Capitulo 3 CRISEYA

Un día, Robert Wolff sacó el cuerno de plata de su escondrijo en el hueco de un árbol y se encaminó, a través de la selva, hacia la roca desde donde el hombre que se presentara como Kickaha le había arrojado el cuerno. Tanto Kickaha como aquellas criaturas deformes habían desaparecido de la vista, como si nunca hubiesen existido; nadie parecía haberlos visto ni saber de ellos. Wolff decidió regresar a su mundo natal para darle otra oportunidad. Si sus ventajas le parecían mayores que las de aquel planeta edénico, permanecería allí. O quizá viajaría de uno a otro, para obtener lo mejor de cada uno. Cuando se cansara de uno, pasaría unas vacaciones en el otro.

Por el camino aceptó la invitación de Elikopis, que le ofreció una copa y un rato de charla. Elikopis, cuyo nombre significaba «la de los ojos brillantes», era una hermosa dríada de magníficas curvas. Era lo más parecido a un ser humano normal que conociera en ese planeta. Tenía el cabello color púrpura intenso, pero aparte de ese detalle, una vez vestida con las ropas apropiadas, no habría despertado en la Tierra más atención que cualquier otra mujer de extraordinaria belleza.

Además, era uno de los pocos que podían llevar una conversación interesante; los demás no hacían sino charlar sin ton ni son, reír sonoramente sin motivos y pasar por alto las palabras de aquellos con quienes hablaban. Wolff se había sentido disgustado y deprimido al notar que, tanto los de la playa como los del bosque, se limitaban al monólogo, por muy gregarios que fueran o por muy enfrascados que parecieran en la conversación.

Elikopis era diferente, tal vez porque no formaba parte de ningún grupo, aunque tal vez fuera a la inversa. Los nativos de aquel mundo a la orilla del mar, sin poseer siquiera la tecnología de los aborígenes australianos (puesto que ni siquiera eso necesitaban) habían desarrollado relaciones sociales extremadamente complejas. Cada grupo tenía zonas definidas en la playa o en el bosque, y distintos grados de prestigio personal. Cada individuo podía recitar en detalle, y con gran placer, su ubicación horizontal vertical en relación con los demás miembros del grupo, que solían ser unos treinta. Podían enumerar, con respecto a cada uno, las disputas, las reconciliaciones, los defectos y las virtudes, la destreza o la incapacidad atléticas, la habilidad en sus juegos infantiles, y evaluar también la potencia sexual.

Elikopis tenía un sentido del humor tan brillante como sus ojos, pero también cierta sensibilidad. Aquel día le mostró algo inusitado: un espejo de vidrio con marco dorado, tachonado de diamantes. Wolff no había visto en ese mundo más que unos pocos productos manufacturados.

—¿Cómo conseguiste eso? — preguntó.

— Oh, el Señor me lo dio — replicó Elikopis —. Una vez, hace mucho tiempo, fui una de sus favoritas. Cada vez que bajaba de la cumbre del mundo para visitar esta zona pasaba mucho tiempo conmigo. Las mujeres que más amó fuimos Criseya y yo. ¿Creerás que los otros todavía nos odian por eso? Esa es la razón por la cual estoy tan sola; aunque estar con los otros no es mucho mejor.

—¿Y cómo era el Señor?

Ella respondió, riendo:

— Desde el cuello hacia abajo, era alto y bien formado, como tú.

Lo abrazó y empezó a besarlo en la mejilla; sus labios buscaron lentamente la oreja.

—¿Y su rostro? — preguntó Wolff.

— No sé. Podía tocarlo, pero no verlo. Me cegaba su resplandor. Cuando se me acercaba, yo tenía que cerrar los ojos.

Elikopis le cerró la boca con sus besos, y él olvidó sus preguntas. Pero más tarde, mientras ella yacía a su lado sobre el pasto suave, semidormida, Wolff tomó el espejo y se miró en él. El corazón se le dilató de alegría. Había recuperado el aspecto que tuviera a los veinticinco años, cosa que, aun presintiéndola, no había podido verificar basta entonces.

