Capítulo 14 LA HUIDA

Wolff levantó la vista hacia la ventana, donde todavía brillaba la luz de una antorcha, y entró en el agua caminando; estaba fresca, pero no helada. Cuando los pies se le hundieron en el espeso barro pegajoso, recordó los muchos cadáveres cuya carne podrida debía formar parte de ese fondo. Y no pudo evitar el pensar en los saurios que navegaban allí. Si tenía suerte, no estarían muy cerca. Tal vez habrian arrastrado los cuerpos de Smeel y Diskibibol a… Era mejor dejar de preocuparse por ellos y echar a nadar.

En ese punto, el foso tenía al menos doscientos metros de ancho. Se detuvo en el medio y se volvió a mirar la costa, pero desde allí no se veía el grupo.

Pero tampoco ellos podían verlo. Y Ghaghrill no le había puesto límite de tiempo para volver. Sin embargo, sabía que, si no estaba de regreso antes del alba, no los hallaría allí.

Se sumergió precisamente debajo de la ventana. El agua se volvía más fría con cada brazada. Los oídos empezaron a dolerle intensamente. Soltó un poco de aire para aliviar la presión, pero no sirvió de mucho. Cuando ya parecía que no podría sumergirse más sin que le estallaran los tímpanos, la mano se le hundió en un lodo suave. Reprimió el deseo de lanzarse hacia arriba en busca de aire, y tanteó el barro alrededor. No encontró nada, salvo un hueso. Insistió hasta que el aire se le hizo imprescindible.

Volvió a sumergirse dos veces, ya con el convencimiento de que, aunque el cuerno estuviera en el fondo, no podría encontrarlo. En aquellas aguas llenas de lodo no lo vería, aun teniéndolo a dos centímetros de distancia. Además, era posible que Smeel hubiese arrojado el cuerno muy lejos, al caer. También podía habérselo llevado uno de los dragones de agua, junto con el cadáver de Smeel; quizá hasta se lo había tragado.

La tercera vez, dio unas pocas brazadas hacia la derecha antes de sumergirse, y se lanzó en un ángulo de noventa grados hacia el fondo. En la oscuridad, empero, no tenía forma de comprobar su dirección. La mano se le hundió en el barro; al tantear alrededor, sus dedos se cerraron sobre un metal frío. Con un rápido movimiento, palpó siete botoncitos.

Cuando volvió a la superficie, escupió agua y boqueó anhelosamente en busca de aire. Ahora, el viaje había quedado atrás y esperaba no tener que repetirlo. Aun podian aparecer los dragones de agua.

Pronto olvidó a los monstruos, pues le era imposible ver nada. Todo había desaparecido: las antorchas del puente levadizo, el débil resplandor de la luna entre las nubes, la luz de la ventana allá arriba.

Se obligó a seguir nadando mientras consideraba su situación. Por una parte, no había brisa alguna. El aire estaba estanco. Por lo tanto, sólo podía hallarse en un lugar que, afortunadamente, era el mismo en el que se había sumergido. Fue también una gran suerte el salir desde el fondo en un ángulo oblicuo.

Sin embargo, no podía saber hacia dónde estaba la costa y hacia dónde el castillo. Con sólo unas pocas brazadas podría averiguarlo. Su mano chocó contra una piedra… Ladrillos de piedra. Siguió tanteando, hasta notar que describían una curva hacia adentro. Al tomarla, llegó finalmente a lo que había esperado encontrar. Era un tramo de escalones de piedra que surgían del agua.

Subió por ellos, lentamente, con la mano extendida en previsión de algún obstáculo. Antes de apoyar el pie, probaba la firmeza de cada escalón y comprobaba que no hubiese grietas. Contó veinte peldaños, y llegó al fin. Estaba en un corredor abierto en la piedra.

Von Elgers, o quienquiera que hubiese construido el castillo, había previsto un sitio por donde entrar y salir secretamente. Aquella abertura bajo el nivel del agua conducía a una cámara que formaba un puerto diminuto, y por allí se entraba al castillo. Ahora estaba en posesión del cuerno y podía entrar sin ser advertido. Pero no sabía qué hacer. ¿Debía llevar primero el cuerno a los gworl? Después, él y los otros dos podrían volver por el mismo camino y buscar a Criseya.

