicioso pagarle en la misma moneda —. ¿Y dónde está tu madre? Me gustaría hablar con ella.

Paiawa movió la mano hacia el oeste.

— Por allá — dijo.

«Por allá» podía estar a miles de kilómetros de distancia, puesto que él no tenía la menor idea de la extensión de la playa.

— Hace mucho que no la veo — agregó Paiawa.

—¿Cuánto?

Paiawa arrugó su frente adorable y ahuecó los labios. Wolff sintió la tentación de besarla. ¡Y qué cuerpo! Con el retorno a la juventud, se le estaba acentuando la conciencia del sexo.

Paiawa le sonrió, diciendo:

— Sientes interés por mi, ¿verdad?

Wolff se ruborizó, y se habría alejado de ella, de no esperar una respuesta a su pregunta.

—¿Cuántos años llevas sin ver a tu madre?

Paiawa no pudo responderle. La palabra «año» no figuraba en su vocabulario.

Él se alejó velozmente, encogiéndose de hombros, y desapareció bajo el follaje ricamente colorido, junto a la playa. La sirena lo llamó, al principio con coquetería, disgustada después, al comprender que él no volvería; entonces hizo algunos comentarios despectivos sobre él, comparado con los otros varones. Él no trató de discutir; su dignidad no se lo permitía, y por otra parte, ella tenía razón. Aunque recuperaba rápidamente la juventud y la fuerza, aún no podía compararse a los especímenes casi perfectos que lo rodeaban.

Abandonó esos pensamientos para dedicarse a la historia de Paiawa. Si pudiera localizar a la madre, o a algún contemporáneo en edad, podría descubrir otras cosas acerca del Señor. Aunque lo dicho por Paiawa habría sido increíble en la Tierra, no lo ponía en duda. Esa gente no mentía; ni siquiera conocía la ficción. Tal sinceridad tenía sus ventajas, pero también significaba que gozaban de una imaginación muy limitada y de poco ingenio. Reían con frecuencia, pero siempre por cosas obvias e infantiles. No pasaban de las payasadas y de las bromas pesadas.

Wolff notó que le costaba concentrarse en un solo tema, y soltó una maldición. La dispersión de sus ideas se acentuaba día a día. ¿En qué estaba pensando cuando saltó a la infelicidad que le causaba su inadaptación a la sociedad local? Oh, si, en la madre de Paiawa. Alguno de los más viejos podría informarlo… si lograba localizar a alguno. ¿Cómo identificarlos, si todos los adultos parecían de la misma edad? Había sólo unos pocos en la primera juventud, apenas tres entre los muchos cientos que había visto hasta entonces. Más aún, lo mismo ocurría entre los muchos animales y pájaros del lugar, algunos bastante extraños.

Si bien los nacimientos eran escasos, la balanza se igualaba por la falta de muertes. Sólo había visto tres animales muertos, dos por accidente y el tercero al luchar con otro por una hembra. También en ese caso se trató de un accidente, pues el macho derrotado, un antílope de color limón con cuatro cuernos curvados en forma de ocho, se había roto el cuello al saltar un tronco en la huida.

La carne del animal muerto no tuvo oportunidad de pudrirse. Varias criaturas omnipresentes devoraron el cadáver en menos de una hora; parecían pequeños zorros bípedos de hocico blanco, orejas de galgo y patas de mono. Esos zorros recorrían la jungla recogiendo toda la basura: frutas, nueces, moras, cadáveres. Preferían lo podrido, y desdeñaban la fruta fresca por la magullada. Pero no eran notas desafinadas en esa sinfonía de belleza y de vida. Aún en el jardín del Edén eran necesarios los recolectores de residuos.

A veces, la mirada de Wolff se perdía por sobre aquel Okeanos azul, encrespado en blanco, y se fijaba en la cordillera, llamada Thayaphayawoed. Tal vez el Señor vivía realmente allí. Quizá valiera la pena cruzar el mar para escalar aquellos picos abruptos, si existía la posibilidad de recelar en parte el misterio del universo. Pero cuanto más trataba de calcular la altura de Thayaphayawoed, menos probable le parecía el proyecto. Los abismos negros se lanzaban hacia arriba, más y más, hasta que fallaba la vista y la mente parecía vacilar. Era imposible que nadie viviera en la cima, pues el aire no sería respirable.

Загрузка...