«Y si regreso a la Tierra», pensó, «¿envejeceré con tanta rapidez como he rejuvenecido aquí?»

Se levantó, pensativo. Al cabo se dijo: «¿A qué estoy jugando? No regresaré.»

— Si te marchas — dijo Elikopis, soñolienta —, busca a Criseya. Algo le ha ocurrido: huye cada vez que alguien se le aproxima; huye hasta de mí, su única amiga. Ha pasado por algo horrible, de lo que no quiere hablar. La amarás. No es como los otros; es como yo.

— Está bien — respondió Wolff, distraído —, lo haré. Caminó hasta verse solo. Aunque ya no pensaba utilizar la entrada por la que había venido, tenía interés en probar el cuerno. Tal vez hubiese otras entradas. Quizá se abría una puerta dondequiera que sonaba el cuerno.

Se detuvo bajo una cornucopia de las numerosas que abundaban en la zona. Tenía sesenta metros de altura y nueve de diámetro; su corteza era suave, casi aceitosa, y de color azul celeste; las ramas tenían el grosor de un muslo y una longitud de veinte metros aproximadamente. Carecían de follaje, pero en cada punta brotaba una flor dura, de dos metros y medio de longitud, cuya forma era exactamente la de una cornucopia. Esas flores soltaban de tanto en tanto pequeños chorros de una materia similar al chocolate, que sabía a miel, aunque con un ligero regusto a tabaco; la mezcla era extraña, pero Wolff la encontraba agradable; todas las criaturas de la selva solían comerla.

Allí, bajo la cornucopia, hizo sonar el cuerno. No apareció ninguna puerta. Volvió a hacer el intento a unos cien metros de distancia, pero tampoco tuvo éxito. Por lo tanto, dedujo que el cuerno funcionaba sólo en ciertas zonas, y tal vez exclusivamente en el sitio marcado por la roca en forma de hongo.

De pronto divisó la cabeza de aquella joven que surgiera detrás del árbol la primera vez que se abrió la puerta. Tenía la misma cara en forma de corazón, los mismos ojos enormes; labios gruesos y rojos, cabellera listada en negro y castaño rojizo.

Le hizo una señal de saludo, pero la muchacha huyó. Su cuerpo era hermoso, y tenía las piernas más largas, en proporción con el cuerpo, que cualquier otra mujer que él hubiera visto. Además, era más esbelta que las mujeres de ese mundo, todas de curvas amplias y pechos demasiado generosos.

Wolff corrió tras ella. La muchacha le echó una mirada por sobre el hombro y continuó corriendo, con un grito de desesperación. Wolff estuvo a punto de detenerse, pues nunca había causado semejante reacción en los demás nativos. Aunque en un comienzo se apartaran, nunca llegaron a aquel pánico absoluto.

La muchacha corrió hasta agotar sus fuerzas. Entonces, sollozando y sin aliento, se recostó contra una piedra cubierta de musgo, cerca de una pequeña cascada. A su alrededor, el suelo estaba cubierto de pequeñas flores amarillas en forma de signos de interrogación. Un pájaro con ojos de búho, plumas en espiral y largas patas echadas hacia delante, se posó en la punta de la roca y les hizo un guiño, lanzando un suave ui ui uí… Wolff se aproximó despacio, sonriendo.

— No tengas miedo. No te haré daño. Sólo quiero hablar contigo.

La muchacha señaló el cuerno con un dedo tembloroso.

—¿Dónde lo conseguiste? — preguntó, con voz vacilante.

— Me lo dio un hombre que dijo llamarse Kickaha. Tú lo viste. ¿Lo conoces?

Los ojos de la muchacha, enormes y de color verde oscuro, eran los más bellos que Wolff viera hasta entonces, a pesar de las pupilas gatunas, o tal vez a causa de ellas.

La dríada negó con la cabeza.