Pero era difícil que Gliaghrill mantuviera su palabra. Sin embargo, aunque el gworl soltara a sus cautivos, no podrian nadar hasta allí sin que la herida de Kickaha atrajera a los saurios, y morirían los tres. Criseya no tendría la menor oportunidad. Y no podían dejar a Kickaha mientras él y fumen Laksfalk entraban al castíllo; estaría en peligro en cuanto saliera el sol. Podría esconderse en los bosques, pero cualquier partida de caza podría encontrarlo allí. Especialmente después de la extraña desaparición de los tres caballeros, en la noche anterior.

Decidió, por lo tanto, seguir por aquel corredor. Era una oportunidad demasiado buena para desperdiciarla. Haría cuanto pudiera antes del alba. Si fallaba, regresaría con el cuerno.

¡El cuerno! De nada valía llevarlo consigo. Si lo dejaba escondido y lo capturaban, el saber dónde estaba podría servirle de algo.

Volvió hasta el último escalón, se sumergió hasta una profundidad de tres metros y dejó el cuerno en el barro.

Ya de nuevo en el corredor, lo siguió hasta encontrarse ante un nuevo tramo de escaleras, que subían en espiral. Fue contando los escalones para apreciar la altura. Cada vez que creía haber subido un piso tanteaba las paredes angostas en busca de puertas o de algún dispositivo para abrirlas, pero no los había. Así subió al menos siete pisos.

Al llegar al séptimo vio un imperceptible rayo de luz que se filtraba por un agujero de la pared. Se inclinó a mirar. En el otro extremo de una habitación estaba el barón von Elgers, sentado a una mesa, con una botella de vino delante. A su frente estaba Abiru.

El rostro del barón estaba enrojecido, y no sólo por los efectos del vino.

—¡Eso es todo lo que deseaba decir, khamshem! — clamó —. ¡Si no recuperas el cuerno que se llevaron los gworl, te cortaré la cabeza! ¡A menos que te lleve antes a la mazmorra! Allí tengo varios artefactos de hierro muy curiosos, que te interesará conocer.

Abiru se levantó, tan pálido bajo su oscuro pigmento como rojo estaba el barón.

Creedme, señor; si el cuerno ha sido robado por los gworl, será recobrado. No pueden haberse alejado mucho (si es que lo tienen), y se los puede rastrear con facilidad. No pueden fingirse seres humanos, como sabéis, y además son estúpidos.

El barón, soltó un rugido, se levantó y dio un puñetazo sobre la mesa.

—¿Estúpidos? Han sido lo bastante despiertos como para huir de mi mazmorra, y yo habría jurado que eso no era posible. Han encontrado mis habitaciones y se han llevado el cuerno. ¿Te parece que eso es ser estúpidos?

— Al menos — observó Abiru —, no se han llevado la muchacha. Todavía puedo sacar ventaja de esto. Me darán por ella un precio fabuloso.

—¡No te darán nada por ella! ¡Es mía!

— Es propiedad mía — replicó Abiru, con los ojos llameantes —. La gané corriendo graves riesgos, y la traje hasta aquí con grandes gastos. Tengo derechos sobre ella. ¿Qué sois, un hombre de honor o un bandido?

Von Elgers lo derribó de un solo golpe. Abiru, frotándose la mejilla, se puso en pie de inmediato. Miró al barón de frente, y preguntó, con voz tensa:

—¿Qué hay de mis joyas?

—¡Están en mi castillo! — gritó el barón —. ¡Y lo que está en mi castillo es mío!

Salió del campo visual de Wolff. Por lo visto, había abierto una puerta. Llamó a los guardias y les ordenó llevarse a Abiru.