— No, no lo conozco. Lo vi por primera vez el día en que aquellos…

Tragó saliva y palideció, como si estuviera a punto de vomita, aquellos seres lo cercaron en la roca. Y vi que lo apresaban y se lo llevaban.

— Entonces, ¿no acabaron con él? — dijo Wolff, consciente de que las palabras «matar», «asesinar» o «morir» eran tabú.

— No. Tal vez querían hacer algo peor que… acabar con él.

—¿Por qué huías de mí? Yo no soy uno de ellos.

— No… no puedo hablar de eso.

Wolff meditó un instante sobre esa negativa a hablar de las cosas desagradables. En la vida de esas gentes había muy pocos hechos repulsivos o peligrosos, pero ni siquiera podían afrontar esos pocos. Estaban condicionados para aceptar solamente lo fácil, lo bello.

— No interesa que quieras hablar o no — le dijo —. Debes hacerlo. Es muy importante.

— No puedo — insistió ella, volviendo la cara.

—¿Hacia dónde fueron?

—¿Quiénes?

— Esos monstruos. Y Kickaha.

— Oí que los llamaba gworl — respondió ella —. Nunca había oído antes esa palabra. Ellos…, los gworl…, deben venir de otra parte.

Y agregó, señalando hacia el mar:

— Tal vez vienen de la montaña, de allá arriba.

Súbitamente, se volvió y se acercó a él. Levantó sus ojos enormes hacia los suyos, y aun en esas circunstancias él no pudo dejar de apreciar la perfección de sus facciones, la tersura de su piel.

— ¡Salgamos de aquí! — exclamó ella —. ¡Vayámonos lejos! Esos seres están todavía por esta zona. Algunos se fueron llevando a Kickaha, pero otros se quedaron. Hace pocos días vi a dos de ellos, escondidos en el hueco de un árbol. Tienen en los ojos un brillo animal, y un olor espantoso, como el de la fruta podrida cubierta de hongos.

Y agregó, poniendo la mano sobre el cuerno:

— Creo que es esto lo que buscan.

—¡Y yo hice sonar el cuerno! — recordó Wolff —. Si están cerca, deben haberlo oído.

Miró a su alrededor, entre los árboles. Algo brillaba bajo un arbusto, a unos cien metros de distancia.

Mantuvo la mirada fija en la mata, y finalmente la vio temblar; hubo otra vez un reflejo de sol. Tomó a la muchacha por la mano y dijo:

— Vamos. Pero camina como si no hubiésemos visto nada. No pierdas el aplomo.

Ella, tirándole de la mano, preguntó:

—¿Qué pasa?

— No te pongas histérica. Creo que vi algo bajo un arbusto. Tal vez no sea nada, pero pueden ser los gworl. ¡No mires hacia allí! ¡Les pondrás sobre aviso!

Era demasiado tarde. Ella ya había vuelto la cabeza. Sofocando un grito, se arrimó hacia él.

—¡Son ellos, son ellos!

Wolff siguió la dirección de su ademán; dos siluetas oscuras y deformes se arrastraban bajo el arbusto. Cada uno llevaba en la mano una hoja de acero ancha y larga. Agitaron los cuchillos y gritaron algo, en una voz áspera y ruda. No llevaban ropas sobre el cuerpo, oscuro y cubierto de vello, pero sí un cinturón ancho del que pendían varias vainas con cuchillos.

— No pierdas la calma — dijo Wolff —. No creo que puedan correr muy rápido con esas piernas cortas y torcidas. ¿Sabes de algún lugar a donde no puedan seguirnos?

— El otro lado del mar — dijo ella, con voz temblorosa —. No creo que puedan encontrarnos si nos adelantamos bastante. Podríamos navegar en un histoikhthys.

Se refería a uno de los grandes moluscos que abundaban en el mar. Los de esa especie estaban cubiertos por conchas no más gruesas que un papel, pero de extraordinaria resistencia, similares en su forma al casco de un velero de carrera. En el dorso surgía una vara de cartílago, fuerte y flexible, y un triángulo de tejido carnoso, transparente en su delgadez, a modo de vela. El molusco controlaba el ángulo de esa vela mediante movimientos musculares; la fuerza del viento y los chorros de agua que el animal expulsaba le permitían moverse con rapidez, aun en un día de calma. Las sirenas y la gente de la playa solían pasear en ellos, manejándolos por medio de presiones en ciertos centros nerviosos que estaban al descubierto.

—¿Crees que los gworl usarán un bote? — preguntó Wolff —. En ese caso, no tendrán mucha suerte, a menos que construyan uno. Nunca he visto esa clase de artefactos por aquí.

De trecho en trecho miraba hacia atrás. Los gworl venían a marcha rápida y parecían rodar a cada paso, como un marinero borracho. Wolff y la muchacha llegaron a un arroyo de unos veinte metros de ancho; en la parte más profunda, el agua les llegaba a la cintura. Era fresca y clara; se veía el ir y venir de los peces plateados bajo su superficie. Cuando llegaron a la otra orilla, se ocultaron tras una gran cornucopia. La joven le urgió a continuar, pero él dijo:

Cuando lleguen a la mitad del arroyo se encontrarán en dificultades.

—¿Qué quieres decir?

El no respondió. Después de guardar el cuerno detrás del árbol, miró en su torno hasta encontrar una piedra. Era del tamaño de un pomelo grande, redonda y lo bastante áspera como para asirla con firmeza. Levantó también una de las cornucopias caídas. Aunque de gran tamaño, era hueca, y no pesaba más de diez kilos.

Los dos gworl habían llegado ya a la orilla opuesta. Entonces quedó al descubierto la debilidad de aquellas odiosas criaturas: recorrían la costa agitando furiosamente los cuchillos, y gruñían a todo volumen en su idioma natural; los fugitivos pudieron oírles desde su escondrijo. Finalmente, uno de ellos metió en el agua su pie ancho y plano. Lo sacó casi de inmediato, sacudiéndolo como sacude un gato la pata mojada, y dijo algo a su compañero. Éste se volvió y después empezó a gritarle.

El primero gritó a su vez, pero entró en el agua y avanzó a desgana. Wolff, que los estaba contemplando, comprendió que el otro se quedaría en la orilla hasta que el compañero hubiese cruzado sin problemas. Wolff esperó hasta que la criatura estuvo en la mitad del arroyo; entonces levantó la cornucopia en una mano, la piedra en la otra, y corrió hacia él. A sus espaldas, la muchacha lanzó un grito. Wolff soltó una maldición: ¡había advertido al gworl de su proximidad!

El monstruo se detuvo, con el agua a la cintura, y blandió su cuchillo hacia Wolff. Éste procuró calmarse; no tenía interés en quedar sin aliento. Se acercó hacia la orilla, mientras el gworl proseguía su marcha. El que había quedado en la otra ribera parecía petrificado por la aparición de Wolff, pero pronto se lanzó al agua en ayuda de su compañero. Eso entraba en los cálculos del hombre; sólo cabía esperar que pudiera deshacerse del primero antes de que el otro llegara a la mitad del arroyo.

El gworl que estaba cerca de él movió su cuchillo; Wolff alzó la cornucopia, y el puñal se clavó en su costra delgada y dura, con una fuerza tal que estuvo a punto de arrancársela. El gworl empezó a sacar otro cuchillo de su cinturón. Wolff no se detuvo a sacar el primero de la cornucopia: siguió corriendo. En el momento en que su contrincante levantaba el arma para apuñalarlo, él dejó caer la piedra, levantó la gran campana y golpeó con ella al gworl.