—¡Tienes suerte de que no te mate! — aulló —. ¡Te perdono la vida, perro miserable! Deberías arrodillarte para agradecérmelo. Ahora, vete de este castillo de inmediato. Si no te vas hacia otro feudo a toda prisa, te haré colgar del árbol más próximo.

Abiru no respondió. Se oyó el ruido de la puerta al cerrarse. El barón anduvo a grandes pasos por un rato, y de pronto se dirigió hacia la pared tras la cual estaba oculto Wolff. Éste se apartó del agujero y retrocedió cuanto pudo por los escalones, confiando en haber escogido la dirección correcta. Si el barón bajaba por la escalera, obligaría a Wolff a volver al agua, y quizás al foso. Pero no parecía probable que tomara esa direccion.

Por un segundo, la luz desapareció; cuando el barón introdujo el dedo en el agujero, parte de la pared giró hacia fuera. La antorcha que von Elgers llevaba iluminó el pozo. Wolff se acurrucó bajo la sombra arrojada por una curva de la escalera. Al fin, la luz se hizo más débil; el barón subía los peldaños. Wolff lo siguió.

Varias veces lo perdió de vista, pues se veía obligado a ocultarse para que el barón no lo descubriera al mirar hacia abajo. En una de esas oportunidades, la luz desapareció, sin que él hubiese visto por dónde se había retirado.

Lo siguió rápidamente, pero se detuvo ante el agujero. Introdujo el dedo en él e hizo presión hacia arriba. Una pequeña parte cedió, se oyó un chasquido, y una puerta se abrió ante él. La parte interior formaba parte de la pared de las habitaciones ocupadas por el barón. Wolff entró al cuarto, eligió una daga de veinte centímetros entre las que colgaban de la pared, y volvió a las escaleras. Después de cerrar la puerta, continuó subiendo.

Esta vez no hubo agujero cuya luz le sirviera de guía. Ni siquiera estaba seguro de haberse detenido en el mismo sitio en que lo hiciera el barón, salvo el rápido cálculo de distancias entre uno y otro. No le quedaba sino palpar el muro en busca del dispositivo utilizado por él. Apoyó la oreja contra la pared, tratando de escuchar voces, pero nada se oía.

Sus dedos recorrieron ladrillos y revoque carcomido por la humedad, hasta encontrar madera. Eso era todo: piedra, y un marco de madera con un panel ancho y alto. Nada indicaba el «ábrete-sésamo» que se debía utilizar.

Subió algunos peldaños más, y continuó hurgando. Los ladrillos estaban desprovistos de botones y manivelas. Regresó a la puerta y tanteó la pared contraria. Nada.

Se sintió presa del pánico. Estaba seguro de que von Elgers había entrado a la habitación de Criseya, y no precisamente para hablar. Bajó algunos escalones y palpó el muro. Nada, nada.

Volvió a probar la zona que rodeaba la puerta, sin éxito. Empujó uno de los lados, pero no cedió. Por un momento pensó en emprenderla a golpes contra la madera, a fin de atraer la atención de von Elgers. Si el barón salía —a investigar, estaría momentáneamente indefenso contra un ataque desde lo alto.

Pero rechazó la idea. El hombre era demasiado prudente como para caer en semejante trampa. Aunque era improbable que buscase ayuda, puesto que no le convenía revelar la ubicación de la salida secreta, podría abandonar la habitación de Criseya por la puerta común. Si el guardia se preguntaba por dónde había salido, siempre podía suponer que estaba allí cuando cambiaron la guardia. Y en cualquier caso, von Elgers podía muy bien silenciar a cualquier centinela que entrara en sospechas. Wolff empujó el otro lado de la puerta, y ésta se abrío. No estaba cerrada, y sólo requería una presión en el lado correcto.

Soltó un gruñido por no haber pensado antes en algo tan obvio, y pasó por la abertura. Del otro lado reinaba la oscuridad; se halló en un pequeño cuarto, que parecía un guardarropa construido con ladrillos y mezcla, excepto por uno de los lados. Allí, una varilla de metal sobresalía de la pared. Antes de manipularía, Wolff apoyó la oreja contra la pared. Escuchó voces apagadas, pero no logró reconocerlas.

Tiró de la varilla, y la puerta se abrió. Wolff salió por ella, con la daga en la mano. Se encontró entonces en una gran cámara, construida en bloques de piedra. Había un lecho enorme, con cuatro pilares tallados de madera negra que sostenían un dosel de seda brillante. Detrasestaba la angosta ventana en forma de cruz por la cual había hablado con Criseya.

Von Elgers estaba de espaldas a él. Tenía a Criseya en los brazos, y la empujaba hacia la cama. Ella tenía los ojos cerrados y el rostro vuelto hacia un lado para esquivar sus besos. Ambos estaban aún completamente vestidos.

Wolff avanzó a grandes pasos por la habitación, tomó al barón por el hombro y lo hizo retroceder con violencia. Von Elgers dejó escapar a Criseya para desenvainar la daga, pero entonces recordó que no había llevado arma alguna, tal vez por no dar a Criseya la oportunidad de apuñalarlo.

Si antes se lo veía encendido, su rostro tomó de pronto un color grisáceo. Intentó llamar a los guardias, pero el grito se le heló en la boca por el temor y la sorpresa.

Wolff no le dio oportunidad de pedir ayuda. Soltando la daga, golpeó al barón en la barbilla. Von Elgers cayó, inconsciente. Wolff, sin pérdida de tiempo, pasó a toda velocidad junto a Criseya, que lo miraba, pálida, los ojos dilatados. Tomó las sábanas y cortó tiras, introduciendo la más pequeña en la boca del barón; después utilizó la más larga a modo de mordaza. Por último cortó un trozo del cordón que llevaba enrollado en la cintura y ató con él las manos del barón.

Vamos — dijo a Criseya, cargando a von Elgers sobre el hombro. Después hablaremos.

Sólo se detuvo para indicar a Criseya la forma de cerrar la puerta, para que nadie más descubriera el pasaje, cuando vinieran a investigar por la prolongada ausencia del barón. La muchacha lo siguió, sosteniendo la antorcha. Una vez que llegaron al agua, Wolff le explicó lo que harían para escapar. En primer lugar, recogió el cuerno oculto. Después salpicó con agua al barón para despertarlo. Cuando éste abrió los ojos, le informó de lo que debía hacer.

El barón negó con la cabeza.

— O venís con nosotros como rehén — dijo Wolff —, y corréis el riesgo de que os atrapen los dragones de agua, o morís ahora mismo. ¿Qué preferís?

El barón asintió. Wolff cortó sus ataduras, pero ato una punta del cordón a uno de sus tobillos. Los tres bajaron al agua. Inmediatamente, von Elgers nadó hacia la salida y se sumergió. Los otros le siguieron. La pared se abría a sólo un metro y medio de profundidad. Al salir, ya del otro lado, Wolff notó que las nubes empezaban a abrirse. Pronto la luna brillaría en todo su verde esplendor.

Von Elgers y Criseya, tal como había sido ordenado, nadaron en ángulo hacia la otra orilla del foso. Wolff los seguía, sosteniendo el otro extremo del cordón, lo que le impedía ganar mucha velocidad. En quince minutos más, la luna se escondería tras el monolito, y el sol no tardaria mucho en surgir por el otro lado. No le quedaba mucho tiempo para llevar a cabo sus planes, pero tampoco podía mantener al barón bajo su control, a menos que se tomara el tiempo suficiente.

Debían llegar a la orilla del foso a unos cien metros del punto en donde aguardaban los gworl y sus cautivos. En pocos minutos estuvieron más allá de la curva del castillo, fuera de la vista de los givorí y de los guardias del puente levadizo, aun en el caso de que surgiera la luna. Ese rumbo implicaba un mal necesario, pues cada segundo en el agua era una posibilidad más de que los dragones acuáticos los descubrieran.