Un crujido apagado surgió de la vaina. La cornucopia se ladeó, junto con el monstruo, y ambos comenzaron a flotar corriente abajo. Wolff corrió por el agua para recoger la piedra, y sujetó al gworl por un pie. Al mirar rápidamente hacia donde estaba el otro, lo vio levantar un cuchillo para arrojárselo. Wolff sujetó la empuñadura del que estaba clavado en la vaina, tiró de ella y se arrojó bajo la gran campana. Tuvo entonces que soltar el pie velludo del gworl, pero logró escapar al cuchillo. Pasó por sobre el borde de la vaina y se enterró hasta el puño en el barro de la orilla.

Al mismo tiempo, el gworl que estaba dentro de la cornucopia salió de ella escupiendo. Wolff le asestó una puñalada en el costado, pero el cuchillo resbaló en uno de los bultos cartilaginosos. Con un alarido, el gworl se volvió hacia él. Wolff, irguiéndose, le golpeó en el vientre con toda su fuerza. El cuchillo se hundió hasta la empuñadura. El gworl intentó aferrarlo y cayó al agua, mientras Wolff retrocedía. La cornucopia se alejó flotando y dejó a Wolff sin protección: había perdido el cuchillo, y sólo le quedaba la piedra en la mano. El otro gworl avanzaba hacia él, sosteniendo el puñal contra el pecho. Por lo visto, no pensaba arriesgar un segundo tiro, sino acercarse a su víctima.

Wolff se contuvo hasta que el monstruo estuvo a unos tres metros escasos; hasta entonces se mantuvo agachado, de modo que el agua le llegara al pecho y ocultara la piedra que tenía en la mano derecha. En ese momento pudo ver con claridad la cara del gworl. Tenía la frente muy baja, un doble puente óseo sobre, los ojos, cejas hirsutas; los ojos, de color amarillo limón, estaban muy juntos; la nariz era achatada y tenía una sola fusa; la mandíbula prognata curvada, saliente, sin barbilla, daba a la boca, apretada y bestial, un aspecto de rana; los dientes eran agudos y separados como los de los animales carnívoros. Cabeza, cara y cuerpo estaban cubiertos por un pelaje largo, espeso y oscuro. El cuello era muy grueso; los hombros, caídos. La piel, húmeda, olía a fruta podrida cubierta de hongos.

Tanta fealdad aterrorizó a Wolff, pero no logró hacerlo ceder. Si echaba a correr, acabaría con un puñal clavado en la espalda.

El gworl, siseando y gruñendo en su rudo lenguaje, llegó a poco más de un metro y medio. En ese momento, Wolff se irguió, levantando la piedra. Su contrincante, al adivinarle las intenciones, levantó el cuchillo para lanzárselo. La piedra, en línea recta, golpeó contra una de las protuberancias de su frente. La criatura retrocedió, tambaleando; soltó el cuchillo y cayó de espaldas en el agua. Wolff, avanzando hacia él, buscó la piedra en el fondo y emergió a tiempo para enfrentarse con su enemigo. Éste, aunque parecía mareado, con la mirada perdida, no estaba fuera de combate. Y tenía otro puñal en la mano.

Wolff levantó la piedra y la bajó sobre el cráneo del monstruo. Se oyó un fuerte crujido, y el gworl volvió a caer hacia atrás, desapareciendo en el agua. Apareció varios metros más allá, flotando sobre el vientre.

En ese momento Wolff sintió la lógica reacción. El corazón le latía con tanta fuerza que parecía a punto de partírselo; temblaba por entero, y se sentía descompuesto. Pero recordó el cuchillo clavado en el cieno, y lo recogió.

La muchacha estaba aún tras el árbol, demasiado aterrorizada para pronunciar palabra. Wolff, tras recoger el cuerno, la tomó por el brazo y la sacudió con fuerza.

—¡Reacciona! ¡Piensa en la suerte que has tenido! ¡Podrías ser tú quien hubiese muerto!

Ella lanzó un prolongado quejido y se echó a llorar. Wolff esperó hasta que pareció más aliviada.

— Ni siquiera sé cómo te llamas — dijo entonces.

Ella tenía los ojos enrojecidos y parecía avejentada. Aun así no había mujer terráquea que pudiera compararse con ella. Su belleza diluyó el terror de la lucha.