Cuando estaban a veinte metros de la meta, Wolff vio, o sintió, mejor dicho, un surco en el agua. Al volverse, comprobó que la superficie presentaba una pequeña ola, y que ésta se movía en su dirección. Levantó las piernas y golpeó con fuerza. Sintió en los pies algo duro, lo bastante sólido como para permitirle apartarse. Se echó hacia atrás, soltando el cordón al mismo tiempo. Aquello pasó entre él y Criseya, se lanzó sobre von Elgers y desapareció.

También el rehén de Wolff.

No intentaron el rescate por no hacer ruidos al chapotear; en cambio, nadaron a toda velocidad, sin detenerse hasta llegar a la orilla, a donde treparon, jadeando.

Wolff no esperó a recuperar el aliento. En pocos minutos el sol aparecería por detrás de Doozvillnavava. Ordenó a Criseya que lo esperara. Si no volvía a poco de salir el sol, era probable que tardara mucho o que no regresara jamás. En ese caso, ella debería ocultarse en los bosques y defenderse por sí misma. Criseya le rogó que no se marchara; la idea de quedarse sola allí le resultaba intolerable. Pero él le entregó una daga que había sujetado al borde de su camisa, diciendo:

— No tengo otro remedio.

— La usaré para matarme si te pasa algo.

Para Wolff era un tormento el dejarla allí, tan indefensa, y, al mismo tiempo, no había otra salida.

— Mátame antes de irte — pidió ella —. Ya he pasado por demasiadas cosas. No puedo soportar más.

Él la besó ligeramente en los labios, diciendo:

— Claro que puedes. Te has endurecido, y siempre fuiste más fuerte de lo que creías. Mírate. Ahora puedes decir «matar» y «muerte» sin un pestañeo.

Y se marchó corriendo, agachado, hacia el lugar en donde habían quedado sus amigos y los gworl. Cuando calculó hallarse a veinte metros de ellos, se detuvo a escuchar. Sólo se oyó el quejido de un pájaro nocturno y un grito ahogado en el interior del castillo. Wolff, con la daga entre los dientes, se arrastró sobre manos y rodillas hacia la luz que indicaba la ventana de sus habitaciones. Esperaba percibir en cualquier momento el hedor a fruta fermentada y divisar un grupo de siluetas negras contra el cielo.

Pero nadie apareció. Sólo quedaban los restos de las telas de araña para demostrar que los gworl habían pasado por allí.

Revisó la zona. Una vez seguro de que no había señal de ellos, y viendo que el sol lo pondría muy pronto al descubierto, regresó a donde estaba Criseya. Ella lo abrazó con un sollozo.

—i Ya ves! He vuelto, a pesar de todo — le dijo él —. Pero tenemos que marcharnos.

—¿Volvemos a Okeanos?

— No. Seguiremos a mis amigos.

Se alejaron a paso rápido, hacia el monolito. Pronto notarían la ausencia del barón, y no habría escondite seguro en muchas millas a la redonda. También los gworl, conscientes de ello, marcharían a toda prisa hacia Doozvillnavava. Por mucho que quisieran el cuerno, no podían quedarse en esa zona. Más aún: debían pensar que Wolff se había ahogado, o lo creían muerto entre las fauces de los dragones acuáticos. Desde su punto de vista, el cuerno estaba por el momento fuera de su alcance, pero en un sitio seguro donde podrían buscarlo en cualquier momento.

Wolff forzaba la marcha. No se detuvieron más que para tomarse unos breves momentos de descanso hasta llegar a la cerrada selva de Rauhwald. Allí se arrastraron entre los arbustos espinosos, hasta que les dolieron las articulaciones y les sangraron las rodillas. Llegó un momento en que Criseya no pudo seguir. Wolff juntó frutas de las que abundaban en la zona, y en la mañana reanudaron el difícil avance. Al salir de Rauhwald estaban ya cubiertos de las heridas causadas por las espinas. Pero nadie los acechaba del otro lado, como temieran.

Ése no fue el único motivo de alegría. Wolff había encontrado pruebas de que los gv'orl habían pasado también por allí: en las espinas se notaban pelos duros y trocitos de tela. Sin duda, Kickaha había dejado esos jirones para indicar el camino, en caso de que Wolff lo siguiera.

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