— Me llamo Criseya — dijo, con cierto orgullo mezclado en su timidez —. Sólo a mí se me permite ese nombre. El Señor prohibió que otras lo tomaran.

— Otra vez el Señor — gruñó Wolff —. Siempre el Señor. ¿Quién diablos es el Señor?

—¿No lo sabes? — preguntó ella, como si no pudiera creerle.

— No, no lo sé.

Hubo una pausa; después, él pronunció su nombre como si lo degustara:

— Criseya, ¿eh? No es desconocido en la Tierra, aunque temo que en la Universidad donde yo enseñaba hay un montón de analfabetos que nunca lo han escuchado. Saben que Homero compuso La Ilíada, y eso es todo. Criseya, la hija de Criseo, sacerdote de Apolo. Fue capturada por los griegos durante el sitio de Troya y otorgada a Agamenón. Pero éste se vio forzado a devolverla a su padre, debido a las pestes enviadas por Apolo.

Criseya guardó silencio por tanto tiempo que Wolff acabó por impacientarse. Debían salir de allí cuanto antes, pero no sabía hacia dónde dirigirse.

En ese momento la muchacha arrugó el ceño.

— Eso fue hace mucho tiempo — dijo —. Apenas lo recuerdo. Todo aquello es muy impreciso.

—¿De qué hablas?

— De mi. De mi padre. De Agamenón. De la guerra.

— Bueno, ¿qué hay con eso?

Estaba pensando en cómo llegar a la base de la montaña; allí podría darse una idea de lo que costaría escalaría.

— Yo soy Criseya — respondió ella —. La que tú decías. Pareces venir recién desde la Tierra. Oh, dime, ¿es cierto eso?

Él suspiró. Aquellas gentes no mentían, pero nada les impedía tomar por ciertas sus propias leyendas. Había oído cosas demasiado increíbles como para saber que no sólo estaban mal informados, sino que gustaban de reconstruir el pasado a su gusto. Lo hacían, por supuesto, con toda inocencia.

— No quisiera destrozar tu mundo de ensueños — le dijo —, pero esta Criseya, si acaso existió, murió hace al menos tres mil años. Además, era un ser humano; no tenía el cabello listado como los tigres, ni pupilas felinas en los ojos.

— Tampoco yo, en aquella época. El Señor me secuestró, me trajo a este universo y cambió mi aspecto. También había raptado y cambiado a tantos otros, e insertado algunos cerebros humanos en cuerpos creados por él.

Hizo un gesto hacia el mar, señalando hacia lo alto.

— Ahora vive allá, y no lo vemos con mucha frecuencia. Algunos dicen que desapareció hace mucho tiempo, y que otro Señor ha tomado su lugar.

— Salgamos de aquí — dijo Wolff —. Más tarde podremos hablar de eso.

Cuando habían recorrido apenas unos setecientos metros, Criseya le indicó por señas que se escondiera tras un arbusto de gruesas ramas purpúreas y hojas doradas. Allí, arrodillado junto a ella, pudo ver entre el follaje lo que había provocado su reacción. A varios metros de distancia había un hombre de piernas velludas, con grandes cuernos de carnero en lo alto de la cabeza. A la altura de sus ojos, posado en una rama, se hallaba un cuervo gigantesco. Era del tamaño de un águila dorada; la frente era muy alta, y el cráneo parecía capaz de albergar el cerebro de un fox-terrier.

No fue el tamaño del ave lo que sorprendió a Wolff, puesto que ya había visto varias criaturas enormes. Pero aquélla estaba conversando con el hombre.

— El Ojo del Señor — susurró Criseya, señalando al cuervo —. Ése es uno de los espías del Señor. Vuela por sobre el mundo, ve lo que ocurre y se lo cuenta.

Wolff recordó entonces el comentario de Criseya con respecto a la implantación de cerebros en los cuerpos creados por el Señor; ante su pregunta, ella respondió:

— Sí, pero no sé si puso cerebros humanos en las cabezas de los cuervos. Tal vez creó cerebros pequeños a imitación de los humanos y después adiestró a los cuervos. También pudo haber utilizado sólo una parte del cerebro humano.

Infortunadamente, por más que forzaban sus oídos, no lograron captar sino unas pocas palabras sueltas. Transcurrieron varios minutos. El cuervo graznó un ruidoso adiós, en griego distorsionado pero comprensible, y se lanzó desde la rama. Cayó pesadamente, pero batió con fuerza sus grandes alas y se elevó antes de tocar el suelo. Un minuto después se había perdido tras el espeso follaje de los árboles. Algo más tarde, Wolff logró verlo a través de un claro en la vegetación. Iba ganando altura lentamente, rumbo a la montaña, del otro lado del mar.

Notó entonces que Criseya estaba temblando.

—¿Qué temes? — le preguntó —. ¿Qué puede decirle el cuervo al Señor?

No temo tanto por mí como por ti. Si el Señor descubre que estás aquí, querrá matarte. No quiere intrusos en su mundo.

Puso la mano sobre el cuerno y volvió a estremecerse.

— Sé que fue Kickaha quien te dio esto, y no es culpa tuya si lo tienes. Pero tal vez el Señor no lo sepa. O si lo sabe, quizá no le importe. Se enojaría muchísimo si pensara que tú tienes algo que ver con el robo. Te haría cosas horribles; sería mejor que acabaras tú mismo contigo, en este momento, antes de que el Señor te pusiera las manos encima.

—¿Kickaha robó el cuerno? ¿Cómo lo sabes?

— Oh, créeme, yo lo sé. Es del Señor. Y Kickaha debe haberlo robado, porque el Señor jamás se lo daría a nadie.

— Me siento confundido — dijo Wolff —. Pero tal vez logremos aclararlo algún día. Por el momento, lo que me preocupa es saber dónde está Kickaha.

Criseya señaló la montaña, diciendo:

— Los gworl lo llevaron allá, pero antes…

Se cubrió la cara con las manos, y las lágrimas brotaron de entre sus dedos.

—¿Le hicieron algo? — preguntó Wolff.

— A él no. Fue a…

Wolff le apartó las manos.

— Si no quieres hablar de eso, muéstramelo.

— No puedo. Es… demasiado horrible. Me enfermaría.

— Muéstrame, de cualquier modo.

— Te llevaré hasta donde está. Pero no me pidas que vuelva a… mirarla.

Echó a andar, y él la siguió. Ella se detenía de trecho en trecho, y retomaba la marcha sólo ante la insistencia de Wolff. Tras andar en zigzag por casi un kilómetro, se detuvo frente a un bosquecillo de arbustos de unos cincuenta centímetros de altura. Las ramas de una planta se entremezclaban con las de sus vecinas. Las hojas eran anchas, en forma de oreja de elefante, de color verde claro con anchas venas rojizas, y rematadas por una pequeña flor de lis.

— Está allí dentro — dijo Criseya —. Vi que los gworl… la arrastraban hasta allí. Los seguí y…

No pudo hablar más.

Wolff, sin dejar el cuchillo, apartó las ramas y se encontró en un claro natural. En el medio, sobre el verde y corto césped, yacían esparcidos los huesos de una mujer. Estaban despojados de toda carne y presentaban pequeñas marcas de dientes; eso le reveló que los bípedos vulpinos habían llegado hasta allí.

Aquello no le horrorizó, pero pudo imaginar cómo habría impresionado a Criseya. Ella debió ver parte de lo que hicieran con la mujer; probablemente la habían violado, para matarla después de forma bestial. Ante aquello, Criseya había reaccionado como cualquier otro habitante del Jardín. La muerte era algo tan horrible que esa palabra se había convertido en tabú largo tiempo atrás, y finalmente había desaparecido del idioma. Allí sólo podían existir los actos y los pensamientos agradables; toda otra cosa debía ser eliminada.

Regresó hasta donde estaba Criseya, quien le miró con sus ojos enormes como si esperara enterarse de que no había nada allí.

— No quedan más que huesos — le dijo —. Hace mucho que dejó de sufrir.

— ¡Los gworl tendrán que pagar por esto! — exclamó ella, furiosa —. ¡El Señor no permite que se dañe a sus criaturas! Este Jardín es suyo, y ¡los intrusos son castigados!

— Estás mejor — dijo él —. Empezaba a creer que la impresión te había paralizado. Odia a los gworl cuanto quieras; se lo merecen. Y tú necesitas desahogarte.

Con un grito, ella se lanzó hacia él y le pegó en el pecho con los puños. Después rompió en sollozos, hasta que él la tomó en sus brazos, le alzó el rostro y la besó. Ella devolvió su beso apasionadamente, aunque seguía derramando lágrimas.

Más tarde dijo:

— Corrí hasta la playa para decirle a mi gente lo que había visto, pero no me escucharon. Me volvieron las espaldas y fingieron no oírme. Seguí tratando de hablar con ellos, pero Owisandros (el hombre de los cuernos de carnero que vimos hablando con el cuervo) me golpeó y me indicó que me marchara. Después de eso, ninguno de ellos ha querido saber nada conmigo, y yo… Necesitaba amigos, y amor.

— No conseguirás amigos ni amor si le dices a la gente lo que no quiere oír — respondió él —, ni aquí ni en la Tierra. Pero me tienes a mí, Criseya, y yo a ti. Estoy empezando a enamorarme, aunque tal vez sea una reacción contra la soledad, y por la más extraña belleza que haya visto nunca. Y por mi nueva juventud.

Irguiéndose, señaló la montaña con un ademán.

— Sí los gworl son intrusos aquí, ¿de dónde vienen? ¿Por qué buscaban el cuerno? ¿Por qué se llevaron a Kickaha? ¿Y quién es Kickaha?

— Él también viene de allá arriba. Pero creo que es terráqueo.

—¿Qué quieres decir con eso de «terráqueo»? Dijiste que tú también eras de la Tierra.

— Quiero decir que es un recién llegado. No sé. Me dio esa impresión.

Él se levantó y tiró de sus manos.

— Vamos en su busca.

Criseya retuvo el aliento y se llevó una mano al pecho, retrocediendo.

— ¡No!

— Criseya, yo podría quedarme aquí contigo y ser muy feliz. Por un tiempo. Pero viviría preguntándome qué significa todo este asunto del Señor, y qué pasó con Kickaha. Lo vi sólo por unos segundos, pero me gustó. Además, no me arrojó el cuerno sólo porque yo estaba allí. Creo que lo hizo con buenos motivos, y quiero descubrirlos. No podré descansar sabiéndolo en manos de esos monstruos, los gworl.

Le apartó la mano del pecho para besársela.

— Es tiempo de que abandones este paraíso, que no es tal. No puedes quedarte aquí para siempre, eternamente niña.

— No podría ayudarte en nada — dijo ella, meneando la cabeza —. No haría más que estorbarte. Y… si me fuera… si me fuera… Bueno, sería mi fin.

— Tendrás que aprender un nuevo vocabulario. Una de las palabras que deberás pronunciar sin temor es «muerte». Y progresarás. Sabes que la muerte no dejará de existir porque tú no la nombres. Los huesos de tu amiga están allí, aunque no quieras hablar de ello.

—¡Es horrible!

— La verdad suele serlo.

Le dio la espalda y echó a andar hacia la playa. Tras recorrer unos cien metros se volvió. Ella venía corriendo. La esperó, la tomó en sus brazos para besarla, y le dijo:

— Tal vez te resulte difícil, Criseya, pero no te aburrirás; no tendrás que sumirte en el estupor para sobrellevar la vida.

— Eso espero — respondió ella, en voz baja —. Pero tengo miedo.

— También yo. Pero iremos, de cualquier modo.

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